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Karl Marx

Karl Marx

Durante mucho tiempo su retrato sustituyó en millones de hogares a las difuntas imágenes de la piedad popular. Millones de niños despertaron a la vida bajo la severa mirada de ese rostro macizo, rodeado de un espeso círculo de cabellos blancos, en el que el dibujo del bigote produce la ilusión de una sonrisa. Una frente monumental, hecha para albergar dos cerebros normales en un mármol impenetrable a la objeción, proyecta hacia atrás una crin de hilos de plata cuya mata se alarga a la altura de las orejas como el peinado de una esfinge. Las cejas, en línea quebrada, abrigan, bajo sus puntiagudos tejadillos de chalet de montaña, unos ojos de extraordinaria agudeza que acosan al contradictor en todas las direcciones y ven, a través de su endeble persona, la pared en la que van a clavarlo. Una figura pétrea, inatacable a la erosión, donde la propia barba parece estar hecha de esponjosa piedra calcárea, una inexpugnable torre de pensamientos que durante lustros ha dominado el tumulto de las guerras civiles y de las asambleas revolucionarias, el estruendo de las muchedumbres conocedoras de su poder y que rendían a su genio el tumultuoso culto de la esperanza y de la cólera: Carlos Marx, «guía inmortal de la clase obrera», el único personaje de la historia comunista cuya biografía jamás ha sido modificada por la enciclopedia soviética, profeta de la revolución mundial y divinidad ideológica que continúa aún asentada, más de cien años después de su muerte, sobre una par te del mundo. Cuando nació en 1818, en la pequeña ciudad renana de Tréveris, la gran sombra de Napoleón se desvanecía lentamente de Europa como el humo rezagado de una batalla. Los reyes, mal repuestos de sus emociones, se aseguraban del final de la pesadilla palpando sus coronas. En Francia, Luis XVIII, que llegó en furgón, se volvió a marchar en calesa y regresó en carroza, príncipe ajetreado en exceso por los acontecimientos, y demasiado inteligente, por lo demás, para no notar el desgaste de un régimen restaurado bajo su bondadosa y ligeramente sarcástica protección, traducía a Horacio y practicaba los consejos de Marco Aurelio.

El exilio le había enseñado a ser paciente y la gota le había convertido en un estoico. Federico Guillermo 111, al que ni Leipzig, ni Waterloo, ni el tratado de Viena consiguieron hacerle olvidar la humillación de Jena, cronometraba la infantería prusiana y se lanzaba por los primeros vericuetos de una política que combinaba inteligencia y fuerza y que desembocaría, cincuenta años después, en la coronación imperial de Guillermo I en Versalles, entre las ruinas de Francia.

Desmanteladas durante algún tiempo por el huracán de la Revolución, las cortes habían recobrado sus costumbres: violines, carruseles, secretos de Estado, perifollos, ignorancia distinguida. Sin embargo, a su alrededor, todo había cambiado. Al morir, la Revolución francesa había dado a luz una sociedad nueva, burguesa, liberal, ávida de producir, de intercambiar y de triunfar y que, pensándolo bien, se parecía bien poco a su madre. Las pelucas empolvadas apenas adornaban otra cosa que la apergaminada cabeza de los viejos diplomáticos; pronto las medias de seda ya no se volverían a ver sino en las pantorrillas de los criados de lujo. El ciudadano llevaba el sombrero de copa en forma de chimenea de tren y sus pantalones tubulares anunciaban la edad de la biela. También su mobiliario había sufrido una particular revolución. Después del arco tendido para el galanteo o la réplica del estilo Luis XV, tras la depuración ideal de líneas bajo el Directorio y el Imperio, la voluta y el crucero standard preparaban la industrialización del confort.

