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El Sacramento de la Penitencia en la historia

Sacramento de la Penitencia

La penitencia es “un Sacramento de la Nueva Ley instituida por Cristo donde es otorgado perdón por los pecados cometidos luego del bautismo a través de la absolución del sacerdote a aquellos que con verdadero arrepentimiento confiesan sus pecados y prometen dar satisfacción por los mismos. Es llamado un ‘sacramento’ y no una simple función o ceremonia porque es un signo interno instituido por Cristo para impartir gracia al alma. Como signo externo comprende las acciones del penitente al presentarse al sacerdote y acusarse de sus pecados, y las acciones del sacerdote al pronunciar la absolución e imponer la satisfacción”  (Enciclopedia Católica).

Es importante hacer notar que “la confesión no es realizada en el secreto del corazón del penitente tampoco a un seglar como amigo y defensor, tampoco a un representante de la autoridad humana, sino a un sacerdote debidamente ordenado con la jurisdicción requerida y con el poder de llaves es decir, el poder de perdonar pecados que Cristo otorgó a Su Iglesia” (Enciclopedia Católica). La finalidad del presente estudio consiste en profundizar en el sustento bíblico e histórico del Sacramento, analizar a la luz de esta evidencia los errores introducidos a raíz de la Reforma Protestante, así como las distorsiones históricas que se manejan en las denominaciones surgidas de esta, al punto de llegar a convertirse en una historia alternativa completamente diferente a la real.

El fundamento bíblico

La facultad que tiene la Iglesia para conceder en nombre de Dios el perdón de los pecados proviene del mismo Cristo quien confirió esta facultad a sus apóstoles al decirles “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.” Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.” (Juan 20, 21-23). También dijo a Pedro “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mateo 16, 19) y a los apóstoles “Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.” (Mateo 18, 18)

El significado de atar y desatar no se limita a la autoridad de definir que es lícito y que no en cuando a doctrina, sino también a la facultad de conceder el perdón de los pecados, ya que el poder otorgado aquí no es limitado: “todo lo que atéis”“todo lo que desatéis”, poder que a su vez es confirmado explícitamente por Cristo al permitir perdonar o retener los pecados.

Objeciones protestantes

Existen numerosas objeciones de parte de las diferentes denominaciones protestantes respecto al Sacramento de la Penitencia. El protestantismo en general declara que no es necesaria la intervención humana para que Dios perdone el pecado y que este debe ser confesado en privado sólo a Dios.

Un ejemplo lo he tomado del Manual Práctico Para la Obra del Evangelismo Personal donde se afirma:

“no hallamos en las Santas Escrituras ni una sola línea en que ordene al cristianismo confesar sus pecados ante un hombre” (Manual Práctico para la Obra del Evangelismo Personal, pub. Iglesia de Dios (Israelita))

Otro ejemplo lo tenemos en los comentarios de uno de los numerosos apologistas aficionados del protestantismo en el Internet, quien escribe con más entusiasmo que sapiencia:

“Jesucristo admitió implícitamente que el único que perdona los pecados es Dios (Marcos 2, 7 y Lucas 5, 21). Y el mismo apóstol Juan afirma que Dios es fiel y justo para perdonar los pecados—Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad—(1 Juan 1, 8-9). Ni en este texto ni en ningún otro de la Escritura está registrado que algún apóstol obró de confesor o absolvió de pecados a algún cristiano.” (La confesión auricular, D. Sapia, pub. www.conocereislaverdad.org)

Este tipo de objeción comete el error de confundir a quien concede el perdón (Dios), con el medio que Dios utiliza para administrarlo (el sacerdote). El texto citado no entra en contradicción con la confesión del pecado ante el sacerdote o la iglesia, sino que lo deja implícito (parte de algo que ya se sabía—que a la Iglesia le fue otorgada la facultad de perdonar pecados—para darnos a entender que Dios es fiel y justo para perdonar a quien reconozca sus faltas. Esto se hace más claro si se analiza el contexto entero. El versículo anterior dice: “Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos” lo que complementa el siguiente “[pero] si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos”. El texto es en sí una exhortación al reconocimiento de las propias faltas (en vez de negarlas) y nunca una excusa o aval para confesar nuestros pecados directamente a Dios.

