¿Dios castiga? – Parte 2: Objeción “Dios no castiga, nosotros nos castigamos”
Heme aquí con la segunda parte de la nueva serie sobre el castigo divino. Sí, unos dirán “Más de lo mismo…” y otros me reprocharán que anunciara esta serie hace cinco meses y ahora es que vengo a continuarla. Pero ni es más de lo mismo, ni se me ha olvidado el tema. Las verdades católicas hay que defenderlas y machacarlas a expensas de parecer monótono, sobre todo cuando son hoy tan silenciadas, y lo que es peor aún, cuando el error es predicado desde los púlpitos inclusive por sacerdotes.
En mi entrega anterior analizaba algunos de los nuevos argumentos del libro “Dios No Castiga: Edición revisada” de Alejandro Bermúdez, en el cual se presentan como grandes objeciones filosóficas lo que no son sino objeciones procedentes del paganismo y del gnosticismo que han sido bien refutadas a lo largo de los siglos desde la fe católica. Antes de continuar analizando esas objeciones voy a dedicar esta entrega a analizar la objeción más común que se escucha desde los púlpitos para afirmar que Dios no castiga, y es:
“Dios no castiga, NOSOTROS MISMOS NOS CASTIGAMOS…”
Esta forma de ver el asunto, aun bien intencionada, surge ante la dificultad de explicar al pueblo llano y a los no creyentes la verdadera doctrina católica del castigo divino, ya sea porque se la desconoce, o se la considera muy compleja, y para eso se sirve de una simplificación errónea donde se confunden la culpa y el castigo.
Por eso, cuando alguien dice “nosotros mismos nos castigamos” lo que en el fondo intenta decir es que si sufrimos un justo castigo es porque nosotros mismos nos lo hemos ocasionado, o dicho en lenguaje teológico, de nosotros procede la culpa.
Y esto último sí es cierto, de nosotros procede la culpa porque el pecado es una transgresión voluntaria de la ley de Dios, y al ser voluntaria procede de….adivinaron…de nosotros mismos. Pero aunque es correcto decir que de nosotros procede la culpa, no es cierto que de nosotros proceda el castigo. Ejemplifiquémoslo con algunos casos de la vida diaria:
– En el orden civil cuando una persona comete un crimen (por ejemplo: asesina otra persona) y es capturada por las autoridades es juzgada por un juez, y es el juez el que impone la pena o castigo. Nadie entiende en este caso que el castigo procede del propio reo a expensas de ser irrazonable. No es el reo el que dice “yo voy a pasar treinta años en la cárcel”, es el juez el que dice “te sentencio a pasar treinta años en la cárcel”. En este ejemplo se distingue claramente que si bien la culpa procede del reo, el castigo procede del juez, y no por eso se puede decir que el juez es “malo” cuando impone una pena, si esta pena es justa.
Segundo ejemplo:
– En el orden natural, cuando una persona se dedica a una vida desordenada se expone a la consecuencia natural de sus acciones. Si por ejemplo fornica y contrae una enfermedad de transmisión sexual (SIDA, etc.) o bebe y contrae una cirrosis hepática, su pena tendrá carácter de castigo y nuevamente de él ha procedido la culpa, pero la pena tampoco en este caso procede de él, sino del orden natural establecido por Dios.
Ya a partir de estos ejemplos podemos empezar a puntualizar varias cosas:
Primero, que hay distintos tipos de penas. Tenemos la pena jurídica, que es la sanción merecida por parte de la justicia divina por haber trasgredido el orden moral al pecar. Tenemos también la pena ontológica que es la consecuencia de la acción que puede a su vez afectar al pecador así como a otras personas.
