En un artículo anterior hice un breve resumen del enfoque sobre el ecumenismo que la Iglesia Católica ha tenido antes y después del Concilio Vaticano II. Como ya dije, reitero que estoy a favor de un genuino ecumenismo tal como enseña el Magisterio en sus distintos documentos, desde la encíclica de Pio XI, Mortalium Ánimos, pasando por el Decreto del Concilio Vaticano II “Unitatis Redintegratio” y el desarrollo que siguió con los documentos relacionados con el ecumenismo por Juan Pablo II como Reconciliato Et Paenitentia (Sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy), Ut Unum Sint (Sobre el empeño ecuménico).
Sin embargo, no puedo dejar de observar lo que considero errores en la praxis ecuménica que considero importante mencionar, aunque eso implique alguna crítica a los recientes pontificados incluido el actual. Trataré de ser lo más respetuoso posible y que mi crítica siempre sea constructiva.
Estoy consciente que esto me expone a “fuego amigo” de parte de muchos católicos que confunden defender la fe católica con defender todo lo que Papa reinante diga o haga, incluso en materias opinables y ven mal que se discrepe incluso buscando el bien de la Iglesia. Pero lo cierto es que no somos una “secta” donde todo lo que dice el líder es inobjetable y los adeptos se lanzan como hienas a despedazar a todo el que se atreva a contradecirle.
Dicho esto, comienzo a enumerar lo que considero errores en la praxis ecuménica actual:
1.- Comprender la apologética y el ecumenismo como excluyentes
El auge en el empeño ecuménico nos ha hecho dejar en segundo plano la importancia de la apologética, la cual la jerarquía eclesiástica considera en su mayor parte un intento de resolver las diferencias por medio de conflictos y discusiones.
Un ejemplo lo tenemos en los recientes discursos del Papa Francisco, quien parece estar de acuerdo con este punto de vista, pues las pocas veces que ha hecho alusión a la apologética ha sido para desalentarla. En una homilía del 25 de Enero del 2015 afirmó que: “Muchas controversias entre los cristianos, heredadas del pasado, pueden superarse dejando de lado cualquier actitud polémica o apologética, y tratando de comprender juntos en profundidad lo que nos une, es decir, la llamada a participar en el misterio del amor del Padre, revelado por el Hijo a través del Espíritu Santo”.
Más adelante agregó que “la unidad de los cristianos–estamos convencidos– no será el resultado de refinadas discusiones teóricas, en las que cada uno tratará de convencer al otro del fundamento de las propias opiniones.”
En defensa de esas palabras se puede decir que el Papa no está diciendo que hay que dejar de lado la apologética para resolver “todas” sino “muchas” de las controversias, y que es cierto que solamente con el diálogo y nuestros propios esfuerzos no vamos a restaurar la unidad de los cristianos, porque es ciertamente un don divino.
Pero es que tampoco eso lo pretende la apologética. La apologética busca acompañar la transmisión de la fe cristiana, permitiendo al evangelizador “estar siempre dispuesto a dar respuesta a todo el que le pida razón de su propia fe” (1 Pedro 3,15-16). De esta manera no solo nos permite conocer y profundizar en el fundamento de nuestra fe, sino también transmitirla de manera eficaz a los no creyentes, participando y cumpliendo la gran comisión de nuestro Señor.
Dicho de modo breve: con apologética no vamos a resolver todos los problemas en la Iglesia, pero sin ella mucho menos.
El Papa Juan Pablo II parecía que sí tenía más clara la necesidad de la apologética, pero aun así sus palabras cayeron en el olvido y los obispos, por lo menos en su gran mayoría, no tomaron planes ni acciones permanentes al respecto.
Recuerdo en especial dos discursos del Santo Padre, uno en Octubre de 1999 y otro en Mayo del 2002. En ambos resaltó la importancia de revitalizar una nueva apologética:
“En un mundo donde las personas están sometidas a la continua presión cultural e ideológica de los medios de comunicación social y a la actitud agresivamente anticatólica de muchas sectas, es esencial que los católicos conozcan lo que enseña la Iglesia, comprendan esa enseñanza y experimenten su fuerza liberadora. Sin esa comprensión faltará la energía espiritual necesaria para la vida cristiana y para la obra de evangelización.”[1]
“En otras palabras, hace falta una nueva apologética, que responda a las exigencias actuales y tenga presente que nuestra tarea no consiste en imponer nuestras razones, sino en conquistar almas, y que no debemos entrar en discusiones ideológicas, sino defender y promover el Evangelio. Este tipo de apologética necesita una «gramática» común con quienes ven las cosas de forma diversa y no comparten nuestras afirmaciones, para no hablar lenguajes diferentes, aunque utilicemos el mismo idioma.”[2]
El Papa en ese entonces tenía claro que esta apologética debía tener ciertas características esenciales para lograr su objetivo, que involucraba tener empatía para con los hermanos separados pero sin caer en una interpretación sentimental del amor separada de la verdad:
“Esta nueva apologética también tendrá que estar animada por un espíritu de mansedumbre, la humildad compasiva que comprende las preocupaciones y los interrogantes de los demás, y no se apresura a ver en ellos mala voluntad o mala fe. Al mismo tiempo, no ha de ceder a una interpretación sentimental del amor y de la compasión de Cristo separada de la verdad, sino que insistirá en que el amor y la compasión verdaderos plantean exigencias radicales, precisamente porque son inseparables de la verdad, que es lo único que nos hace libres (cf. Jn 8, 32)”[3].
