Para hablar de Dios existen dos caminos: uno de ellos es la fe, fundamentada en la intervención directa, libre, inesperada, del propio Dios en la historia de los hombres; una intervención-se llama Revelación-comprobable experimentalmente, como cualquier otro hecho histórico. El segundo camino para hablar de Dios consiste en verificar que sin t:1, sin Dios, no es posible que exista algo-el mundo-cuya existencia es indiscutible. Es el camino que sugiere la Escritura cuando señala que «lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad son conocidos mediante las obras» de Yahvéh (Romanos 1, 21). Conviene recalcar que esta vía para llegar a Dios no equivale a aquella otra que intentaba partir del desasosiego experimentado cuando se carece de Dios: ante argumentos de ese tipo siempre aparece un Sartre dispuesto a decir que los hombres pueden muy bien no encontrar un sentido a sus vidas, pero que ¡tanto peor para ellos!, (si no están a gusto los hombres, que no inventen un dios; que se peguen un tiro si quieren, como -en efecto- han hecho algunos discípulos y lectores del mencionado autor, persuadidos de la inutilidad humana).
El camino para hablar de Dios ha de ser tal que no quepa truncarlo con una salida de ese estilo: «Pues peor para los hombres.» Se llegará rigurosamente hasta Dios, si se consigue mostrar que Dios es imprescindible (en el sentido de que negando a Dios habría que negar también otras cosas -el mundo- que, sin embargo, no pueden ponerse en duda).
Habrá que concluir afirmando a Dios, cuando se compruebe que sin Él serían imposibles unas cosas que no pueden ser imposibles, por la sencilla razón de que están ahí. Para hablar, pues, de Dios al margen de la fe sobrenatural, se requiere tener firmemente establecidos dos principios:
-que el mundo existe, sin ningún género de dudas; y
-que ese mundo real sería sencillamente impensable -contradictorio, imposible- sin un Dios, por lo menos tan real como el mismo mundo.
Habrá que ver si la ciencia contradice esos principios; pero antes de entrar en detalles conviene detectar un cierto estado de opinión: bastantes personas tienen la impresión de que quienes más saben del mundo -esto es, los científicos- pueden muy bien discurrir acerca del universo, sin pensar para nada en Dios. De hecho, no faltan investigadores que aseguran no encontrar un hueco para Dios en la naturaleza que estudian.
Es necesario subrayar esa frase: no encuentran un hueco para Dios; y vale la pena comentarla. Algunas personas, no muy bien informadas, sospechan que ocurre algo más grave: no sólo temen que los científicos puedan prescindir de Dios; temen que, con sus descubrimientos, lo contradigan. Parece oportuno aclarar que de ningún modo es éste el problema. Como advertía recientemente el biólogo A. Santos Ruiz, «puede decirse categóricamente que ningún hecho científico, plenamente confirmado, ha tenido que rechazarse por estar enfrentado con la doctrina revelada; o, al revés, que ninguno de esos hechos puede poner en entredicho la fe»., Hubo ciertamente una época-durante los siglos XVTI! y XIX-, en que la cuestión se planteaba en esos términos: algunos ateos, cultivadores de las ciencias, alimentaban la esperanza de asestar-con su saber-el «golpe de gracia» a la idea de Dios. La verdad es que hoy nadie. medianamente riguroso enfoca las cosas de ese modo. El conocido antropólogo, ateo, Levi-Strauss reconocía, últimamente, cómo la ciencia no le puede servir para justificar su ateísmo. Y el biólogo Jean Rostand, igualmente ateo, confesaba también hace poco al escritor Ch. Chabanis: «Yo he dicho que no a Dios…» pero al margen de su ciencia; con ella no ha conseguido demostrar que Dios no exista; más aún, «el problema de la fe-dice-me lo planteo todos los días; me obsesiona; es un problema que vuelve a cada momento…». A pesar de que muchos lo han intentado con admirable tesón, verdaderamente ya no es posible abrigar la esperanza de un «golpe de gracia» a la idea de Dios, por parte de la ciencia; algunos hasta creyeron haber zanjado el problema…, para comprobar-con el citado biólogo-que nada está zanjado, que «nunca se ha hablado tanto de Dios, como desde que ha muerto», (según el decir de sus enterradores»). I)nicamente se pueden plantear el tema en términos de «contradicción Dios-ciencia personas no demasiado profundas, o para quienes la ciencia es una especie de misterioso pozo que seguramente ha debido demostrar cosas que ellos desconocen. Como se trata de un temor «fantasmal», resulta preferible dejarlo de lado: bastantes problemas auténticos existen, como para discutir además las dificultades que podrían surgir; cuando surjan efectivamente será el momento para ocuparse de ellas. Pero esas supuestas contradicciones se desvanecen-como veremos-en cuanto se conoce cuál es el alcance propio de las ciencias positivas.
