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En torno al problema de Dios

Dios crea al hombre

La expresión “problema de Dios” es ambigua. Puede significar los problemas de toda suerte que la divinidad plantea al hombre. Pero puede significar también algo previo y más radical: ¿existe un problema de Dios para la filosofía? Voy a tratar de esto último; por tanto, no de Dios en sí mismo, sino de la posibilidad filosófica del problema de Dios.

La cuestión es sumamente antigua. La filosofía, en efecto, en todos los momentos importantes de su historia, ha tenido que habérselas con las pruebas de la existencia de Dios: argumento ontológico, las cinco célebres vías de Santo Tomás, argumento a simultaneo de Duns Scoto, etc.[1] Frente a estos intentos de probar racionalmente la necesidad de la existencia de Dios no han faltado nunca en la filosofía quienes han tenido por insuficientes esas pruebas racionales, sea por no considerar concluyentes las pruebas alegadas de hecho, sea por rechazar a priori la posibilidad de toda demostración racional referente a la divinidad Y, entonces, o bien se ha adoptado una actitud atea, o bien se ha estimado que el hombre posee un sentimiento de lo divino que oscila desde una bella religiosidad hasta las llamadas exigencias vitales, que le llevarían a creer en Dios a despecho de la incapacidad racional de conocerle.

Pero esta cuestión de la posibilidad de probar racionalmente la existencia de Dios no coincide formalmente con lo que he llamado problema de Dios. El problema surge más bien cuando se pone en claro el su puesto de toda “demostración”, lo mismo que de toda “negación”, o incluso de todo “sentimiento” de la existencia de Dios.

En este punto, la situación tiene una íntima analogía con la que se produjo en torno a la célebre cuestión de la existencia de un mundo “exterior”. El idealismo ha negado la existencia de cosas reales, esto es, externas al sujeto e independientes de él. El hombre sería un ente encerrado en sí mismo, que no necesitaría para nada de una realidad exterior: si existiera ésta, seria incognoscible. El realismo, por el contrario, admite la existencia del mundo exterior, pero en virtud de un razonamiento, fundado sobre un “hecho” evidente: la interioridad del propio sujeto, y uno o varios principios racionales, asimismo evidentes: tal, por ejemplo, el principio de causalidad u otro semejante. No faltan quienes consideran que este realismo “critico” es , no solamente insuficiente, sino más bien inútil, por no encontrar motivo bastante para dudar de la percepción “externa”, la cual nos manifestaría con inmediata evidencia el “hecho” de que hay algo “externo” al hombre. Es el llamado realismo “ingenuo”.

Ahora bien: estas tres actitudes envuelven un supuesto fundamental que les es común: la existencia o inexistencia del mundo exterior es un “hecho”, o bien demostrado, o bien inmediato, o bien indemostrado, o bien indemostrable. Cualquiera que sea la actitud definitiva que se adopte, siempre se trata de un “hecho”, de un factum. El idealismo y el realismo crítico tienen además otro supuesto: la existencia de un mundo “exterior” es algo “añadido” a la existencia del sujeto: “además” del sujeto existen las cosas. El sujeto es lo que es, en y para sí, y luego—tal es la opinión del realismo crítico—necesita echar mano de un mundo exterior para poder explicarse sus propias vicisitudés interiores. Así, pues, se supone:

1. Que la existencia del mundo exterior es un “hecho”.

2. Que es un hecho “añadido” a los hechos de conciencia.

Estos dos supuestos son más que discutibles. ¿Es verdad que la existencia del mundo exterior sea algo “añadido”? ¿Es verdad que sea un simple hecho, todo lo inconcuso que se quiera, pero hecho al fin y al cabo? Esto retrotrae la cuestión a un plano ulterior: al análisis de la subjetividad misma del sujeto. Y se ha visto que el ser del sujeto consiste formalmente, en una de sus dimensiones, en estar “abierto” a las cosas. Entonces, no es que el sujeto exista y “además”, haya cosas, sino que ser sujeto “consiste” en estar abierto a las cosas. La exterioridad del mundo no es un simple factum, sino la estructura ontológica formal del sujeto humano. En su virtud, podría haber cosas sin hombres, pero no hombres. sin cosas, y ello, no por una especie de necesidad fundada en el principio de causalidad, ni tan siquiera por una especie de contradicción lógica, implicada en el concepto mismo del hombre, sino por algo más: porque sería una especie de contra-ser o contra-existencia humana. La existencia de un mundo exterior no es algo que le adviene al hombre desde fuera; al revés: le viene desde sí mismo. El idealismo había dicho algo parecido; pero, al hablar de “sí mismo” quería decir que las cosas exteriores son una posición del sujeto. No se trata de esto; el “sí mismo” no es un estar “encerrado” en sí, sino estar “abierto” a las cosas; lo que el sujeto “pone” con esta su “apertura” es precisamente la apertura y, por tanto, la exterioridad”, por la cual es posible que haya cosas “externas” al sujeto y “entren” (sit venia verbo) en él. Esta posición es el ser mismo del hombre. Sin cosas, pues, el hombre no sería nada. En esta su constitutiva nihilidad ontológica va implícita la realidad de las cosas. Sólo entonces tiene sentido preguntarse in individuo si cada cosa es o no es real.

La filosofía actual ha logrado, por lo menos, plantearse en estos términos el problema de la realidad de las cosas. No son ni “hechos” ni “añadidos”, sino un constitutivum formale y, por tanto, un necessarium del ser humano en cuanto tal.

Pues bien: por lo que toca a Dios, no parece que la situación haya mejorado notablemente. Se parte del supuesto de que el hombre y las cosas son, por lo pronto, substantes y sustantivas; de suerte que, si hay Dios, lo habrá “además” de estas cosas substantes. Los unos apelan a una demostración racional; los otros, a un ciego sentimiento. Hay también quienes tienen la cosa por inútil y pretenden que es un “hecho” evidente, como todos los hechos (tal el ontologismo de Rosmini y el idealismo hegeliano); y como este hecho, que sería Dios, no puede “yuxtaponerse” a nada, esta actitud conduce, en último término, al panteísmo. Todas estas actitudes suponen:

1. Que la sustantividad de las cosas exige que se demuestre que “además” de ellas existe un Dios.

2. Que esta existencia es un factum (para los no ateos), por lo menos, quoad nos, desde nuestro punto de vista humano.

Decía quoad nos. Las demostraciones de la existencia de Dios distinguen, en efecto, cuidadosamente su existencia quoad se, esto es, por lo que afecta a Dios mismo, y quoad nos. La limitación de la razón humana trae como consecuencia esta necesaria distinción, en virtud de la cual todo conocimiento de Dios es forzosamente “indirecto”. Pero en qué consista esta limitación y, sobre todo, cómo esta limitación (que, por serlo, es algo negativo) cobre sentido positivo para hacer posible y necesario el conocimiento mismo de Dios, es algo que casi nunca ha sido esclarecido con suficiente precisión. Los que no admiten este conocimiento ven en esta limitación la puerta abierta al sentimiento, a lo irracional. Parece entonces como sí la cuestión previa fuera cuál sea el órganon primario para llegar a Dios: el conocimiento o el sentimiento.

Y esto es precisamente lo que, al igual que tratándose de la realidad del mundo exterior, hace surgir la sospecha de si aquellos dos supuestos son suficientemente exactos: ¿Es la existencia de Dios quoad nos tan sólo un factum? ¿Es el acceso a ella algo tan sólo necesariamente consecutivo al modo de ser de la razón humana? ¿No será, tal vez, quoad nos algo constitutivo suyo? ¿Son el conocimiento, o el sentimiento, o cualquier otra “facultad”, el órganon para entrar en “relación” con Dios? ¿No será que no es asunto de ningún órganon, porque el ser mismo del hombre es constitutivamente un ser en Dios? ¿Qué significará entonces este “en”? ¿Qué sentido tiene, en tal caso, una demostración de la existencia de Dios? ¿Se ha hecho ociosa tal demostración o, por el contrario, se habrán mostrado precisamente entonces, de una manera rigurosa, las condiciones de la posibilidad y del carácter de esta demostración?

La cuestión acerca de Dios se retrotrae así a una cuestión acerca del hombre. Y la posibilidad filosófica del problema de Dios consistirá en descubrir la dimensión humana dentro de la cual esa cuestión ha de plantearse, mejor dicho, está ya planteada.