La literatura alemana se llamaba Goethe, y la francesa Chateaubriand, pero el «genio del cristianismo» entraba en uno de los numerosos túneles de su historia, y el joven Lamennais meditaba sobre la «in diferencia en materia religiosa». Aunque el espíritu religioso no había muerto, si al menos había plegado sus alas El siglo del vapor iniciaba su marcha hacia el futuro triunfal de la técnica y del progreso, bajo las llores de la retórica humanitaria y las aclamaciones de los burgueses deslumbrados por su próxima victoria sobre la postrer tutela de la aristocracia y del clero Ya sólo se pensaba en mayúsculas Guiado por la Ciencia y sumido en el Progreso, el hombre caminaba hacia el descubrimiento de las riquezas de este mundo Una palabra resume su filosofía de la felicidad en la tierra el materialismo. Con un sencillo adjetivo, por lo demás un tanto misterioso para la mayor parte de los que lo utilizan, un joven judío alemán con crin de león convertiría esta palabra, llena de promesas que se podían explotar, en el arma más terrible que jamás haya amenazado a la civilización occidental. El materialismo había liberado al burgués. El materialismo «dialéctico» de Carlos Marx lo condenaba a muerte sin remisión

Era el mayor de una familia de ocho hijos (cinco chicas y tres chicos) establecida en una casa burguesa de Tréveris, cuyo anodino aspecto era similar al de cualquier ayuntamiento o al de cualquier escuela primaria de cabeza de partido de un cantón. Su padre, el abogado Heinrich Marx, hijo de un antiguo rabino del pueblo, se había creado una sólida situación en la corte de apelación de la ciudad. Su madre, perteneciente a una antigua familia de rabinos holandeses, pasa por ser, entre los historiadores, un espíritu prosaico, poco dotada para la controversia y pronta para recordar a los oradores de la familia las realidades domésticas. Un día se le reprochará como inconveniente esta reflexión irónica: «Hijo mío, en vez de escribir sobre el capital sería mejor que amasaras uno». Heinrich Marx era, por el contrario, un espíritu brillante y liberal, apasionado por el juego de las ideas y cuya influencia sobre su hijo fue, ciertamente, muy grande en cualquier caso, tan grande como lo permitiera el carácter del joven Marx. Para salvar la situación y el porvenir de sus hijos, amenazados por las medidas antisemitas de la cámara prusiana, que acababa de prohibir a los Judíos el acceso a los cargos públicos ya la mayoría de las carreras liberales, se había convertido, junto con los suyos, al protestantismo, y lo hizo con facilidad, puesto que hacía mucho tiempo que estaba apartado de cualquier práctica religiosa. Esta «conversión» no dejaría, evidentemente, ninguna huella en el espíritu del joven Marx, quien durante toda su vida despreciará las creencias y lo sobrenatural hasta el día en que él mismo, sin darse cuenta de ello, funde una religión del ateísmo que superará a la Inquisición en rigor dogmático y que de volverá a los hombres la esperanza en lo inaccesible, más allá de una «sociedad sin clases» .

Fue un estudiante como todos los demás, incluyendo la habitual tendencia a la versificación romántica, quizá algo más aplicado en el trabajo y en la distracción, y que pasaba repentinamente de la vigilia estudiosa al alboroto nocturno. Escribió poemas en los que mozas con el vestido empapado de lágrimas mueren de amor bajo las estrellas impasibles, mientras que jóvenes caballeros incomprendidos se suicidan en la iglesia durante la boda de la amada infiel. Es una lástima que estos conmovedores escritos aún no hayan aparecido, bajo su prestigiosa firma, en tiras dibujadas. Pero este brote de fiebre sentimental, curado con cerveza, desapareció pronto. El joven Marx no tenía vocación lírica.

