Luis Fernández Cuervo escribe en El Diario de Hoy (El Salvador), sobre el tratamiento de la Iglesia que hace el conocido escritor Mario Vargas Llosa con ocasión de la enseñanza del Magisterio sobre la sexualidad y más en concreto sobre la homosexualidad. Siempre resulta interesante conocer las ideas de fondo de los famosos y sobre todo el grado de consistencia (o inconsistencia) de las mismas.
El artículo “El pecado nefando”, del novelista Mario Vargas Llosa, publicado en este mismo periódico el domingo 24 de agosto, merece una respuesta serena, no en el tono exaltado y panfletario que utiliza el célebre escritor, sino con la mesura y objetividad que requiere tratar un tema importante y delicado que Vargas Llosa se encarga de tergiversar y oscurecer. He demorado la respuesta hasta poder leer el documento que tanto le enfurece a ese escritor.
Se trata de un reciente documento del Vaticano, donde se advierte que “las presentes consideraciones no contienen nuevos elementos doctrinales, sino que pretenden recordar los puntos esenciales inherentes al problema y presentar algunas argumentaciones” (…) “para proteger y promover la dignidad del matrimonio, fundamento de la familia, y la solidez de la sociedad, de la cual esta institución es parte constitutiva”.
El problema, según el documento, es la homosexualidad, “fenómeno moral y social inquietante”, y el hecho de que se le esté dando en varios países una equiparación legal con el matrimonio y, en algunos casos, incluso el derecho legal de adoptar hijos. El documento tiene también la finalidad de “iluminar la actividad de los políticos católicos, a quienes se indican las líneas de conducta coherentes con la conciencia cristiana”. El documento lo ofrecen “no solamente a los creyentes, sino también a todas las personas comprometidas en la promoción y la defensa del bien común de la sociedad”. ¿Por qué esto último? Sencillamente, porque el matrimonio, sus deberes y derechos, son también un asunto de “ley moral natural” que no necesita de la fe católica, sino, simplemente, de una mente honesta, abierta a los argumentos morales inherentes a la naturaleza humana y al sentido jurídico más elemental.
Vargas Llosa dice que lo que más le sorprende no es la doctrina católica en este documento, sino “la vehemencia con la que en él se exhorta a los parlamentarios y funcionarios católicos a actuar”. Vehemencia, según el diccionario, es algo que supone “ímpetu y violencia”.
Nada de eso hay en el documento denostado. No puede decirse lo mismo del libelo panfletario de Vargas Llosa, donde se emplean contra la Iglesia Católica, su doctrina de siempre y su documento actual, las siguientes lindezas: “feroces diatribas”, “doctrina rígida y cavernícola”, “empecinamiento dogmático”, “filípica anti-homosexual”, “doctrina homofóbica anacrónica”, “viril brutalidad” y donde se usa y abusa del verbo “fulminar”. Dado que el verbo fulminar siempre, según el diccionario, significa, en general, “aniquilar”, “deshacer por completo”, “pulverizar” o, más en concreto, “aniquilar mediante rayos o corriente eléctrica”, no se ve nada de eso en el documento vaticano. En cambio, sí se observa un tono un tanto fulminante en los insultos del escritor.
En el documento papal se dice que: “los hombres y mujeres con tendencias homosexuales ‘deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta’. Tales personas están llamadas, como los demás cristianos, a vivir la castidad. Pero la inclinación homosexual es ‘objetivamente desordenada’, y las prácticas homosexuales ‘son pecados gravemente contrarios a la castidad’”.
Cuando la Iglesia se opone a que a una pareja de homosexuales se les equipare legalmente con un matrimonio, tiene toda la razón y no hacen falta argumentos de fe religiosa, sino simplemente de sentido común y de sentido jurídico. Con esa equiparación, la injusticia no es para las parejas homosexuales, sino para el matrimonio, sus derechos y su importante rol en la sociedad, ya que matrimonio es la unión de un hombre y una mujer que, por la mutua donación, propia y exclusiva de ellos, se complementan y se perfeccionan y, normalmente, procrean, crían y educan a los hijos nacidos de su unión conyugal, contribuyendo con eso a ser base insustituible de la sociedad, de su estabilidad y bondad y de su prolongación a través de los tiempos.
Nada de eso puede decirse de la convivencia de dos homosexuales. Como comentaba a este respecto un abogado y profesor universitario español, “a nadie se ofende si se trata de modo jurídicamente desigual lo que es distinto; al contrario, se ofendería a la justicia tratando igual lo desigual. Pero el sentido común percibe a simple vista que una unión entre dos personas del mismo sexo no es matrimonio, como no lo es una unión de cinco personas, o de una persona sola (recientemente se publicó un suelto sobre una artista que celebró su boda consigo misma, prometiéndose perpetua e indisoluble fidelidad)”.