La existencia humana, se nos dice hoy, es una realidad, que consiste en encontrarse entre las cosas y hacerse a sí misma, cuidándose de ellas y arrastrada por ellas. En este su hacerse, la existencia humana adquiere su mismidad y su ser, es decir, en este su hacerse es ella lo que es y como es. La existencia humana está arrojada entre las cosas, y en este arrojamiento cobra ella el arrojo de existir. La constitutiva indigencia del hombre, ese su no ser nada sin, con y por las cosas, es consecuencia de estar arrojado, de esta su nihilidad ontológica radical.

Pero con esto no hemos hecho sino comenzar: ¿Cuál es la relación del hombre con la totalidad de su existencia? ¿Cuál es el carácter de este su estar arrojado entre las cosas? ¿No es sino un “encontrarse” existiendo? ¿Es sólo un “simple” encontrarse o es algo más? ¿No será más honda y radical aún su constitutiva nihilidad ontológica?

Desearía observar, antes de seguir, la índole de estas explicaciones. Lo mismo el fenómeno de “estar arrojado” que otros a que voy a referirme, no pueden adquirirse sino en el análisis mismo de la existencia. Todo el sentido de lo que va a seguir consiste en tratar de hacer ver que no está descrita la existencia humana con suficiente precisión si no se dice sino que el hombre se encuentra existiendo. Y en todo ello téngase constantemente ante la vista el ejemplo (nada más que ejemplo) de la realidad del mundo exterior a que antes he aludido.

Por lo pronto, yo preferiría decir que el hombre se encuentra, en algún modo, implantado en la existencia. Y si queremos evitar toda complicación, superflua de momento, digamos que el hombre se encuentra implantado en el ser. Pues la palabra existencia es, en efecto, harto equivoca. ¿Qué se quiere decir con ello? ¿La manera como el hombre es? Entonces existencia significa tanto como el modo como el hombre ex-siste, sistit extra causas, está fuera de las causas, que aquí son las cosas. En este sentido, no habría demasiado inconveniente en decir que existir es transcender y, en consecuencia, vivir. Bien. Pero, ¿es el hombre su existencia? Aquí se cruza otro posible sentido del existir, que tal vez haga ambigua esta pregunta. Pues existir puede designar, además, el ser que el hombre ha conquistado trascendiendo y viviendo. Entonces habría que decir que el hombre no es su vida, sino que vive para ser. Pero él, su ser, está, en algún modo, allende su existencia en el sentido de “vida”. Ya los teólogos escolásticos decían que no es lo mismo “naturaleza” y “supuesto”, y especialmente naturaleza y persona, aun entendiendo por naturaleza la naturaleza singular. Boecio definía el supuesto: naturae completae individua substantia; la persona sería el supuesto racional. Y añadían los escolásticos que ambos momentos se hallan entre sí en la relación de “aquello por lo que es” (natura ut quo) y “aquel que es” (suppossitum ut quod). Así decía San Agustín: “Verum haec quando in una sunt persona, sicut est horno, potest nobis quispiam dicere: tría ista, memoria, intellectus et amor, mea sunt, mon sua; nec sibi sed mihi agunt quod agunt, immo ego per illa. Ego enim memini per memoriam, intelligo per intelligentiam, amo per amorem… Ego per omnia illa tria memini, ego intelligo, ego diligo, qui nec memoria sum, nec intelligentia, nec dilectio sed haec habeo.” (De Trin., lib. XV, c. 22). La personalidad es el ser mismo del hombre: actiones sunt suppositorum, porque el supuesto es quien propiamente “es”. Esta cuestión, si bien transcendental, se consideró como un bizantinismo. Y la filosofía, desde Descartes hasta Kant, rehizo, penosa y erróneamente, el camino perdido. El hombre aparece, en Descartes, como una sustancia: res (sin entrar, por lo demás, en la cuestión clásica de la unidad, puramente analógica, de la categoría de sustancia); en la “Crítica de la Razón pura” se distingue esta res, como sujeto, del ego puro, del yo; en la “Crítica de la Razón práctica” se descubre, allende el yo, la persona; a la división cartesiana entre cosas pensantes y cosas extensas sustituyó Kant la disyunción entre personas y cosas. La historia de la filosofía moderna ha recorrido así sucesivamente estos tres estadios: sujeto, yo, persona.[2] Mas qué sea persona, es cosa que Kant dejó bastante oscura. Desde luego, no es sólo conciencia de la identidad, como para Locke. Es algo más. Por lo pronto, ser sui juris, y este “ser sui juris” es, para Kant, ser imperativo categórico. Mas tampoco se llegó con ello a la cuestión radical acerca de la persona. Hay que retroceder nuevamente a la dimensión, estrictamente ontológica, en que por última vez se movió la Escolástica, en virtud de fecundas necesidades teológicas, desdichadamente esterilizadas en pura polémica. Pero esto nos llevaría demasiado lejos. En lo sucesivo, el contexto indicará el sentido en que empleo el vocablo “existencia”.

Dios PadreNos basta, de momento, con decir que la persona es el ser del hombre. La persona se encuentra implantada en el ser “para realizarse”. Esa unidad, radical e incomunicable, que es la persona, se realiza a sí misma mediante la complejidad del vivir. Y vivir es vivir con las cosas, con los demás y con nosotros mismos, en cuanto vivientes. Este “con” no es una simple yuxtaposición de la persona y de la vida: el “con” es uno de los caracteres ontológicos formales de la persona humana en cuanto tal, y, en su virtud, la vida de todo ser humano es, constitutivamente, “personal”. Toda vida, por ser vida de una persona, es, constitutivamente, una vida: o bien “impersonal”, o bien “más o menos personal”, o bien “despersonalizada”; es decir, aquello con que el hombre se realiza como persona puede y, en cierta medida, tiene que ocultar su ser personal.

Esto supuesto, tal vez fuera poco decir que el hombre se encuentra implantado en el ser. Para no perderme en desarrollos excesivamente prolijos, el lector me permitirá hacer una enumeración concisa de algunas proposiciones que estimo fundamentales. No se vea en su laconismo otra cosa sino concisión.

1. El hombre existe ya como persona, en el sentido de ser un ente cuya entidad consiste en tener que realizarse como persona, tener que elaborar su personalidad en la vida.

2. El hombre se encuentra enviado a la existencia, o, mejor, la existencia le está enviada. Este carácter misivo, si se me permite la expresión, no es sólo interior a la vida. La vida, suponiendo que sea vivida, tiene evidentemente una misión y un destino. Pero no es ésta la cuestión: la cuestión afecta al supuesto mismo. No es que la vida tenga misión, sino que es misión. La vida, en su totalidad, no es un simple factum; la presunta facticidad de la existencia es sólo una denominación provisional. Ni es tampoco la existencia una espléndida posibilidad. Es algo más. El hombre recibe la existencia como algo impuesto a él. El hombre está atado a la vida. Pero, como veremos más tarde, atado a la vida no significa atado por la vida.

3.Esto que le impone la existencia es lo que le impulsa a vivir. El hombre tiene, efectivamente, que hacerse entre y con las cosas, mas no recibe de ellas el impulso para la vida: recibe, a lo sumo, estímulos y posibilidades para vivir.

4. Esto que le impulsa a vivir no significa la tendencia o el apego natural a la vida. Es algo anterior. Es algo en que el hombre se apoya para existir, para hacerse. El hombre, no sólo tiene que hacer su ser con las cosas, sino que, para ello, se encuentra apoyado a tergo en algo, de donde le viene la vida misma.

5. Este apoyo no es un puro punto de apoyo físico. Es apoyo en el sentido de que es lo que nos apoya en la existencia; es lo que nos hace ser. El hombre, no sólo no es nada sin cosas, sino que, por sí mismo, no “es”. No le basta poder y tener que hacerse. Necesita la fuerza de estar haciéndose. Necesita que le hagan hacerse a sí mismo. Su nihilidad ontológica es radical; no sólo no es nada sin cosas y sin hacer algo con ellas, sino que, por sí solo, no tiene fuerza para estar haciéndose, para llegar a ser.

6. No puede decirse que esta fuerza seamos nosotros mismos. Atados a la vida, no es, sin embargo, la vida lo que nos ata. Siendo lo más nuestro, puesto que nos hace ser, es en cierto modo, lo más otro, puesto que nos hace ser.

7. Es decir, el hombre, al existir, no sólo se encuentra con cosas que “hay” y con las que tiene que hacerse, sino que se encuentra con que “hay” que hacerse y “ha” de estar haciéndose. Además de cosas, “hay” también lo que hace que haya.

