La Santa Sede tuvo que hacer malabarismos para salvar vidas y condenar a Hitler.
Algunos han acusado a la Iglesia local alemana de cierta convivencia con el régimen nazi. No saben, quizá, que la más famosa condena de esta ideología -la Encíclica Mit brennender sorge partió de una iniciativa del Episcopado alemán y que el domingo 21 de marzo de 1937 este documento se leyó en todos los templos católicos alemanes -más de 11.000-, lo cual revela una absoluta unanimidad. Además, los equilibrios que tuvo que hacer la Santa Sede para, por un lado, denunciar los abusos de Hitler sin poner en peligro la vida de los católicos en los países ocupados, por otro, tuvieron un enorme mérito. Pío XII, que estuvo al tanto de los atropellos nazis durante la guerra, no dejó de combatir aquella situación, pero tenía las manos atadas, porque cuando denunciaba algún crimen nazi, la represalia era peor.
l 28 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán. Su partido, el nacionalsocialista, estaba en minoría, y Hitler sólo tardó tres dios en convocar nuevas elecciones. El 5 de marzo las urnas le dieron 288 escaños, que no suponían mayoría absoluta en un parlamento de 647 diputados, pero aprovechó el incendio del Reichtag, atribuido a los comunistas pero en realidad organizado por los nazis, para declarar ilegal al partido comunista. Descartados así los 81 diputados comunistas, los nazis obtenían una mayoría absoluta por escaso margen -10 escaños-, con la que aprobaban una ley de plenos poderes.
Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el presidente alemán, mariscal Hindenburg. Tan solo una hora después se anunció que se unificaban los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó un plebiscito para ratificar esta medida, y, con la maquinaria de propaganda firmemente en manos del nazi Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán voto afirmativamente por abrumadora mayoría. Con ello, Adolf Hitler se convertía en amo absoluto de Alemania hasta el aplastamiento de ésta en 1945.
Desde su aparición en la escena publica, a la jerarquía católica alemana no le pasó inadvertida la verdadera naturaleza e ideas de los nazis, máxime cuando el Papa Pío XI, a la vista de las convulsiones sociales con que empezaba la década de los 30, ya habla advertido públicamente de las consecuencias que traerla la prevalencia de “un duro nacionalismo, es decir el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien” (discurso de Navidad de 1930). Los obispos, como sucede hoy en dio, redactaban cartas pastorales cuando tenían lugar elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico, aunque sin señalar nombres propios. De particular relieve eran las pastorales del cardenal Faulhaber, por ser el arzobispo de Munich, cuna del nazismo.
A diferencia de otras épocas, no puede decirse que los fieles católicos no entendieran el mensaje o lo recibieran con indiferencia. El fulgurante ascenso de la representación parlamentaria del partido nacionalsocialista se debió al voto masivo de las zonas protestantes, sobre todo Prusia, mientras que los católicos se decidieron sobre todo por el viejo “Zentram” -nacido en la época de Bismarck, e instrumento decisivo para poner fin a su “kulturkampf”-, y, en Baviera-zona católica y a la vez de bastante inclinación nacionalista y donde se gestó el partido nazi-, a este se le sumaba el partido populista bávaro, que obtuvo 19 escaños en 1933.
Poco después del triunfo nazi de 1933 se reunían los obispos alemanes en el lugar tradicional, Falda. Se examinó la situación, y las preocupaciones se plasmaron en una carta colectiva del episcopado. No era una condena explícita, pero no carecía en absoluto de claridad. Examinando las doctrinas que se imponían, hay frases que no dejaban lugar a dudas, como la siguiente: “la afirmación exclusiva de los principios de la sangre y de la raza conduce a injusticias que hieren gravemente la conciencia cristiana”.
Se podía apreciar que los principales temores de los obispos eran dos. Por una parte, que el nuevo estado totalitario acabase con las organizaciones católicas, especialmente las educativas. Y, por otra, que el nuevo régimen tratara de crear una especie de iglesia nacional y quisiera englobar en ella a todos, también a los católicos. Saliendo al paso con firmeza y rapidez de lo que parecían ser los prolegómenos de una nueva “kulturkampf”, los obispos alemanes también enviaron un mensaje no escrito, del que los nazis tomaron buena nota: la confirmación de su unidad, prácticamente sin fisuras. No resultaba prometedor intentar sembrar la discordia entre el episcopado. Para los hitlerianos, parecía una mejor vía de atacar a la Iglesia el intentar abrir una brecha entre los obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que Hitler vio con buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato.
