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¿Hay salvación fuera de la Iglesia? ¿Se salvan las personas de otras religiones?

otras religiones

Preguntan los lectores:

¿Se pueden salvar los que no pertenecen a la Iglesia?

Respecto de la Salvación, que implica estar en comunión con Dios, que pasa con nuestros hermanos de otras religiones, sectas y demás; como ser musulmanes, judíos, budistas, hinduistas, protestantes, Testigos de Jehová, etc.. Si no reconocen a Jesucristo como Dios, ¿podrán estar en comunión con El y compartir la vida eterna? ¿Quién se va a condenar? – Esteban

¿Hay salvación fuera de la Iglesia?

Elena

Los que no conocen a Dios o nunca les predicaron; ¿se condenan? ¿no hay salvación para ellos?

Julián.

Respuesta:

Estimados:

La enseñanza de la Iglesia es que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Pero debemos entender muy bien esta afirmación para no darle un sentido equívoco.

Podemos resumir la enseñanza de la Iglesia diciendo lo siguiente: “Así como Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, así también la Iglesia es el medio universal y único de salvación. Ningún hombre puede pues salvarse sin pertenecer a ella, ya sea con toda realidad, ya sea cuando menos por su dispo­sición profunda”.

La doctrina de la Iglesia debe unificar al mismo tiempo varias verdades, que son:

a) que Dios quiere realmente la salvación de todos los hombres;

b) que la Iglesia es el único sacramento de salvación, y que es necesario pertenecer a ella para poder salvarse;

c) que no hay sin embargo dos Iglesias, universal pero invisi­ble una, y visible pero limitada la otra, sino que en la tierra existe solamente una misma y única Iglesia, a la vez visible e invisible. mística e institucional.

Intentemos explicar este misterio:

1) La Iglesia, único sacramento de la salvación

“Así como Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, así también la Iglesia es el medio universal y único de salvación. Ningún hombre puede pues salvarse sin pertenecer a ella, ya sea con toda realidad, ya sea cuando menos por su disposición profunda («reapse vel voto»)”.

Esta tesis es de fe, según el magisterio ordinario y universal de la Iglesia confirmado por varias declaraciones, solemnes, en particu­lar la del IV concilio de Letrán (1215): «existe una sola Iglesia, la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual absolutamente nadie (nullus omnino) se salva» (Dz 430). Y la del concilio de Flo­rencia (Dz 714). Véanse asimismo los textos de Inocencio III (Dz 423), de Bonifacio VIII en la bula Unam Sanctam (Dz 468), de Clemente VI (Dz 570 b), de Benedicto XIV (Dz 1473), de Pío IX (Dz 1647, 1677), de León XIII (Dz 1955), de Pío XII en su encíclica Mystici corporis (Dz 2286-2288), del Santo Oficio en su carta de 8 de agosto de 1949 al arzobispo de Boston a propósito del asunto Feeney (Dz 3866-3872). Resumiendo y recogiendo toda esta doctrina tradicional, el concilio Vaticano II reafirma, a su vez, «que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. En efecto, sólo Cristo es mediador y camino de salvación. y se hace presente a todos nosotros en su cuerpo que es la Iglesia» (L. Gent., 14).

La fe de la Iglesia tocante a la necesidad del papel por ella desempeñado, le llega de la Escritura a través de la tradición.

a) El fundamento de la Sagrada Escritura

Una doble serie de afirmaciones jalona todo el Nuevo Testa­mento:

a. Cristo es la única fuente de salvación, el único lugar de encuentro entre Dios y los hombres. Así, bajo formas diversas: Act 4, 11-12; Rom 10, 1-14; Lc 12, 8-10; Jn 14, 1-6, etc.

b. En la comunicación de la salvación a los hombres, Cristo y la Iglesia forman una sola cosa: la negativa a seguir a la Iglesia equivale a una negativa a seguir a Cristo, del mismo modo que rechazar a Cristo equivale a rechazar al Padre (Lc 10, 16: «Quien a vosotros escucha, a mi me escucha; y quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; pero quien me desprecia a mí, desprecia a aquel que me envió»; o también: Jn 3, 5; 13, 20: Mt 18, 17; Mc 16, 16; Gál 1. 8; Tit 3, 10; 2 Jn 10, 11, etc..).