8. Este hacer que haya existencia no se nos patentiza en una simple obligación de ser. La presunta obligación es consecuencia de algo más radical: estamos obligados a existir porque previamente estamos religados a lo que nos hace existir. Ese vinculo ontológico del ser humano es “religación”. En la obligación estamos simplemente sometidos a algo que, o nos está impuesto extrínsecamente, o nos inclina intrínsecamente, como tendencia constitutiva de lo que somos. En la religación estamos más que sometidos; porque nos hallamos vinculados a algo que no es extrínseco, sino que, previamente, nos hace ser. De ahí que, en la obligación, vamos a algo que, o bien se nos añade en su cumplimiento, o, por lo menos, se ultima o perfecciona en él. En la religación, por el contrario, no “vamos a”, sino que, previamente, “venimos de”. Es, si se quiere, un “ir”, pero un ir que consiste, no en un “cumplir”, sino más bien en un acatar aquello de donde venimos, “ser quien se es ya”. En tanto “vamos”, en cuanto reconocemos que “hemos venido”. En la religación, más que la obligación de hacer o el respeto del ser (en el sentido de dependencia), hay el doblegarse del reconocer ante lo que “hace que haya”.

9. En su virtud, la religación nos hace patente y actual lo que, resumiendo todo lo anterior, pudiéramos llamar la fundamentalidad de la existencia humana. Fundamento es, primariamente, aquello que es raíz y apoyo a la vez. La fundamentalidad, pues, no tiene aquí un sentido exclusiva ni primariamente conceptual, sino que es algo más radical. Tampoco es simplemente la mera causa de que seamos de una u otra manera, sino de que estemos siendo (si se me perdona la expresión).

10. Ahora bien: existir es existir “con”—con cosas, con otros, con nosotros mismos—. Este “con” pertenece al ser mismo del hombre: no es un añadido suyo. En la existencia va envuelto todo lo demás en esta peculiar forma del “con”. Lo que religa la existencia, religa, pues, con ella el mundo entero. La religación no es algo que afecte exclusivamente al hombre, a diferencia, y separadamente, de las demás cosas, sino a una con todas ellas. Por esto afecta a todo. Sólo en el hombre se actualiza formalmente la religación; pero en esa actualidad formal de la existencia humana que es la religación aparece todo, incluso el universo material, como un campo iluminado por la luz de la fundamentalidad religante. Entiéndase bien que se trata tan sólo de que este campo aparezca “iluminado”. Se trata tan sólo de que las cosas aparezcan colocadas en la perspectiva de su fundamentalidad última. En manera alguna quiere decirse con esto que se haya logrado otra cosa sino contemplar el mundo a la luz de este “problema”.

 

religión

La existencia humana, pues, no solamente está arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz. La religación—religatum esse, religio, religión, en sentido primario [3] —es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia. Por tanto, la religación o religión no es algo que simplemente se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión, sino que, velis nolis, consiste en religación o religión. Por esto puede tener, o incluso no tener, una religión, religiones positivas. Y, desde el punto de vista cristiano, es evidente que sólo el hombre es capaz de Revelación, porque sólo él consiste en religación: la religación es el supuesto ontológico de toda revelación. Los escolásticos hablaban ya de cierta religio naturalis; pero dejaron la cosa en gran vaguedad al no hacer mayor hincapié sobre el sentido de esta su naturalidad. Natural no significa aquí inclinación natural, sino una dimensión formal del ser mismo del hombre. Algo constitutivo suyo y no simplemente consecutivo. La religación no es una dimensión que pertenezca a la naturaleza del hombre, sino a su persona, si se quiere a su naturaleza personalizada. La pura naturaleza con el simple mecanismo de sus facultades anímicas y psicofísicas, no es el sujeto formal de la religación. El sujeto formal de la religación es la naturaleza personalizada. Estamos religados primariamente, no en cuanto dotados naturalmente de ciertas propiedades, sino en cuanto subsistentes personalmente. Por esto, mejor que de religión natural, hablaríamos de religión personal. La índole de nuestra personalidad envuelve formalmente la religación. Ya San Buenaventura hacía consistir toda persona, aun la finita, en una relación, y caracterizaba dicha relación como un principium originale. La persona envuelve en sí misma una relación de origen para San Buenaventura. La religación no es el principium originale, pero es el fenómeno primario en que se actualiza en nuestra existencia. La religión no es una propiedad ni una necesidad; es algo distinto y superior: una dimensión formal del ser personal humano. Religión, en cuanto tal, no es ni un simple sentimiento, ni un nudo conocimiento, ni un acto de obediencia, ni un incremento para la acción, sino actualización del ser religado del hombre. En la religión no sentimos previamente una ayuda para obrar, sino un fundamento para ser. Por esto, su “ultimación” o expresión suprema es el “culto”, en el más amplio e integral sentido del vocablo, no como conjunto de ritos, sino corno actualización de aquel “reconocer” o acatar a que antes aludía.

11. Y así como el estar abierto a las cosas nos descubre, en este su estar abierto, que “hay” cosas, así también el estar religado nos descubre que “hay” lo que religa, lo que constituye la raíz fundamental de la existencia. Sin compromiso ulterior, es, por lo pronto, lo que todos designamos por el vocablo Dios, aquello a que estamos religados en nuestro ser entero. No nos es patente Dios, sino más bien la deidad. La deidad es el título de un ámbito que la razón tendrá que precisar justamente porque no sabe por simple intuición lo que es, ni si tiene existencia efectiva como ente. Por su religación, el hombre se ve forzado a poner en juego su razón para precisar y justificar la índole de Dios como realidad. Pero la razón no lo haría si previamente la estructura ontológica de su persona, la religación, no instalara a la inteligencia, por el mero hecho de existir personal y religadamente, en el ámbito de la deidad. Volveremos sobre ello. La vista como tal no garantiza la realidad de un objeto determinado. Pero abre ante el hombre el ámbito de lo visible. La religación no nos coloca ante la realidad precisa de un Dios, pero abre ante nosotros el ámbito de la deidad, y nos instala constitutivamente en él. La deidad se nos muestra como simple correlato de la religación; en la religación estamos “fundados” y la deidad es “lo fundante” en cuanto tal. Inclusive el intento de negar toda realidad a lo fundante (ateísmo) es metafísicamente imposible sin el ámbito de la deidad: el ateísmo es una posición negativa ante la deidad.

Mejor que infinito, necesario, perfecto, etc., atributos ontológicos excesivamente complejos todavía, creo poder atreverme a llamar a Dios, tal como le es patente al hombre en su constitutiva religación, ens fundamentale o fundamentante (a reserva de explicarme seguidamente sobre este vocablo “ens”). Lo que nos religa, nos religa bajo esa forma especial, que consiste en apoyarnos haciéndonos ser. Por ello, nuestra existencia tiene fundamento, en todos los sentidos que el vocablo posee en castellano. El atributo primario, quoad nos, de la divinidad, es la fundamentalidad. Cuanto digamos de Dios, incluso su propia negación (en el ateísmo), supone haberlo descubierto antes en nuestra dimensión religada.

En cierto modo, pues, así como la exterioridad de las cosas pertenece al ser mismo del hombre, en el sentido arriba indicado, esto es, sin que por esto las cosas formen parte de él, así también la fundamentalidad de Dios “pertenece” al ser del hombre, no porque Dios fundamentalmente forme parte de nuestro ser, sino porque constituye parte formal de él el “ser fundamentado”, el ser religado. Dios no es nada subjetivo, como tampoco lo son las cosas externas. Existir es, en una de sus dimensiones, estar habiendo ya descubierto a Dios en nuestra religación.

Nótese, sin embargo, que exterioridad y religación son, en cierto modo, de signo contrario. El hombre está abierto a las cosas; se encuentra entre ellas y con ellas. Por eso va hacia ellas, bosquejando un mundo de posibilidades de hacer algo con esas cosas. Pero el hombre no se encuentra así con Dios. Dios no es cosa en este sentido. Al estar religado el hombre, no está con Dios, está más bien en Dios. Tampoco va hacia Dios bosquejando algo que hacer con Él, sino que está viniendo desde Dios, “teniendo que” hacer y hacerse. Por esto, todo ulterior ir hacia Dios es un ser llevado por Él. En la apertura ante las cosas, el hombre se encuentra con las cosas y se pone ante ellas. En la apertura que es la religación, el hombre está puesto en la existencia, implantado en el ser, como decía al principio, y puesto en él como viniendo “desde”. Como dimensión ontológica, la religación patentiza la condición de un ente, el hombre, que no es ni puede ser entendido en su mismidad, sino desde fuera de sí mismo.