Vargas Llosa pretende apoyarse para sus ataques en la autoridad de Sigmund Freud, ignorando tal vez que el creador del psicoanálisis calificaba de perversa “toda actividad sexual que, habiendo renunciado a la procreación, busca el placer como un fin independiente de ella”. Después suscribe la declaración del senador Edward Kennedy, diciendo que “la Iglesia Católica debe ocuparse de religión y no de tomas de posición políticas”. Es decir, que tanto Kennedy como Vargas Llosa pretenden que la Iglesia traicione su mandato divino de difundir su doctrina por toda la sociedad, que reniegue de la autoridad que Jesucristo le dio sobre fe y costumbres, y que se recluya en el interior de las conciencias y de los templos: típica mentalidad del oscurantismo anticristiano del Siglo XVIII.
Vivimos unos tiempos en donde, con la complicidad de algunos periodistas ayunos de verdaderas noticias, personajes que tienen prestigio por su competencia en algún campo cultural (la canción, el fútbol, la escena o la literatura) se atreven a opinar con gran desparpajo y solemnidad sobre asuntos sobre los que no tienen suficientemente conocimiento intelectual y/o poca o nula autoridad moral. Vargas Llosa es un ejemplo.
Que escribe bien, es indudable. Que entiende de literatura, también. Pero en este artículo y en otros anteriores, demuestra un conocimiento muy sectario y erróneo de la historia universal, y una verdadera fobia, difícil de explicar, contra el cristianismo en general y contra la Iglesia Católica en particular. Trataré de mostrárselo a los lectores en mi próximo artículo.
Contestando a Vargas Llosa
Verdades y mentiras en la historia universal
Los países católicos siempre fueron países alegres, vitales y muy poco reprimidos, también en lo sexual.
Terminaba yo mi artículo anterior diciendo que el escritor peruano Vargas Llosa mostraba “un conocimiento muy sectario y erróneo de la historia universal”. Y así es. La verdad histórica es muy diferente a como la presenta el furibundo escritor. Hoy sólo me referiré a dos de sus falsedades:
1) Atribuir a la Iglesia Católica el haber mandado a la hoguera a millares de católicos e infieles en la Edad Media. El tema de la Inquisición merece un comentario más detenido y matizado del que es posible aquí. Remito a estudios serios sobre la Inquisición española como los del historiador inglés Henry Kamen o la española Beatriz Comella. Pero sí hay que saber, por lo menos, que su importancia no fue en la Edad Media, que termina en el Siglo XIV, sino en pleno Renacimiento y más allá, hasta el XVII y XVIII, que es cuando pasó del poder eclesiástico al poder civil.
Inquisiciones hubo tantas como religiones había en esos siglos. Para esa época, un ataque a la religión de un país —ya fuera la católica, la luterana, la anglicana o la calvinista— suponía algo tan importante para la estabilidad de su gobierno, como lo que es el terrorismo o la guerrilla para una democracia actual. En cuanto a la Inquisición española, en su momento de mayor auge, entre 1540 y 1700, los condenados a la hoguera fueron 1.346, que representan un 1,9% de todos los procesados. La Revolución Francesa, tan alabada por los laicistas como Vargas Llosa, en pocos días, llevó a la guillotina cifras posiblemente superiores, exterminó a todos los de la región de la Vandeé y además arrasó con gran cantidad de edificios y objetos de arte religiosos. Y todo eso en nombre de la igualdad, libertad y fraternidad.
2) Atribuir a la Iglesia Católica “la postergación y humillación sistemática de la mujer”. Esta falsedad es todavía más grande, pues una de las causas de la difusión del primitivo cristianismo fue el papel importante que la mujer tuvo en él, muy por encima de la que tenía en el imperio romano. Y fue precisamente en la Edad Media cristiana donde la mujer alcanzó una dignidad y un poder como nunca había tenido.
El señor Vargas Llosa debería leer, al menos, los libros de la medievalista francesa Règine Pernoud para salir de su error. Sin una serie de mujeres descollantes —Genoveva, Juana de Arco, Catalina de Siena, Eloisa, Hildegarda de Bingen, Leonor de Aquitania, Blanca de Castilla, etc.—, que eran admiradas y respetadas por las autoridades civiles y religiosas de su tiempo, incluido el Papa, posiblemente la civilización europea habría sido imposible. Cualquier mujer podía entonces establecer un negocio o adquirir una propiedad sin autorización de su marido. Y fueron las damas del medioevo las que educaron y afinaron a los hombres, crearon el amor cortés, la galantería y el honor de servir el hombre a la mujer. ¿Dónde está, pues, la “postergación y humillación sistemática de la mujer”? Fue con el Renacimiento y el nuevo auge del Derecho Romano cuando la mujer perdió los derechos que había ganado en la Edad Media.