Surge aquí la pregunta: ¿Cuándo la pena tiene carácter de castigo? Sólo cuando está unida a la culpa. Lo explicó el san Juan Pablo II:
“El libro de Job no desvirtúa las bases del orden moral trascendente, fundado en la justicia, como las propone toda la Revelación en la Antigua y en la Nueva Alianza. Pero, a la vez, el libro demuestra con toda claridad que los principios de este orden no se pueden aplicar de manera exclusiva y superficial. Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo.” (Juan Pablo II, Salvífici Doloris, 11)
Y a la pregunta: ¿De quién procede el castigo? Se debe responder que aunque de diversos modos, el castigo procede de Dios, que es elsupremo legislador. Por esto establece claramente la Revelación:
“Yo Yahveh soy quien castiga” (Ezequiel 7,9)
“Tú corriges a los hombres, castigando sus culpas” (Salmos 39,12)
“No rechaces, hijo mío, el castigo del Señor…” (Proverbios 3,11)
“…está escrito: Yo castigaré. Yo daré la retribución, dice el Señor” (Romanos 12,19)
“Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza; yo daré lo merecido. Y también: El Señor juzgará a su pueblo” (Hebreos 10,30)
Y esta es una verdad fundamental que forma parte del orden moral trascendente, tal como explicó san Juan Pablo II:
“Al mal moral del pecado corresponde el castigo, que garantiza el orden moral en el mismo sentido trascendente, en el que este orden es establecido por la voluntad del Creador y Supremo Legislador. De ahí deriva también una de las verdades fundamentales de la fe religiosa, basada asimismo en la Revelación: o sea queDios es un juez justo, que premia el bien y castiga el mal: « (Señor) eres justo en cuanto has hecho con nosotros, y todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Y has juzgado con justicia en todos tus juicios, en todo lo que has traído sobre nosotros … con juicio justo has traído todos estos males a causa de nuestros pecados ».(Daniel 3,27)” (Juan Pablo II, Salvífici Doloris, 10)
El papa y beato Pablo VI insistió también en lo mismo:
“Según nos enseña la Divina Revelación, las penas son consecuencia de los pecados, infligidas por la santidad y justicia divinas, y han de ser purgadas bien en este mundo, con los dolores, miserias y tristezas de esta vida y especialmente con la muerte, o bien por medio del fuego, los tormentos y las penas catharterias en la vida futura. Por ello, los fieles siempre estuvieron persuadidos de que el mal camino tenía muchas dificultades y que era áspero, espinoso y nocivo para los que andaban por él.” (Pablo VI, Constitución Apostólica Indulgentiarum Doctrina, 2)
Ejemplos se dieron muchos a lo largo del debate. Quizá el más ilustrativo es el de Zacarías, que fue castigado a quedar mudo por haber dudado de las palabras del ángel (Lucas 1,20). Queda claro por el relato del evangelio que no fue Zacarías quien decidió no hablar hasta el nacimiento de Juan Bautista, sino el ángel hablando en nombre de Dios quien emitió la sentencia del castigo que padecería. Otro ejemplo lo tenemos en el caso de Herodes, que enfermó de muerte luego de blasfemar (Hechos 12,21-23) o el de Ananías y Safira (Hechos 5,1-10) que murieron luego de intentar burlarse del Espíritu Santo. Nadie puede castigarse a sí mismo enfermándose, y está claro que ni Herodes se enfermó a propósito, ni Ananías y Safira murieron porque así lo decidieron.
La doctrina católica también enseña que así como Dios es el supremo legislador, que premia el bien y castiga el mal, también enseña que es la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Jesucristo, a quien el Padre ha conferido la potestad judicial para premiar y castigar, inclusive durante nuestra vida mortal, y no sólo en el más allá:
“El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo. En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse” (Pío XI, Encíclica Quas Primas, 13)
Hemos aclarado también muchas veces en el debate, que decir que Dios castiga no quiere decir que Dios castigue “siempre”, cosa que tampoco enseña la doctrina católica.