“Nos movemos, vivimos y somos en Él”. Y este “en” significa: 1.o Estar religado. 2.o Estarlo constitutivamente. Como problema, el problema de Dios es el problema de la religación.

Esto no es una demostración ni nada semejante, sino el intento de indicar el análisis ontológico de una de nuestras dimensiones. El problema de Dios no es una cuestión que el hombre se plantea como pueda plantearse un problema científico o vital, es decir, como algo que, en definitiva, podría o no ser planteado, según las urgencias de la vida o la agudeza del entendimiento, sino que es un problema planteado ya en el hombre, por el mero hecho de hallarse implantado en la existencia. Como que no es sino la cuestión de este modo de implantación.

Como, Dios es, pues, algo que afecta al ser mismo del hombre, resulta caduca toda discusión acerca de las “facultades” que primariamente nos llevan a Él. Dios está patente en el ser mismo del hombre.[4] El hombre no necesita llegar a Dios. El hombre consiste en estar viniendo de Dios, y, por tanto, siendo en Él. Las aspiraciones del corazón son de suyo una vaguedad romántica que de nada nos serviría. Esos arrebatos o arrobos hacia el infinito, esa sentimentalidad religiosoide, es, a lo sumo, indicio y efecto de algo más hondo: del ser del hombre en Dios.

Para evitar todo equívoco, no será malo añadir que nada tiene que ver el punto de vista que aquí sustento con lo que se llamó en su tiempo “filosofía de la acción”. La acción es algo practico. Ahora bien: aquí no se trata ni de teoría, ni de práctica, ni de pensamiento, ni de vida, sino del ser del hombre. Ese espléndido y formidable libro que es L’Action, de Blondel, no logrará toda su maravillosa eficacia intelectual más que llevando el problema al terreno claro de una ontología. Y me inclino a creer que Dios no es primariamente un “incremento” necesano para la acción, sino más bien el “fundamento” de la existencia, descubierto como problema en nuestro ser mismo, en su constitutiva religación.

Tampoco resulta más favorable el conocimiento puro en cuanto tal. Porque hay en el conocimiento dos dimensiones distintas: la una, lo conocido efectivamente en el conocimiento; la otra, lo que nos lleva a conocer. El hombre es llevado a conocer por su propio ser. Y precisamente porque su ser está abierto y religado, su existencia es necesariamente un intento de conocimiento de las cosas y de Dios. Esto requiere alguna consideración especial.

Pero, antes, una observación. No se trata tampoco de una experiencia de Dios. En realidad, no hay experiencia de Dios, por razones más hondas, por aquellas por las que tampoco puede hablarse propiamente de una experiencia de la realidad. Hay experiencia de las cosas reales; pero la realidad misma no es objeto de una o de muchas experiencias. Es algo más: la realidad, en cierto modo, se es; se es, en la medida en que ser es estar abierto a las cosas. Tampoco hay propiamente experiencia de Dios, como si fuera una cosa, un hecho o algo semejante. Es algo más. La existencia humana es una existencia religada y fundamentada. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y, por tanto, tampoco lo es Dios.[5]

La presunta controversia entre un llamado método de inmanencia y un método de transcendencia no tiene sentido, porque lo que no tiene sentido es necesitar de un método para llegar a Dios. Dios no es algo que está en el hombre como una parte de él, ni es una cosa que le está añadida desde fuera, ni es un estado de conciencia, ni es un objeto. Lo que de Dios haya en el hombre es tan sólo religación en que somos abiertos a Él, y en esta religación se nos patentiza Dios. Por esto no puede, en rigor, hablarse de una relación con Dios. O, si se quiere, toda relación con Dios supone previamente que el hombre consiste en patentizar cosas y patentizar a Dios, bien que ambas patencias sean de distinto sentido. Hay, como he indicado antes y vamos a ver en seguida, un problema intelectual en torno a Dios; pero esto no quiere decir ni que el modo primario de patentizar a Dios sea un acto de conocimiento o de cualquier otra facultad ni tampoco que el conocimiento sea una postrera reflexión sobre una quimérica experiencia religiosa; no se trata de ningún acto, sino del ser del hombre.

El hombre, en efecto, tiene, entre otras, una capacidad de conocer. El entendimiento conoce si algo es o no es; si es de una manera o es de otra; por qué es como es, y no de otra manera. El entendimiento se mueve siempre en el “es”. Esto ha podido hacer pensar que el “es” es la forma primaria como el hombre entra en contacto con las cosas. Pero esto es excesivo. Al conocer, el hombre entiende lo que hay, y lo conoce como siendo. Las cosas se convierten entonces en entes. Pero el ser supone siempre el haber. Es posible que luego coincidan; así por ejemplo, para Parménides, sólo hay lo que es. Mas no se puede, como lo hace el propio Parménides, convertir esta coincidencia en una identidad entre ser y haber, como si fuesen sinónimos cosa y ente.

Y, en efecto, ya Platón, siguiendo a Demócrito, barruntaba que “hay” algo que “no es”, en el sentido del ente, es decir, de la “cosa que es” que nos descubrió Parménides. Y Aristóteles se esfuerza por mostrarnos algo que “hay” y que va afectado por el “no es”, bien porque sobreviene a quien propiamente “es”, bien porque “todavía no es”, etc. Si el idioma griego no hubiera poseído un solo verbo, el verbo ser, para expresar las dos ideas del ser y el haber (lo propio acontece en latín), se hubieran simplificado y aclarado notablemente grandes paradojas de su ontología. La forzosidad de servirse sólo del “es” obligó así a Platón a afirmar que “es” también lo que “no es”. Tal vez pudiera expresarse con bastante fortuna uno de los grandes descubrimientos de la filosofía post-eleática diciendo que intenta captar, desde el punto de vista del ser, algo que, indiscutiblemente, hay, pero que es “de lo que no es”.

El hombre entiende, pues, lo que hay, y lo entiende como siendo. El ser es siempre ser de lo que hay. Y este haber se constituye en la radical apertura en que el hombre está abierto a las cosas y se encuentra con ellas. Como este encontrarse pertenece a su ser, le pertenece también la intelección de las cosas, es decir, entender que “son”.

Dentro ya de la órbita del ser y, por tanto, del entender, en su sentido más lato, decimos que las cosas son o no son. Pero empleamos el término ser en muchas acepciones: esto es un hombre; esto es rojo; es verdad que dos y dos son cuatro, etc. Desde Aristóteles se viene diciendo, por esto, que es problemático que todos- estos saberes acerca del ser de las cosas constituyen una sola ciencia, un solo saber. Y desde Aristóteles también se ha respondido afirmativamente, diciendo que todos estos sentidos del término “ser” tienen una unidad analógica, que estriba en la diversa manera como todos ellos implican un mismo sentido fundamental: ser, en sentido de cosa substante. La cosa es, pues, quien propiamente “es”, el ente propiamente tal. Hay, pues: 1.o El ente simpliciter, la cosa o sustancia. 2.o Todo lo demás que, en su diversidad, ofrece también una diversa ratio entis, según se las haya, en una u otra medida, respecto de la sustancias En su virtud, los saberes acerca del ser de las cosas son una sola ciencia: la ciencia del ente en cuanto tal, la filosofía primera o metafísica. La filosofía no es, para Aristóteles, una ciencia del ser, porque él, probablemente, no ha llegado a un concepto del ser.[6] La filosofía es tan sólo ciencia de los entes en su entidad: averigua en qué medida poseen ratio entis.

Como el hombre está abierto “hacía” las cosas, el “ser” que el entendimiento entiende primariamente es el ser de las cosas. Aristóteles se limitó a consignarlo. La filosofía debe, sin embargo, interpretar este “hecho”.

Ya desde antiguo se viene diciendo que el primer objeto adecuado del conocimiento son las cosas externas. Y forzoso es añadir que esta adecuación se funda en que la existencia humana “consiste”, en una de sus dimensiones, en estar abierto, y, por tanto, constitutivamente dirigida hacia ellas. Por esto, todo conocimiento de sí propio es constitutivamente un retorno desde las cosas hacia si mismo. La máxima dificultad de este conocimiento estriba en la forzosa inadecuación de ese “es” de las cosas, aplicado a lo que no es cosa, al humano existir. Entonces, el “sí mismo” no entra en aquel “es”.