Después de un año de infructuosos sueños en la Universidad de Bonn, renuncia a sollozar con la literatura de su siglo y entra en la Universidad de Berlín. Obtendrá, finalmente, en la de Jena el diploma de doctor en filosofía. Su vigorosa inteligencia ha destrozado sin mayor esfuerzo, en busca de realidades más profundas, el cartón piedra de las construcciones románticas. La violencia natural de su temperamento cambia de dirección, se eleva, y pasa del decorado de la ficción novelística al plano superior de las ideas. Marx ya es entonces lo que será hasta el final: combativo, seguro de su capacidad intelectual de lógico realista proclive a la ironía, animado por la inquebrantable convicción de que su único deber es el de «trabajar por el bien de la humanidad». tal como había escrito a los quince años en «las reflexiones de un joven ante la elección de carrera».

Su padre, hombre liberal y sensible, ve con preocupación cómo el carácter de su hijo va adquiriendo paulatinamente el perfil duro y monolítico que le hará atravesar el siglo como una bala movida por la carga de un pensamiento explosivo. En una conmovedora carta, encontrada por el erudito Auguste Cornu, le escribe: «No puedo a veces defenderme contra ideas que me entristecen e inquietan como un sombrío presentimiento. me siento súbitamente invadido por la duda y me pregunto si tu corazón responde a tu inteligencia ya tus cualidades espirituales, si es accesible a los sentimientos de ternura que aquí en la tierra son una gran fuente de consuelo para un alma sensible, y si el singular demonio del que tu corazón es claramente víctima es el espíritu de Dios o, por el contrario, el de Fausto. Me pregunto si alguna vez serás capaz de disfrutar de una felicidad sencilla, de las alegrías de la familia y si podrás hacer felices a los que te rodear”. Pero el joven Marx está ya fuera del alcance de este tipo de razonamientos. Su espíritu, a la búsqueda del ideal, sufre toda la agitación, toda la turbación de un misionero más seguro de los principios de su misión que del contenido de su doctrina, o de un profeta al que le urge hablar pero que aún no sabe muy bien qué decir. Es un adicto a las ideas que hoy llamaríamos de extrema izquierda, pero que entonces no existían sino en estado gaseoso, pues ningún espíritu las había aún solidificado en un cuerpo de doctrina.

Dos veces se tambalea su salud agotada por el cansancio: su familia le reprocha el abandono de la amable joven de Tréveris que será su compañera y el único amor de su vida, Jenny, hija del imponente barón von Westphalen.
Su padre muere sin haber logrado una respuesta válida a sus inquietas preguntas, las cuales, según pueden comprobar los biógrafos, vuelven a plantearse una y otra vez. Su madre se queja de las faltas de consideración de la familia Westphalen. Jenny , modelo de tenacidad, resiste los asaltos de los suyos, que se niegan a imaginar la unión de una joven de la más rancia nobleza de Europa con un joven burgués, revolucionario para más desgracia, y al que se empieza a conocer demasiado en las asambleas políticas.

Llega entonces la luz para el joven Marx bajo el glacial aspecto de la filosofía de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, maestro de la dialéctica, ex seminarista luterano de Tubinga y refinado bruñidor de una doctrina hiperintelectualista, que plantea en su origen el principio mismo de la Idea, cuyo desarrollo, a través de las contradicciones de la historia, constituye la realidad de todas las cosas. La célebre «dialéctica» de Hegel consiste en conciliar una afirmación y la subsecuente negación en la superior unidad de la síntesis. Un ejemplo: La idea de «ser» introduce la de «no-ser» o la «nada», y estas dos ideas contradictorias forman juntas la noción de «devenir»: en efecto, las cosas que «llegan a ser son y no son a la vez, puesto que «cambian o se «transforman. A su vez, la noción de «devenir anuncia un grupo de pensamientos contrarios sobre la «vida» y la «muerte» , reconciliables, a su vez, en la unidad conceptual de la «evolución», y así sucesivamente; puesta en marcha esta mecánica, nada puede ya detener su movimiento en tres tiempos, tesis, antítesis, síntesis, hasta la completa absorción de lo real en la lógica.