También es incorrecto afirmar que Cristo admitió que sólo Dios perdona el pecado. La Escritura señala que Él tiene facultad para hacerlo, sin entrar en polémica sobre su divinidad: “Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados” (Mateo 9, 6). Luego, prueba a través de un milagro físico (el signo externo de la curación del paralítico) lo que es un verdadero milagro espiritual (la realidad interna del perdón del pecado). Así, en la conclusión de esta enseñanza se nos declara: “Y al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres.” (Mateo 9, 8). Es obvio que esto no se refiere a la sanidad física, que era la prueba tangible de un milagro mucho más portentoso, sino al milagro en sí de la curación espiritual del enfermo a través del perdón de sus pecados. Y aunque Cristo en ese momento hubiese querido reconocer eso implícitamente (cosa que no concedemos) esto tampoco tendría por qué impedir que Cristo posteriormente pudiera transmitir ese poder a sus apóstoles, tal como queda firmemente atestiguado en la Escritura.

Tampoco es cierto que ni ningún apóstol o ningún otro obró de confesor, o no existe en la Escritura la mención de confesar pecados a hombre alguno. Existen referencias bíblicas explícitas que echan por tierra estas afirmaciones demostrando que los pecadores arrepentidos no se limitaban a la confesión interior. El evangelio de Marcos narra cómo quienes acudían a Juan Bautista para ser bautizados le confesaban sus pecados “Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.” (Mateo 3, 6). Lo mismo se afirma de aquellos que, al convertirse, acudían a los apóstoles “Muchos de los que habían creído venían a confesar y declarar sus prácticas.” (Hechos 19, 18). Existe evidencia también de que el pecador no solamente debía confesar su pecado a Dios, sino a la Iglesia: “Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados.” (Santiago 5, 16)

Aunque no vemos en estos textos una confesión auricular como la conocemos hoy, podemos ver dos hechos claves: Cristo concedió a los apóstoles la facultad de perdonar pecados, y que el pecador no se limitaba a la confesión interior. ¿Cómo pudieran los apóstoles perdonar pecados secretos a menos que los fieles se los confesaran?

Es incorrecta también la objeción de que cuando en la Escritura se ordena confesar los pecados se refiere a pedir perdón a los hermanos que hemos ofendido. Si bien una ofensa es un pecado, no todos los pecados son ofensas al prójimo y reducir así el significado del texto es desvirtuar su significado real y completo del texto.

Cuando la Escritura habla de confesión de pecados no se refiere a pedir perdón a algún hermano por haberle ofendido. Compárese esta interpretación con Marcos 1, 5: “Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados” ¿Deberíamos interpretar que toda la gente de Judea y Jerusalén había ofendido a Juan el bautista?. Si lo aplicamos a Hechos 19, 18 “Muchos de los que habían creído venían a confesar y declarar sus prácticas” ¿deberíamos interpretar que todos los nuevos conversos habían ofendido a los apóstoles? Note que el texto aquí es particularmente claro, porque habla de confesar y declarar “sus prácticas”, no sus ofensas. Recordemos también que el primer ofendido por nuestros pecados es Dios, pues todo pecado es primeramente una violación de la justicia divina.

Evidencia de la Reconciliación en el Antiguo Testamento

La realidad sacramental de la Iglesia es precedida en la historia por su modelo profético, la Ley Mosaica. En ella vemos (Levítico cc. 4 y 5) que Dios exigía un sacrificio ceremonial por los pecados cometidos. El sacrificio se realizaba en el Tabernáculo (luego en el Templo) y delante de los sacerdotes, lo cual en sí es una admisión pública por el pecado. El ejercicio de estas ceremonias no solo era público y además enseñaba a los pecadores la inevitable consecuencia del pecado: la muerte. El animal que se sacrificaba moría en lugar del pecador. El modo de ejecución de dichos sacrificios es un equivalente del Sacramento de la Reconciliación que no se puede negar y en el que tanto el sacerdote como el fiel tienen una participación claramente definida.