Esto hace caer en la cuenta de que la dialéctica ontológica no es una mera aplicación de “un” concepto ya hecho, el concepto del ser, a nuevos objetos. No es evidente que haya un “es” puro y abstracto que sea “uno”. Por ello, la dialéctica del ser no es una simple aplicación ni una ampliación de una idea del ser a diversas regiones de entes, sino una progresiva constitución del ámbito mismo del ser, posibilitada, a su vez, por el progresivo descubrimiento de nuevos objetos o regiones, que obligan a rehacer ab initio el sentido mismo del ser, conservándolo, pero absorbiéndolo en una unidad superior.

Si se mantiene la idea de la analogía, habrá que decir que la analogía no es una simple correlación formal, sino que envuelve una dirección determinada: se parte del “es” de las cosas para marchar in casu al “es” de la existencia humana, pasando por el “es” de la vida, etc. Como este “es” no puede ser simplemente transferido a la existencia humana desde el universo material, resulta, por lo pronto, absolutamente problemática la ontología de aquélla. Supongamos resuelto ya el problema. Para ello habrá hecho falta volver al “es” de las cosas para modificarlo, evitando su circunscripción al mundo físico. Es esencial a la dialéctica ontológica no sólo la dirección a la nueva meta, sino también esta reversión a su primer origen. Al revertir sobre éste, nos vemos forzados a operar nuevamente sobre el “es” de las cosas. Es decir, tercer momento; hay un momento de radicalización. La analogía se mantiene en lo entendido en el punto de partida para modificarlo. ¿En qué consiste esta modificación? No se trata simplemente de añadir o quitar notas, sino de dar al “es” un nuevo sentido y una nueva amplitud de horizontes que permitan alojar en él al nuevo objeto. Pero entonces no se habrá logrado tan sólo descubrir un nuevo ente en su entidad, sino una nueva ratio entis.[7] Y ello permaneciendo en el ente anterior, pero mirándolo desde el nuevo. De suerte que este último ente, que fue lo que en un comienzo se nos presentó como problemático, ha convertido ahora en problema al primero. La solución del problema ha consistido en conservar el contenido del concepto, subsumiéndolo en una nueva y más amplia ratio. Creo esencial esta distinción entre concepto y ratio entis. Ampliando la frase de Aristóteles, habría que afirmar no sólo que el ser, en el sentido de concepto, se dice de muchas maneras sino que, ante todo, se dice de muchas maneras la razón misma de ente. Y ello de un modo tan radical, que abarcaría formas del “es” no menos verdaderas que la del ente en cuanto tal: la mitología, la técnica, etc., operan también con objetos que presentan, dentro de esas operaciones, su propia ratio entis. La dialéctica ontológica es, ante todo, la dialéctica de estas rationes.

En nuestro caso, vistas las cosas desde el punto de vista de la existencia humana, nos encontramos con que ésta nos fuerza a conservar el “es” de ellas, eliminando, sin embargo, lo que es peculiar a la “coseidad” en cuanto tal.

Pues bien: el entendimiento se encuentra no sólo con que “hay” cosas, sino también con eso otro que “hay”, lo que religa y fundamenta a la existencia: Dios. Pero es un “hay” en que su contenido es problema. Por la religación es, pues, posible y necesario a un tiempo, plantearse el problema intelectual de Dios. Nuestro análisis no sólo no ha eliminado la intelección de Dios, no sólo no la ha hecho superflua, sino que conduce inexorablemente a ella, con todo su radical problematismo: nos lleva, sin remisión, a tener que plantearnos el problema de Dios.

Pues si, en efecto, fue radical el retorno que nos llevó desde las cosas a entendernos a nosotros mismos, es todavía más radical aquel retorno en que, sin pararnos en nosotros mismos, somos llevados a entender, no lo que “hay”, sino lo que “hace que haya”. Toda posibilidad de entender a Dios depende, pues, de la posibilidad de alojarlo (si se me permite la expresión) en el “es”. No se trata simplemente de ampliar el “es” para alojar en él a Dios. La dificultad es más honda. No sabemos, por lo pronto, si este alojamiento es posible. Y ello, en forma mucho más radical que tratándose de la existencia humana. Porque el “es” se lee siempre en lo que “hay”. Y con todas sus peculiaridades, la existencia humana es de “lo que hay”. Dios, en cambio, no es, para una mente finita, “lo que hay”, sino lo que “hace que haya algo”. Es decir, no es que, de un lado, haya existencia humana, y de otro, Dios, y que “luego” se tienda el puente por el cual “resulte” ser Dios quien hace que haya existencia. No: el modo primario como para el hombre “hay” (si se quiere emplear la expresión) Dios, es el fundamentar mismo; mejor aún: desde el punto de vista humano, el estar fundamentando es la deidad. De ahí que sea un grave problema la posibilidad de encontrar algún sentido del “es” para Dios. Que Dios tenga algo que ver con el ser, resulta ya del hecho de que las cosas que hay son. Mas el problema está justamente en averiguar en qué consiste este habérselas. No se identifica, en manera alguna, el ser de la metafísica con Dios. En Dios rebasa infinitamente el haber, respecto del ser. Dios está allende el ser. Prima rerum creatorum est esse, decían ya los platonizantes medievales. Esse formaliter non est in Deo…nihil quod est in Deo habet rationem entis, repetía el maestro Eckhardt y, con él, toda la mística cristiana.[8] Cuando se ha dicho de Dios que es el ipsum esse  subsistens, se ha dicho de Él, tal vez, lo más que podernos decir entendiendo lo que decimos; pero no hemos tocado a Dios en su ultimidad divina. No pretendo sugerir ningún vago sentido misticoide, sino algo perfectamente captable y concreto: Dios es cognoscible en la medida en que se le puede alojar en el ser; es incognoscible, y está allende el ser, en la medida en que no se le puede alojar en él. La posible analogía o unidad ontológica entre Dios y las cosas tiene un sentido radicalmente distinto de la unidad del ser dentro de la ontología extradivina. A lo sumo podría hablarse de una supra-analogía.[9] No sabemos, por lo pronto, si Dios es ente, y silo es, no sabemos en qué medida. O mejor: sabemos que hay Dios, pero no lo conocemos: tal es el problema teológico.

Pero no significa, repito, que se trate de una mera aplicación o simple ampliación del concepto del ser. Se trata de algo mas: de descubrir una nueva ratio entis, que lo vuelve problemático todo: las cosas mismas, los hombres y la propia persona. De ahí que el problema que Dios plantea no se refiere sólo a Él, como sí fuera un ente yuxtapuesto y agregado a leos otros, sino que se refiere también a todo lo demás, pues a su luz adquiere todo sentido distinto, sin por eso dejar de ser lo que antes era.

Pongamos un ejemplo. Para Aristóteles la sustancia es el ser suficiente para existir por separado. Se opone, por esto, al accidente. Qué entienda Aristóteles por esa suficiencia y esa separación, si se quiere dale a estos vocablos un contenido positivo, es algo que sólo puede entenderse cuando contemplamos cómo las cosas llegan las unas a ser desde las otras, cómo están sujetas a movimiento. La separación y la suficiencia de que se trata se acusan integralmente cuando, en la generación de las cosas, llegan éstas a bastarse a sí mismas, con independencia de sus progenitores. Entonces decimos que las cosas comienzan propiamente a existir, tienen consistencia propia, son sustancias. En cambio. Santo Tomás ve las cosas saliendo de Dios. Define así la creación: emanatio totius esse a Deo. Las cosas se oponen aquí, ante todo, a la nada. y se llamará entonces sustancias, a las que pueden recibir existencia directa de Dios sin necesidad de que Dios las produzca o las concree en un sujeto anterior. La idea aristotélica de “suficiencia”, aun conservada en toda su integridad, adquiere un sentido distinto a la luz de la nueva ratio entis: es una suficiencia en orden a la inhesión, pero puramente aptitudinal. (La confusión de estos dos puntos de vista se manifiesta en la ontología de Spinoza, y le lleva al panteísmo.) El “es” del mundo físico cambia entonces radicalmente de sentido. Para Aristóteles cobraba sentido preciso desde el devenir; para Santo Tomás, desde la creación ex nihilo, es decir, desde su Dios. Prescindamos en ello de la idea especial de Dios, propia del cristianismo, y considerémoslo tan sólo como una ilustración de lo que venimos diciendo: visto desde Dios, el mundo entero cobra una nueva ratio entis, un nuevo sentido del “es”. Al ser problema Dios, lo es también a una el mundo.

