1. Definición de “muerte”
Con el término “muerte” (lat. mors, gr. thánatos, hebr. máveth) se entiende, según la usanza bíblica, el “detenerse de la vida”, de modo que “muerte” representa el contrario de “vida” (lat. vita, gr. zoé, hebr. hayyim).
a) En la literatura bíblica se habla de “vida” de tres modos diversos: la vida física del hombre, ser compuesto de alma y cuerpo, la vida espiritual del alma santificada con la presencia de Dios, y la vida eterna, que es la visión de Dios cara a cara en los cielos. Por ello, en contraposición, se dan también tres tipos de muerte, a saber:
1. la muerte física, es decir, la separación del compuesto alma-cuerpo;
2. la muerte moral del alma, como consecuencia del pecado original, o del pecado mortal (en este sentido podemos decir que el pecado es la “muerte del alma”;
3. la “muerte eterna” de la condenación, que el apóstol San Juan llama, en contraposición a los dos primero tipos de muerte, “muerte segunda” (lat. mors secunda, gr. déuteros zánathos). Cfr. Ap 2,11; 20,6.14; 21,8). Esta “muerte segunda” es idéntica a lo que San Pablo llama “destrucción eterna” (2 Tes 1,9), “corrupción” (Gal 6,8), “perdición” (Fil 3,19).
La distinción entre estas tres “muertes” no nos impide, por otra lado, reconocer el nexo profundo entre todas ellas: todo género de muerte es consecuencia del pecado. De todos modos, tanto la muerte del alma (con el pecado mortal, o bien “pecado que lleva a la muerte”, según 1 Jn 5,16) como la muerte eterna (el infierno) se llaman “muerte” no en sentido literal, sino en sentido figurado.
b) En sentido estricto se usa la palabra “muerte” para indicar la muerte física, que no es otra cosa que “la separación del alma y del cuerpo”. Así hablaba ya San Agustín (De Civitate Dei, XIII, 6), San Clemente de Alejandría (Strom. 7). Las indicaciones bíblicas de la muerte física son tan numerosas como elocuentes:
Con respecto a la manifestación de la corrupción física de los agonizantes o lo ya difuntos, se habla a veces de “disolución” (Fil 1,23; 2 Tim 4,6), a veces de “final” (Mt 10,22), a veces de “salida” (Heb 13,7), a veces de “regreso al polvo” (Gen 3,19).
Cuando se quiere asociar la muerte al pecado como a su causa, se la llama “obra del diablo” (Jn 8,44), el “enemigo de Cristo” (1 Cor 15,26), algo que “Dios no hizo” (Sab 1,13), etc.
Teniendo en cuenta la idea de inmortalidad, se habla de la muerte como de un “dormir” (Dt 31,16; Job 3,13; Salmo 12, 4; Mt 9,24; etc), un “derrumbarse de la tienda terrena” (2 Cor 5,1; 2 Pe 1,14), un “reunirse con sus antepasados” (Gen 15,15), “descanso” (Ap 14,13), “retorno a Dios” (Prov 12,7), etc.
El modo de hablar del tercer punto es el más importante, ya que establece la idea de la inmortalidad del alma: mientras que el cuerpo se corrompe hasta llegar a ser cenizas, el alma es incorruptible e imperecedera. El libro del Apocalipsis nos enseña que la separación alma-cuerpo que implica la muerte física es una situación pasajera, ya que en la resurrección de los muertos, el alma se volverá a unir a su propio cuerpo (ver Ap 20; para la resurrección del propio cuerpo, se puede ver por ejemplo 1 Cor 15,53; 2 Mac 7,11). La situación de las almas separadas de sus cuerpos no debe pensarse como una existencia “inconsciente” o “semiconsciente” como piensan algunos, sino como una supervivencia espiritual con plena conciencia.
2. Doctrina de la Escritura sobre la muerte
La Revelación de Dios nos enseña, con respecto a la muerte, tres cosas fundamentales:
a) la muerte es ley para todos los hombres;
b) la muerte es, en el actual plan de salvación, castigo y consecuencia del pecado;
c) con la muerte termina el tiempo de merecer o de desmerecer ante Dios.
a) La Escritura nos habla de la universalidad de la muerte. Así Rom 5,12: “la muerte pasó a todos los hombres”; Jos 23,14 y 1 Re 2,2 hablan de la muerte como del “camino de todo lo terreno”. Heb 9,27: “está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio”. Esta es una ley de experiencia: la mortalidad está en las misma constitución humana: los hombres mueren por enfermedad (o por violenta disolución, como por ejemplo en un accidente automovilístico) o por vejez.