El problema de Dios, en relación con la ciencia, se planteará hoy en todo caso en el sentido antes mencionado, de que los físicos, biólogos, etc., no descubran en sus investigaciones ningún hueco para Dios. Aunque algunos -quizá por superficialidad- identifiquen sin más esa «ausencia de hueco» con una demostración de la inexistencia de Dios, lo cierto es que de ninguna manera se trata de lo mismo. El simple hecho de que un bioquímico -pongamos por caso- no se tope en su laboratorio con Dios, o con la necesidad de recurrir a Dios, significa muy poco; tan poco como el hecho de que un contador Geiger -ideado para medir radiaciones atómicas- no controle, por ejemplo, las variaciones de temperatura atmosférica. Lo verdaderamente prodigioso sería que detectara esas variaciones que, en cambio, capta otro aparato -destinado a registrar temperaturas- llamado termómetro. Pero esto exige una explicación más detallada.
El alcance de un método
Se dijo antes que para llegar a Dios desde el mundo hay que sentar dos bases: que el mundo existe, y que el mundo es imposible sin Dios. Descartes fue uno de los precursores que, abiertamente, puso en tela de juicio la existencia del mundo. Probablemente a Galileo, Kepler, Newton, Torricelli, Mariotte o Huygens -más o menos de la misma época que Descartes-, nunca se les ocurrió dudar de que las cosas existieran. Y, sin embargo, Descartes no hacía más que proclamar, como una cuestión teórica, algo que en cierto modo estaba ya contenido en el método que, para conocer el mundo, utilizaban en la práctica todos esos sabios. Verdaderamente Descartes sacaba las cosas de quicio al preguntarse, en serio, si existía o no el mundo; pero con sus dudas estaba reflejando la actitud que, en otro orden de cosas (ésta es la diferencia), era ya común entre los científicos de su tiempo: el método experimental.
Los científicos, en efecto, no niegan que las cosas sean como son en sí: simplemente suelen despreocuparse de ello. Para domesticar el mundo no hace falta saber estrictamente lo que el mundo es; basta con saber cómo funciona. El electricista que viene a reparar las instalaciones de mi casa, muy probablemente desconoce qué es la electricidad -me temo que, en rigor, casi nadie lo sabe a ciencia cierta-, pero, efectivamente, logra que funcionen los interruptores, y los aparatos. Para formular la ley de caída de los cuerpos tampoco es imprescindible saber en qué consiste la gravedad, ni qué es esa propensión mutua de los cuerpos: basta medir la fuerza con que se atraen, y calibrar en qué grado tal intensidad depende de ciertos factores.
Efectivamente, a las ciencias llamadas positivas-física, química, astronomía, etc.-les suele bastar, habitualmente, con averiguar cómo funcionan los objetos, y con descubrir en qué medida un factor es solidario de otros: para evitar que un puente se quiebre por efecto del calor, es suficiente conocer cuál es la dilatación exacta que experimentan sus materiales para cada incremento en la temperatura (no es preciso saber qué es el calor, ni hace falta definir el concepto de extensión). Bien es verdad que cuando se descubre-siguiendo el mismo ejemplo-la relación constante entre las variaciones de extensión de un cuerpo y las de su temperatura, los científicos acostumbran a decir que ese cuerpo tiene un índice de dilatación, pongamos por caso, de 7,ó; pero esto no significa, ni lo pretende el científico que ese índice sea algo que esté en aquel cuerpo al modo como yo tengo, por ejemplo, un reloj, ni al modo como tengo un dolor de muelas, o como tengo el pelo castaño. No; ese índice significa un cociente-exacto, si está bien calculado (porque también puede calcularse mal)-entre dos facetas, volumen y temperatura, comparadas por el científico. Lo mismo puede afirmarse de otras muchísimas realidades de que hablan los investigadores. La «masa inerte» de un cuerpo, por ejemplo, es también un cociente entre dos aspectos mensurables elegidos por el científico: la cantidad de fuerza que hay que comunicarle para que se acelere en esta o aquella medida. Pero ningún científico dirá que ese cuerpo tiene determinada masa, en
el mismo sentido con que se afirma que tiene, por ejemplo, forma esférica. Al científico, para sus experiencias, no le quitará el sueño definir qué es de suyo la masa en un cuerpo: más bien tendrá conciencia de que él, el propio científico, es el que ha decidido llamar masa al cociente constante entre dos medidas de ese cuerpo.