Este entretejido hegeliano (una línea del derecho, otra línea del revés), original manera de llevar el espíritu a la identidad mediante la contradicción, proporcionaba a Karl Marx el instrumento definitivo de su pensamiento, el método que necesitaba para explorar la historia de las sociedades humanas, criticar la civilización de su época y formular su propia concepción del mundo, en la cual las oposiciones hegelianas entre el «capitalismo» y el «proletaria do» quedarán resueltas en la unidad de la «sociedad sin clases».

Estamos en 1843; Karl Marx tiene veinticinco años y ha resuelto su primera síntesis dialéctica casándose con su antítesis social, Jenny von Westphalen, con la que se traslada a París, morada favorita de los espíritus revolucionarios de Europa Cuando llega a la ciudad del Sena, en total hay en Francia una sola ley social, ¡Y qué ley! Defendida en la cámara de los pares por Montalambert, quien había atacado enérgicamente a «las industrias que arrancan al pobre, a su mujer ya sus hijos de las costumbres de la vida en familia, de los beneficios de la vida en el campo, para encerrarlos en insanos barracones, auténticas cárceles en las que todas las edades y todos los sexos son condenados a una sistemática y progresiva degradación», fijaba en los «ocho años» la edad de admisión de los niños en las fábricas y reglamentaba en ocho horas la jornada para los trabajado res entre los ocho y los doce años, y en doce horas entre los doce y los dieciséis años. Ésta era la ley. y no había más. Incluso el ilustre físico Gay-Lussac, honrado con una calle en el barrio latino, había combatido el proyecto declarando que «el patrono era amo absoluto en su casa» .

Esta módica ley de 1840 es la primera ley social» votada en Francia. Antes, toda la legislación del trabajo era regulada por la ley Le Chapelier» , del 14 de junio de 1791, que prohibía la coalición «entre ciudadanos de un mismo oficio o profesión , dirigida’ en la práctica contra los obreros de la construcción que reclamaban en bloque un aumento de salario, y un decreto del 3 de enero de 1813 apoyando la prohibición de que «los niños menores de diez años» trabajaran en las minas.

Ninguno de los grandes hombres de la Revolución había intuido mínimamente los problemas obreros. Ni Mirabeau, ni Danton, ni Robespierre, ni «el amigo del pueblo», Marat, habían presentido la evolución económica de la sociedad de su época. La ley Le Chapelier había sido adoptada y aplicada sin oposición alguna, ni tan siquiera obrera, y durante cerca de treinta años el decreto imperial de 1813 fue el único texto que demostró algún interés por los innumerables niños literalmente encarcelados a una edad muy temprana en auténticas prisiones industriales. La condición obrera era, en su conjunto, miserable. Un niño ganaba de treinta a cincuenta céntimos al día; según las profesiones, el salario de un adulto variaba entre uno y dos francos, salvo en caso de depresión económica. En Lyon, cuenta Blanqui, las obreras ganan trescientos francos al año trabajando catorce horas diarias en oficios en los que han de estar colgadas con unas correas para poder utilizar a la vez los pies y las manos, cuyo movimiento continuo y simultáneo es indispensable para tejer galones» .U n investigador oficioso señala que en «ciertos establecimientos de Normandía, el látigo figura en el oficio entre los instrumentos de trabajo» .

De este modo, mientras Stendhal describía pormenorizadamente los delicados amores de sus coleópteros mundanos; mientras Musset, apesadumbrado, contemplaba su palidez en el Gran Canal, y la burguesía, maravillada ante el progreso del comercio y la industria, dejaba la religión a las mujeres para volcarse en la rentable mística de los «negocios», tras todo este decorado, todo un pueblo de desheredados vivía sin alegría, sin esperanza y, a veces, sin pan. El sistema feudal había sido destruido, pero, en el seno del «régimen burgués» , una nueva categoría de siervos había sustituido a la antigua. Ya no había campesinos, «siervos de la gleba», en torno a los castillos. Pero alrededor de las fábricas, multiplicadas por el genio empresarial que anima la época, las grandes concentraciones obreras forman poco a poco una clase distinta, ignorada por la ley, con una existencia miserablemente considerada ya la que se llamará «proletariado» .