O bien todos estos textos nada quieren decir, o bien significan claramente que, fuera de Cristo y de su Iglesia, no existe salvación posible para el hombre. Así, pues, aun cuando no figure en ellos bajo su formulación explícita, el axioma «fuera de la Iglesia, no hay salvación» se remonta en su sustancia al Evangelio mismo. El concilio Vaticano II lo advierte con exactitud: «Al enseñarnos explícitamente la necesidad de la fe y del bautismo (Mc 16, 16; Jn 3, 5), confirmó (Cristo) al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia misma» (L. Gent., 14).

b) El axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”

La fórmula «fuera de la Iglesia, no hay salvación» aparece por primera vez en san Cipriano y en Orígenes en torno al año 250. La encontramos ininterrumpidamente en los padres, tal cual, o con lige­ras variantes, o traducida también en imágenes como la del arca de Noé u otras equivalentes. La encontramos también en los teólogos y en los documentos oficiales del magisterio, los más importantes de los cuales han sido ya indicados antes.

Por poco que se reflexione, se advertirá claramente que es esen­cial a la Iglesia ser única. En caso contrario, no sería ya la esposa del único Mediador y su cuerpo, el sacramento de la comunión universal entre Dios y los hombres. Cuando la Iglesia afirma esta unicidad como una exigencia de su fe, no reivindica pues celosa­mente unos derechos y unos privilegios cediendo a una tentación de imperialismo espiritual, sino que da testimonio de la misión que ella ha recibido con respecto a la humanidad. Su exclusivismo es sencillamente otro nombre de su fidelidad y de su caridad uni­versal. Admitir una pluralidad de Iglesias equivaldría a no admitir ninguna, a rechazar la noción misma de Iglesia.

2. El sentido y el alcance del axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”

¿Cómo, pues, inter­pretar correctamente este axioma? Para responder a la cuestión así planteada, examinaremos bre­vemente lo que a este respecto nos dicen el Nuevo Testamento y la tradición de la Iglesia.

a) El Nuevo Testamento

a. Lo que el Nuevo Testamento condena es, esencialmente, la negación de la verdad, y no la ignorancia pura y simple. Véase, en particular: Jn 3, 19; Mt 22, 8-9; cf. 1 Jn 4, 7.

b. Nunca afirma que sea suficiente invocar a Cristo o afiliarse a su Iglesia para poder salvarse. Hasta dice explícitamente lo contrario: Mt 13, 41-42; 22, 12-14; 25, 41; 1 Cor 13, 2; Gál 5, 6; Sant 2, 14; Lc 13, 9.

c. No excluye en parte alguna una pertenencia a Cristo y a la Iglesia simplemente latente, pero ya salvífica. Varios indicios, sin ser absolutamente perentorios, orientan incluso en este sentido. Así, por ejemplo, las palabras de Cristo a propósito de Abraham, que «ha visto su día» (Jn 8,56). O aquellas que transcribe Mc 9,38-40: «quien no está contra nosotros, está con nosotros», palabras que equilibran que de algún modo el «quien no está conmigo, está contra mí». Véase asimismo: Jn 1, 9; Mt 2, 1; 8, 10; 15, 28; 25, 34s; 1 Jn 4. 7.

b) La Tradición de la Iglesia

Algunos Padres tuvieron una posición muy estricta; como San Fulgencio de Ruspe (siglo VI): «No cabe la menor duda de que no sólo todos los paga­nos, sino también todos los judíos, todos los herejes y cismáticos que mueren fuera de la Iglesia católica, irán al fuego eterno prepa­rado para el diablo y sus ángeles».