Sin embargo, cabe preguntarse si de hecho todos murieron o todos morirán, o si por el contrario, por el poder y privilegio divino, algunos no hayan muerto o no morirán. Tenemos algunos ejemplos que hacen surgir la duda.
1. Enoc y Elías. Sobre Enoc la Biblia nos dice que “fue trasladado para que no viera la muerte” (Heb 11,5; también Gen 5,24; Sir 44,16; 49,16). De Elías leemos que “aparecióun carro de fuego y caballos de fuego que separó a los dos [a Elías de Eliseo]. Y Elías subió al cielo en un torbellino”. No podemos dudar, pues, que ambos fueron llevados por Dios con sus cuerpos, preservados de la muerte. San Agustín decía sobre ellos: “Vivunt Henoch et Elias; translati sunt; ubicumque sunt, vivunt” (“Enoc y Elías viven; fueron llevados, de modo que donde sea que estén, viven”; Sermón 29,11). Sin embargo, esto no significa necesariamente que ninguno de ellos deba jamás morir; en efecto, desde Tertuliano en adelante, el sentir del pueblo cristiano ha creído que los “dos testigos” de Ap 11,3ss serán precisamente Enoc y Elías, que vendrán al fin de los tiempos como predicadores de conversión, y que ofrecerán sus vidas como mártires en la lucha contra el Anticristo. De todos modos, esta opinión no es compartida por todos los Padres de la Iglesia (así por ejemplo San Jerónimo).
2. Los “sobrevivientes”. Se trata de los justos que vivirán al momento de la segunda venida del Señor. La Escritura parece enseñar que estos adquirirán la cualidad de los resucitados in-mediatamente, es decir, sin pasar por la muerte. De las cartas de San Pablo mencionaremos dos pasajes. En el primero (1 Cor 15,51) leemos: “no todos nos dormiremos, pero todos seremos transformados”. El segundo testimonio (1 Tes 4,14ss) es aún más claro: “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con Él a los que durmieron en Jesús … nosotros los que estemos vivos y que permanezcamos hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron … y los muertos en Cristo se levantarán primero; entonces nosotros, los que estemos vivos y que permanezcamos, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes al encuentro del Señor en el aire, y así estaremos con el Señor siempre”. Estos textos de San Pablo han suscitado, desde la antigüedad, opiniones diversas. San Juan Crisóstomo y San Jerónimo, por una parte, piensan que los cuerpos de los justos que aún vivan serán inmediatamente transformados, sin tener que pasar por la muerte; esta es la doctrina más común en la Iglesia. Por otra parte San Ambrosio y San Agustín piensan que la última generación deberá pasar por un cierto “dormir” antes de ir al encuentro del Señor: de este modo se salvaría la ley universal de la muerte, a la que están sujetos “todos los hombres”, como hemos visto. En otras palabras, “no todos dormiremos” se interpretaría como “no todos dormiremos el largo sueño que la mayoría de los muertos duermen”, sino que seremos muertos e inmediatamente resucitados. Finalmente, algunos prefieren decir que cuando Pablo dice “nosotros los que vivimos” debe tomarse en el sentido condicional, permitido por la gramática de la oración griega: “si nosotros vivimos para ese entonces…”
Estamos pues delante de una cuestión cuya explicación no ha alcanzado unanimidad, al menos hasta el momento. De cualquier modo que se interprete el texto, queda claro el principio, a saber, por naturaleza todos los hombres deben someterse a la ley de la muerte; esto no impide que algunos, por designio divino, no deban de hecho atravesar la muerte para estar con el Señor.
En este contexto podemos agregar también el caso de María, la Madre de Jesús. No sabemos si murió o no; sabemos que fue llevada a los cielos en cuerpo y alma. ¿La preservó el Señor de la muerte, o la resucitó? Si bien Dios, en su infinita omnipotencia y sabiduría, podía hacer de una u otra manera, la doctrina más común es que María realmente murió, como Jesús, y fue luego resucitada. Su “dormir” fue “muy breve”. ¿Tal vez una imagen del “breve dormir” de los justos de la última generación, de la que hablaba San Agustín?
b) La Escritura nos enseña que la muerte es castigo-consecuencia del pecado. Esta es una doctrina claramente enseñada por la Iglesia ya en los primeros siglos: nuestros primeros padres, en la situación paradisíaca, estaban dotados de inmortalidad física; la muerte les fue dada como castigo por el pecado cometido. (Se puede ver Denzinger-Shönmetzer 222 y 372; también 1512 y 1521).