2.- Inacción ante el fenómeno sectario
Por otro lado, desde mi perspectiva, casi pareciera que la jerarquía católica considera al protestantismo como si estuviese representado sólo por el luteranismo, y en lo que se suele llamar esta “era ecuménica” ha descuidado no sólo la apologética hacia afuera sino la apologética hacia adentro.
Los fieles católicos no son formados para conocer el fundamento de su fe católica y poder defenderla eficazmente ante las objeciones de los protestantes. Si juntamos eso en un coctel explosivo donde les motivamos a asistir a encuentros ecuménicos en los que “comparten” con nuestros hermanos su fe, el resultado no es una mayor unidad e integración, sino el abandono de la fe católica para comenzar a formar parte de las comunidades protestantes.
A las pruebas me remito, pues un reciente informe de Latinobarómetro, revela que desde 1995 hasta el 2013 la Iglesia Católica ha perdido fieles en casi todos los países de Latinoamérica, pasando del 80 al 67 por ciento de la población. El mismo informe resalta el crecimiento paralelo de la población protestante que se identifica como “cristiana evangélica”. La relación proporcional entre el aumento de protestantes evangélicos y la reducción en el número de católicos solo puede significar que cada vez más católicos se hacen protestantes.
En total, el catolicismo ha perdido 13 puntos porcentuales en cuanto a creyentes en todo el continente, pasando de un 80 por ciento de la población en 1995 a un 67 por ciento en 2013. Aunque sigue siendo la religión con mayor número de seguidores en esos países la tendencia a la baja es constante y se ha ido acentuando.
En algunos países el descenso incluso es superior, como Nicaragua y Honduras, donde pierde una presencia cercana al 30 por ciento. También hay descensos significativos, del 20 al 15 por ciento, en Costa Rica, Uruguay, Chile, Panamá y Brasil.
Si se observa el problema globalmente, según las propias estadísticas oficiales de la Iglesia Católica que recoge el CARA, aunque la población a nivel mundial pasó de 653,6 a 1.229 millones, ha descendido 1% porcentualmente, y el descenso hubiese sido mayor si el abandono masivo de la fe católica que sufrió en los continentes de América y Europa no lo hubiese compensado el incremento que ocurrió en Asia y África, continentes de la esperanza que de seguir el mismo enfoque terminarán por sufrir el mismo destino.
Es un fenómeno que he observado con mis propios ojos, pues a unas cuadras de mi casa se encuentra una comunidad católica que se hizo protestante a raíz de estos encuentros ecuménicos en donde había una ausencia total de formación apologética por parte de los fieles. Hoy día se llama “Iglesia Evangélica, El amor de Dios”, y una de las feligreses anteriormente católica es actualmente “la pastora”.
3.- Promoción objetiva del indiferentismo religioso
Aunque no sea esa su intención, muchas afirmaciones y acciones de la jerarquía católica, fomentan objetivamente en muchos fieles la impresión de que no es esencial ser católico, sino que puede ser igual de bueno permanecer como protestante.
Tomemos por ejemplo, el acto donde el Papa Francisco recibió un conjunto de Luteranos, en el que se colocó en la sala una estatua de Lutero junto con la que incluso se tomó diversas fotografías. Aunque puede entenderse como un gesto ecuménico “diplomático” que busca simpatizar con los hermanos luteranos que iba a recibir, más allá de eso, colocar un busto de alguien implica presentarle en algún sentido como un “modelo”. No hacemos bustos de Hitler ni de Stalin, los hacemos de gente digna de ser admirada e imitada. Si a eso sumamos los elogios políticamente correctos que cada vez se hacen más frecuentes, se forma un coctel que aunque no lo pretenda, disipa de la mente de los católicos la gravedad de los actos que cometió y la importancia esencial de pertenecer unido a única Iglesia fundada por Cristo.
Y es que, si alguien puede maldecir e insultar al Papa y a los obispos con los adjetivos más soeces, identificar a la Iglesia Católica como la “Prostituta de Babilonia”, abolir la misa, negar los dogmas, perseguir católicos y protestantes, provocar e incentivar una masacre de cien mil campesinos, ser un furibundo antisemita, y aún así ser un “testigo del evangelio”, poca diferencia puede hacer ser católico o protestante.