Pero otros, sin embargo, matizan más las cosas y admiten la idea de una posible buena fe; así san Agustín, quien, siquiera de un modo disperso, distingue entre lo que un día se llamará el hereje de buena fe o hereje simplemente material, y el hereje formal. «Aquel, escribe, que defiende su opinión, aunque sea errónea y perversa, sin animosidad pertinaz, sobre todo cuando dicha opinión no es fruto de su audaz presunción, sino herencia de unos progenitores seducidos y arrastrados por el error; si busca la verdad escrupulosamente, pronto a abrazarla en cuanto la conozca, no debe ser clasificado entre los herejes» (Epistola 43,1). San Ambrosio se había manifestado más explícitamente aún a propósito del emperador Valentiniano II, asesinado antes de haber recibido el bautismo que tanto deseaba: Ambrosio no puede ima­ginar que no haya recibido la gracia. Escribe: «¿No habrá, pues, recibido la gracia que deseaba, que él había pedido? Evidentemente, si la ha pedido, la ha recibido» (De obitu Valentiniani, 51; PL 16, 1374; Rouët de Journel, 1328).

A partir de santo Tomás, la distinción entre las diferentes clases de ignorancia se hará clásica: voluntaria e involuntaria, vencible e invencible.

El tema de la necesidad de la Iglesia para la salvación se planteó de nuevo con los grandes descubrimientos. Las discusiones entre teólogos fueron muy enconadas.

Finalizado el siglo XVIII, el «liberalismo» y el indiferentismo religioso provocaron una viva oposición a nuestro axioma. Son conocidas las brutales palabras de Rousseau: «Todo el que se atreve a decir que “fuera de la Iglesia, no hay salvación”, debe ser expulsado del Estado» (Contrato social, IV, 8). El moralismo pietista de Kant y «la religión de la conciencia» influyeron en idéntico sentido.

La reacción de la Iglesia ha sido clara y muy significativa. Es doble:

-Por una parte, rechaza categóricamente todo indiferentismo cuyo principio entrañe la negación del misterio de salvación del que es ella servidora. Véase, en este sentido: la encíclica Mirari vos de Gregorio XVI (Dz l613ss), la alocución de Pío IX de 9 de diciem­bre de 1854 (Dz 1646ss), la encíclica Quanto conficiamur moerore (10 de agosto de 1863; Dz 1677) de este mismo papa, el Syllabus (Prop. 16 y 17; Dz 1716-1717), etc. Se mantiene, pues, con firmeza el principio tradicional: «Fuera de la Iglesia, no hay salvación»

-Por otra parte, la condenación implicada en este axioma no apunta jamás a las personas mismas. Aun cuando el principio se formule de un modo absoluto en los textos relativos a las demás sociedades religiosas, abunda sin embargo en precisiones y en crecientes matices cuando se trata de textos referentes a la salvación efectiva de las personas que no están en contacto visible e institucional con la Iglesia. Pío IX es el primero que introduce explícitamente la consideración de la buena fe en su exposición de una doctrina tradicional «fuera de la Iglesia, no hay salvacion» (Singulari quadam, 9 de diciembre de 1854, Dz 1646-1647, véase también Quanto conficiamur, 10 de agosto de 1863, Dz l677). Idéntico espíritu encontramos en León XIII (Satis cognitum) 17 y en Pío X (E Supremi Apostolatus).

El concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium, matiza la aplicación de este principio a las diferentes categorías humanas sobre la base de una distinción mucho más clara de los diversos casos posibles: cristianos no cató­licos, judíos, musulmanes y adoradores del Dios único, y aquellos, en fin, que «buscan todavía en sombras e imágenes al Dios que desconocen» (L.G., 16).