Si es una persona del pueblo la que peca inadvertidamente y se ha hecho culpable, cometiendo una falta contra alguna de las prohibiciones contenidas en los mandamientos del Señor, una vez que se le haga conocer el pecado que ha cometido, presentará como ofrenda por la falta cometida, una cabra hembra y sin defecto. Impondrá su mano sobre la cabeza de la víctima y la inmolará en el lugar del holocausto. Después el sacerdote mojará su dedo en la sangre, la pondrá sobre los cuernos del altar de los holocaustos y derramará el resto de la sangre sobre la base del altar. Luego quitará toda la grasa de la víctima, como se hace en los sacrificios de comunión, y la hará arder sobre el altar, como aroma agradable al Señor. De esta manera, el sacerdote practicará el rito de expiación en favor de esa persona, y así será perdonada. Si lo que trae como ofrenda por el pecado es un cordero, deberá ser hembra y sin defecto. Impondrá su mano sobre la cabeza de la víctima y la inmolará en el lugar donde se inmolan los holocaustos. Luego el sacerdote mojará su dedo en la sangre de la víctima, la pondrá sobre los cuernos del altar de los holocaustos, y derramará toda la sangre sobre la base del altar. Después quitará toda la grasa del animal, como se quita la grasa del cordero en los sacrificios de comunión, y la hará arder sobre el altar, junto con las ofrendas que se queman para el Señor. De esta manera, el sacerdote practicará el rito de expiación en favor de esa persona, por el pecado que cometió, y así será perdonada. (Levítico 4, 27-35)

Evidencia histórica

Existe una gran variedad de distorsiones históricas respecto al sacramento de la penitencia entre las denominaciones protestantes. Algunos ven la confesión auricular (componente importante del Sacramento) como un invento del segundo milenio. Un ejemplo de este tipo de distorsiones lo tenemos en el “Manual práctico para la obra del evangelismo personal” ya citado el cual a este respecto afirma:

“La confesión auricular a los sacerdotes fue oficialmente establecida en la Iglesia romana en el año de 1215. Más tarde en el Concilio de Trento, en 1557, pronunció maldiciones sobre todos aquellos que habían leído la Biblia lo suficiente para hacer a un lado la confesión auricular.” (Manual Práctico para la Obra del Evangelismo Personal, pub. Iglesia de Dios (Israelita)).

Es importante aclarar que las definiciones dogmáticas de los concilios no pueden interpretarse como que de alguna manera se está introduciendo una nueva doctrina. Estas suelen ocurrir cuando alguna verdad fundamental es cuestionada o necesita ser definida claramente para bien de los fieles.

Es importante aclarar que aunque la confesión auricular como la conocemos hoy pudo haber ido desarrollándose en su forma exterior a través del tiempo. Veremos que su esencia, radica en el hecho reconocido de la reconciliación del pecador por medio de la autoridad de la Iglesia. Y que ese hecho es parte del legado de la Iglesia, habiendo existido desde que Cristo otorgó dicho poder a los apóstoles. Comprobaremos que la disciplina penitencial, incluida la confesión de los pecados ante el sacerdote y ante la Iglesia, existe desde tiempos apostólicos.

Examinemos la Didajé (60-160 d.C) considerada uno de los más antiguos escritos cristianos no-canónicos y que antecede por mucho a la mayoría de los escritos del Nuevo Testamento. Estudios recientes señalan una posible fecha de composición anterior al 160 d.C. Es un excelente testimonio del pensamiento de la Iglesia primitiva. Dicho documento es particularmente insistente en requerir la confesión de los pecados antes de recibir la Eucaristía.

“En la reunión de los fieles confesarás tus pecados y no te acercarás a la oración con conciencia mala.” (Didajé IV, 14. Padres Apostólicos, Daniel Ruiz Bueno, pág.. 82. pub. B.A.C 65)

En la Didajé tenemos un temprano testimonio histórico opuesto a la posición protestante de confesar los pecados directamente a Dios.