EL CONCORDATO
En realidad, la iniciativa de un concordato entre el tercer Reich y la Santa Sede no surgió ni de los nazis ni de la Iglesia, sino de un politice católico del Centro, Franz von Papen, a quien Hitler, que quería, mientras viviera Hindenburg, mantener una apariencia respetable, tenía en su gobierno como vicecanciller. Como católico y miembro del gobierno, crela que un acuerdo servirla para resolver las posibles fricciones que ya empezaban a manifestarse. Con este fin, von Papen apareció en Roma en abril de 1933.
En Roma, las principales figuras con las que tenla que entrevistarse eran dos: el Papa Pío XI, y su Secretario de Estado Pacelli. Los dos eran favorables a firmar un concordato, y pensaban que, por pocas que resultaran ser las ventajas, siempre resultaba conveniente intentar entenderse con los diferentes regímenes, aunque fueran hostiles a la Iglesia, como se habla demostrado, por ejemplo, con la república española.
El concordato no requirió largas negociaciones. Básicamente reproducía el contenido de los recientes concordatos con varios “länder” alemanes, Baviera, Prusia y Baden, que hablan sido negociados por el entonces nuncio Pacelli. Sólo hubo un punto controvertido. Pío XI, que tantas esperanzas tenla puestas en las organizaciones confesionales quería dejar bien atado que conservarían su independencia, especialmente las juveniles. La experiencia italiana le mostraba que ese era un punto de fricción. Al final se llegó a las dos partes, y la firma fue pregonada como un éxito por ambas.
No hubo ingenuidad en el asunto del concordato, salvo, quizás, por parte de von Papen. Hitler, desde el primer momento, no actuaba de buena fe. La Iglesia no se hacia ilusiones al respecto, pero consideraba que el concordato servirla de referencia para denunciar los previsibles abusos que cometerían las autoridades, y quizás por ello para mitigarlas. Es difícil calibrar hasta que punto sirvió para conseguir este ultimo objetivo, pero puede aventurarse que tuvo cierta utilidad. En cuanto al instrumento en si, no parece en absoluto desacertado su contenido si se tiene en cuenta que aquél concordato de 1933 sigue todavía vigente.
LA ENCÍCLICA MIT BRENNENDER SORGE
El gobierno nazi empezó a incumplir el concordato desde el primer momento. Y desde el primer momento empezaron a llover las denuncias por parte de los obispos alemanes. Se hostigaba a la Iglesia de diversos modos, sin excluir encarcelamientos de eclesiásticos. Desde Roma se apoyaba a la jerarquía local, y Pacelli envió varios memoranda de protesta a las autoridades alemanas, y el mismo Pío XI aprovechó varias peregrinaciones de alemanes para formular públicamente sus quejas. A partir de 1935, la propaganda nazi lanzó una campaña de desprestigio de la Iglesia Católica, con el montaje de varios procesos amañados a eclesiásticos acusados de fraude.
En enero de 1937 llegaban a Roma, con la mayor discreción posible, los principales representantes del episcopado alemán: los cardenales Bertram (el Primado de Breslau, ciudad actualmente polaca con el nombre de Wroclaw), Faulhaber (Munich) y Schulte (Colonia), y los obispos Preysing (Berlin) y von Galen (Münster). A la vista del acoso que sufría la Iglesia católica alemana, iban con el propósito de solicitar una intervención pontificia que condenara el nazismo. De aquí nacerla la encíclica Mit brennender sorge, que, contrariamente a lo que se piensa, partió de una iniciativa del episcopado alemán, no de la Santa Sede.
En Roma se entrevistaron con Pío XI y con el cardenal Pacelli. El primero, sin dejar de darles su pleno apoyo, fue algo reservado. Pero Pacelli suscribió la iniciativa sin reservas, y pidió al cardenalFaulhaber un borrador. A los cuatro dios lo pasó al Secretario de Estado y Pacelli, que dominaba el alemán le dio su forma definitiva. La denuncia de la ideología y la conducta nazis era clarísima: racismo, divinización del sistema, calificación de la construcción de una iglesia nacional como apostaste, etc.
No faltaban referencias a lo que hoy se denomina “culto a la personalidad”: “Quien quiera que, con sacrílego desconocimiento de las diferencias esenciales entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osara levantar a un mortal, aunque fuera el más grande de todos los tiempos, al nivel de Cristo, más aún, por encima de El o contra Él, ése merece que se le diga que es un profeta de fantasías, al que se le aplica espantosamente la palabra terrible de la Escritura “El que vive en los cielos se ríe de ellos”. Por mucho menos se habla dado por aludido personalmente Adolf Hitier. Pero Pío XI no dudó en firmar la encíclica.
