Un convertido llega a conclusiones muy edificantes…
Primeramente una Breve Biografía
No soy teólogo ni filósofo. ¿Qué hago entonces escribiendo una nota sobre la Iglesia Católica? La respuesta la encuentro en una experiencia que no es muy común que digamos: crecí en una familia de Testigos de Jehová y mi vida fue afectada por muchos años de adoctrinamiento jehovista y por las demandas extremas que esa religión pone sobre sus creyentes. Por una especial gracia de Dios un día acepté la religión Católica y tuve ocasión de defender la fe recientemente adquirida y de dar aviso a otros sobre las consecuencias de prestar atención a cultos religiosos extremistas.
Volviendo al tiempo en el que me separé de los Testigos de Jehová, recuerdo una conversación que tuve con uno de los ‘ancianos’. Por ese entonces yo había presenciado involuntariamente cierto hecho escandaloso. La manera en que los ’ancianos’ de la congregación se ocuparon de este asunto fue mas bien inapropiada. Al ver esto fue tal mi indignación que prontamente cesé de asociarme con los Testigos.
Al tiempo uno de los ’ancianos’ vino a visitarme. Dijo que le preocupaba mi ausencia. El escándalo pasado vino a la conversación y el hombre no pudo encontrar ningún argumento, bíblico o de otra clase, que justificara las acciones de sus pares. Entonces me dijo: “ Dios en su sabiduría nos permite ser obedientes a una organización imperfecta de tal modo que nuestra fe se hace perfecta por medio de obedecer a hombres imperfectos”.
Le contesté: “Buen argumento. El único problema con él es que, si es certero, debiéramos todos ser católicos. Porque la Iglesia Católica es la organización imperfecta que estaba históricamente primero y debiéramos habernos adherido a ella sin falta”. Esto era un simple contraargumento. En esos tiempos ni se me ocurría que algún día yo pudiera llegar a ser católico.
El anciano no podía creer lo que estaba escuchando y respondió: “Ya te estás expresando como un apóstata”. Pocos minutos después se retiró. Nunca lo volví a ver. Siete años más tarde me convertí al catolicismo. Me tomó un largo tiempo el darme cuenta de la importancia de esa conversación.
Un Desafío a un Artículo Fundamental de la Fe
Nosotros los católicos profesamos nuestra fe en “Una, Santa, Iglesia Católica…”. El significado de la frase es más bien obvio para todo cristiano católico. Estoy seguro de que se podría escribir un largo tratado sobre las implicaciones de esta corta frase. No es mi intención hacer eso. Uno no tiene que estudiar mucha historia para darse cuenta que la Iglesia ha durado ya veinte siglos a pesar de sus humildes orígenes. Uno no puede negar que la Iglesia es ‘una’ a pesar de haber sido puesta en peligro por presiones externas o por las luchas internas por el poder. Del mismo modo la universalidad implícita en la palabra ‘católica’ es todavía evidente; la Iglesia está activa en todo el mundo desde la China hasta América y es el hogar espiritual de hombres y mujeres de todas clases.
Una y Católica son cosas fáciles de aceptar. Es la palabra ‘santa’ que la gente de nuestro tiempo encuentra problemática. Para algunos ese adjetivo es causa de incomodidad.
Existe una larga lista de gente con quejas justificadas e injustificadas contra la Iglesia. Tenemos, es cierto, el lamentable registro de ciertas épocas pasadas. Dolorosos errores que hasta el Concilio Vaticano II ha tenido que admitir. Recientemente hasta el Papa, S. S. Juan Pablo II ha pedido perdón públicamente delante del mundo entero por las faltas de la Iglesia. La historia de la Iglesia está tan llena de estos hechos vergonzosos que algunos de sus enemigos no tienen empacho en identificarla con la mujer vestida de escarlata que se describe en la Revelación a San Juan. Nosotros los católicos por supuesto no estamos de acuerdo con tal cosa, pero de todas maneras eso nos da una idea de la resistencia que la Iglesia puede encontrar en el mundo de hoy.
La “Una Iglesia Católica” es frecuentemente un obstáculo para muchos que quisieran creer que en algún lado existe una santa iglesia de Cristo. Algunos declaran que es un tropiezo por su larga historia de conflictos internos y porque ha pecado por comisión y omisión, a veces contra los mismos a quienes se supone que debe proteger, sostener y abrigar.
Hay muy pocos argumentos que se puedan usar contra este tipo de razonamiento. Mi problema con esta postura es su mismo origen. Detrás de la triste letanía de acusaciones hay siempre un buen grado de amargo rencor. Una amargura que se puede comparar con la amargura del amante que ha sido engañado por su amada. No hay esperanza para esta alma en hiel porque ya no es posible ver de nuevo la inocencia original en el rostro del ser querido. “¡Ah si todo pudiera volver a ser como en los primeros días!” Se queja.