También es cierto que los científicos acostumbran a facilitar unos modelos imaginativos de esas nociones con que trabajan (aunque últimamente lo hacen menos, pues han comprobado que la imaginación a menudo estorba para comprender un concepto, pues lo representa como si fuera una cosa). Si advierten, por ejemplo, que la luz produce un determinado tipo de impactos sobre los objetos, o que se propaga de un determinado modo, dirán que la luz es un conjunto de corpúsculos, o de ondas (o incluso de corpúsculos con onda, al modo de pequeños corazones que laten)…, o no dirán nada. Pero eso no significa que la luz sea un montón de corpúsculos, o de ondas, o de corpúsculos con onda; significa sólo que la luz actúa como si fuera alguna de esas cosas. Cuando Max Plank pinta los electrones del átomo girando a diversos niveles, no pretende decir que el átomo sea así; únicamente proporciona un modelo acomodado al hecho de que la energía procede a saltos: como si hubiera unas órbitas de distintas alturas. Ese «modelo» se irá cambiando a medida que se comprueben nuevos hechos. A voces incluso se llega a unos mismos resultados prácticos, partiendo de «modelos» distintos. Dos psiquiatras, con dos «imágenes» diversas del psiquismo humano, pueden llevar a un paciente a la salud (utilizando, por supuesto, terapéuticas distintas, acomodadas a la «imagen» que tenga cada médico): desde luego, esos modelos no son la mente humana.
Indudablemente habría que matizar mucho el alcance de los ejemplos indicados. Pero, simplificando las cosas, se comprende lo que se quería decir al afirmar que los científicos, en la práctica, se despreocupan de lo que son las cosas; con frecuencia, ni siquiera las pueden observar directamente, sino que interpretan unos símbolos proporcionados por los instrumentos de control y medida que utilizan (estamos acostumbrados a ver en la televisión películas de ambiente médico; y todos sabemos que cuando, en el quirófano, la bolita luminosa-pi, pi, pi…-deja de producir esa línea oscilante que se proyecta sobre la pantalla del cardioscopio, para convertirse en una recta continua, el corazón del paciente ha dejado de latir;
Parece que el tema del ateísmo queda muy lejos de todo esto. Pero no es así. Estas consideraciones-bastante triviales, por cierto-sobre el método experimental ayudan a comprender por qué el análisis científico del mundo tal vez no encuentre un hueco para Dios. Para llegar a Dios independientemente de la fe, se necesita estar seguros de que hay cosas, y de que las cosas son impensables sin Dios. Se advierte que, aunque no nieguen la existencia de los objetos estudiados, los físicos, por ejemplo, se las entienden con un conjunto de nociones que, desde luego, no existen en el mismo sentido en que decimos que existe el gato de mi vecino, o el propio vecino en persona.
Esto por lo que se refiere al primero de los requisitos para afirmar la existencia de Dios. Pero es que, además, esa misma peculiaridad del método científico explica que los investigadores no necesiten recurrir a Dios cuando analizan el mundo a su modo (un modo bien provechoso, desde luego). Más aún, habrá que decir que es imposible descubrir a Dios en ese análisis de las cosas. Lo que sucede es que semejante modo de examinar las cosas no es el único posible. Es un buen modo, y eficacísimo, por ejemplo, para utilizar el mundo (aprovechar sus fuerzas en orden a mejorar ti calefacción, a incrementar la velocidad en las comunicaciones, o a curar las hepatitis). Pero no es, en absoluto, el modo exclusivo de estudiar la naturaleza. El análisis científico positivo no constituye, de ninguna manera, un análisis exhaustivo, total, el único posible, de las cosas. Y aquí radica el error de quienes piensan que pueden ser ateos porque en la ciencia positiva no haya hueco para Dios. Eso ya no es ciencia: eso es «cientifismo», una nueva forma de idolatría fetichista («nueva», del siglo xviii).