3) Vargas Llosa acusa también al catolicismo de “distorsiones y represiones de la vida sexual en nombre de una supuesta normalidad”, que sería la relación heterosexual. Pretende ignorar que, mientras la religión y la moral católica fueron fuertes en cualquier país, las anormalidades y delitos sexuales fueron mínimos. Confunde puritanismo con catolicismo. Los países católicos siempre fueron países alegres, vitales y muy poco reprimidos, también en lo sexual.
En cuanto a si lo heterosexual es normal o no, la voz de la historia es muy clara. En las más variadas culturas, lo constante es que, llegada a la edad núbil, y siempre con un cierto sentido religioso, se celebra el matrimonio natural de un hombre y una mujer y con ello se obtiene, como derecho matrimonial, la unión conyugal y se constituye la familia con la crianza y educación de los hijos resultantes de esa unión. Eso no es un invento del cristianismo. Eso ocurre incluso en pueblos muy primitivos, desconocedores de la agricultura, la ganadería y la religión, tal como demostró el antropólogo alemán Gusinder con los fueginos de la Patagonia.
En cualquier tiempo y cultura, cuando la institución matrimonial entra en crisis y crecen el libertinaje y las aberraciones sexuales, todo conocedor de la historia universal puede decretar sin equivocarse que esa cultura está decayendo y, de un modo u otro, desaparecerá. No siempre es bajo un fuego del cielo que los aniquile, como en Sodoma y Gomorra.
Otras veces es por la conquista de un pueblo más austero, así Roma conquistando una Hélade en franca decadencia intelectual y moral. Y Roma, después de su esplendor imperial, ofrecerá esos mismos síntomas que ahora consideran algunos —no sólo Vargas Llosa— progreso cultural: ateísmo, escepticismo y relativismo en el área intelectual; el lujo, el placer y el ocio como metas vitales; la decadencia del matrimonio con el divorcio y los adulterios; la caída de la natalidad con los abortos o el abandono de los recién nacidos y las aberraciones sexuales crecientes, como testimoniaba Pablo de Tarso en su Epístola a los Romanos: “Se envanecieron con sus razonamientos y se oscureció su insensato corazón: presumiendo de sabios se hicieron necios (…) Por eso Dios los abandonó a los malos deseos de sus corazones, a la impureza con que entre ellos deshonran sus propios cuerpos (…) pues sus mujeres hasta cambiaron el uso natural por el que es contrario a la naturaleza, e igualmente los varones, habiendo dejado el uso natural de la mujer, se abrasaron en los deseos impuros de unos por otros: cometiendo torpezas varones con varones y recibiendo en sí mismos el pago merecido por su maldad”.
El pago actual de esos mismos vicios antiguos ahora ha sido peor: el aumento increíble de las enfermedades de transmisión sexual y el SIDA, “hijo de la píldora anticonceptiva”, como dijo el descubridor del virus causante de esa inmunodeficiencia, el Dr. Montagnier. El SIDA entró en EE.UU., en El Salvador, en España y en otros países, por los homosexuales. ¿Buen motivo para el “orgullo gay”?
Para entender el presente
Si uno estudia el papel del cristianismo sin prejuicios, se observa que sin él no existiría nuestra civilización.
La historia es maestra de vida. No se puede conocer bien el presente ni el mundo que nos ha tocado vivir si no se conoce o se conoce mal el pasado. Por eso la cultura histórica de un pueblo es de suma importancia. Pero ocurre que por ser ésta una ciencia no sujeta a la comprobación físico-matemática, está siempre expuesta a una fácil manipulación con fines sectarios.
A nivel de los cultivadores honestos de esta ciencia, puede haber ciertas divergencias de interpretación de los hechos, pero nuevos estudios y el hallazgo de nuevos documentos van despejando incógnitas y depurando interpretaciones y así, poco a poco, se va haciendo mayor claridad y mejores perfiles de las realidades pasadas. Pero ¿llegan los nuevos descubrimientos y las verdaderas certezas históricas con suficiente información al público en general?
Lamentablemente, no. Con frecuencia, a través de los medios para masas lo que le llega al gran público es una serie de estereotipos hechos con medias verdades abultadas y dejando verdades importantes silenciadas. En nuestro medio, gran parte de los docentes, los estudiantes universitarios y los periodistas tienen visiones muy insuficientes de la historia universal y de la historia de El Salvador.