Ya la encíclica Mystici corporis había preparado este progreso al mencionar explícitamente a ‘quienes por cierto deseo o aspiración inconsciente están ordenados al cuerpo místico’ (Dz 3821 y CEDP, t. I. p. 1057), idea recogida y precisada por la carta del Santo Oficio (8 de agosto de 1949) relativa al asunto Feeney (Dz 3866-3873 [32 ed.]).

c) Conclusión

A la luz de estos últimos documentos, cabe resumir así la tradición de la Iglesia:

1º Es de fe que ‘la Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación’ (L. Gent.. 14).

2º ‘No podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, se negasen sin embargo a entrar o a perseverar en ella’ (L.G., 14).

3º En razón del vínculo que une a Cristo con la Iglesia, nadie puede salvarse, es decir, vivir con Cristo, sin estar de un modo u otro en comunión con la Iglesia.

4º En la aplicación de este principio a las diferentes personas, hay que tener en cuenta las circunstancias y posibilidades efectivas de cada uno. ‘Por esto, para que una persona alcance su salvación eterna, no siempre se requiere que esté de hecho incorporada a la Iglesia a título de miembro, pero si debe estar unido a ella siquiera un deseo o aspiración’ (carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston, 8 de agosto de 1949. DS 3870).

5º ‘Incluso no siempre es necesario que esta aspiración sea explicita. En caso de ignorancia invencible, una simple aspiración implícita’ (ibid.) o inconsciente puede ser suficiente, si traduce ‘la disposición de una voluntad que quiere conformarse a la de Dios’ (ibid.). O, dicho de otro modo, esa aspiración debe expresar realmente la oposición de la vida de uno, por cuanto no puede tratarse de una especie de salvación de segunda categoría. Ese deseo debe estar asimismo animado por la caridad perfecta, implicando pues un acto de fe sobrenatural.

¿Cómo concebir psicológicamente este deseo implícito? El concilio Vaticano II habla de ‘aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo la influencia de la gracia, en cumplir con obras su voluntad conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden alcanzar la salvación eterna’. Y con más audacia aún: ‘Incluso a aquellos que sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios, y se esfuerzan, no sin la gracia divina, en llevar una vida recta, tampoco a ellos niega la divina Providencia los auxilios necesarios para la salvación’ (L.G., 16; cf. Gaudium et spes, 22, 5).

En todos estos textos se advierte una insistencia en los dos puntos siguientes:

-Se hace referencia a la orientación global de una vida: ‘hay que esforzarse en cumplir con obras su voluntad’; ‘hay que esforzarse en llevar una vida recta’.

-Todo esto no puede llevarse a cabo y tener un efecto ‘salvífico’ como no sea bajo la influencia de la gracia. Y sabemos precisamente que, aun cuando algunos hombres puedan dar la impresión de que están lejos – o quizá lo estén de hecho – de Dios, él en cambio no está lejos de nadie. ‘puesto que él da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (Act 17, 25-28), y quiere, como Salvador, que todos los hombres se salven (1 Tim 2, 5)’ (L. Gen t., 16).

3. Consecuencia: la mediación universal de la Iglesia y los grados de pertenencia a la Iglesia

a) La mediación universal de la Iglesia

Por ser la iglesia en el mundo el sacramento universal de la salvación, toda gracia llega a través de ella y toda gracia tiende hacia ella.

a. Toda gracia llega a través de la iglesia: No solamente el camino normal previsto por Cristo para comunicar su vida es el canal de los sacramentos, sino que además, siendo como es la Iglesia ‘Jesucristo difundido y comunicado’, según palabras de Bossuet, toda participación en la vida de Cristo será eclesial, aun en el caso de que sus beneficiarios no tengan conciencia de ello, ya que no existen dos especies de una misma vida cristiana, supuestamente distintas en razón de la pertenencia o no pertenencia a la Iglesia. Concreta mente, dicha mediación se ejerce de dos maneras sobre todo:

-En virtud de los sacramentos, y de la eucaristía en particular. En la economía de la salvación, la misa y la cruz son dos misterios inseparables: ‘Sin la cruz, la misa sería una ceremonia va cía. Pero, sin la misa, la cruz sería una fuente sellada’ (Montcheuil).