Fue una sorpresa general, para fieles, autoridades y policía, la lectura de la encíclica, el domingo día 21 de marzo de 1937, en todos los templos católicos alemanes, que eran más de 11.000. La unanimidad fue absoluta. Y, en toda la breve historia del Tercer Reich, nunca recibió éste en Alemania una contestación que llegara a acercarse a la que se produjo con la Mit brennender surge.
Como era de esperar, al día siguiente el órgano oficial nazi, Volskischer Beobachter, publicó una primera réplica a la encíclica. Pero, sorprendentemente fue también la última. El ministro alemán de propaganda, Joseph Goebbels, fue lo suficientemente inteligente y perspicaz como para advertir la fuerza que habla tenido esa declaración. Y, con el control total de prensa y radio que ya tenla por esas fechas, decidió que lo más conveniente para el régimen era ignorar completamente la encíclica.
EL “ANSCHLUSS”: LA UNIÓN DE AUSTRIA AL REICH
Un año después, en marzo de 1938, el ejército alemán entraba en Austria, llamado por un canciller nazi que habla impuesto Hitler con amenazas. En general, se recibió bien la anexión -el “anschluss”-,por la inestabilidad que sufría Austria y por la imagen que del régimen alemán habla dado la activa propaganda nazi. Se convocó un plebiscito, por el que Austria pasaba a ser la “Ostmark”, la “marca del Este” del Reich alemán.
Se vivía un clima de euforia. Si para la humillada Austria era la recuperación del orgullo perdido, para más de un eclesiástico era el alejamiento del peligro comunista. Todavía no sabían con quién se hablan juntado. Con ese ambiente, cuando Hitler -austriaco de nacimiento- llegó a Viena, se entrevistó con el cardenal Innitzer Creyendo que era bien acogido, emitió unas directrices en las que pedía que se acogiera la anexión con buena voluntad, e incluía, como se lo habla pedido el Führer, el que las organizaciones juveniles se prepararan para incorporarse a las del Reich alemán. Pocos dios después encabezaba una declaración del episcopado austriaco en la que se daba la bienvenida y se ensalzaba al nacionalsocialismo alemán. Enseguida vio Innitzer que se habían rebasado los limites de la prudencia, y añadió una nota aclaratoria en la que se dacia que todo lo anterior estaba condicionado a que se garantizaran los derechos de Dios y de la Iglesia. Como era de suponer, la propaganda nazi aireó la declaración, pero omitiendo toda referencia a esta última nota.
Este comportamiento fue muy mal recibido en Roma, máxime cuando incluía esa imprudente declaración sobre las organizaciones juveniles católicas. Innitzer fue inmediatamente llamado a Roma. Allí le esperaba Pacelli, con quien mantuvo una tensa conversación. Como resultado, L’Osservatore Romano publicaba el 7 de abril una declaración de Innitzer, que venía a ser una rectificación de lo anterior, en la que reivindicaba los derechos establecidos en el concordato austriaco, la independencia de las organizaciones juveniles católicas y los derechos de los fieles cristianos. Sólo entonces recibía Pío XI al cardenal austriaco; hasta entonces no habla querido hacerlo.
La prensa nazi ignoró la rectificación. Y el nuevo gobierno suprimió de un golpe las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza de la religión y, poco más tarde, hasta la facultad de teología de Innsbruck. El palacio arzobispal de Innitzer fue asaltado y arrasado por las “hitler-Jugend”, las juventudes hitlerianas.
SEPTIEMBRE DE 1939: LA GUERRA MUNDIAL.
Con el estallido de la guerra mundial, cambiarán bastantes cosas. Las relaciones de la Iglesia con el Tercer Reich ya no se referirán tan sólo a lo que suceda dentro de las fronteras alemanas, sino a una geografía más amplia y siempre cambiante. A los efectos que nos interesan, lo que importa es únicamente cuándo un territorio está bajo la directa dominación alemana, y no si está alineado con el Eje. Italia, por ejemplo, sólo cae bajo dominio alemán cuando es derribado Mussolini en setiembre de 1943, y sólo la parte no ocupada por los aliados; habrá paracaidistas alemanes-y más discretamente, la Gestapo -vigilando los bordes de la Ciudad del Vaticano, pero sólo medio año, pues los norteamericanos entrarán en Roma a principios de junio de 1944. El hecho de que cada vez más paises entren en guerra, y lo critica que se volverá su situación a partir de 1943, hará que el régimen nazi se radicalice.