Los hechos históricos que me ha tocado vivir más directamente, cuando después los he encontrado en versiones para el mundo lejano a esos hechos, casi siempre han estado fuertemente distorsionadas por un raro prejuicio de falsa neutralidad o por un abierto sectarismo. Una vez más, a nivel universal, se cumple en este terreno la sentencia evangélica de que “el diablo es el padre de la mentira” y que “los hijos de las tinieblas son más avisados que los hijos de la luz”.
De la Historia Universal es frecuente en nuestro medio unas simplificaciones donde se valoran la Grecia clásica, la Roma imperial, el Siglo XVIII, la Revolución Francesa y la Independencia de los países latinoamericanos muy positivamente y, en cambio, el “mono de hule” que se gana todos los palos es la Iglesia Católica. Se le echa la culpa de casi todo lo malo y muy en especial del oscurantismo medieval, de la destrucción de espléndidas culturas indoamericanas; se la acusa de ser enemiga de la ciencia y del progreso y se la adorna con las hogueras inquisitoriales e incluso con la mentira absoluta de la tortura y muerte en una de ellas, del astrónomo Galileo. Estos mismos detractores están ahora felices publicando una y otra vez, corregido y aumentado, el escándalo de los curas homosexuales y aplaudiendo en cambio, como un progreso cultural y científico, la homosexualidad de los que no son sacerdotes.
La realidad histórica es más matizada y bastante diferente. A lo largo de la historia, los pueblos y sus culturas, nacen, crecen, llegan a un máximo esplendor y después decaen y desaparecen. Pero hay dos excepciones misteriosas. Una es el pueblo de Israel; otra, la Iglesia Católica.
Por supuesto, en la historia de ambos no sólo hay luces, sino que también sombras y a veces hasta un punto que parecen haber perdido su identidad y que van a desaparecer. Sin embargo, no es así. Han pasado siglos y siglos y ahí están.
Si uno estudia el papel del cristianismo sin prejuicios se observa que sin él no existiría nuestra civilización, ni la ciencia, ni la técnica ni cosas más importantes como son los valores y virtudes morales. El concepto de persona es de origen cristiano y de él se derivan la igualdad esencial de todos los seres humanos y su intrínseca dignidad que hace que no puedan ser considerado como una cosa y eso es lo que permitió que se aboliera la esclavitud y la existencia de la democracia igualitaria —la de Grecia fue exclusivista, sólo para determinados “ciudadanos”, y con Pericles fue una dictadura disfrazada de democracia—.
La dignidad e igualdad de la mujer, como escribí en mi artículo anterior, parte del cristianismo primitivo y tiene su auge en el catolicismo medieval. El oscurantismo con que comenzó la Edad Media no fue, porque los medievales apagaran la luz, sino que lo heredaron del desastre del hundimiento del Imperio Romano causado por su propia corrupción. Y en cambio fueron prendiendo luces, sacando de esos escombros culturales todo lo que pudieron recuperar de la cultura grecolatina con la paciente copia, a mano, de sus escritos en la tranquilidad y perseverancia de los monasterios.
A ella le debemos también la invención del libro y de las universidades, de la burguesía, de los hospitales, de la banca, la maravilla increíble de las catedrales románicas y góticas y un montón de cosas más en una época alegre y vital, de inseguridad física pero de gran seguridad psicológica, pues la vida tenía el sentido claro de terminar en una nueva vida feliz y eterna si cada cual cumplía con su papel social y moral.
Por eso, cuando ahora se trata una vez más, desde distintos puntos, de descristianizar a nuestra cultura, atacando a la Iglesia, al matrimonio, a la natalidad como males sociales y cuando, en cambio, se presenta al laicismo, al escepticismo, al ateísmo, al consumismo y a todos los viejos vicios de la Roma decadente, corregidos y aumentados, como un progreso social, es que se está completamente ciego.
Ernesto Sábato, escritor no cristiano, medio ciego de sus ojos físicos, no lo está en cambio de los ojos del espíritu cuando recientemente ha dicho: “Que estamos frente a una de las crisis más graves por las que ha pasado la humanidad es una evidencia que no necesita demostración. El ser humano siente que todos aquellos valores que albergaron la vida durante generaciones hoy ya no cuentan, como bien vaticinó Nietzsche, y en su lugar sufrimos una sociedad donde lo único que parece contar es la eficiencia y el dinero. ¿Le parece poco abismo? Y, sin embargo, creo, a pesar del como usted bien dice infatigable olor de la guerra, que un tiempo predominantemente espiritual puede estar a las puertas”. Yo también lo creo.
Autor: Luis Fernández Cuervo
Fuente: Encuentra.com