–A ver por dónde seguimos ahora… Ay, madre.
–Tranquilo. La verdad debe ser afirmada con paz, alegría y fortaleza. Y con paciencia.
Una breve evocación de la historia de la Iglesia en su último medio siglonos ayudará a entender mejor la posición de Mons. Lefebvre, de la FSSPX y de aquellos que hoy están más o menos de acuerdo con ellos.
El sagrado Concilio Vaticano II, convocado por el Beato Juan XXIII, fue una inmensa gracia de Dios para su Iglesia (1962-1965), como todos los Concilios anteriores. En él Nuestro Señor Jesucristo reunió en asamblea eclesial a 2.500 Padres. Fué con gran diferencia el Concilio más numeroso de la historia. Y partiendo de los Concilios anteriores, muchos de ellos dogmáticos, trató con una finalidad predominantemente pastoral y renovadora las grandes realidades de la Iglesia católica.
Es bien sabido que había entre los Padres conciliares, como en tantos otros Concilios anteriores, tendencias doctrinales y pastorales fuertemente contrapuestas. El grupo liberal, conducido por algunos Cardenales, como Bea, Alfrink, Willebrands, estaba apoyado principalmente por Obispos centroeuropeos y franceses. Y del otro lado, el grupo tradicional, dirigido por Cardenales como Siri y Ottaviani y por el Coetus internationalis Patrum, presidido por el Arzobispo Lefebvre, tenía el apoyo de Italia, España e Hispanoamérica, así como de no pocas Iglesias de reciente nacimiento. El primer grupo era minoritario, pero sumamente organizado y apoyado por teólogos progresistas de renombre y por la prensa mundial. El segundo, poco organizado y mucho menos eficiente en los medios, pero sumamente lúcido y valiente, consiguió sin embargo el apoyo de la mayoría de los Padres. Y en algunos casos fue el Papa Pablo VI el que, con intervenciones personales, «confirmó en la fe» a sus hermanos. Demos gracias a Dios.
El Concilio se promulga finalmente con un gran acuerdo de los Padres. Todos los documentos, incluso los más discutidos, como el de la libertad religiosa, son firmados por la Asamblea conciliar, también por Mons. Lefebvre, con unanimidad casi total. Es evidente que todos los Padres conciliares están convencidos de que el XXI Concilio ecuménico guarda plena fidelidad y continuidad con la doctrina de los XX Concilios anteriores. No lo hubieran firmado si no lo creyeran así. Y todos saben bien que si la enseñanza conciliar en alguna cuestión concreta diera lugar a una interpretación dudosa, ésta habrá de dilucidarse ateniéndose siempre a las enseñanzas ya anteriormente establecidas con mayor claridad y firmeza por la Santa Madre Iglesia. Hago notar también que los Padres aprobaron unánimes las enseñanzas del Vaticano II, no las falsificaciones doctrinales que en seguida se difundirían en su nombre.
Conviene tener en cuenta, por otra parte, que en la historia de la Iglesia el Concilio Vaticano II es el único que ha producido como documento final un grueso libro de 700 o 1.000 páginas. Y en un escrito tan sumamente largo no faltan ciertos textos nacidos como resultantes de fuerzas conciliares duramente contrapuestas. Esta circunstancia real, y el uso de un lenguaje a veces más literario y retórico que teológico y preciso, da lugar a algunas expresiones confusas, imprecisas e incluso falsas, si se toman en su literalidad y fuera de contexto –lo que no debe hacerse– (Reforma o apostasía 24), y que necesitan ser aclaradas en actos posteriores del Magisterio apostólico, como así ha sucedido, concretamente en discursos pontificios y Encíclicas postconciliares. En seguida vuelvo sobre esto.
La falsificación de las doctrinas del Vaticano II comenzó durante su misma celebración, y se multiplicó grandemente en el postconcilio. La minoría liberal aludida, a través de muchos teólogos progresistas y con la complicidad de casi toda la prensa mundial, difundieron durante el Concilio y aún más después de él una versión neo-modernista de los documentos conciliares, que muchos católicos –sin haber leído los textos conciliares o habiéndolos leído– recibieron como la auténtica doctrina conciliar. De hecho, teólogos como Küng y Schillebeeckx, teniéndose a sí mismos por los teólogos realmente fieles al Vaticano II, difundieron en su nombre no pocas herejías.
