Las denominaciones protestantes durante el régimen de Hitler
Relaciones Judeo Cristianas
La noche del 9 de noviembre de 1938 dejó una profunda impresión en mi memoria. Tenía ocho años, y era la primera vez que veía un incendio. También era la primera vez que percibía conscientemente una discrepancia entre la propaganda nazi, tranquilizadora y positiva, que oíamos y leíamos todos los días, y una realidad espantosa, una realidad de muerte y destrucción que pronto se revelaría abiertamente.
Aquella noche me desperté por los ruidos estridentes que resonaron en nuestra angosta calle de una mano, la Georg-Buchholz-Strasse, en Arnswalde, Alemania, y vi la sinagoga que se hallaba en diagonal a nuestra casa envuelta en llamas. En realidad, nunca nos habíamos dado cuenta de que ese edificio fuera una sinagoga, aunque concurríamos por lo menos tres veces por semana a la iglesia que estaba justo enfrente de ella. Tal vez los adultos lo supieran, pero ciertamente jamás nos hablaron de eso a nosotros, los niños. ¿Tenía que incendiarse la sinagoga para que se la reconociera como el lugar donde los judíos celebraban su culto y estudiaban?
Al salir a la calle vimos que había mucha gente observando el fuego. Los hombres de la SA que habían quemado la sinagoga ya habían desaparecido. Pero las personas que miraban sabían que el incendio había sido intencional. El edificio estaba pegado a una hilera de casas pequeñas. Oí que mis padres y otros comentaban indignados el hecho de que el departamento de bomberos hubiera protegido los edificios aledaños, permitiendo en cambio que el fuego destruyera completamente la sinagoga.
Mis padres dijeron también que el incendio de la sinagoga era un acto de violencia contra los judíos. Los oí decirse en voz baja que la persecución contra los judíos no era más que el comienzo. Después la emprenderían contra los cristianos “verdaderos”. Mis padres eran evangélicos, con una orientación pentecostal, y opinaban que sólo los creyentes “nacidos de nuevo” eran “verdaderos” cristianos. Sostenían que las personas que asistían a las iglesias estatales eran sólo nominalmente cristianas. Luego empezó a circular la palabra clave que definiría a esa noche en que ardieron sinagogas y muchos hogares y comercios judíos: “Reichskristallnacht” (Noche de los Cristales). En ese contexto, mis padres mencionaron otra palabra clave para las acciones violentas que, según ellos, se iniciarían contra los cristianos: “Reichssternennacht” (Noche de las Estrellas). Nunca pude averiguar si realmente los nazis planeaban algo así.
Hasta el incendio de la sinagoga, yo no sabía que todavía existían judíos en nuestra época. En la escuela dominical y en la iglesia sólo nos hablaban de los judíos del llamado Antiguo Testamento y de los que supuestamente eran responsables de la muerte de Jesús y sus seguidores.
Mi padre era fabricante de carretas en la ciudad de Arnswalde, Pomerania, y, entre otras cosas, hacía remolques para transportar ganado y caballos. Después de la guerra le pregunté si nunca había tenido clientes judíos, comerciantes de caballos o de ganado que necesitaran remolques. ¿Habían conocido mis padres algún judío? Nunca recibí una respuesta directa. Sólo a fines de la década de los setenta, cuando mis padres tenían ya más de setenta años, una vez le oí decir a mi padre, con pesar: “¿por qué no salvamos ni una sola vida judía?
Muchas veces, después de aquella noche terrible y memorable, recordé la sinagoga ardiendo y volví a ver los libros con letras hebreas entre las llamas. ¿Alguna vez pregunté en casa qué significaban? ¿Sabrían algo mis padres sobre la sinagoga y su significado para el judaísmo, para contestar a mis preguntas? ¿Por qué nunca aprendimos nada, como niños cristianos, sobre el judaísmo de nuestra propia época? Después de todo, los domingos a la mañana siempre oíamos cosas sobre los judíos en los sermones y las historias infantiles, y en la escuela dominical. Pero ¿sobre qué clase de judíos nos hablaban? Fariseos que se oponían a Jesús y a quienes él, a su vez, se enfrentaba con palabras duras, saduceos y sacerdotes que lo entregaron a los romanos para que lo crucificaran. Jamás una palabra sobre el hecho de que Jesús fue y sigue siendo un judío, que el Señor de la Iglesia resucitado es un judío, que él mismo habría dicho: “La salvación viene de los judíos” (¡tiempo presente!) (Juan 4, 22).