Como si Dios no existiera
En líneas generales cabe decir que, por principio, las ciencias positivas se atienen a aquellos hechos que se pueden comprobar experimentalmente (en la naturaleza o en el laboratorio). Por definición acotan su ámbito al terreno de lo experimentable. Esto no significa que tales ciencias, se limiten a describir fenómenos, también investigan los «por qué» de esos hechos. Pero sólo buscan causas que sean tan experimentales como los mismos hechos por cuyo origen se preguntan. Ante la dilatación, por ejemplo, de una barra metálica, el científico buscará, de entre los factores que se pueden experimentar en el entorno de ese cuerpo, a cuál hay que atribuir tal fenómeno: al paso de una corriente eléctrica, a la exposición al aire libre, a la incidencia de la luz, al aumento de la temperatura… Mientras no consiga individualizar con certeza una, o varias, de esas condiciones, perfectamente comprobables (tan comprobables como la misma dilatación), de la que dependa aquel hecho-la dilatación- el científico no puede dar por resuelto el problema. No es legítimo que diga: «ese incremento de tamaño se debe a un factor-dilatofactia-incomprobable». Si dice eso está, simplemente, reconociendo su fracaso como investigador: para unos hechos comprobables tiene que buscar, como causa, otros hechos igualmente experimentables. Eso es lo que, entre otras cosas, le permitirá reproducir después el fenómeno-la dilatación, en este caso-por el sencillo procedimiento de provocar intencionadamente el hecho que desencadenaba el proceso (en el ejemplo que nos ocupa, bastará con aumentar la temperatura).
Ahora bien: hay que dejar bien sentado que esta manera de analizar las cosas de ningún modo puede llevar hasta Dios. Si se trata de un método que, por definición, acepta sólo causas experimentables -que incluso se pueden provocar voluntariamente-, y prescinde de cualquier otra posible causa, está claro que, por su misma naturaleza, esas ciencias son «ciegas» para Dios; lo cual no significa que Dios no exista. Esas ciencias no sirven para establecer, pero tampoco para desautorizar, aquella segunda constatación-necesaria a la hora de demostrar que Dios existe-, según la cual el mundo es impensable sin Dios. Son ciencias que pueden, y deben, pensar el mundo como si no hubiera Dios. Pero esto no significa nada. Estos saberes captan sólo causas que son hechos visibles, a ojo desnudo o mediante aparatos; pero Dios no es visible. Luego tales ciencias son definitivamente incompetentes para decir nada sobre Dios: ni a favor, ni en contra. Pretender que un biólogo, un físico, o un paleontólogo, descubrieran a Dios en sus experiencias de laboratorio, sería tan necio como tratar de captar el paso de una corriente eléctrica utilizando un manómetro de los que sirven para medir la
presión de un gas (por ejemplo, del aire contenido en los neumáticos de un automóvil). Con su manómetro, el empleado de una gasolinera no puede afirmar, ni negar, que pase corriente a través de un cable; si aplicando su manómetro a un enchufe advirtiera una oscilación de la aguja, se podría asegurar-sin ningún género de duda- que lo que provoca esa oscilación no es electricidad. Del mismo modo, con un bisturí o con un microscopio no se puede ver el alma. Si algún médico dijera en tono zumbón que no había encontrado el alma, sus palabras encerrarían sólo una necedad; y habría que advertirle que si un buen día descubriera algo-allí en la platina de su microscopio y no supiera de qué se trata, podrá de antemano tener al menos una seguridad: se habrá topado con cualquier cosa, menos con el alma. Convendría igualmente advertirle que hay otras maneras de mirar al mundo, aparte de esa que consiste en observarle a través de un microscopio; o de los rayos X; o del carbono 14; o del método matemático. (Se puede llegar a demostrar, por ejemplo, que una madre quiere a su hijo, o que lo aborrece: pero, desde luego, esto no se puede demostrar por medio de ecuaciones algebraicas, ni a través de un oscilógrafo de rayos catódicos, o de un barómetro. Las matemáticos y los aparatos indicados son utilísimos, pero no sirven para medir el amor; mucho menos aún, para decir que no existe eso que llamarnos amor, ni tampoco para decir que existe.)