El error radical de Mons. Lefebvre y de sus seguidores fue acusar al Concilio Ecuménico Vaticano II y a los Papas que le siguieron como causantes principales del resurgimiento muy fuerte, sobre todo en el Occidente descristianizado, de un neomodernismo extremo, que difunde en el pueblo cristiano justamente lo contrario de lo que el Concilio ha enseñado: «Roma ha roto con la Tradición, ha caído en la herejía y en la apostasía»…
Es cierto que los errores y horrores habidos dentro de la Iglesia después del Concilio, sobre todo en el Occidente descristianizado, fueron y son innumerables. Muchos de ellos han sido señalados y combatidos en este mismo blog Reforma o apostasía, todavía inacabado. Señalo a continuación entre paréntesis el número de algunos artículos de este blog.
En los decenios postconciliares, y hasta hoy, muchas verdades fundamentales de la fe se vieron frecuentemente negadas o silenciadas (22-23), como la soteriología, salvación-condenación (08-09), la existencia del demonio (16-17), la gran batalla permanente entre el Reino y el mundo (19-21). Por aquellos años la Revolución sexual hizo estragos no solo en el mundo, sino también en el pueblo cristiano. La gran encíclica Humanæ vitæ se vió en 1968 ampliamente resistida, incluso por algunas Conferencias episcopales. Disminuyó bruscamente la natalidad al generalizarse el uso de los métodos anticonceptivos. Se multiplicaron las secularizaciones de sacerdotes y religiosos, y disminuyeron también bruscamente las vocaciones sacerdotales y religiosas, hasta casi desaparecer en algunas Iglesia locales. Cesó en gran medida la acción apostólica y la evangelización en las misiones (13). Se difundieron innumerables doctrinas heréticas o gravemente desviadas (39, 51-65, 76-79). Fueron pocos los teólogos ortodoxos que las combatieron (42-43), y al mismo tiempo el ejercicio de la Autoridad apostólica se hizo débil en no pocas Iglesias (40-41): las reprobaciones de los errores heréticos y de los abusos sacrílegos fueron a veces lamentablemente tardías (45-47), y el lenguaje católico se fue haciendo oscuro y débil (24-32). Nacieron, como nuevas herejías, formas extremas de feminismo, de liberacionismo y de un indigenismo a veces acentuadamente nacionalista (49-50). El desprecio luterano por la Ley eclesiástica se hizo mentalidad a veces predominante en pastores y laicos (80-94). Disminuyó en gran medida la enseñanza de la doctrina política de la Iglesia (95-125), concretamente aquella doctrina antiliberal que, por ejemplo, el Cardenal Pie difundió con lucidez (33-38), y que fue sustituida en buena parte de Pastores, teólogos y laicos por una mentalidad liberal secularista, que eliminó casi totalmente la actividad política de los católicos (95-125).
Podemos afirmar, pues, con la seguridad de la fe que, ante tantas degradaciones de la fe y de la vida cristiana, el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, renovador de la faz de la tierra, clama hoy en el corazón de muchos católicos ¡reforma o apostasía! (01-07). Todo esto es cierto.
Pero acusar al Concilio Vaticano II de esos enormes males es una gran falsedad, una calumnia, y es una ofensa al Espíritu Santo, que asistió con su luz y su gracia al Papa y a los 2.500 Padres conciliares, como había ayudado en los XX Concilios anteriores. Muchas veces es falso el adagio post hoc, ergo propter hoc: esto ha sucedido después de aquello, luego aquello escausa de esto.