Así aparece claramente en las Escrituras. Dios advirtió a nuestros primeros padres que, de transgredir ellos el mandato que les había dado, morirían (ver Gen 2,17 y 3,19). “Dios no creó la muerte” (Sab 1,13), sino que esta entró en el mundo “por la envidia del diablo” (Sab 2,24). Dado que el pecado de nuestros primeros padres implicó a todo el género humano, por ello pudo decir San Pablo que “por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte” (Rom 5,12). Por ello “el salario del pecado es la muerte” (Rom 6,23). En otras palabras, “en Adán todos murieron” (1 Cor 15,22).
Los Padres de la Iglesia son unánimes en predicar la relación causa-efecto que existe entre el pecado y la muerte. Buen ejemplo es San Agustín en su trabajo contra Juliano, en el cual resume la posición de los Padres anteriores a él.
¿Qué decir de la Salvación que nos trajo Cristo? Por cierto que la obra salvadora de Cristo produce, para el que cree, la cancelación de la muerte ética del alma, es decir, del pecado, y en consecuencia conlleva también la cancelación de la “muerte segunda”, es decir, de la condenación eterna. Pero Cristo no devolvió al género humano el don preternatural (del que gozaban nuestros primeros padres antes de la caída) de la inmortalidad física (ver Rom 5,17ss). Por el Bautismo, sin embargo, la muerte pierde su valor de castigo, ya que en los justificados no queda nada que merezca la condenación. El Concilio de Trento lo enseña de este modo:
“Dios por cierto nada aborrece en los que han renacido; pues cesa absolutamente la condenación respecto de aquellos, que sepultados en realidad por el bautismo con Jesucristo en la muerte (Rom 6,4), no viven según la carne (Rom 8,1), sino que despojados del hombre viejo, y vestidos del nuevo, que está creado según Dios (Ef 4,22ss; Col 3,9s), pasan a ser inocentes, sin mancha, puros, sin culpa, y amigos de Dios, sus herederos y partícipes con Jesucristo de la herencia de Dios (Rom 8,17).” (Denzinger-Shönmetzer 1515)
Pablo proclama: “No hay condenación alguna para los que están en Cristo Jesús” (Rom 8,1)
¡Pero los justificados en Cristo Jesús también mueren! Si, pero la muerte en ellos no es el castigo de sus pecados, sino que adquiere el carácter de “consecuencia” de la situación actual de pecado: Dios no los libra de la muerte física por un sabio designio de su voluntad para prueba y purificación de sus elegidos. Solo en Cristo y María la muerte no tuvo ni el carácter de castigo por el pecado ni tampoco fue una consecuencia del mismo.
c) La Escritura nos enseña que con la muerte termina definitivamente para el tiempo de merecer o de desmerecer. La situación de los que mueren es ya definitiva: ellos han llegado al fin de sus carreras. Y esto es así por la naturaleza misma del ser humano: mientras vivimos en el cuerpo, podemos elegir, arrepentirnos, volver atrás. No así cuando el espíritu se separa del cuerpo, ya que entonces el espíritu se decide de modo irreversible a favor o en contra de Dios. El espíritu humano continúa usando de su libertad, pero la nueva condición le permite que sus decisiones sen irrevocablemente perdurables, de modo similar como sucede con los ángeles: ellos “decidieron” por Dios o contra Dios (estos últimos se convirtieron en demonios) y esta decisión, tanto para unos como para otros, es irreversible, aunque mantengan ambos su libre voluntad.
A esta enseñanza se oponen los sostenedores de la doctrina de la reencarnación (o metempsicosis) y de la doctrina de la apocatástasis (conversión final de todos los demonios y condenados).