Testimonio de Orígenes (185-254 d.C)

Orígenes fue padre de la Iglesia, teólogo y comentarista bíblico. Vivió en Alejandría hasta el 231, pasó los últimos veinte años de su vida en Cesárea del Mar, Palestina y viajando por el Imperio Romano. Fue el mayor maestro de la doctrina cristiana en su época y ejerció una extraordinaria influencia como intérprete de la Biblia.

Afirma que luego del bautismo hay medios para obtener el perdón de los pecados cometidos luego de este. Entre ellos enumera la penitencia.

Además de esas tres hay también una séptima [razón] aunque dura y laboriosa: la remisión de pecados por medio de la penitencia, cuando el pecador lava su almohada con lágrimas, cuando sus lágrimas son su sustento día y noche, cuando no se retiene de declarar su pecado al sacerdote del Señor ni de buscar la medicina, a la manera del que dice “Ante el Señor me acusaré a mi mismo de mis iniquidades, y tú perdonarás la deslealtad de mi corazón.” (“… dura et laboriosa per poenitentiam remissio peccatorum, cum lavat peccator in lacrymis stratum suum et fiunt ei lacrymae suae panes die ac nocte, et cum non erubescit sacerdoti domini indicare peccatum suum et quaerere medicinam.” Citado en inglés en The Faith of the Early Fathers, Vol. 1 pp. 207. William A. Jurgens. Publ. Liturgical Press, 1970. Collegeville, Minnesota. Homilías Sobre los Salmos 2, 4.)

Así Orígenes admite una remisión de pecados a través de la penitencia y la confesión ante un sacerdote. Afirma que es el sacerdote quien decide si los pecados deben ser confesados también en público.

“Observa con cuidado a quién confiesas tus pecados; pon a prueba al médico para saber si es débil con los débiles y si llora con los que lloran. Si él creyera necesario que tu mal sea conocido y curado en presencia de la asamblea reunida, sigue el consejo del médico experto.” (Homilías Sobre los Salmos 37, 2, 5)

También reconoce que todos los pecados pueden ser perdonados:

“Los cristianos lloran como a muertos a los que se han entregado a la intemperancia o han cometido cualquier otro pecado, porque se han perdido y han muerto para Dios. Pero, si dan pruebas suficientes de un sincero cambio de corazón, son admitidos de nuevo en el rebaño después de transcurrido algún tiempo (después de un intervalo mayor que cuando son admitidos por primera vez), como si hubiesen resucitado de entre los muertos” (Contra Celsum 3, 50: EH 253)

Declaraciones de Tertuliano

Estrictamente hablando Tertuliano no es considerado un padre de la Iglesia, sino un apologeta y escritor eclesiástico, ya que al final de su vida cae en herejía abrazando el montanismo. Sin embargo fue muy leído antes de su abandono de la Iglesia Católica. Tanto en su periodo ortodoxo como en su periodo herético tenemos en Tertuliano un testigo sin igual que nos informa sobre la práctica primitiva de la penitencia en la Iglesia.

Cuando escribe De paenitentia (aproximadamente en el año 203 d.C. siendo todavía católico). Habla aquí de una segunda penitencia que Dios “ha colocado en el vestíbulo para abrir la puerta a los que llamen, pero solamente una vez, porque ésta es ya la segunda” (De Paenitentia, c.7)

En los textos de Tertuliano se ve un entendimiento diáfano de cómo el creyente que ha caído en pecado luego del bautismo tiene necesidad del Sacramento de la Penitencia y expresa el temor de que éste sea mal entendido por los débiles como un medio para seguir pecando y obtener nuevamente el perdón:

” ¡Oh Jesucristo, Señor mío!, concede a tus servidores la gracia de conocer y aprender de mi boca la disciplina de la penitencia, pero en tanto en cuanto les conviene y no para pecar; con otras palabras, que después (del bautismo) no tengan que conocer la penitencia ni pedirla. Me repugna mencionar aquí la segunda, o por mejor decir, en este caso la última penitencia. Temo que, al hablar de un remedio de penitencia que se tiene en reserva, parezca sugerir que existe todavía un tiempo en que se puede pecar” (De Paenitentia, c.7). Tertuliano habla de “pedir” la penitencia, descartando la posibilidad de limitarse a una confesión directa con Dios. Esto lo explica

Tertuliano detalladamente cuando afirma que para alcanzar el perdón el penitente debe someterse a la έξομολόγησις, o confesión pública, y adicionalmente cumplir los actos de mortificación (capítulos 9-12).