La apostasía del Occidente rico se inicia mucho antes del Vaticano II, con el Renacimiento, el protestantismo, la Ilustración, el liberalismo, la Revolución francesa, la masonería, el catolicismo liberal, el modernismo, el comunismo, la revolución sexual, mayo de 1968, y se acentúa fuertemente cuando las naciones de Occidente, habiendo alcanzado una prosperidad y riqueza estables, y ya en gran parte recuperadas de los enormes estragos producidos por la II Guerra Mundial, deciden «adorar a la criatura, en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,25). Y al paso de los años, esta apostasía secularista se difunde más o menos por las otras Iglesias hermanas del mundo.
Ya desde entonces se inicia el derrumbe de no pocas Iglesias del Occidente rico. La inmensa mayoría de los bautizados se mantienen lejos de la Eucaristía, lejos, pues, de Cristo y de la Iglesia. Ya la gran mayoría de los matrimonios católicos admite la anticoncepción sin problemas de conciencia, y la practica siempre que lo estima conveniente. Ya en estas naciones apenas hay vocaciones. Ya los pensamientos y caminos del mundo son los pensamientos y caminos de la mayor parte de los bautizados. Todos éstos son datos ciertos, objetivos, comprobables. Pero atribuir al Concilio Vaticano II este arruinamiento tan grave de la Iglesia en Occidente es un enorme error.
Los errores modernos de los últimos cincuenta años no se han derivado de los textos conciliares. Miren, por ejemplo, los errores reprobados por la Congregación de la Fe mediante severas Notificaciones –Küng, Schillebeeckx, De Mello, Vidal, Haight, Sobrino, etc.– y nunca hallarán fundamento para ellos en textos del Vaticano II. Éstos y tantos otros maestros del error se autocalifican con desvergüenza como los teólogos verdaderamente fieles «al Concilio»; pero curiosamente no lo citan nunca: se atienen al «espíritu del Concilio», que no está «editado» todavía, y que consiste solo en sus propias ideas. Por el contrario, los escritores católicos tradicionales, es decir, los católicos, no hemos cesado de citar miles de veces durante medio siglo los textos del Vaticano II y las encíclicas de los Papas postconciliares.
La hermenéutica de la continuidad tradicional de la doctrina católica viene a ser un tema central de la predicación de Benedicto XVI desde el comienzo mismo de su pontificado (22-XII-2005, 26-V-2009). Y en ella había ya insistido Juan Pablo II, concretamente en la ocasión muy grave del motu proprio Ecclesia Dei (2-VII-1988).
Es preciso «llamar la atención de los teólogos y otros expertos en ciencias eclesiásticas, para que también se sientan interpelados» en orden a «un nuevo empeño de profundización, en el que se clarifique plenamente la continuidad del Concilio [Vaticano II] con la Tradición, sobre todo en los puntos doctrinales que, quizá por su novedad, aún no han sido bien comprendidos por algunos sectores de la Iglesia» (n.5,b).
Credo in Ecclesiam. La Iglesia católica, la que permanece en plena comunión con sus Obispos y el Papa, guarda siempre la verdad y los medios de santificación. No es preciso distanciarse de la unidad de la Iglesia con actos cismáticos para reafirmar las verdades católicas y combatir los errores y abusos que en ella puedan darse, pues Ella misma tiene poder en el Espíritu Santo para vencerlos. Muy al contrario sucede fuera de la Iglesia católica: los errores monofisitas, por ejemplo, del abad Eutiques (+454) pueden perpetuarse durante siglos, hasta hoy, en confesiones cristianas separadas de Roma. Pero eso no puede suceder en la Iglesia católica, porque ella es «la Iglesia del Dios vivo, la columna y el fundamento de la verdad» (1Tim 3,15). Podrá quizá tardar la Iglesia un tiempo largo o corto en vencer errores y abusos –el arrianismo, la simonía–, pero siempre, auxiliada por Cristo, su Esposo, acaba por vencerlos. Podrá guardar silencios alarmantemente prolongados –como hoy, por ejemplo, sobre la doctrina política católica (97-98, 100-105)–; pero ya el Señor de la historia le dará palabras cuando Él lo quiera. Oremos y esperemos con paciencia. La Iglesia enseña cuando habla, no cuando calla.