-En virtud de las restantes plegarias y sacrificios ofrecidos por la iglesia. La encíclica Mystici corporis insiste varias veces en el papel maternal que la Iglesia desempeña con respecto al conjunto de la humanidad.

b. Toda gracia tiende hacia la Iglesia: Más cierto aún es que toda gracia ordena necesariamente a quien la recibe hacia la Iglesia, para que pertenezca a ella cada vez más y mejor. Cristo, escribía Isaac de Stella, ‘es un esposo humilde y fiel’, todo lo que hace, lo hace pues para su esposa. Esta fidelidad forma parte de su misterio. ‘Adondequiera que vaya ahora, a la derecha del Padre o al fondo de las almas, sigue siendo siempre el Cristo de su Iglesia y de Pedro, y los primeros momentos de su entrada en no importa qué corazón, las primeras acometidas de su gracia, que no descansa nunca y en parte alguna, serán asi mismo los primeros pasos de su venida a la Iglesia’ (Mersch).

b) Los grados de pertenencia a la Iglesia

La cuestión de la pertenencia a la Iglesia no es más que una aplicación de todo lo que acaba de decirse. Dos grandes principios deben tomarse aquí en cuenta:

a. ‘Están plenamente incorporados a la sociedad de la iglesia quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella. y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige por medio del soberano pontífice y los obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica’ (Lumen gentium, 14). El mismo documento añade a continuación:

-esta ‘incorporación’ a la Iglesia no asegura la salvación a quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia sólo en cuerpo, y no en corazón;

-esta situación sobrenatural de los hijos de la Iglesia ‘debe atribuirse no a sus méritos, sino a una gracia singular de Cristo’.

También añade: ‘los catecúmenos que, movidos por el Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, por este mismo deseo ya están vinculados a ella y la madre Iglesia los abraza con amor y solicitud como suyos’ (L.G., 14).

b. Aun sin estar plenamente incorporado a la iglesia, es posible, sin embargo, estar unido a ella y, en este sentido, pertenecer a ella de algún modo. El concilio Vaticano II habla explícitamente de un vínculo por el que están unidos a la Iglesia todos aquellos que, aun sin estar plenamente incorporados a ella, pertenecen sin embargo a ella de algún modo (L.G., 15-16; Decreto sobre el ecumenismo, 3 y 4). Hay, pues, una pertenencia en sentido amplio (en esta última, es preciso establecer una distinción entre aquellos que admiten el Evangelio y ‘se honran con el bello nombre de cristianos’, algunos de los cuales están unidos a la Iglesia por vínculos sacramentales muy fuertes -cf. L.G. 15-, y aquellos otros que, no habiendo recibido todavía el Evangelio, están simplemente ‘ordenados al pueblo de Dios’ -ibid., 16-). Tal es la razón de que, para mejor definir y caracterizar estos diferentes casos, procedan algunos teólogos a enumerar las tres categorías siguientes:

-la incorporación plena (o pertenencia en sentido fuerte), in corporación que supone las tres condiciones clásicas recogidas por el Concilio (profesión de fe cristiana, vida sacramental, comunión con la jerarquía de la Iglesia);

-una pertenencia en sentido amplio o incompleta, caso de faltar uno o dos de los elementos antes citados;

-un cierto vinculo con la Iglesia, que ni siquiera cabe calificarlo como pertenencia, cuando no se da ninguna de las tres condiciones.

 

Autor: Pbro. Miguel Ángel Fuentes

Fuente: El teólogo responde

Bibliografía:

-P. Faynel, La Iglesia, Herder, Barcelona 1974, pp. 51-68

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