El método hegeliano había proporcionado a Carlos Marx la herramienta que su pensamiento necesitaba. La crueldad de la «condición proletaria» le indigna, centuplica su voluntad de acción y convierte al joven pensador, apasionado por la especulación filosófica, en el general revolucionario más consecuente y más temible de todos los tiempos. El marxismo naciente será una mezcla detonante de lógica y de indignación.

Está listo el armazón de su máquina de guerra contra el mundo de las ganancias. La glotona anarquía de la sociedad de su época le señala su enemigo: el «capitalismo burgués»; sus tropas: el proletariado; el campo de batalla: la mina, la fábrica, el taller, todos los lugares de trabajo o de miseria de la ciudad y de los campos.
El destino le proporciona un inestimable aliado en la persona del joven Friedrich Engels, nacido en 1820 en una rica familia industrial de Bremen. Se trata de un espíritu agudo, tan hábil para los negocios como ágil en la decisión política; un elegante personaje que será el Saint-Just del nuevo Robespierre, un Saint-Just previsor que salvará a su amigo de la miseria y que sostendrá hasta el final la desastrosa economía doméstica del teórico de la economía universal.

A partir de ese momento, numerosos textos políticos llevarán la firma conjunta de los dos amigos, sin que aún hoy sea posible distinguir la aportación de cada uno a la obra común. Redactan conjunta mente el famoso Manifiesto del partido comunista, cuya publicación coincide con la revolución de 1848 y que contiene los principales rasgos de la doctrina largo tiempo impuesta, y agravada por el fanatismo, a centenares de millones de seres humanos.

Al igual que Engels, Karl Marx es un perfecto ateo y, pese a las ilusiones de cierto número de cristianos contemporáneos. el ateísmo constituye la esencia misma del marxismo. No sirve de nada soñar con un marxismo separado de su irreligión orgánica y que limite su ambición a una reforma de las estructuras de la economía. El ateísmo integral proporciona a «Marx- Engels» la base de su doctrina, ese «materialismo histórico» para el que la sociedad y la moral de los individuos están determinados por las formas de producción. A partir de esta comprobación se desarrolla el movimiento «dialéctico» del marxismo, que ve en la historia una permanente lucha de clases entre aquellos que poseen, ya los que la defensa de sus intereses «deshumaniza» , y aquellos que no poseen, ya los que su condición de dependencia «aliena» . Hegel, cuyo pensamiento iba de la Idea a lo real, desembocaba en un vago espiritualismo conservador muy grato para el gobierno prusiano, el cual, de acuerdo con esta doctrina, resultaba ser el mejor de los gobiernos posibles, puesto que constituía, bajo la jurisdicción del maestro, la última encarnación de la Idea. Pero Karl Marx, discípulo irrespetuoso, dará la vuelta a la lógica de Hegel como a un guante. Irá de lo real a la Idea, y como por arte de magia, todo aquello que en la filosofía del hijo del pastor llevaba al conservadurismo, en la del nieto del rabino conducirá a la revolución. Al ser una emanación de las clases poseedoras, el gobierno prusiano, al igual que todos los gobiernos del mundo, no es sino un momento de la dialéctica: también lo es la burguesía, cuyo inevitable conflicto con su antítesis social, el proletariado, trae necesariamente la revolución, en la cual dicha burguesía, reducida por la concentración de riquezas a un número cada vez menor de poseedores, quedará sumergida y liquida da por la masa creciente del proletariado. Una vez victoriosa, la clase obrera abolirá la propiedad privada de los medios de producción y de intercambio, salvando, a la vez, en el paraíso sintético de la sociedad sin clases, a todos los hombres liberados del sistema económico que deshumanizaba a unos y alienaba a otros.

