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Inocencia original y pecado

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1. Respecto a las palabras de Cristo sobre el tema del matrimonio en las que se remite al “principio”, dirigimos nuestra atención hace una semana al primer relato de la creación del hombre en el libro del Génesis (c. 1). Hoy pasaremos al segundo relato, que frecuentemente es conocido por “yahvista”, ya que en él a Dios se le llama “Yahveh”.

2. El segundo relato de la creación del hombre (vinculado a la presentación tanto de la inocencia y felicidad originales, como a la primera caída) tiene un carácter diverso por su naturaleza. Aún no queriendo anticiparlos detalles de esta narración porque nos convendrá retornar a ellos en análisis ulteriores, debemos constatar que todo el texto, al formular la verdad sobre el hombre, nos sorprende con su profundidad típica, distinta de la del primer capítulo del Génesis. Se puede decir que es una profundidad de naturaleza sobre todo subjetiva y, por lo tanto, en cierto sentido, psicológica. El capítulo 2 del Génesis constituye en cierto modo, la más antigua descripción registrada de la autocomprensión del hombre y, junto con el capítulo 3, es el primer testimonio de la conciencia humana. Con una reflexión profunda sobre este texto a través de toda la forma arcaica de la narración, que manifiesta su primitivo carácter mítico (*) encontramos allí “in núcleo” casi todos los elementos del análisis del hombre, a los que es tan sensible la antropología filosófica moderna y sobre todo contemporánea. Se podría decir que el Génesis 2 presenta la creación del hombre especialmente en el aspecto de la subjetividad. Confrontando a la vez ambos relatos, llegamos a la convicción de que esta subjetividad corresponde a la realidad objetiva del hombre creado “a imagen de Dios”. E incluso este hecho es de otro modo importante para la teología del cuerpo, como veremos en los análisis siguientes.

3. Es significativo que Cristo, en su respuesta a los fariseos, en la que se remite al “principio”, indica ante todo la creación del hombre con referencia al Génesis 1, 27: “El Creador al principio los creó varón y mujer”; sólo a continuación cita el texto del Génesis 2, 24. Las palabras que describen directamente la unidad e indisolubilidad del matrimonio, se encuentran en el contexto inmediato del segundo relato de la creación, cuyo rasgo característico es la creación por separado de la mujer (Cfr. Gen 2, 1823), mientras que el relato de la creación del primer hombre (varón) se halla en Gen 2, 57. A este primer ser humano la Biblia lo llama “hombre” (“adama, mientras que, por el contrario, desde el momento de la creación de la primera mujer comienza a llamarlo “varón”, “is” en relación a “issah (“mujer”, porque está sacada del varón = “is). Y es también significativo que, refiriéndose al Gen 2, 24, Cristo no sólo une el “principio” con el misterio de la creación, sino también nos lleva, por decirlo así, al límite de la primitiva inocencia del hombre y del pecado original. La segunda descripción de la creación del hombre ha quedado fijada en el libro del Génesis precisamente en este contexto. Allí leemos ante todo: “De la costilla que del hombre tomara, formó Yahvéh Dios a la mujer, y se la presentó al hombre . El hombre exclamó: “Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada”” (Gen 2,2223). “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne” (Gen 2,24). “Estaban los dos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello”(Gen 2, 2425).

4 . A continuación, inmediatamente después de estos versículos, comienza el capítulo 3 la narración de la primera caída del hombre y la mujer, vinculada al árbol misterioso, que ya antes había sido llamado “árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gen 2, 17). Con ello surge una situación completamente nueva, esencialmente distinta de la precedente. El árbol de la ciencia del bien y del mal es una línea divisoria entre dos situaciones originarias, de las que habla el libro del Génesis. La primera situación es la de la inocencia original, en la que el hombre (varón y hembra) se encuentran casi fuera del conocimiento del bien y del mal, hasta que no quebrantan la prohibición del Creador y no comen del fruto del árbol de la ciencia. La segunda situación, en cambio, es esa en la que el hombre, después de haber quebrantado el mandamiento del Creador por sugestión del espíritu maligno simbolizado por la serpiente, se halla, en cierto modo, dentro del conocimiento del bien y del mal. Esta segunda situación determina el estado pecaminoso del hombre, contrapuesto al estado de inocencia primitiva.

5. Aunque el texto yahvista sea muy conciso en su conjunto, basta sin embargo diferenciar y contraponer con claridad esas dos situaciones originarias. Hablamos aquí de situaciones, teniendo ante los ojos el relato que es una descripción de acontecimientos. No obstante, a través de esta descripción y de todos sus pormenores, surge la diferencia esencial entre el estado pecaminoso del hombre y el de su inocencia original (**). La teología sistemática entreverá en estas dos situaciones antitéticas dos estados diversos de la naturaleza humana: status naturae integrae (estado de naturaleza íntegra) y status naturae la lapsae (estado de naturaleza caída). Todo esto brota de ese texto “yahvista” del Gen 2 y 3, que encierra en sí la palabra más antigua de la revelación, y evidentemente tiene un significado fundamental para la teología del hombre y para la teología del cuerpo.