Eso es lo que sucede con las acacias positivas respecto a Dios: por su misma naturaleza son inadecuadas para hablar de 1~1. Por consiguiente, no sería legitimo que, en el curso de su análisis científico, un investigador dijera haber encontrado a Dios como la causa del fenómeno que estudia; eso sería lo que suele llamarse un deus ex machina, que significa simplemente un subterfugio, una coartada, para encubrir el fracaso o la pereza de un mal físico, o de un mal biólogo, que no ha dado con la causa «experimentable» que buscaba, y trata de justificarse. Desde luego, también estaría recurriendo a un deus ex machina, idénticamente anticientífico, quien atribuyera esos fenómenos-cuya causa busca y no encuentra-a cualquier factor igualmente inexperimentado, como puede ser la casualidad o el azar. La ciencia positiva sólo puede habérselas con hechos comprobables: si aún no ha descubierto esos hechos, deberá seguir buscando. Pero no vale declarar zanjada la cuestión mediante el sencillo expediente de apelar a Dios, o a cualquier otro principio «invisible», por ejemplo el alma espiritual; menos aún al «azar» que, en resumidas cuentas, no significa nada más que el desconocimiento de la causa que se busca.
En circunstancias normales, las cosas deben acontecer para la ciencia como si no hubiera Dios, como si- no intervinieran más causas que las controlables. (Dios puede, es Yerto, intervenir directamente, alterando así la actuación natural de las causas que producen un hecho; es lo que se llama «milagro». Por ejemplo, que un cuerpo sólido, de mayor densidad total que el agua, sobrenade en un río. En este caso excepcional, ¿Qué podría decir un científico que observase el fenómeno? Si se conocen perfectamente las causas de ese hecho: la densidad del cuerpo y del líquido en que flota; si están controladas sin ningún género de dudas, el científico que observe la anomalía únicamente señalará que tal fenómeno es inexplicable por causas naturales; causas que, en materia de flotación o hundimiento, son perfectamente conocidas.)
Pero cuando se habla de «Dios-y-las-ciencias» no se habla de casos excepcionales, milagrosos, éstos se situarían en el camino sobrenatural, de la fe, para llegar a Dios; no en el camino que busca a Dios a partir de la realidad y el funcionamiento ordinarios del mundo. Aquí se está tratando de la naturaleza en sus procesos normales, tal como los investiga cada día un científico. En esta dimensión es en la que se dice que para el «investigador positivo» los acontecimientos suceden, por definición, como si Dios no existiera. Y así debe procurar explicarlos.
Pero de ningún modo significa ello que Dios no exista: las ciencias son incompetentes para afirmar y también para negar su existencia. Si, por su propia naturaleza, son incapaces de referirse a Dios, tampoco puede el científico, en nombre de la ciencia, dear que no hay Dios. Sería como si, entusiasmado por su manómetro) el mozo de estación de servicio asegurara que no existe la electricidad. Si lo dice, desde luego no podrá invocar en apoyo de su tesis la autoridad del manómetro, ya que éste es un artefacto fabricado sólo para medir presiones de gas, no para dictaminar qué cosas hay, o no hay, en el mundo. Además de manómetros existen otros aparatos (galvanómetros, amperímetros, voltímetros, etc.), que sí acusan la electricidad; entre ellos están los dedos que, a partir de cierta intensidad, también la experimentan. De hecho, los empleados de gasolinera, además de manómetros, tienen dedos y los científicos, además de ser investigadores, son también hombres. Quien aplique el manómetro a un lugar por el que pasa una corriente eléctrica, aunque la aguja aparato no se mueva, es muy probable que sienta el calambrazo, y empiece a sospechar que-aparte de las del gas comprimido-existen otras fuerzas que su manómetro no detecta. Es lo mismo que ha solido suceder a no pocos científicos. El método experimental sirve para conocer realidades experimentables; pero no sirve para decir que sólo exista el método experimental. Lo mismo que puede haber más aparatos aparte de los manómetros, muy bien puede haber otros modos de estudiar el mundo, además de la experimentación positiva. Kepler, Newton, Linneo, Volta, Faye, Pasteur, Fabre, Lecomte de Nouy, Heisenberg, Von Brean, Jordan. .., al cultivar sus ciencias han advertido también que, aparte de las cuestiones físicas, biológicas o químicas, que ellos investigaban, se les planteaban-sobre los mismos objetos-cuestiones que no eran físicas, biológicas ni químicas; una serie de preguntas bien reales, tan reales como un calambrazo; pero sus ciencias positivas no podían responder a esas preguntas. Algunos de ellos, además de investigar en sus especialidades, procuraron también recorrer este otro camino que se les abrió con ocasión de la experimentación; y bastantes de ellos llegaron a Dios (desde luego que no por la senda experimental, sino por otras vías igualmente válidas>. Es lo que proclamaba Faraday: a La noción de Dios y el respeto a Mos llegan a mi espíritu por caminos tan seguros como los que nos conducen a verdades de orden físico.»