La existencia religada es una “visión” de Dios en el mundo y del mundo en Dios. No ciertamente una visión intuitiva, como pretendía el ontologismo, sino la simple patentización que acontece en la fundamentalidad religante. Ella lo ilumina todo con una nueva ratio entis. Cuando tratamos de elevarlo a concepto y de darle justificación ontológica, entonces, y sólo entonces—es decir, supuesta esta visión, supuesta la religación—, es cuando nos vemos forzados a intentar una demostración discursiva de la existencia y de los atributos entitativos y operativos de Dios. Tal demostración no sería jamás el descubrimiento “primario” de Dios. Significaría que, una vez descubierto, Dios mantiene vinculado al mundo “por razón del ser”. El “hacer que haya” se habrá vertido y vaciado dentro de un concepto de causalidad divina. Pero esto será siempre una explicación ontológica, lograda dentro de una previa visión de las cosas: la visión que nos confiere esa primaria vinculación por la que todo se nos muestra religado a Dios. Nuestro análisis no sólo no ha hecho inútil la marcha del entendimiento hacia Dios, sino que la ha exigido necesariamente. Recíprocamente, el hecho de que el entendimiento humano posea la nuda facultad de demostrar la existencia de Dios jamás significaría que sea el discurso la primera vía de llegar intelectualmente a ella.[10]

No prejuzgamos con ello cuál vaya a ser el resultado de este inexorable intento de conocer a Dios; no prejuzgamos quién sea Dios, dónde se encuentra y qué hace. Esto es, queda en problema de la índole propia de la divinidad. Porque no me propuse tratar de Dios, sino esclarecer la dimensión en que su problema se encuentra y está ya planteado: la constitutiva religación de la existencia humana. Desde el momento en que entender es siempre entender lo que hay, resultará que toda existencia tiene un problema teológico, y que, por tanto es esencial a toda religión una teología. La teología no se identifica con la religión, pero tampoco es un apéndice reflexivo, fortuita y eventualmente agregado a ella: toda religión envuelve constitutivamente una teología. No pretendía más.

Hay que examinar ahora la significación que posee el ateísmo. Pero antes conviene completar lo dicho en la religación con algunas consideraciones referentes a la libertad. La religación parece oponerse a la libertad. Pero la libertad puede entenderse en muchos sentidos.

La libertad puede significar, en primer término, el uso de la libertad en la vida; hablamos así de un acto libre o no libre.

Pero puede significar algo más hondo. El hombre puede usar o no de su libertad, incluso puede verse parcial o totalmente privado de ella, bien por fuerzas externas, bien por fuerzas internas. Mas no tendría sentido decir lo mismo de una piedra. El hombre no se distingue de una piedra en que ejecuta acciones libres de que la piedra se halla desposeída, sino que la diferencia es más radical: la existencia humana misma es libertad; existir es liberarse de las cosas, y gracias a esta liberación podemos estar vueltos a ellas y entenderlas o modificarlas. Libertad significa entonces liberación, existencia liberada.

En la religación, el hombre no tiene libertad en ninguno de estos dos sentidos. Desde este punto de vista, la religación es una limitación. Pero lo mismo el uso de la libertad que la liberación emergen de la radical constitución- de un ente cuyo ser es libertad. El hombre está implantado en el ser. Y esta implantación que le constituye en el ser le constituye en ser libre. El hombre está siendo libre, lo está siendo efectivamente. La religación, por la que el hombre existe, le confiere su libertad. Recíprocamente, el hombre adquiere su libertad, se constituye en ser libre, por la religación. La religación cobra entonces sentido positivo. Como uso de la libertad, la libertad es algo interior a la vida; como liberación, es el acontecimiento radical de la vida, es el principio de la existencia, en el sentido de transcendencia y de vida; como constitución libre, la libertad es la implantación del hombre en el ser como persona, y se constituye allí donde se constituye la persona, en la religación. La libertad sólo es posible como libertad “para”, no sólo como libertad “de”, y, en este sentido, sólo es posible como religación. La libertad no existe sino en un ente implantado en la máxima fundamentalidad de su ser. No hay “libertad” sin “fundamento”. El ens fundamentale, Dios, no es un limite extrínseco a la libertad, sino que esta fundamentalidad confiere al hombre su ser libre: primero, por lo que respecta al uso efectivo de su libertad; segundo, por lo que respecta a la liberación; tercero, porque constituye al hombre en ser fundamentado: el hombre existe, y su existencia consiste en hacernos ser libremente. Esta es una esencial estructura en que habría que ahondar de nuevo. Sin religación y sin lo religante, la libertad sería, para el hombre, su máxima impotencia y su radical desesperación. Con religación y con Dios, su libertad es su máxima potencia; tanta, que con ella se constituye su persona propia, su propio ser, íntimo e interior a él, frente a todo, inclusive frente a su propia vida.

Las acciones, en efecto, son de los supuestos y, en nuestro caso, de las personas. Por esto, el hombre no es su existencia, sino que la existencia es suya. Lo que el hombre es no consiste en el decurso efectivo de su vida, sino en este “ser suyo”. Tratándose del supuesto humano, este “ser suyo” es algo toto coelo, distinto a la manera como un atributo es propiedad de la sustancias El “ser suyo” del hombre es algo que, en cierto modo, está en sus manos, dispone de él. El hombre asiste al transcurso de todo, aun de su propia vida, y su persona “es” allende el pasar y el quedar. En su virtud, el hombre puede modificar el “ser suyo” de la vida. Puede, por ejemplo, “arrepentirse” y rectificar así su ser, llegando hasta “convertirlo” en otro. Tiene también la posibilidad de “perdonar” al prójimo. Ninguno de estos “fenómenos” se refiere a la vida en cuanto tal, sino a la persona. Mientras la vida transcurre y pasa, el hombre “es” lo que le queda de “suyo” después que le ha pasado todo lo que le tiene que pasar.

Gracias a esta trascendencia del ser del hombre respecto de su propia vida, puede la persona humana volverse contra la vida y contra sí misma. Eso que nos hace ser libres, nos hace ser libres, serlo efectivamente, y, por tanto, poder actuar efectivamente contra sí misma. Al ser del hombre le es esencial el contra-ser. Pero el contra-ser es más bien un ser-contra; supone, pues, la religación. El hombre se vuelve contra sí mismo en la medida en que ya existe. Por estar religado, el hombre, como persona, es, en cierto modo, un sujeto absoluto, suelto de su propia vida, de las cosas, de los demás. Absoluto en cierto modo, también frente a Dios, pues si bien está implantado en la existencia religadamente, lo está como algo cuyo estar es estar haciéndose, y, por tanto, como algo constitutivamente suyo. En su primaria religación, el hombre cobra su libertad, su “relativo ser absoluto”. Absoluto, porque es “suyo”; relativo, porque es “cobrado”.

Si esto es así, si el hombre está constitutivamente religado, debe preguntarse entonces qué es y cómo es posible el ateísmo.

Conviene dejar consignado, desde luego, que un verdadero ateísmo es cosa por demás difícil y sutil. Lo que suele llamarse ateísmo suele consistir, las más de las veces, en actitudes puramente prácticas, y casi siempre en negaciones de cierta idea de Dios: por ejemplo, la contenida en el credo cristiano. Mas la no creencia en el cristianismo y, en general, la no aceptación de una cierta determinada idea de Dios, no es rigurosamente ateísmo simpliciter.

Lo que hay que aclarar es qué es lo que hace posible un verdadero ateísmo. El ateísmo es así, por lo pronto, problema, y no la situación primaria del hombre. Si el hombre está constitutivamente religado, el problema estará no en descubrir a Dios, sino en la posibilidad de encubrirlo.