Éste es el esquema de una doctrina cuya actitud solapadamente religiosa es imposible ignorar. Se trata de un contratipo ateo que pronto se convertirá en una insolente caricatura totalitaria del judeo-cristianismo tradicional: del pecado original (la caí da en la propiedad privada), a la Redención del Pobre (Cristo, Dios hecho hombre, y el proletario, hombre hecho dios ); de la cautividad en Egipto (en las garras capitalistas ), a la Tierra prometida del colectivismo, pasando por la Iglesia (fuera del partido no hay salvación), el magisterio infalible de Moscú y la llamada confesión «autocrítica», sin olvidar, en el plano supremo de la mística, esa especie de diálogo del hombre con el hombre en una suerte de divinización sin amor. Pues si el advenimiento del reino de Dios es obra de la caridad, el de la sociedad sin clases no puede ser acelerado sino por el esfuerzo conjunto de la violencia y del odio.

Durante largos años, de expulsión en expulsión y de hotel en piso amueblado, Karl Marx llevará la vida de un proscrito escaso de recursos, dejando en Francia, en Bélgica, en Alemania y más tarde en Londres, donde terminará sus días, diversos grupos de discípulos que un día de 1864 formarán el elemento motor de la Internacional de trabajadores como resultado indirecto, en suma, de sus obligados desplazamientos. Su itinerario está jalonado de hojas muertas, gacetas sin lectores, libros y panfletos incautados que devoran sus escasos ingresos, la pequeña fortuna de su mujer y el dinero de sus amigos excepto el del sagaz Engels, quien dirige su barca fraternal como una lancha salvavidas, sin avaricia pero con discernimiento. Karl Marx experimenta hasta la náusea la deprimente dialéctica de la necesidad y del crédito, hostigado por acreedores a los que no paga, en un perpetuo estado de tensión doctrinal no apto para ningún otro trabajo que no sea el de profeta social. Para él, fuera cual fuese el amor por los suyos, la vida pública tiene absoluta prioridad sobre la vida privada. Su resistencia a la miseria ya la desgracia es, por otra parte, prodigiosa. Abrumado por las lágrimas y las justas recriminaciones de su mujer, fulminado en varias ocasiones por el más terrible golpe que pueda herir a un ser humano, la muerte de un hijo, se mantiene en pie, inamovible y como protegido contra la violencia del destino por la violencia de su propio pensamiento.

Las únicas noticias que espera y recibe con alegría son las que le traen la confirmación de sus teorías: depresiones, crisis económicas, huelgas, rugidos revolucionarios, asonadas. Día tras día su figura histórica se dibuja con rasgos cada vez más claros en un cielo tormentoso. En los comités extremistas se admira a un filósofo capaz de hablar con semejante autoridad un misterioso lenguaje escolástico, del que no se entendería nada si no se convirtiera tan fácilmente en las más sencillas fórmulas de acción: explotación del hombre por el hombre, lucha de clases, revolución, liquidación, liberación. El respeto da paso a una actitud admirativa, y la veneración al respeto. Es el primer papa del «comunismo» (adoptó una vieja palabra para designar algo nuevo al contrario que la mayoría de los políticos ). Proudhon, cuyas impracticables teorías lo exponen a la burla del maestro, al igual que Bakunin y todos los demás, sufren a su pesar su influencia. E incluso el propio conde Tolstoi, un amable bromista, pone a su disposición su inmensa fortuna… antes de marcharse sin que ésta haya sido mermada.

La fama del doctrinario se extiende mucho más allá de los círculos revolucionarios, y sus prestigiosos éxitos no suavizan su carácter ni la dureza de sus réplicas. N o discute, maneja los argumentos como un bloque, aplasta a quien le contradice y se marcha sacudiendo su melena.