La reencarnación de las almas es una doctrina que proviene, probablemente, del Hinduismo, pasando por Grecia (Pitágoras, Platón, neoplatónicos…). Según esta doctrina, el alma emigraría, después de la muerte, hacia otro cuerpo, sea éste de la misma raza o de otra raza, de un animal o de una planta, de nivel alto o bajo en la escala de seres vivos, cuerpo sano o enfermo, dependiendo siempre de los méritos (buen comportamiento) que haya adquirido en la vida anterior. Este proceso continuaría hasta que, totalmente purificada, el alma alcanzaría la libertad con respecto a toda corporalidad y sería de este modo completamente feliz. Hoy en día esta doctrina es mantenida también por el Budismo y por otras corrientes, generalizadas con el nombre de New Age.
La apocatástasis (del griego = restauración, reparación) fue mantenida, muy probablemente, por Orígenes. Según esta enseñanza, todos los espíritus, almas y demonios, purificados en el más allá, terminarían contemplando a Dios en la gloria del Paraíso. Esta doctrina, subrayada sobre todo por los seguidores de Orígenes, no encuentra sostenedores entre los demás Padres.
La Iglesia condenó la enseñanza de la apocatástasis o salvación universal ya en el sínodo de Constantinopla del 543 (Denzinger-Schönmetzer 411). En muchas otras ocasiones la Iglesia confirmó en su enseñanza oficial la eternidad, sea del premio (“cielo”) sea del castigo (“infierno”).
La Sagrada Escritura, usando de serias y repetidas advertencias, exhorta a usar el tiempo presente para hacer lo que es bueno y recto. Así en el Antiguo Testamento como en el Nuevo (ver particularmente Mt 24,42-46; 25,13ss; Mc 13,35ss; Lc 12,40; comparar estos textos con Ap 16,15). En la parábola de Lázaro y el rico (Lc 16,19) se proclama que, luego de la vida en esta tierra, la distancia entre los que están “en el seno de Abraham” y los que están en el “los tormentos” es una distancia “infranqueable”, es decir, no hay posibilidad de “conversión” (Abraham le recuerda el rico en tormentos: “hay un gran abismo puesto entre nosotros y vosotros, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros no puedan, y tampoco nadie pueda cruzar de allá a nosotros”). Pablo enseña a los Corintios (2 Cor 5,10) que cada uno recibirá del Señor la recompensa “por sus hechos estando en el cuerpo, de acuerdo con lo que hizo, sea bueno o sea malo”.
Queda pues claro que “mientras estamos en el cuerpo” merecemos o desmerecemos. ¿Existe alguna posibilidad de re-encarnarnos en otros seres antes de llegar a nuestro destino definitivo? No, “pues está decretado que los hombres mueran una sola vez y después del juicio” (Heb 9,27).
El Catecismo de la Iglesia Católica trae los siguientes textos cuando nos enseña sobre la muerte; queremos terminar este pequeño trabajo con sus mismas palabras (números 1005-1014):
MORIR EN CRISTO JESÚS
Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario “dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor” (2 Cor 5, 8). En esta “partida” (Flp 1, 23) que es la muerte, el alma se separa del cuerpo. Se reunirá con su cuerpo el día de la resurrección de los muertos.
La muerte
“Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre”. En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es “salario del pecado” (Rom 6, 23) . Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección.
La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como el desenlace normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida: “Acuérdate de tu Creador en tus días mozos…, mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio” (Qo 12, 1.7).
La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre. Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado. “La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado”, es así “el último enemigo” del hombre que debe ser vencido.
La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella, la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición.
El sentido de la muerte cristiana
Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21). “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él” (2 Tim 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:
“Para mí es mejor morir en (“eis”) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a El, que ha muerto por nosotros; lo quiero a El, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima… Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre”. (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, 6,1-2)
En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: “Deseo partir y estar con Cristo” (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo:
“Mi deseo terreno ha sido crucificado…; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí “ven al Padre”. (San Ignacio de Antioquia, Carta a los Romanos, 7,2)
“Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir. Yo no muero, entro en la vida.” (Santa Teresa de Jesús, Vida, 1)
La visión cristiana de la muerte (ver 1 Tes 4,13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia:
“La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. (Misal Romano, Prefacio de la Misa de Difuntos).
La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Heb 9, 27). No hay “reencarnación” después de la muerte.
La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte (“De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor”: antiguas Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros “en la hora de nuestra muerte” (Avemaría), y a confiarnos a san José, patrono de la buena muerte:
“Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿Cómo lo estarás mañana?” (Imitación de Cristo, I,23,1)
“Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!”
(San Francisco de Asís, Cántico de las Criaturas).
Tomado de Apologetica.org