Para ello hay que recordar que el hombre es persona, en un sentido tan sólo radical; lo es ya, pero no puede ser sino realizando una personalidad. Esta realización se lleva a cabo viviendo. De ahí que en el ser persona está dada la posibilidad ontológica de “olvidar” la religación y, con ello, de perder aparentemente la fundamentalidad de la existencia. Aparentemente, porque esta pérdida es tan sólo el modo como siente la personalidad aquel que se ha perdido en la complejidad de su vida. La personalidad es, en cuanto tal, la máxima simplicidad, pero una simplicidad que se conquista a través de la complicación de la vida. La tragedia de la personalidad está en que, sin vivir, es imposible ser persona; se es persona en la medida en que se vive. Pero cuanto más se vive es más difícil ser persona. El hombre tiene que oponerse a la complicación de su vida para absorberla enérgicamente en la superior simplicidad de la persona. En la medida en que se es incapaz de realizarlo, se es también incapaz de existir como persona realizada. Y en la medida en que se está disuelto en la complicación de la vida, se está próximo a sentirse desligado y a identificar su ser con su vida. La existencia que se siente desligada es una existencia atea, una existencia que no ha llegado al fondo de sí misma. La posibilidad del ateísmo es la posibilidad de sentirse desligado. Y lo que hace posible sentirse desligado es la “suficiencia” de la persona para hacerse a sí mismo oriunda del éxito de sus fuerzas para vivir. El éxito de la vida es el gran creador del ateísmo. La confianza radical, la entrega a sus propias fuerzas para ser y la desligación de todo, son un mismo fenómeno. Sólo un espíritu superior puede conservarse religado en medio del complicado éxito de sus fuerzas para ser.

Así desligada, la persona se implanta en sí misma en su vida, y la vida adquiere carácter absolutamente absoluto. Es lo que San Juan llamó, en frase espléndida, la soberbia de la vida. Por ella el hombre se fundamenta en sí mismo. La teología cristiana ha visto siempre en la soberbia el pecado capital entre los capitales, y la forma capital de la soberbia es el ateísmo.

La posibilidad más próxima a la persona, en cuanto tal, es la soberbia. En ella el éxito de la vida oculta su propio fundamento, y el hombre se desliga de todo, implantándose en sí mismo. Parodiando a Heráclito, pudiera decirse que Dios gusta esconderse. Y ya la Sagrada Escritura nos recuerda que Dios resiste a los soberbios.

De aquí resulta que la forma fundamental del ateísmo es la rebeldía de la vida. ¿Puede llamarse a esto un verdadero ateísmo? Lo es, en cierto modo, en el sentido que acabo de indicar. Pero, en el fondo, tal vez no lo sea. Es más bien la divinización o el endiosamiento de la vida. En realidad, más que negar a Dios, el soberbio afirma que él es Dios, que se basta totalmente a sí mismo. Pero, entonces, no se trata propiamente de negar a Dios, sino de ponerse de acuerdo sobre quién es el que es Dios. Es posible que se diga que hay quien renuncia de tal modo a Dios, que no admite ni el endiosamiento de la vida. Mas, ¿de dónde recibe su fuerza y su posibilidad esta actitud sino de ese omnímodo poder de negar, tras el cual se oculta la omnipotencia misma del negador y de la negación? Negar, en el ateísmo, el endiosamiento de la vida es expeler la vida fuera de sí mismo y quedarse solo, sin su propia vida. No se ha endiosado la vida, pero sí la persona. El ateo, en una u otra forma, hace de sí un Dios. El ateísmo no es posible sin un Dios. El ateísmo sólo es posible en el ámbito de la deidad abierto por la religación. La persona humana, al implantarse en sí misma, lo hace por la fuerza que tiene, y que ella cree que es su ser; inscribe su ser propio en el área de la deidad; testimonio tanto más elocuente de lo que religadamente le hace ser. En su estar desligado el hombre está posibilitado por Dios, está en Él, bajo esa paradójica forma, que consiste en dejarnos estar sin hacemos cuestión de Él, o, como decimos en español, “estar dejados de la mano de Dios”. El hombre no puede sentirse más que religado, o, bien, desligado. Por tanto, el hombre es radicalmente religado. Su sentirse desligado es ya estar religado.

Por esto no hay más modo de caer en la cuenta de la vanidad, o desfundamentación de la soberbia, que el fracaso de una existencia que se reliega a su puro factum. No me refiero a los fracasos que el hombre puede padecer dentro de su vida, sino a aquel fracaso que, aun no conociendo “fracasos”, es “fracaso”: el fracaso radical de una vida y de una persona que han intentado sustantivarse. En su hora, la vida fundamentada sobre sí misma aparece internamente desfundamentada, y, por tanto, referida a un fundamento de que se ve privada.

No es la angustia cósmica la manera más honda de tropezar con la nada y despertar al ser. Hay otro acontecimiento (llamémoslo así) más radical aún: eso que nos invade cuando, ante la muerte súbita de un ser querido, decimos: “no somos nada”. En cambio, sentimos la realidad, el fundamento de la vida, en aquellos casos en que, el que muere, lo hace haciendo suya la muerte misma, aceptándola, como justo coronamiento de su ser, con la fuerza que le viene de aquello a que está religado.

Por esto el ateísmo verdadero sólo puede dejar de serlo dejándole que sea verdadero, pero obligándole a serlo hasta sus últimas consecuencias. Sin más, el ateísmo se descubrirá a sí propio siendo ateo en y con Dios. El fracaso que constitutivamente nos acecha asegura siempre la posibilidad de un redescubrimiento de Dios.

Esta soberbia de la vida ha revestido formas diversas. El hombre posee una vida; y hay en la vida humana, en cuanto tal, la posibilidad de complacerse exhaustivamente en sí misma. En una u otra forma, esto nos conduciría a un ateísmo oriundo de un peccatum originale.[11] Pero el hombre, además de tener vida, es persona, y tiene, por ello, la máxima posibilidad de implantarse en sí misma. Esto nos llevaría a un ateísmo personal, a un peccatum personale. Pero el hombre tiene además historia, un espíritu objetivo, como lo llamaba Hegel. Junto al pecado original y al personal habría que introducir temáticamente, en la teología, el pecado de los tiempos, el pecado histórico.[12] Es el “poder del pecado”, como factor teológico de la historia, y creo esencial sugerir que este poder recibe formas concretas, históricas, según los tiempos. El mundo está, en cada época, dotado de peculiares gracias y pecados. No es forzoso que una persona tenga sobre sí el pecado de los tiempos, ni, si lo tiene, es licito que se le impute, por ello, personalmente. Pues bien: yo creo sinceramente que hay un ateísmo de la historia. El tiempo actual es tiempo de ateísmo, es una época soberbia de su propio éxito. El ateísmo afecta hoy, primo et per se, a nuestro tiempo y a nuestro mundo. Los que no somos ateos, somos lo que somos, a despecho de nuestro tiempo, como los ateos de otras épocas lo fueron a despecho del suyo.[13] Nuestra época es rica en ese tipo de vidas, ejemplares por todos conceptos, pero ante las cuales surge siempre un último reparo: “Bueno, ¿y qué?…”; existencias magníficas de espléndida figura, desligadas de todo, errantes y errabundas… Como época, nuestra época es época de desligación y de desfundamentación. Por eso, el problema religioso de hoy no es problema de confesiones, sino el problema religión-irreligión. Y, naturalmente, no podemos olvidar que es también la época de la crisis de la intimidad.

Como ésta no puede ser una posición última, el hombre ha ido echando mano de toda suerte de apoyos. Hoy parécele llegado el turno a la filosofía. Desde hace más de dos siglos la filosofía del ateo se ha convertido en religión de su vida. Y estamos hoy medio convenciéndonos de que la filosofía es esto. No he logrado aún compartir esta opinión. Es posible que el hombre eche mano de la filosofía para poder vivir; es posible que la filosofía sea hasta una héxis de la inteligencia; pero es cosa muy distinta creer que la filosofía consista en ser un modo de vida. En el fondo de gran parte de la filosofía actual yace un subrepticio endiosamiento de la existencia.[14]

Probablemente, es necesario apurar aún más la experiencia. Llegará seguramente la hora en que el hombre, en su íntimo y radical fracaso, despierte como de un sueño encontrándose en Dios y cayendo en la cuenta de que en su ateísmo no ha hecho sino estar en Dios. Entonces se encontrará religado a Él, no precisamente para huir del mundo, de los demás y de sí mismo, sino al revés, para poder aguantar y sostenerse en el ser. Dios no se manifiesta primariamente como negación, sino como fundamentación, como lo que hace posible existir. La religación es la posibilitación de la existencia en cuanto tal.

Quiero concluir esta breve nota

En ella no he dado una demostración racional de la existencia de Dios. No he dado ni tan siquiera un concepto de Dios. No he hecho sino tratar de descubrir el punto en que el problema surge y la dimensión en que está ya planteado: la constitutiva y ontológica religación de la existencia. Ahora comenzarían a surgir las cuestiones a raudales. Si fuera así, ello demostraría la utilidad de esta pequeña nota.