Aquí debo incluir una experiencia personal de un pasado más reciente: 1984. Yo trabajaba para el Consejo Canadiense de Cristianos y Judíos, y me pidieron que hablara en la inauguración de una nueva sinagoga. Por esos días se publicaba en los diarios el llamado “caso Keegstra”. El señor Keegstra, un profesor de colegio secundario, había estado enseñando durante catorce años, sin ninguna oposición, que los judíos conspiraban para derrocar a los gobiernos del mundo, y que el Holocausto era un invento de los judíos. Yo dedicaba mis mejores esfuerzos a la promoción del diálogo entre los cristianos y los judíos de nuestra ciudad, donde teníamos más de un centenar de sobrevivientes judíos del Holocausto, muchos de ellos sobrevivientes de los campos. El joven rabino de la sinagoga ortodoxa era un buen amigo mío y estaba activamente involucrado en el diálogo, en la universidad y en el resto de la ciudad. En ese acto estuvieron presentes y hablaron autoridades del gobierno, el intendente de la ciudad de unos 700.000 habitantes, y representantes de escuelas y asociaciones judías. El lugar estaba colmado. No hubo ni un solo representante de las más de 300 congregaciones cristianas.
Cuando llegó mi turno, relaté la historia del incendio de la sinagoga de Arnswalde y describí el enorme sentimiento de gratitud que me embargaba en ese momento: Dios me había permitido asistir a la inauguración de una nueva sinagoga, que en mi experiencia subjetiva se alzaba sobre las ruinas de la sinagoga de mi recuerdo. “Los alemanes no consiguieron llevar a cabo la “Solución Final” de los nazis. Frente a dos milenios de antijudaísmo y antisemitismo en los países cristianos, se erige una nueva shul, un signo de la chutzpah, la fidelidad y la esperanza judías, una invitación para que los cristianos finalmente encuentren a su hermano mayor. Todos nosotros somos testigos de esto”, concluí. El estruendoso aplauso que siguió a mis breves observaciones me dejaron aturdido y con una mezcla de dolor y alegría. Dolor, porque una sinagoga nueva construida en un país libre nunca puede compensar a una sinagoga aniquilada, y porque una pequeña congregación judía luchadora sólo puede ser un débil recordatorio de las grandes comunidades judías de Europa que fueron brutalmente destruidas. Pero también experimenté alegría. El rabino me abrazó, y el persistente aplauso pareció expresar un espíritu de gratitud por el hecho de que nada en este mundo fuera capaz de destruir lo que Dios quiere y ama. En aquel momento sentí, por primera vez en mi vida, que era bueno ser alemán, aunque más no fuera para entregar ese pequeño mensaje al pueblo judío que había sufrido tanto en nombre y en manos de los alemanes. Cuando pienso en las historias que me contaron algunos sobrevivientes judíos, me pregunto cómo puedo sobrevivir como cristiano, cómo puede sobrevivir el cristianismo, si no se arrepiente de su inveterado antijudaísmo.
En el 50º aniversario de la Kristallnacht, en noviembre de 1988, estudiantes judíos de la universidad de nuestra ciudad me convocaron para integrar un panel de debate sobre los sucesos de la Noche de los Cristales. Las respetuosas pero inquisitivas preguntas de las generaciones más jóvenes de judíos podían responderse en ese momento, cincuenta años después del Holocausto, con cierta rigurosidad académica y distancia objetiva. Pero detrás de ellas había y hay otras preguntas insoslayables. Por ejemplo: ¿dónde estaban los cristianos de Alemania? Muy pocos de ellos oraron alguna vez por los judíos. Durante toda mi infancia, jamás oí una sola plegaria por el pueblo judío en las iglesias evangélicas a las que concurríamos. ¿Acaso no los veíamos, primero en las calles con sus estrellas amarillas sobre la ropa, y luego en filas de prisioneros demacrados que trabajaban reparando las vías de los ferrocarriles y otros daños de guerra? Y cuando dejamos de verlos, por haber sido enviados a la muerte en los campos, ¿por qué no lo notamos? ¿Dónde estaban los “verdaderos” cristianos, los “nacidos de nuevo”, y todos los que no habían caído en la trampa de los llamados “cristianos alemanes” “desjudaizados”?