Las grandes matanzas de judíos -la “solución final”-, comenzaron en la segunda mitad de 1942. En esa situación, los esfuerzos de la Santa Sede se dirigirán más bien a los aliados de Alemania, desde luego menos inhumanos que ésta, con la intención de que resistan la presión de los nazis para realizar deportaciones. Cada país es una historia, y no hay espacio aquí para detallar qué sucedió en cada uno.
Por parte de la Santa Sede, la principal novedad es el fallecimiento de Pío XI poco antes de comenzar la guerra, en febrero de 1939. Pero su sucesor fue el hasta entonces Secretario de Estado,Pacelli, que tomó el nombre de Pío Xll. Nombró Secretario de Estado al cardenal Luigi Maglione. En cuanto a Alemania, no hay cambios importantes en la Jerarquía. Por su firmeza en denunciar los abusos, que no faltaban, consiguieron que la represión anticatólica no fuera tan fuerte como en otros lugares, aunque hubo detenciones e internamientos en campos de concentración.
Por lo demás, al estallar la guerra muchos de los judíos alemanes ya habían emigrado, y los mayores atropellos nazis tuvieron lugar fuera de sus fronteras, donde poco podían hacer los obispos alemanes.
DILEMA DE LA SANTA SEDE
En una guerra se pueden esconder acciones aisladas y ocultar en el anonimato nombres propios, pero no se pueden esconder por mucho tiempo atrocidades como las cometidas por los nazis en Europa. Ahora están apareciendo pruebas documentales de que los gobiernos aliados estaban perfectamente al tanto del exterminio programado de judíos. Si no lo denunciaron públicamente es porque nadie quería recibir una oleada de refugiados judíos. Probablemente sabían también que los nazis, antes de decidir la “solución final”, habían considerado otras posibles alternativas que incluían el destierro forzoso.
La Santa Sede tenía cauces de información distintos, pero los tenía y, lo cierto es que estaba muy al tanto de los atropellos nazis. ¿Debió formular condenas públicas y explícitas?
En primer lugar, no puede perderse de vista lo delicado de la situación. A diferencia de otros gobiernos, la Santa Sede no hablaba “desde fuera”: estaba en juego la supervivencia misma de la Iglesia en muchos paises. Y, en los primeros años de la guerra, parecía claro que había medidas que podían resultar contraproducentes, pues podían conducir a que los entonces victoriosos nazis radicalizaran más aun sus posturas. El nuncio en Berlín, Orsenigo, ya habla oído de algunos funcionarios que interceder por una persona sólo servia para que empeorara su situación.
Y pudo comprobarse que era verdad: cuando la jerarquía católica de Amsterdam se quejó publicamente en 1942 del trato que se daba a los judíos, la respuesta alemana fue limpiar Amsterdam de judíos, enviados a los campos de concentración y más tarde al exterminio.
Además, la praxis diplomática de la Santa Sede tenla como norma evitar, en tiempo de guerra, hacer manifiestos que pudieran aprovecharse por la propaganda de alguno de los beligerantes y situar a la Iglesia como parcial. Por ello, de entrada se prefirió la protesta, que fue todo lo intensa que se pudo. El mismo Pío XII, al recibir al ministro alemán de Asuntos Exteriores von Ribbentrop en 1941, le formuló una lista detallada de quejas durante dos dios (Ribbentrop, que hizo la visita con fines propagandísticos, declaro que su resultado era “satisfactorio”, pero no fue así).
Cuando se produjo la invasión de la URSS, Alemania quiso que el Vaticano la denominase “cruzada contra el bolchevismo”, y la contestación vaticana, con su negativa, era otra lista de agravios, que se añadió a la que acababa de formular el episcopado alemán tras su reunión de Falda.
A la vez, la Santa Sede consideraba la posibilidad de formular una condena publica. Al principio, decidió amagar. Por un tiempo, por desgracia breve, pareció surtir efecto. Más adelante, ya no le importó a Alemania, y en el Vaticano se llego a la conclusión de que no serviría para nada.
En el último periodo de la guerra los esfuerzos de la Iglesia fueron encaminados a intentar salvar personas, e influir ante los satélites de Hitler para que impidieran a las SS alemanas tener mano libre en su territorio. Se consideraba lo mas práctico, y una visión retrospectiva parece confirmarlo; se salvaron así muchos miles de hebreos -no se puede dar una cifra exacta, pero esta debería tener seis dígitos.