En el tiempo postconciliar los errores doctrinales y los abusos disciplinares, morales y litúrgicos han sido denunciados desde dentro de la Iglesia católica, aunque no tanto, ciertamente, como fuera de desear. Hacer una lista de nombres para demostrar lo que digo resulta prácticamente imposible; pero citaré solo algunos ejemplos, los primeros que me vienen a la mente. Autores laicos, como Von Hildebrand, Maritain al final de su vida, Francisco Canals, Messori, Weigel, Ricardo de la Cierva, Woods, han dado con gran fuerza testimonio de la verdad, frente a herejías y abusos: y nunca faltarán a la Iglesia hombres como ellos. También han hecho lo mismo Obispos y teólogos como Siri, Ottaviani, González Martín, Fabro, Mondin y tantos más: y nunca faltarán a la Iglesia hombres como ellos. Incluso teólogos católicos, que en algunas cuestiones se habían mostrado anteriormente próximos a tesis progresistas, como el P. Henry de Lubac, S. J., ya estaban dando voces de alarma dos años después del Vaticano II:
«Está bien claro que la Iglesia se enfrenta con una grave crisis. Con el nombre de “la Iglesia nueva”, “la Iglesia posconciliar”, se está tratando ahora de establecer una Iglesia distinta de la de Jesucristo: una sociedad antropocéntrica amenazada por la apostasía inmanentista, un dejarse arrastrar por un movimiento de abdicación general bajo pretexto de renovación, ecumenismo o adaptación» (disc. en Universidad de Toronto, VIII-1967: cit. Temoignage Chrétiene, París IX-1967).
Pero han sido siempre los Papas del postconcilio los testigos más firmes de la verdad católica, y quienes han combatido con más fuerza los errores y males de la Iglesia presente. Podemos apreciarlo, por ejemplo, en algunas graves cuestiones.
–La verdad católica de la Eucaristía, por ejemplo, tan gravemente falsificada en los últimos tiempos, también entre autores «católicos», ha encontrado su más firme defensa en la doctrina eucarística de los Papas postconciliares. Contra los que negaban el carácter sacrificial de la Misa, Pablo VI afirma con la fuerza de Pedro: «Nosotros creemos que la Misa… es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (Credo del Pueblo de Dios, 1968, 24; cf. Mysterium fidei, antes, en 1965). Juan Pablo II da al sacrificio la primacía teológica para la comprensión del Misterio (Ecclesia de Eucharistia, 2003, 11-16). Benedicto XVI afirma que en la Eucaristía «se hace presente el sacrificio redentor de Cristo» (Sacramentum caritatis, 2007, 14; cf. 9-14).
–La santidad del matrimonio y la lucha contra la anticoncepción, tal como la enseñaron Pío XI(Casti connubiii, 1930) o Pío XII, han sido impulsadas máximamente por los Papas del postconcilio. No han temido para ello enfrentarse con medio mundo y con el otro medio, y también con una buena parte de la Iglesia (Humanæ vitæ, 1968; Familiaris consortio, 1981; Catecismo, 1993).
–Las misiones de la Iglesia y la unicidad de Cristo como Salvador universal han sido también verdades de la fe que los Papas últimos han defendido con gran fuerza contra innumerables herejías difundidas dentro de la Iglesia (Evangelii nuntiandi, 1975; Redemptor hominis, 1979; Redemptoris missio, 1990; Dominus Iesus, 2000).
Y así podríamos ir recordando formidables documentos del Magisterio apostólico, que han venido a formar en la Iglesia de nuestro tiempo un Corpus doctrinal tan amplio y armonioso como no lo ha habido en ninguna época de su historia. Cum Petro et sub Petro, cumple la Iglesia católica de hoy y seguirá cumpliendo la promesa de Cristo: «el Espíritu Santo os conducirá hacia la verdad completa» (Jn 16,13).
En los decenios del postconcilio los diagnósticos más graves y autorizados de los males de la Iglesia actual los hemos encontrado siempre en los Papas. Nunca han intentado ignorar, negar o disminuir la gravedad de esas infidelidades. Los Papas saben que en algunas Iglesias locales, al menos en sus niveles más altos, abundan más las herejías y los sacrilegios que la ortodoxia y la ortopraxis. Y en ocasiones expresan esa realidad tremenda con absoluta claridad. Recordaré algunos textos.