El Testimonio de Tertuliano prueba también que la penitencia terminaba tal como hoy en día como una absolución oficial, luego de haber confesado el pecado:

“rehúyen este deber como una revelación pública de sus personas, o que lo difieren de un día para otro”“¿Es acaso mejor ser condenado en secreto que perdonado en público?” En el capítulo XII habla de la eterna condenación que sufren quienes no quisieron usar esta segunda “planca salutis”.

En su periodo montanista Tertuliano niega a la Iglesia el poder de perdonar los pecados graves (adulterio y fornicación) afirmando que dicho perdón lo obtuvo sólo Pedro y negando que éste lo trasmitiera a la Iglesia. Las razones de esta negativa no son las razones de los protestantes de hoy, sino mas bien el carácter riguroso de la doctrina montanista que afirmaba que dichos pecados eran imperdonables.

Es así como se retracta de lo escrito por el mismo escribiendo De Pudicitia (Sobre la Modestia) cuando se ve impelido al enfrentarse a un obispo al que llama Pontifex Maximus y Episcopus Episcoporum (muy posiblemente el Papa Calixto) en virtud a un edicto donde escribe “Perdono los pecados de adulterio y fornicación a aquellos que han cumplido penitencia” confirmando así el poder de la Iglesia de perdonar pecados aun si se trata de adulterio y fornicación. Este edicto es otra evidencia de la posición oficial de la Iglesia que tiene conciencia del poder recibido de Cristo para otorgar el perdón los pecados.

Deja así Tertuliano su testimonio hostil sobre la práctica de la Iglesia pre-nicena:

“Y deseo conocer tu pensamiento, saber qué fuente te autoriza a usurpar este derecho para la “Iglesia.” Sí, porque el Señor dijo a Pedro: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, “ “a ti te he dado las llaves del reino de los cielos, “ o bien: “Todo lo que desatares sobre la tierra, será desatado; todo lo que atares será atado”; tú presumes luego que el poder de atar y desatar ha descendido hasta ti, es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro, ¡Qué audacia la tuya, que perviertes y cambias enteramente la intención manifiesta del Señor, que confirió este poder personalmente a Pedro!” (De Pudicitia, c.21)

Registro de San Cipriano (258 d.C)

San Cipriano nació hacia el año 200, probablemente en Cartago, de familia rica y culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado con la pureza de costumbres de los cristianos, le indujo a abrazar el cristianismo hacia el año 246 d.c. Poco después, en 248 d.C., fue elegido obispo de Cartago.

San Cipriano es un claro expositor de la conciencia de la Iglesia de haber recibido de Cristo el poder de perdonar pecados. Combate así la herejía de Novaciano, quien negaba que hubiera perdón para quienes en tiempo de persecución hubieran renegado de la fe (los lapsi). Así, en De opere et eleemosynis dice que quienes han pecado luego de haber recibido Bautismo pueden volver a obtener el perdón cualquiera que sea el pecado.

También deja un testimonio claro del deber de confesar el pecado mientras haya tiempo y mientras esta confesión pueda ser recibida por la Iglesia:

“Os exhorto, hermanos carísimos, a que cada uno confiese su pecado, mientras el que ha pecado vive todavía en este mundo, o sea, mientras su confesión puede ser aceptada, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por los sacerdotes son aún agradables a Dios.” (De Lapsi 28; Epistolae 16, 2)

Enseñanza de San Hipólito Mártir (ca. 235 d.C.)

Se desconoce el lugar y fecha de su nacimiento, aunque se sabe fue discípulo de San Ireneo de Lyon. Su gran conocimiento de la filosofía y los misterios griegos, su misma psicología, indica que procedía del Oriente. Hacia el año 212 d.C. era presbítero en Roma, donde Orígenes—durante su viaje a la capital del Imperio—le oyó pronunciar un sermón.