PERSECUCIÓN A LA IGLESIA EN POLONIA
Durante la mayor parte de la Guerra la principal preocupación de la Santa Sede era Polonia. Conquistada el primer mes de la guerra, seguirla en manos alemanas hasta otoño de 1944, casi el final. Tenía todos los ingredientes para convertirse en un infierno: ocupada durante cinco años, país católico, de la raza eslava despreciada por los nazis, y con más de tres millones de judíos, casi diez veces más que Alemania antes del nazismo, y la mayor proporción de Europa-ligeramente superior al 10%-. Y en eso se convirtió: en un infierno.
Se produjo una triple división con la ocupación. La franja oriental la tomaron los soviéticos, que persiguieron duramente a la Iglesia Católica. La parte central paso a denominarse “Gobierno General de Polonia,, bajo control alemán. La franja occidental se anexiono al Reich, que recuperaba así su frontera oriental anterior a la primera guerra mundial, y paso a ser un distrito conocido como el “Warthegau”.
Los alemanes no aceptaron un representante de la Santa Sede para un país que para ellos habla dejado de existir, pero a la vez rechazaban sistemáticamente cualquier referencia del nuncio en Berlin, Mons. Orsenigo, a asuntos de Polonia, alegando que sólo se le reconocía competencia para lo que sucediera en el Reich. También, en esta hora amarga, la Iglesia polaca se quedó sin la cabeza que podio darle la cohesión que necesitaba. La invasión pilló al cardenal Hlond, arzobispo de Varsovia y primado polaco, de peregrinación en Lourdes, y no pudo moverse de allí hasta acabada la guerra.
Los nazis no solo querían someter Polonia, sino suprimirla como nación, despojarla de su identidad. Por ello enseguida comenzaron las detenciones de lo que con razón consideraban como una de las principales señas de identidad polacas: la Iglesia Católica.
MEDIDAS PERSECUTORIAS. Se cerraron seminarios se detuvieron sacerdotes y seminaristas, incluso varios obispos. Los alemanes intentaron aislar Polonia y que no llegaran noticias de lo que pasaba al exterior. Pero llegaban. Comenzaron a llover protestas de la Santa Sede. Se consiguió poco; principalmente, que los eclesiásticos detenidos fuesen a parar a un mismo lugar. Pero posiblemente esta medida también convenía a los nazis, y el lugar era el nada envidiable campo de concentración de Dachau, donde murieron muchos, a causa de las duras condiciones de vida y también por los “experimentos médicos” -a muchos se les inyectó tifus- que les tuvieron como victimas.
En el “Warthegau, Hitler aprovechó la situación para hacer una especie de “prueba-piloto” e implantar de golpe lo que pretendía que acabara siendo el régimen de su “Gran Alemania”. Para ello nombró un “Gauleiter”, con poderes especiales.
Pronto se vio que incluían la detención masiva de eclesiásticos, tanto de habla polaca como alemana. Buena parte de los clérigos alemanes que fueron a parar a Dachau provenían de esta provincia. Con la experiencia del Warthegau se comprenden perfectamente las verdaderas intenciones de Hitler, y lo que hubiera sucedido en el resto de Alemania si la jerarquía eclesiástica no hubiera dado un ejemplo de cohesión y firmeza. J. V.
Se pudieron conseguir resultados en Italia, donde muchos judíos se salvaron por la protección de eclesiásticos -en Roma, Pío XII participaba personalmente en esta labor- y otros fieles católicos, y en menor medida en Francia. También en Rumania, gracias a que entre la caída de Antonescu -que puso el país en manos alemanas- y la entrada de los rusos medió poco tiempo; pero en ese poco tiempo pudieron hacer más estragos si no fuera por las gestiones, entre otros, de Mons. Roncalli. futuro Juan XXIII y entonces delegado apostólico en Turquía.
FIN DE LA GUERRA
En mayo de 1945, acababa la pesadilla de la guerra en Europa. Poco duraría el alivio de la Santa Sede, que no tardarla en ver nacer la pesadilla comunista en el Este europeo.
La Iglesia intentó desde el primer momento frenar la avalancha neopagana y racista nazi. No pudo conseguir demasiado, salvo en algunos sitios como Francia e Italia, pero igualmente cierto es que lo intentó con todos los medios a su alcance y que, cuando termino la contienda, entre los pocos a quienes podían manifestar su agradecimiento las organizaciones judías figuraban la Santa Sede y unas cuantas personalidades e instituciones de la Iglesia Católica, empezando por Pío Xll.
Autor: Julio de la Vega-Hazas