Después de todo, “testigo” es aquel que “es capaz de dar fe de un acontecimiento por tener conocimiento del mismo” (RAE). ¿Estamos acaso admitiendo que Lutero tenía un conocimiento fidedigno y acertado del evangelio?
Estoy de acuerdo en poner todo el empeño en olvidar y superar los desacuerdos del pasado y buscar la unidad con nuestros hermanos luteranos, pero pienso que debemos hacerlo, no reivindicando a Lutero, sino dejándolo atrás. Nunca recreando imágenes fantásticas y alejadas de la realidad de quien realmente fue y se convirtió.
Pondré un ejemplo de este tipo de “blanqueamiento” alejado de la realidad que cada vez abunda con más frecuencia en la alta jerarquía católica:
Recientemente el cardenal Koch, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, publicó un artículo en L’Osservatore Romano por el que fue públicamente felicitado por el Papa Francisco, en donde hace afirmaciones bastante discutibles que analizaré a continuación. Dice:
“Él [Lutero] no quería en absoluto romper con la Iglesia Católica y fundar una iglesia nueva, pero tenía en mente la renovación de toda la cristiandad en el espíritu del Evangelio”
He aquí un ejemplo de una afirmación equívoca. No me refiero a admitir la posibilidad de que Lutero, aún estando equivocado, tuvo “recta intención”, que como ya expliqué en una ocasión es posible dado que sólo Dios ve el fuero interno de cada persona. Me refiero a la afirmación de tener en mente la renovación de toda la cristiandad en el “espíritu del Evangelio”.
Que Lutero buscaba una renovación de la Iglesia a su manera, no lo discuto, pero que era en el espíritu del Evangelio es imposible admitirlo sin matizar que era en lo que él consideraba “espíritu del Evangelio” sin serlo realmente.
A los hechos me remito: Lutero tuvo y aprovechó la oportunidad de “reformar” la religión cristiana a la medida de su comprensión del “espíritu del Evangelio” y lo que surgió de allí fue el protestantismo tal como lo conocemos: una religión que aunque con elementos de verdad heredados de la Iglesia Católica, niega la autoridad del Papa y de la Iglesia y la ha sustituido por la libre interpretación de la Biblia, niega un número no pequeño de dogmas de fe católica y ha abolido la Santa Misa.
En lo que fracasó Lutero —y gracias a Dios— fue en imponer su visión del “espíritu del Evangelio” a toda la cristiandad, pero donde logró hacerlo a sus anchas, sin oposición, no produjo ninguna verdadera renovación sino caos y divisiones, lo que demuestra que su doctrina no era el evangelio verdadero, sino uno distorsionado.
No tiene sentido entonces llamarle “testigo del Evangelio”, ya que de ser así, tendríamos que conceder el calificativo a prácticamente todos los herejes que ocasionaron cismas y divisiones y que probablemente también tenían “buena” intención.
El Cardenal Kock también afirma que Lutero habría encontrado en el Concilio Vaticano II “su concilio”, cosa que nuevamente es difícil de conciliar con la realidad. El Concilio Vaticano II reafirmó la doctrina católica en dogmas que Lutero rechazaba radicalmente.
¿De verdad se puede creer que Lutero iba a aceptar una Constitución Dogmática como la Lumen Gentium que reafirma la constitución jerárquica de la Iglesia y el Papado, o la Dei Verbum que acepta la Sagrada Tradición como forma de transmisión de la Revelación? ¿La Gaudium Et Spes tal vez? Si somos honestos, aun admitiendo lo bueno que pudo haber existido en Lutero, basta conocer un poco sus obras y sus enseñanzas para saber que él sólamente estaba dispuesto a aceptar la autoridad de la Iglesia y los concilios si estaban de acuerdo con su particular comprensión de la Biblia. Por lo tanto, este tipo de declaraciones, aun cuando vengan del Presidente del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, sólo se puede comprender como expresiones “políticamente correctas” pero completa y absolutamente alejadas de la realidad.
A donde vamos…
Mientras tanto la situación de la Iglesia se agrava cada día.
He trabajado en empresas toda mi vida y si algo he podido aprender, es que los indicadores reflejan el éxito o fracaso de una gestión. Las cifras que evidencian una deserción masiva a la religión católica demuestran de manera inequívoca que algo estamos haciendo mal. Muchas pueden ser las causas, yo sólo señalo algunas de las que considero han contribuido a acelerar la debacle.
Otra cosa que aprendí en el mundo empresarial es que si seguimos haciendo las cosas de la misma manera, no podemos esperar obtener diferentes resultados, y si insistimos en tomar una medicina que ha probado ser ineficaz no vamos a curar ninguna enfermedad. Una “euforia” ecuménica donde se descuidan otros aspectos importantes en la pastoral y formación del pueblo católico no va a disminuir esta sangría que va en detrimento su bien espiritual y que hace que el número de protestantes aumente, nutriendo sus filas del pueblo católico, mientras nosotros muy contentos posamos sonrientes para la foto.
Autor: José Miguel Arráiz
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