–Pablo VI, ya en su primera encíclica, Ecclesiam suam (1964), da una fuerte alarma sobre el modernismo renaciente (nº 10). Y en seguida de clausurado el Concilio reconoce y expresa con toda claridad la degradación eclesial que se va produciendo aceleradamente, sobre todo en las Iglesias locales del Occidente rico. Son los años, por ejemplo, del Catecismo Holandés y delConcilio Pastoral de Holanda (1967-1969), los años de la vergonzosa resistencia a su heroica encíclica Humanæ vitæ (1968), los decenios de la avalancha de secularizaciones… Su diagnóstico es lúcido, grave y realista. Y humilde también: el pastor reconoce que los lobos han entrado en el rebaño que el Señor ha confiado a su cuidado, y que están haciendo en él estragos.
En el discurso de apertura de la II Conferencia General del episcopado latinoamericano (CELAM), celebrada en Medellín, Pablo VI pone en alerta a los Obispos iberoamericanos con gravísimas palabras: «La fe está asediada por las corrientes más subversivas del pensamiento moderno. La desconfianza que, incluso en los ambientes católicos, se ha difundido acerca de la validez de los principios fundamentales de la razón, o sea, de nuestra philosophia perennis, nos ha desarmado frente a los asaltos, no raramente radicales y capciosos, de pensadores de moda; el vacuumproducido en nuestras escuelas filosóficas por el abandono de la confianza en los grandes maestros del pensamiento cristiano, es ocupado frecuentemente por una superficial y casi servil aceptación de filosofías de moda, muchas veces tan simplistas como confusas, y éstas han sacudido nuestro arte normal, humano y sabio de pensar la verdad; estamos tentados de historicismo, de relativismo, de subjetivismo, de neopositivismo, que en el campo de la fe crean un espíritu de crítica subversiva, una falsa persuasión de que para atraer y evangelizar a los hombres de nuestro tiempo tenemos que renunciar al patrimonio doctrinal, acumulado durante siglos por el Magisterio de la Iglesia, y de que podemos modelar, no en virtud de una mejor claridad de expresión, sino de un cambio de contenido dogmático, un cristianismo nuevo, a medida del hombre y no a medida de la auténtica Palabra de Dios. Desafortunadamente, también entre nosotros, algunos teólogos no siempre van por el recto camino» (Bogotá, 24-VIII-1968).
Y en esos años repitió las mismas advertencias: «La Iglesia se encuentra en una hora inquieta de autocrítica o, mejor dicho, de autodemolición. Es como una inversión aguda y compleja, que nadie se habría esperado después del Concilio. La Iglesia está prácticamente golpeándose a sí misma» (7-XII-1968). «Por alguna rendija se ha introducido el humo de Satanás en el templo de Dios» (29-VI-1972;cf. el amplio discurso posterior sobre el demonio, 15-XI-1972). Es lamentable «la división, la disgregación que, por desgracia, se encuentra en no pocos sectores de la Iglesia» (30-VIII-1973). «La apertura al mundo fue una verdadera invasión del pensamiento mundano en la Iglesia» (23-XI-1973). Sugerir que es el mismo Pablo VI el que con sus reformas litúrgicas y otros actos pontificios acrecienta en la Iglesia «el humo de Satanás» es una bajeza incalificable.
–Juan Pablo II, en el mismo espíritu, declara en un discurso en el Congreso de Misioneros Populares (6-II-1981): «Es necesario admitir con realismo, y con profunda y atormentada sensibilidad, que los cristianos de hoy, en gran parte, se sienten extraviados, confusos, perplejos, e incluso desilusionados. Se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeliones. Se ha manipulado incluso la liturgia. Inmersos en el relativismo intelectual y moral, y por tanto en el permisivismo, los cristianos se ven tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva» (6-II-1981).