El asunto de la santidad requiere entonces una mejor comprensión. Dicho simplemente creemos que la Iglesia es santa no porque todos sus miembros sean seres humanos perfectos que viven en absoluta santidad. Lo que creemos es que Dios puede hacer a una persona santa sin importar cual fuera la condición original de esa persona. Creemos que puede repetir esta operación día tras día… Al formar una Iglesia de gente imperfecta y pecadora Dios hace evidente la curiosa paradoja de Su santidad morando en medio de la mas ostensible imperfección. Esto es lo que los católicos llamamos gracia, la habilidad de Dios de formar un vaso perfecto con el barro del que estamos hechos. En cierta forma la Iglesia nos recuerda esta paradoja de la gracia: no somos llamados porque somos mejores que el resto de los hombres. Somos llamados porque no somos mejores y por lo tanto nuestra presencia en la Iglesia realza y hace evidente la gracia de Dios.
Cuando Jesús estuvo en la tierra fue duramente condenado por aquellos que podían ver en El los elementos de la santidad, los milagros y la justa y recta vida que Jesús llevó. ¿Por qué? Esas gentes no veían que Jesús juzgara en justicia. El aspecto judicial de la santidad brillaba por su ausencia en este nuevo profeta, Jesús. Para hacer el asunto aún más escandaloso Jesús parecía disfrutar la compañía de aquellos condenados por la sociedad de aquel tiempo. Jesús atraía a los pecadores y los iniciaba en los caminos de la santidad. En cierta forma podemos decir que es esa mismísima característica de la personalidad de Jesús la que hace que El nos atraiga tanto en los Evangelios. No creo que lo respetaríamos más si El hubiera sido un juez implacable que trajera castigo divino sobre los pecadores de Su tiempo.
Para explicar este punto me gustaría usar, tomándome algunas libertades, una parte bien conocida del Evangelio de San Juan. Cuando la muchedumbre trae a la mujer adúltera delante de Cristo y declara: “¡Moisés nos dijo que apedreáramos a mujeres como ésta!”
Imaginemos (es solamente un ejemplo) que la mujer representa a la Iglesia y que la muchedumbre representa a aquellos que condenan la Iglesia. Jesús admite el hecho de que la Ley condena el adulterio en términos muy estrictos. Sin embargo Jesús decide enfocar la atención de la multitud en algo que todos los presentes tienen en común delante de Jesús: el pecado.
La invitación de Jesús a inspeccionarse y practicar un poco de examen introspectivo tiene un extraño resultado. Todos se van dejando al Maestro y a la mujer solos. Después de un tiempo Jesús pronuncia Su juicio: “Yo tampoco te condeno. Ve en paz y ya no peques.” El tiene la autoridad de hacer eso porque El es mayor que Moisés y elige apuntar al papel que la gracia divina tiene en resolver el problema del pecado humano.
Ambos, la Iglesia y sus acusadores tienen en común el elemento del pecado. Es Jesús el que pone el pecado en evidencia y graciosamente lo perdona.
Los Sacramentos Hacen Santa a la Iglesia
Evidentemente la Iglesia no está representada por la adúltera. Hemos usado eso como un ejemplo para ilustrar cómo Jesús trata con el pecado. Hay una gran diferencia entre la adúltera y la Iglesia y es que la misión de la Iglesia es una misión santa. La Iglesia es un receptáculo imperfecto que contiene un número de elementos santos. Estos santos elementos es lo que llamamos los Sacramentos.
Si los Sacramentos estuvieran ausentes de la Iglesia no habría nada que justificara la existencia de la Iglesia. Si los Sacramentos no tuvieran una Iglesia dónde morar… es difícil imaginar cómo pudieran ser adecuadamente honrados y preservados. Los Sacramentos son lo que hace que la Iglesia sea un vehículo santo. Por eso es que el Cristianismo no puede ser una mera filosofía de vida que los hombres eligen para guiarse sin asociarse jamás con la Iglesia.
Cuando alguien insiste en condenar amargamente las obvias imperfecciones de la Iglesia, ésa misma amargura revela la clase de orgullo que solamente puede abrigar alguien que se cree más justo que los demás. Esa modalidad de creerse mejor y con derecho a condenar no acepta y no cree necesitar el consuelo de los Sacramentos. Cualquiera puede acusar y criticar… pero ¿quién puede edificar en amor?
¿Debiéramos entonces aceptar todo tal cual es y aceptarlo pasivamente? Quizás pudiéramos tener un papel más activo en la lucha entre el pecado y la santidad. Debemos recordar que también nosotros somos parte integral de la Iglesia. Si permitimos que Dios aumente nuestra santidad por extensión estaremos ayudando a aumentar la santidad dentro de la Iglesia. Es digno de destacar que han surgido santos en muchas de las épocas en que la jerarquía eclesiástica pareciera haber perdido el rumbo de la fe. Es cierto que no somos una Iglesia compuesta exclusivamente de santos pero podemos dar testimonio de que Dios en su gracia le da a la Iglesia el regalo de Su santidad si hacemos lugar para ella en nuestra propia vida.
Autor: Carlos Caso-Rosendi
Fuente: Apologetica.org