Aunque determinados sabios no se hayan planteado esas cuestiones -reales de tipo «suprafísico», no sería legítimo rechazar por principio tales preguntas, y sus posibles respuestas, en nombre de una «física», que es incompetente para decir nada en ámbitos que le son ajenos. Formulemos dos hipótesis, contradictorias entre sí: «En el mundo hay algo más que reacciones químicas», «en el mundo sólo hay reacciones químicas». He ahí dos afirmaciones, de las cuales una forzosamente es verdadera y otra falsa. ¿Cuál? Habrá que verlo. Pero, en cualquier caso, la química no sirve para dilucidarlo. Ante esa disyuntiva, uno podrá quedarse con la primera o con la segunda. afirmación: ahora bien, no lo hará por argumentos químicos, ya que no se trata de afirmaciones químicas.
La ciencia como fetiche
Hemos vista que la Ciencia positiva no es apta para desmontar aquellos dos principios que permitían demostrar la existencia de Mos. Un científico podrá ser ateo, pero al margen de su ciencia; dentro de su Ciencia no encuentra hueco para Dios, pero eso es cosa lógica. Conviene, sin embargo, señalar que, sobre todo en los siglos XVI1T y xix, hubo algunos investigadores que, invocando la «ausenaa» de Dios en sus microscopios, trataron de «fundamentar» el ateísmo. Ahora bien; para establecer así la negación de Dios hubieron de formular, por su parte, otros dos principios que de ninguna manera son «científico-positivos»: dar por supuesto que no hay nada que no sea experimentable; y afirmar que la ciencia experimental tiene un valor absoluto. Esto equivale a hacer, por motivos extracientíficos, una profesión de fe cientifista («profesión de fe», ya que la misma Ciencia no tiene autoridad para asegurarlo: como el manómetro no tiene autoridad para testimoniar que no haya otra cosa sino presiones de gas).
Se repetía, de ese modo, el mecanismo de todas las idolatrías: carecer de Dios, y sustituirlo por un fetiche (en este caso, fruto del ingenio humano), al que se atribuía valor de «absoluto». Resulta conmovedora y cómica la «religión positivista» de Augusto Comte (1798-1857): con sus ritos cotidianos, su calendario y sus oraciones, oficiado todo ello por el padre del positivismo que-en nombre de la ciencia-pensaba haber pulverizado la Religión. De todas maneras no es frecuente que hoy en día un científico incurra en ese fetichismo cientifista: acostumbran a ser más conscientes de las limitaciones de su saber, y suelen comprender que la investigación positiva no confiere autoridad para hablar, afirmativa o negativamente, de Dios (ni de otros temas igualmente ajenos a la experimentamón arte, amor, etc.). Si aquí se ha mencionado ese tipo de idolatría es porque, sin embargo, aparece esporádicamente algún científico que resuata posturas típicas del siglo pasado.
Un ejemplo de éstos puede ser el biólogo francés J. Monod que -abandonando el campo de su competencia, esto es, la biología- acostumbra a formular profesiones de fe ateísta, del tipo: «La vida surge por azar.» Lo más curioso es que suele reclamar, para afirmaciones de ese estilo, el mismo crédito que merecen sus enseñanzas.
Autor: José Miguel Pero Sanz
Fuente: Encuentra.com