Con ocasión del problema de la readmisión en la Iglesia de los que habían apostatado durante alguna persecución, estalló un grave conflicto que le opuso al Papa Calixto, pues Hipólito se mostraba rigorista en este asunto, aunque no negaba la potestad de la Iglesia para perdonar los pecados. Tan fuerte fue el enfrentamiento que Hipólito se separó de la Iglesia y, elegido obispo de Roma por un reducido círculo de partidarios, convirtiéndose así en el primer antipapa de la historia. El cisma se prolongó tras la muerte de Calixto, durante el pontificado de sus sucesores Urbano y Ponciano. Terminó en el año 235 d.C., con la persecución de Maximiano, que desterró al Papa legítimo (Ponciano) y a Hipólito a las minas de Cerdeña, donde se reconciliaron. Allí los dos renunciaron al pontificado, para facilitar la pacificación de la comunidad romana, que de este modo pudo elegir un nuevo Papa y dar por terminado el cisma. Tanto Ponciano como Hipólito murieron en el año 235 d.C.

Hipólito es un excelente testimonio cómo la Iglesia estaba consiente de su propia autoridad de perdonar pecados, ya que, aun siendo intransigente, no llega a negar la facultad de la Iglesia para la absolución. Evidencia de esto la hay en La Tradición ApostólicaΑποστολική παράδοσις, donde nos deja un testimonio indiscutible cuando reproduce allí la oración para la consagración de un obispo:

“Padre que conoces los corazones, concede a este tu siervo que has elegido para el episcopado… que en virtud del Espíritu del sacerdocio soberano tenga el poder de “perdonar los pecados” (facultatem remittendi peccata) según tu mandamiento; que “distribuya las partes” según tu precepto, y que “desate toda atadura” (solvendi omne vinculum iniquitatis), según la autoridad que diste a los Apóstoles”

Particularmente importante este testimonio, ya que La Tradición apostólica es la fuente de un gran número de constituciones eclesiásticas orientales, lo que confirma que dicha conciencia estaba extendida a lo largo de la Iglesia.

Las Constituciones Apostólicas del Siglo IV

Al igual que en la Tradición Apostólica de San Hipólito, las constituciones apostólicas escritas en Siria el siglo IV incluyen una oración similar en la ordenación del obispo:

“Otórgale, Oh Señor todopoderoso, a través de Cristo, la participación en Tu Santo Espíritu para que tenga el poder para perdonar pecados de acuerdo a Tu precepto y Tu orden, y soltar toda atadura, cualquiera sea, de acuerdo al poder el cual Has otorgado a los Apóstoles.” (Constitutione Apostolica VIII, 5 p. i., 1. 1073)

San Basilio el Grande (330-379 d.C.)

Obispo de Cesárea, y preeminente clérigo del siglo IV. Es santo de la Iglesia Ortodoxa y contado entre los Padres de la Iglesia.

Quasten comenta que aunque K. Holl opina que fue San Basilio quien introdujo la confesión auricular en el sentido católico, como confesión regular y obligatoria de todos los pecados, aun de los más secretos (Enthusiasmus p.257; 2.a ed. 267). Añade tambien: “Su error, empero, está en identificar la Confesión Sacramental con la “confesión monástica” que era simplemente un medio de disciplina y de dirección espiritual y no implicaba reconciliación ni absolución sacramental. En su Regla (Regulae fusius tractae 25, 26 y 46) San Basilio ordena que el monje tiene que descubrir su corazón y confesar todas sus ofensas, aun sus pensamientos más íntimos, a su superior o a otros hombres probos “que gozan de la confianza de los hermanos.” En este caso, el puesto del superior puede ocuparlo alguno que haya sido elegido como representante suyo. No hay la menor indicación de que el superior o su sustituto tengan que ser sacerdotes. Se puede decir, pues, que Basilio inauguró lo que se conoce bajo el nombre de “confesión monástica” pero no así la confesión auricular, que constituye una parte esencial del Sacramento de la Penitencia.”