¿Es esto un problema para la filosofía? Evidentemente. Mas con esto no queda dicho en qué sentido lo sea, ni que todo lo dicho hasta aquí acerca de Dios pertenezca por igual a la filosofía. El problema de Dios podría, en última instancia, rebasar de la pura filosofía. Esto sólo podría dilucidarse con un concepto adecuado de la filosofía. Mas ésta es tarea mucho más compleja que la que aquí me propuse.

[Bibliografía oficial #43, Naturaleza, Historia, Dios, pp. 361-397 (paginación de la 5a edición);
Bibliografía oficial #21, Revista de Occidente 149 (1935) 129-159.]

Notas

[1] El presente estudio obtuvo el Nihil obstat de la censura eclesiástica el día 4 de octubre de 1943. Fue publicado en español en 1935 en la Revista de Occidente, En 1936 se me pidió mi autorización para una versión francesa del mismo en Recherches Philosophiques. Introduje para ello algunas modificaciones de detalle, especialmente en IV, que fue objeto de una nueva y más amplia redacción. La traducción francesa fue sencillamente monstruosa. No se me sometió antes de su publicación, y el traductor, malentendiendo nuestro idioma, puso en mi pluma frases absurdas. Conste, pues, mi total desaprobación. El texto español que sirvió de base es el que ofrezco en estas páginas. Aprovecho también la coyuntura para desentenderme muy formalmente del uso y hasta del abuso que de mis modestas páginas se ha hecho. No se olvide que no trato en ellas sino del problema de Dios, no de Dios mismo. Sería absurdo pensar que pretendo dar una demostración de la existencia de Dios o descalificar las que vienen dándose. No se trata sino de fijar la línea en que tanto la “demostración” como la “aprehensión” mediata” y racional de Dios puedan producirse; la línea en que también se mueve, negativamente, el ateísmo.^

[2] En realidad, no se ha pasado de distinguir estos tres términos como si fueran tres estratos humanos; haría falta plantearse el problema de su radical unidad. No puedo entrar aquí en esta cuestión. ^

[3] Desde muy antiguo se discute la etimología de este vocablo. Cicerón, Lactancio y San Agustín oscilan entre el verbo religare y relegere, ser escrupuloso en los negocios con Dios. La lingüistica moderna no ha logrado solventar la duda. Por un momento pareció inclinarse a favor de la segunda explicación. Pero, en definitiva, ha podido verse que resulta mucho más probable derivar religio de religare. Puede verse, sobre este punto, Meillet, Ernout y Bienveniste. En todo caso, ninguna etimología resuelve problemas teológicos. Y es suficiente que la cosa sea científicamente probable para que, sin precipitación ni frivolidad, pueda apelarse a ella apuntando a objetivos, no lingüisticos, sino teológicos.^

[4] Claro esta que no está patente “tal como es en sí” (esto sería un ontologismo singular), sino como “fundamentante”. El modo de su patencia es “estar fundamentando”.^

[5] Naturalmente, no se olvide que hablo, no de la “realidad” misma de Dios, sino de su “patencia” en el hombre.^

[6] Me interesa subrayar que esta afirmación de que Aristóteles no llega a un concepto del ser tiene fecha 1935.^

[7] Entiendo aquí por ratio algo anterior al concepto: es lo que da pie para formar el concepto en cuestión. En cierto modo podría, de momento, tomarse como equivalente de “sentido”. Preferiría, sin embargo, llamarle idea, siempre que se distinga de ella el concepto. El concepto es la noción que elaboramos al considerar la cosa dentro de una cierta ratio, sentido o idea.^

[8] Me refiero, naturalmente, tan sólo a la mística especulativa, y tan sólo en el sentido genérico de declarar a Dios allende el ser, dejando de e lado las palabras mismas de Eckhardt. Aunque la afirmación de Eckhardt suscitara violenta reacción por parte de algunos teólogos franciscanos, sin duda por su forma drástica, es lo cierto que tiene viejas raíces en la historia de la teología. Asi, Mario Victorino, en el siglo iv: “Dios no es “ser” (ón), sino más bien “ante-ser” (proón)”. (P. L. VIII, col. 2, 29 D) e El discutido e inseguro Juan Escoto Eriugena decía: “Al saber que Dios es incomprensible, no sin razón se le llama la nada por excelencia.” (P. L. CXXII, col. 680 D). Es cierto que Eriugena tiene tendencias panteístas, pero no es forzoso interpretar esas frases en sentido peyorativo. El propio Santo Tomás, hablando de Dionisio Areopagita, nos dice, efectivamente: “Como Dios es causa de todas las cosas existentes, resulta ser una “nada” (nihil) de las existentes, no porque le falte ser, sino porque está sobreeminentemente “segregado de todas las cosas.” (Comm. de Divin. Norn. I, L. 3) e Los entrecomillados son del texto mismo referidos al Areopagita. Véase, además, el texto de Cayetano, que está en la nota siguiente. No es mi intención entrar en esta cuestión, sino tan sólo hacer ver que estas ideas manifiestan con toda claridad el problema a que aludo: la dificultad de aplicar a Dios el concepto del ser, si no es modificándolo radicalmente; y en esta dificultad reside justamente todo el problema de la teología especulativa. Esto es todo. Lo demás que de aquí quiera inferirse queda a cargo del lector. No es cosa mía.^

[9] Así, Cayetano nos dice: “Res divina prior est ente et omnibus differentiis ejus: est enim super ens et super unum, etc.” (Q.39, a. 1, VII). “La realidad divina es anterior al ente y a todas sus diferencias; pues está por encima del ente y por encima del uno, etc.” El subrayado es de Cayetano.^

[10] Algún teólogo tomista, como Lepidi, ha llegado a afirmar: “El movimiento de nuestra inteligencia, siempre que entiende y raciocina, comienza por el conocimiento implícito de Dios y termina en un conocimiento explícito de Dios.” El propio Santo Tomás toca alguna vez a esta dimensión del problema. “Secundum quod intelligere nihil aliud dicit quam intuitum, qui nihil aliud est quam praesentia intelligibilis ad intellectum quocum que modo, sic anima semper intelligit se et Deum, et consequitur quidam amor indeterminatus”. (El subrayado es mío.) En el amor indeterminatus y en el entendimiento, en cuanto simple intuición, el hombre se halla vertido a Dios quocumque modo. ^

[11] Hoy me inclinaría a tratar de otro modo el problema de las consecuencias “naturales” del pecado original. Distinguiendo, como lo hago en otro trabajo, las potencias naturales del hombre y las posibilidades con que cuenta en cada instante, resulta claro que, si aquéllas quedaron intactas, éstas cambiaron fundamentalmente con el pecado original. El propio San Pablo, que insiste en que el hombre, naturalmente, puede siempre conocer a Dios, no dudó en enseñar en el Areópago ateniense que, a consecuencia del pecado original, quedó el hombre en la situación de tener que buscar a Dios a tientas, por tanteos. No es esto todo, pero es esencial. Quede el tema para otra ocasión. ^

[12] No me quiero hacer ahora cuestión de lo que en el ateísmo, y, en general, en los actos humanos, pueda haber o no haber de pecado sensu stricto. Lo que me importa es el triple calificativo de personal, histórico y original. ^

[13] Esta idea del pecado histórico me ha venido sugerida por Ortega, que insiste frecuentemente en que no son necesariamente imputables al individuo los vicios de su época y de la sociedad. ^

[14] No soy sospechoso de falta de entusiasmo por la filosofía actual. Estas mismas líneas son el testimonio más elocuente de ello; algunos de los supuestos que implican pertenecen formalmente a aquélla: quien conozca la filosofía de nuestro tiempo podrá identificarlos a primera vista. Pero creo sinceramente que en la filosofía actual se ha cometido un lamentable olvido, altamente sintomático: el pasar por alto esta religación.

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Luis Fernández Cuervo escribe en El Diario de Hoy (El Salvador), sobre el tratamiento de la Iglesia que hace el conocido escritor Mario Vargas Llosa con ocasión de la enseñanza del Magisterio sobre la sexualidad y más en concreto sobre la homosexualidad. Siempre...

Las Pruebas del nueve

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Llamo "pruebas del nueve" a una serie de argumentos que algunos autores consideran verdaderas pruebas concluyentes de la existencia de Dios y, en cambio, otros, igualmente competentes, consideran que no son demostrativas por suponer implícita o previamente lo que se...