¿Y dónde estaba Dios? ¿Estaba Dios en Auschwitz, donde estaba Jesús? Si los primeros concilios de la Iglesia y sus credos tenían razón al decir que Jesucristo es Dios-hombre, la persona resucitada con dos naturalezas, ¿no es acaso judía su naturaleza humana? Esto quiere decir que no sólo fue un judío, sino que los cristianos confiesan a Cristo resucitado como un judío que está sentado a la derecha de Dios hoy, y en calidad de tal, es el representante de toda la humanidad ante Dios. “Lo que hicisteis al más pequeño de mis hermanos (el pueblo judío), a mí me lo hicisteis”, habría dicho Jesús. Pero muchos cristianos siguen acusando todavía a los judíos de haberlo matado. ¿No deberíamos admitir en cambio que Jesucristo es escarnecido en cada judío maltratado? Estas son preguntas que medito como un laico que nunca recibió más que respuestas desganadas de quienes deberían saber.
Las congregaciones evangélicas en las que me crié no estaban alineadas con el Estado, como sí lo estuvieron las iglesias protestantes desde sus mismos comienzos en la Reforma. Sin embargo, a pesar de su actitud contraria a las iglesias estatales, no eran menos antijudías que ellas. Cada individuo luchaba por lograr una relación personal con Dios y por obtener su salvación. En esa lucha, el único vencedor debía ser Dios, no el creyente; y así la fe se expresaba en obediencia, una obediencia que no permitía cuestionar ni a Dios ni al Estado. Cuando uno llegaba a ser un creyente, la lucha terminaba, y sólo quedaba la sumisión a la voluntad de Dios, que se manifestaba en cuanto a la gracia, a través de la Iglesia, y en cuanto a la justicia, a través del Estado. La enseñanza luterana de los dos reinos consideraba al Estado como la mano izquierda de la justicia de Dios, y a la Iglesia, como la mano derecha de la misericordia de Dios. La fe debía aceptar esos dos aspectos del gobierno divino sin cuestionamientos. Para Lutero, una sublevación de los creyentes contra el Estado habría sido impensable, incluso un grave pecado contra Dios. Lutero se opuso firmemente a la sublevación campesina de 1525, aunque también condenó a los príncipes contra los que protestaban los campesinos, por ser completamente corruptos. Lutero decía que un cristiano podía ser un verdugo que expresara la cólera judicial de Dios sobre los criminales de la sociedad y, al mismo tiempo, una persona cariñosa y compasiva en su vida privada (Paul Althaus: Die Ethik Martin Luthers). Esas dos esferas del mundo debían complementarse mutuamente.
En el diálogo con los judíos, descubrí que en el judaísmo la fe siempre permanece como una confiada lucha con Dios y un cuestionamiento a las Escrituras y a toda autoridad. En el relato bíblico de la lucha de Jacob, es Jacob quien sale victorioso, no Dios. “Has luchado contra Dios y contra los hombres y los has vencido” (Gn 32, 24-32).
Durante más de 1900 años, los cristianos describieron a los judíos como legalistas y diametralmente opuestos al evangelio cristiano. Desde el siglo II, la teología cristiana definió a los judíos como anticristianos, espiritualmente ciegos y teológicamente irrelevantes. Aunque los nazis tuvieron sus propios motivos para matar a los judíos, sin duda se valieron de la imagen cristiana del judaísmo y el pueblo judío. Durante el Holocausto, los cristianos en general, y especialmente los creyentes más comprometidos (es decir, los que tenían un conocimiento más profundo de la enseñanza cristiana) se vieron paralizados por su propia teología, y no fueron capaces de enfrentarse al Estado asesino.
Después de la guerra, leí en publicaciones pietistas, bautistas y pentecostales de la época nazi, artículos escritos por líderes de esos movimientos, que exhortaban a sus fieles a ser leales al Estado alemán y a sus autoridades, “en tiempos difíciles como estos”. Basaban sus exhortaciones en referencias bíblicas (en una forma muy parecida a la de la Iglesia luterana), especialmente en Romanos 13, 1 ss., aunque nunca llegaron tan lejos como los llamados “cristianos alemanes” en la glorificación a Hitler y al sistema nazi.
En la Constitución de la Iglesia pentecostal alemana a la que asistíamos de niños con nuestros padres, había un artículo cuya revisión se realizó de acuerdo con las Leyes de Nürenberg de 1936: se refería a la eutanasia de la vida “despreciable”, la esterilización de personas con enfermedades congénitas severas y la eliminación de los judíos de Alemania. Esa revisión entró en vigencia el 13 de octubre de 1938, sólo 27 días antes de la Kristallnacht. Aunque las Iglesias evangélicas aceptaron el régimen de Hitler como divinamente ordenado, todavía se muestran muy renuentes a admitir su culpabilidad.