Las celebridades se le acercan con menos facilidad que los obreros: Reclus se queja de que no se hubiera levantado del fondo del salón para recibirle y de que permaneciera «constantemente cerca de un busto de Júpiter Olímpico, como si quisiera hacer alusión al lugar que ocupa entre las grandes figuras de la humanidad» .Aquel carnicero devoraba sobre todo papel. En Londres, donde pasó la mayor parte de sus treinta últimos años, yendo de un barrio a otro según el estado de sus recursos, la paciencia de los propietarios y las amistosas subvenciones de Engels, escribe su obra más importante, El Capital, en frases complejas, enroscadas como muelles y fabricadas sin preocuparse por su conclusión. El punto crucial del planteamiento ‘es la teoría según la cual el trabajo, como cualquier otra mercancía, tiene su valor, determinado por las necesidades del obrero, y su excedente constituye la «plusvalía» , cuyo beneficio revierte en el capital.

Resueltos sus apuros en lo sucesivo gracias a Engels, que supo dirigir sus propios asuntos en beneficio de su común interés, Marx modifica, abandona, vuelve sin cesar a emprender el gran trabajo de su vida, que quedará inacabado. Desde el día en que el Manifiesto comunista lanzó al mundo su brillante y sombrío «¡Proletarios de todos los países, uníos!», sus teorías sólo han recibido un amago de aplicación durante las breves jornadas de la Comuna de París. Pero él está seguro, con la seguridad de un creyente, de la victoria final de su doctrina. Una cierta paz desciende sobre los últimos días de su vida, que, sin embargo, se ve atravesada por dos sufrimientos fulgurantes: la muerte de su mujer y la de su hija, Jenny Longuet. Poco después de este último golpe, al entrar en su cuarto el 14 de marzo de 1883 , Engels lo encontró tranquilamente dormido para siempre. Su tumba está en Highgate.

La mayoría de los marxistas no conocen El Capital mejor de lo que los católicos conocen La Summa de santo Tomás de Aquino. El pensamiento de Marx, que parece también proceder de la industria pesada, ha dejado un método calificado pomposamente de científico y un catecismo revolucionario que ha dado la vuelta al mundo. Pero las teorías filosófico-económicas sacadas del marxismo han sido por doquier refutadas por los hechos y no han dado buenos resultados en ningún sitio. A pesar de la abolición de la propiedad privada, final simbólico de la «explotación del hombre por el hombre» en los países socialistas y la liquidación directa o indirecta de millones de seres humanos sacrificados a la ideología, o a la «ideología» del partido, nadie ha vivido, ni siquiera un solo día, el ideal de la sociedad sin clases. Ningún pueblo del mundo ha pasado al comunismo por efecto de la lógica marxista, y todos aquellos que han vivido esta experiencia han sido obligados a hacerlo por la fuerza de las armas, al amparo de dos guerras mundiales. Ya la desgracia doctrinal, ha de añadirse el hecho de que, a la vez que obligaba a los gobiernos «burgueses» a concebir, finalmente, una política social con frecuencia eficaz, el marxismo ha contribuido a la consolidación del capitalismo.

Karl Marx quería sinceramente la liberación de la humanidad, y sus seguidores la aprisionaron en un totalitarismo sin precedentes; quería un hombre nuevo, y ese hombre nuevo tenía la cabeza de un comisario político; pensaba que la «dictadura del proletariado» duraría algunas semanas, y se mantuvo durante setenta años. Puede decirse que Marx lo había previsto todo, excepto el marxismo, que, como un sacramento de tinieblas, produjo en todas partes lo contrario de lo que significaba.

«La razón truena en su cráter» , decía el magnífico canto de la clase obrera. Hoy no. se ve más que el cráter, donde ha quedado sepultada la patria del socialismo y, con ella, unas esperanzas traicionadas.

Autor: André Frossard

Fuente: Encuentra.com

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