–Benedicto XVI, siendo todavía Cardenal Prefecto de la Congregación de la Fe, en su libro Informe sobre la fe (BAC, Madrid 1985), hace amplios y minuciosos análisis de situación que le llevan a diagnósticos iguales. Y un mes antes de ser constituido Papa, presidiendo el Via Crucis del Coliseo en Roma, en sustitución de Juan Pablo II, imposibilitado, dice:
«Meditación [en la 9ª estación]. ¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la Reconciliación, en el cual él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25).
«Oración. Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros mismos. Nosotros somos quienes te traicionamos, no obstante los gestos ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia: también en ella Adán, el hombre, cae una y otra vez. Al caer, quedamos en tierra y Satanás se alegra, porque espera que ya nunca podremos levantarnos; espera que tú, siendo arrastrado en la caída de tu Iglesia, quedes abatido para siempre. Pero tú te levantarás. Tú te has reincorporado, has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos y santifícanos a todos. Pater noster […] liberanos a Malo. Amen» (25-III-2005).
Una barca que se está hundiendo… Un campo con más cizaña que trigo… El Colegio de Cardenales de la Iglesia Católica, el 19 de abril de 2005, un mes después de que el Card. Ratzinger dijera en público esas tremendas palabras, lo eligió como Papa, Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro, pensando que era el Obispo más indicado para tomar el timón de la Barca de Pedro.
«Tu es Petrus, et super hanc petram ædificabo Ecclesiam meam, et portæ inferi non prævalebunt adversus eam» (Mt 16,18). La Iglesia recibe continuamente su salvación del Salvador. Y los textos que he recordado nos confirman lo que ya desde el principio sabíamos por la fe, credo in Ecclesiam: que la Iglesia tiene siempre, por obra del Espíritu Santo, fuerza para vencer en el mundo y en sí misma el error y el pecado. Es posible que no lo consiga inmediatamente, pero finalmente siempre es alzada de la mano por su Esposo, nuestro Señor Jesucristo. Siempre el Espíritu Santo la sostiene en la verdad católica cuando se tambalea. Nunca deja de ser la Mater et Magistra, que nos salva del error y del pecado, santificándonos con la verdad y la gracia de Cristo.
La Iglesia católica, también después del Vaticano II, ha florecido en maravillas de gracia y de santidad. No solo ha conocido la proliferación de errores y horrores, en los que me he fijado especialmente para responder a los filolefebvrianos acusadores. Por el contrario, cuántos Obispos y párrocos, desbordados con frecuencia por situaciones de abrumadora descristianización, han seguido entregando sus vidas con amor incesante al servicio de Cristo y de su Iglesia, “gastándose y desgastándose por las almas hasta el agotamiento” (2Cor 12,15). Cuántas personas consagradas han vivido clausuradas en ofrenda permanente de alabanza y de súplica. Cuántas obras de heroica beneficencia multiforme han florecido en el árbol de la Iglesia. Cuántos institutos religiosos y movimientos de laicos se han renovado o han nacido en estos decenios… Cito solamente algunos, no los más grandes, que me son especialmente conocidos y queridos, Schola Cordis Iesu, Siervos del Hogar de la Madre, Instituto Mater Dei, Siervos de los Pobres del tercer mundo, Miles Christi, Schola Veritatis…
Cuántas personas y obras santas he conocido yo en medio siglo. Carmelitas descalzas… Se diría que, por una misteriosa correspondencia, a los abismos del mal que el Señor permite responde levantando montañas de gracia y santidad. ¿Quién podrá convencerme de que ésta no es ya la Iglesia católica? ¿Y que la Misa que celebramos cientos de miles de Obispos y sacerdotes, según el Novus Ordo promulgado por Pablo VI, es herética, o al menos conducente a la herejía, y ciertamente vitanda?… Dan ganas de llorar, de pena y de gratitud.