Artículo 7
Actitud de la Iglesia hacia el pueblo (Volk) y el Estado (Reich)
Dando gracias a Dios, confesamos que somos, según su providencia, miembros del pueblo alemán. La subordinación a Dios y el espíritu de Jesucristo nos permiten estar con nuestro pueblo (Volk) en cuerpo y alma, con nuestras posesiones y nuestra sangre. El enérgico apoyo a todos los esfuerzos públicos del sistema de Bienestar del Pueblo es para nosotros el deber de nuestra conciencia cristiana.
Honramos y aceptamos a los dirigentes y al gobierno de la nación. Sinceramente prometemos toda nuestra lealtad y obediencia, que nos sentimos obligados a entregar junto con todos los cristianos a nuestras autoridades terrenales según la voluntad de Dios y la palabra y el espíritu de nuestro Señor (Mc 12, 17; Rm 13, 1-7; 1 Tim 2, 1-4; 1 Pe 2, 13-17).
Reconocemos que las autoridades del pueblo obedecen al orden del divino Creador cuando, con sabiduría y justicia, emiten leyes y reglamentaciones adecuadas para poner un límite a las enfermedades congénitas incurables y sus correspondientes miserias, que en el pasado eran visibles en el cuerpo del pueblo (Volk). En los casos en que nuestros superintendentes y ministros de la Palabra espirituales deban dar información y consejos a los afectados, se declaran absolutamente preparados para hacerlo.
En las leyes raciales vemos un esfuerzo divinamente querido y bíblicamente fundado por purificar y mantener puro al pueblo (Volk) de la mezcla con razas ajenas.
El traslado de los judíos fuera de la comunidad de nuestro pueblo, como también de otros pueblos, es para nosotros un proceso que está de acuerdo con la divina providencia y la divina voluntad
No sería justo cargar el peso de la culpa por la persecución a los judíos y por otras atrocidades nazis sobre las espaldas de individuos como mis padres. Sin embargo, todos nosotros, los alemanes, y especialmente nosotros, los cristianos, debemos asumir la responsabilidad por las cosas que se hicieron en nuestro nombre sin oposición de nuestros padres y sin ninguna objeción por parte de la mayoría de los cristianos comprometidos.
Personalmente, vivo conscientemente, y por el resto de mi vida, a la sombra de la matanza de millones de judíos. Cada vez que evoco ese mal monstruoso, no puedo evitar lamentarme: Dios mío, Dios mío, hemos permitido que tu pueblo fuera masacrado… Más de un millón de niños: Mein Gott, die Kinderchen, die Kinderchen…! (¡Dios mío, los niñitos, los niñitos…!)
¿Deberé renunciar a creer en un Dios que ama? ¿Debería dejar de creer en Jesús, porque lo han convertido en muro de enemistad entre judíos y cristianos, en lugar de derribar ese muro (Ef 2, 14)? ¿Deberé convertirme al judaísmo o renunciar del todo a la religión? He decidido seguir siendo fiel a los compromisos que tomé tempranamente en mi vida con Dios, y con Jesús como el camino de Dios para que los no-judíos accedan al Dios de Israel. Esta fidelidad exige arrepentimiento por el falso testimonio contra los judíos y el judaísmo (y otras religiones), un aprendizaje intensivo y un replanteo de la teología cristiana en diálogo con los judíos y con otros cristianos. Esto no es nada fácil para un laico sin preparación teológica formal. Pero ¿quién dijo que la vida, y especialmente la vida de fe, fuera fácil?
También me he preguntado por mi relación con la Iglesia cristiana, con su tradición y su vida. No puedo ser cristiano sin formar parte de la Iglesia universal en una de sus muchas manifestaciones locales. Me arrepiento, me replanteo cosas, estudio, dialogo y doy testimonio como miembro de la Iglesia, con la esperanza de hacer mi parte para reformar la enseñanza y la actitud hacia el judaísmo y el pueblo judío. Los líderes de las Iglesias oficiales están cambiando lentamente su actitud. Pero parece que para la mayoría de sus miembros este cambio llevará generaciones. Que Dios nos ayude a apresurar nuestra transformación colectiva. Esta será mi plegaria el 9 de noviembre, cuando recuerde la destrucción de la pequeña sinagoga de Arnswalde.
Autor: Fritz B. Voll
Traductor del inglés: Silvia Kot