Algunos objetarán “pero Dios es misericordioso”, a lo que hay que responder, que Dios es justo y a la vez misericordioso. No es sólo misericordia ni sólo justicia, pues ambos son atributos de la providencia divina. Quedarse con sólo uno de esos aspectos corre el riesgo de deformar el resto, el cual es el error en que han venido cometiendo tantos sacerdotes católicos en una época donde predicar la misericordia es tan políticamente correcto, pero predicar la justicia no lo es tanto. Ya lo había anunciado el Papa Juan Pablo I cuando decía que el tema del castigo divino no gustaba, aunque fuese verdad de fe:
“Un gran obispo francés, Dupanloup, solía decir a los rectores de seminarios: Con los futuros sacerdotes sed un padre, sed una madre. Esto agrada. En cambio ante otras verdades, sentimos dificultad. Dios debe castigarme si me obstino; me sigue, me suplica que me convierta, y yo le digo: ¡no!; y así casi le obligo yo mismo a castigarme. Esto no gusta, pero es verdad de fe.” (Juan Pablo I, Audiencia 13 de Septiembre de 1978)
Otra causa de que se haya difundido este error es pensar de que al afirmar la justicia divina se puede transmitir la imagen de un Dios “castigador”, y aunque esto pueda ser comprensible no es justificable. En la Iglesia Católica no actuamos como en el protestantismo, en el que si se considera que hay un exceso en algún aspecto de la doctrina se suprime (como en el caso de las imágenes sagradas, la veneración de los santos, etc.). En la Iglesia lo que hacemos es reafirmar la sana doctrina eliminando el exceso, y por eso los Papas no han enseñado que Dios no castiga porque es misericordioso, sino que han enseñado que incluso cuando Dios castiga es misericordioso, tal como explicó el Papa Juan Pablo II:
“Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara » (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (…) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte” (San Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae, 9)
El Papa Benedicto XVI también explicó:
“Asimismo, en su condición de pecador, el hombre continúa siendo destinatario del amor de Dios, pues este amor es incondicional, y tras la caída asume el rostro de la misericordia. Incluso el castigo que Dios inflige al hombre y a la mujer hace surgir el amor misericordioso del Creador. En este sentido la descripción más precisa de la criatura humana es la de un ser en camino, homo viator. En esta peregrinación hacia la patria, el hombre está llamado a una lucha para poder elegir constantemente el bien y evitar el mal.” (Benedicto XVI, Carta Apostólica Ad perpetuam rei memoriam)
Todas las veces que he podido conversar con quienes sostienen que Dios no castiga sino que nosotros mismos nos castigamos, suelen encerrarse en el mismo razonamiento circular en el que confunden sin darse cuenta la culpa y el castigo. El error está en no entender que aunque la culpa sí procede de nosotros mismos, el castigo sí procede de Dios. En mi entrega anterior veíamos cómo Santo Tomás lo explicaba en términos más teológicos, aquí vemos como los Papas lo explican en términos más pastorales, sin embargo todos enseñan lo mismo.
El error se ha difundido grandemente también porque lo enseñan muchos sacerdotes en sus parroquias. Culpa pues de esos sacerdotes y sus superiores que no ha sabido formarse católicamente en este punto de doctrina.
Nota: Ya sé que en este post también he cometido el “pecado” de citar mucho a la Biblia y a los Papas. Nos lo reprocha a menudo Alejandro Bermúdez en su libro, que nosotros citamos mucho. Pero yo cito porque no enseño mi doctrina sino la doctrina de la Iglesia. La verdad es que si él pudiera citar aunque sea sólo un Papa enseñando lo que él enseña ya lo hubiese hecho, pero no lo hace porque no existe. En cambio recurre a lo que él llama la “razón teológica”, que no es más que los mismos argumentos que ya San Ireneo refutaba en el siglo III en su manual Contra todas las herejías. Véase por ejemplo, lo que dice en el libro III, 25, 2-3 y se verá que los argumentos que utiliza Alejandro hoy, los utilizaba un hereje de nombre Marción, líder de la secta del gnosticismo. Allí está el texto para que lo comprueben ustedes mismos. Los errores nunca mueren, vuelven una y otra vez con distinto rostro, y por eso es de lamentar tanto que haya infectado a un comunicador católico de la trayectoria y posición de Alejandro Bermúdez. El daño que puede causar con su libro, por el simple poder difusión que tiene, es enorme.
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