Jamás debe contraponerse una «Roma eterna» y una «Roma temporal», la de hoy. Jamás debe condenarse a la Iglesia como «apóstata y adúltera». Jamás es lícito distanciarse de ella por actos cismáticos, como si éstos fueran imprescindibles para poder salvar «la continuidad de la Iglesia» en la verdad y la santidad. Jamás debemos contraponer a la Iglesia de Cristo –a esta Iglesia, no hay otra–, una «Roma eterna», que no tiene más realidad que la de un ectoplasma. Hacerlo es absolutamente contrario a la Tradición eclesial de los Padres y de los santos. Jamás debemos volver la espalda a nuestra madre la Iglesia, a pesar de sus heridas infectadas y las suciedades de su túnica. Ella es la fuente inagotable de la verdad y de la gracia. Jamás debemos avergonzarnos de la Iglesia existente, porque es el único Cuerpo de Cristo, integrado por santos y pecadores (LG 8c; GS 43f). Jesús nos dice, refiriéndose también a su propio Cuerpo: «¡bienaventurado aquel que no se escandalice de mí!» (Mt 11,6).
–Mons. Lefebvre, por el contrario, con ocasión de los errores y horrores postconciliares se fue escandalizando cada vez más del Concilio, de los Papas, de la Liturgia renovada. Y dijo cosas terribles, que sus seguidores siguen difundiendo en libros y sitios de internet: «la Roma eterna condena la Roma temporal. Por eso preferimos la eterna» en la FSSPX (Tissier 494)… «Roma ha perdido la fe, Roma está en la apostasía» (577)… «No se puede seguir a esa gente, es la apostasía… Procedamos a la consagración» de Obispos (578). «La Chaire de Pierre et los postes d’autorité de Rome étant occupés par des antichrists, la destruction du Règne de Notre-Seigneur se poursuit rapidement» (578) [1]… «La situation de la papauté depuis Jean XXIII et ses successeurs pose des problèmes de plus en plus graves… Ils fondent une Église conciliaire nouvelle… Cette Église est-elle encore apostolique et encore catholique?… Devons-nous encore considérer ce pape comme catholique?» (569) [2].
Ya se ve que, con el favor de Dios, tendré que añadir otro artículo.
José María Iraburu, sacerdote
Traducción de los textos en francés
[1] Como la Sede de Pedro y los puestos de autoridad de Roma están ocupados por anticristos, la destrucción del Reino de Nuestro Señor avanza aceleradamente…
[2] La situación del papado a partir de Juan XXIII y sus sucesores va planteando problemas cada vez más graves… Éstos han fundado una Iglesia conciliar nueva… ¿Esta Iglesia es todavía apostólica y católica?… ¿Debemos considerar que este Papa es católico?
Post post.–. Los que atacan a este pobre cura y a sus recientes artículos, y cargan de paso contra InfoCatólica, tienen pocos argumentos. Prueba de ello es la cantidad de acusaciones falsas y suposiciones inverosímiles que hallamos en sus escritos: no estábamos en Fátima para protestar de cierta profanación, nada hemos dicho (!) de los Obispos que rechazaron un Obispo electo por el Papa y de aquellos otros, tantos, que resisten la Summorum Pontificum, etc. Atacamos a los tradicionalistas, y así combatimos contra la Tradición católica. Manejados por los neocatecumenales, y quién sabe también si por ciertos poderes económicos, buscamos situarnos bien en la Iglesia actual, y obtener prebendas eclesiásticas personales. Defendemos a los Papas de los ataques lefebvrianos, pero atacamos al Papa cuando les tiende una mano. Quizá lo que pretendemos en el fondo es simplemente que no llegue la FSSPX a un acuerdo con la Iglesia católica. Y que el PP gane las próximas elecciones… Es algo alucinante. Patético. En Catholic.net, su actual directora, Sra. Mayra Novelo de Bardo, tuvo que frenar ataques semejantes cerrando un foro, y argumentando su decisión con fuerza y datos objetivos. Ya antes cerró otro. Dios se lo pague.
Nos niegan incluso el derecho a llamarnos InfoCatólica, nombre al que estamos dispuestos a renunciar una hora después de que hayan renunciado a su nombre Panorama Católico Internacional,Catholic.net, Informations Catholiques Internationales y cien o quinientas publicaciones más que llevan nombres análogos. El odium theologicum les ha llevado a perder el sentido del ridículo.
Autor: P. José María Iraburu