4. Cuando Cristo, refiriéndose al “principio”, lleva a sus interlocutores alas palabras del Gen 2, 24, les ordena, en cierto sentido, sobrepasar el límite que, en el texto yahvista del Génesis, hay entre la primera y la segunda situación del hombre. No aprueba lo que “por dureza del… corazón” permitió Moisés, y se remite a las palabras de la primera disposición divina, que en este texto está expresamente ligada al estado de inocencia original del hombre. Esto significa que esta disposición no ha perdido vigencia, aunque el hombre haya perdido su inocencia primitiva. La respuesta de Cristo es decisiva y sin equívocos. Por eso debemos sacar de ella las conclusiones normativas, que tienen un significado esencial no sólo para la ética, sino sobre todo para la teología del hombre y para la teología del cuerpo, que, como un punto particular de la antropología teológica, se establece sobre el fundamento de la palabra de Dios que se revela. …………………

Fuente: Encuentra.com

Notas:

(*) Si en el lenguaje del racionalismo del siglo XIX el término “mito” indicaba lo que no se contenía en la realidad, el producto de la imaginación, o lo que es irracional, el siglo XX ha modificado la concepción del mito.

L. Walk ve en el mito la filosofía natural, primitiva y arreligiosa; R. Otto lo considera instrumento del conocimiento religioso; para C.G. Jung, en cambio, el mito es manifestación de los arquetipos y la expresión del “inconsciente colectivo”, símbolo de los procesos interiores.

M. Eliade descubre en el mito la estructura de la realidad que es inaccesible a la investigación racional y empírica: efectivamente, el mito transforma el suceso en categoría y hace capaz de percibir la realidad transcendente; no es sólo símbolo de los procesos interiores (como afirma Jung), sino un acto autónomo y creativo del espíritu humano, mediante el cual se actúa la revelación (Cfr. Traité d”histoire des religions e Images et symboles).

Según P. Tilélich el mito es un símbolo, constituido por los elementos de la realidad para representar lo absoluto y la transcendencia del ser, a los que tiende el acto religioso.

H. Schlier subraya que el mito no conoce los hechos históricos y no tiene necesidad de ellos, en cuanto describe lo que es destino cósmico del hombre que es siempre igual.

Finalmente, el mito tiende a conocer lo que es incognoscible.

Según P. Ricoeur: “El mito es algo distinto de una explicación del mundo, de la historia y del destino; expresa, en término de mundo, hasta de otro mundo o de un segundo mundo, la comprensión que el hombre alcanza de sí mismo por relación al fundamento y al límite de su existencia (…). Expresa en un lenguaje objetivo el sentido que el hombre alcanza a partir de su dependencia con respecto a aquello que se encuentra en el límite y en el origen de su mundo” (Le Conflict des interprétation).

“El mito adámico es el mito antropológico por excelencia; Adán, quiere decir Hombre; sin embargo no todo mito sobre “el hombre primordial” es “el mito adámico”, que… es el único propiamente antropológico; por esto son designados tres trazos:

a) El mito etiológico lleva el origen del mal hasta un antepasado de la humanidad actual en el que su condición es homogénea con la nuestra (…).

b) El mito etiológico es el intento más extremo para separar el origen del bien y del mal. La intención de este mito es dar consistencia a un origen radical del mal distinto del origen más originario de la bondad de las cosas(…). Esta distinción entre radical y originario es esencial al carácter antropológico del mito adámico; esta distinción hace del hombre un comienzo del mal en el seno de una creación que ha tenido ya su comienzo absoluto en el acto creador de Dios.

c) El mito adámico subordina la figura central del hombre primordial a otras figuras que tienden a descentrar el relato, sin suprimir el primado de la figura adámica (…)

“El mito, nombrando a Adán, el hombre, explícita la universalidad concreta del mal humano; el espíritu de penitencia da en el mito adámico el símbolo de esta universalidad. Nosotros encontramos de este modo (…) la función universalizante del mito. Pero al mismo tiempo encontramos otras dos funciones, igualmente suscitadas por la experiencia penitencial (…). El mito protohistórico histórico sirve así no solamente para generalizar la experiencia de Israel a la humanidad de todos los tiempos y de todos los lugares, sino también para comunicar a ésta la gran tensión entre la condenación y la misericordia que los profetas habían enseñado a discernir en el propio destino de Israel.

“Finalmente, la última función del mito, motivada en la fe de Israel: el mito prepara la especulación explorando el punto de ruptura de lo ontológico y de lo histórico” (P. Ricoeur Finitude et culpabilité: II. Symbolique du mal).

(**) “El mismo lenguaje religioso pide la transposición de las imágenes, o mejor, modalidades simbólicas a modalidades conceptuales de expresión.

“A primera vista esta transposición puede parecer un cambio puramente extrínseco. El lenguaje simbólico parece inadecuado para emprender el camino del concepto por un motivo que es peculiar de la cultura occidental. En esta cultura el lenguaje religioso ha estado siempre condicionado por otro lenguaje, el filosófico, que es lenguaje conceptual por excelencia. Si es verdad que un vocabulario religioso es comprendido sólo en una comunidad que lo interpreta y según una tradición de interpretación, sin embargo también es verdad que no existe tradición de interpretación que no esté “mediatizada” por alguna concepción filosófica.

“He aquí que la palabra “Dios”, que en los textos bíblicos recibe un significado por la convergencia de diversos modos de narración (relatos y profecías, textos de legislación y literatura sapiencial, proverbios e himnos) vista esta convergencia, tanto como el punto de intersección, como el horizonte que se desvanece en toda y cualquier forma debió ser absorbida en el espacio conceptual, para ser reinterpretada en los términos del Absoluto filosófico como primer motor, causa primera, Actus Essendi, ser perfecto, etc. Nuestro concepto de Dios pertenece, pues, a una onto-teología, en la que se organiza toda la constelación de las palabras-clave de la semántica teológica, pero en un marco de significados dictados por la metafísica” (Paul Ricoeur, Biblical Hermeneutics).

La cuestión sobre si la reducción metafísica expresa realmente el contenido que oculta en sí el lenguaje simbólico y metafórico, es un tema aparte.

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