Comenta también Quasten:

“De sus cartas canónicas (cf. supra, p.234) se deduce que seguía todavía en vigor la disciplina que había existido en las iglesias de Capadocia desde los tiempos de Gregorio Taumaturgo. La expiación consistía en la separación del penitente de la asamblea cristiana (Capítulo VII).. En la Epístola canónica menciona cuatro grados: el estado de “los que lloran,” cuyo puesto estaba fuera de la iglesia, προίσκλαυσις, el estado de “los que oyen”, que estaban presentes para la lectura de la Sagrada Escritura y para el sermón, άκρόασης, el estado de “los que se postran”, que asistían de rodillas a la oración, υπόσταση, por último, el estado de quienes “estaban de pie” durante todo el oficio, pero no participaban en la comunión σύστασις.”

San Ambrosio de Milán (340-396 d.C.)

Es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina. Nació hacia 340 d.c. en Tréveris, pero fue criado en Roma. Fue elegido obispo de Milán en 374 d.c. En el 387 D.c. bautizó a San Agustín de Hipona. Se hizo popular por la firmeza de que diera pruebas en 390 d.C. ante el emperador Teodosio, a quien prohibió el acceso a sus iglesias después de las matanzas de Tesalónica, hasta que el emperador hizo pública penitencia. Murió en Milán en 396 d.C.

Compuso entre el 384 d.C. y el 394 d.C. , De Paenitentia, que es un tratado no homilético en dos libros, en el cual Ambrosio refuta las afirmaciones de los novacianos acerca de la potestad de la Iglesia de perdonar pecados y facilita noticias de particular interés para conocer la practica penitencial de la Iglesia de Milán en el siglo IV.

“Profesan mostrando reverencia al Señor reservando sólo a El el poder de perdonar pecados. Mayor error no puede ser que el que cometen al buscar rescindir de Sus órdenes echando abajo el oficio que El confirió. La Iglesia Lo obedece en ambos aspectos, al ligar el pecado y al soltarlo; porque el Señor quiso que ambos poderes deban ser iguales.” (De poenitentia, I, ii, 6)

Enseña que este poder es una función del sacerdocio y que este puede perdonar todos los pecados:

“Pareciera imposible que los pecados deban ser perdonados a través de la penitencia; Cristo otorgó este (poder) a los apóstoles y de los Apóstoles ha sido transmitido al oficio de los sacerdotes.” (Op.cit., II, ii, 12)

“El poder de perdonar se extiende a todos los pecados: “Dios no hace distinción; Él prometió misericordia para todos y a Sus sacerdotes les otorgó la autoridad para perdonar sin ninguna excepción.” (Op.cit., I, iii, 10)

San Agustín de Hipona (354-430 d.C.)

Considerado como uno de los más grandes padres de la Iglesia por su notable y perdurable influencia en el pensamiento de la Iglesia. Nacido en el año 354 d. C. llegó a ser, no sólo obispo de Hipona, sino uno de los más grandes teólogos que el mundo ha conocido y uno de los primeros doctores de la Iglesia. Intervino en las controversias que los cristianos sostuvieron con los maniqueos, donatistas, pelagianos, arrianos y paganos. Muere el 430 d.C., dejando tras de sí una gran cantidad de obras, parte de un legado que perdura hasta hoy.

Escribe contra aquellos que niegan quela Iglesia hubiera recibido el poder de perdonar pecados:

“No escuchemos a aquellos que niegan que la Iglesia de Dios tiene poder para perdonar todos los pecados.” (De agonia Christi, III)

Para finalizar citaremos brevemente otros testimonios claros. San Pacián, Obispo de Barcelona (m. 390 d.C.) escribe respecto al perdón de los pecados:

“Este que tú dices, sólo Dios lo puede hacer. Bastante cierto: pero cuando lo hace a través de Sus sacerdotes es Su hacer de Su propio poder” (Epístola I ad Simpron, 6 en P.L., XIII, 1057). San Atanasio (295-373 d.C.) escribe “Así como el hombre bautizado por el sacerdote es iluminado por la Gracia del Espíritu Santo, así también aquel quien en penitencia confiesa sus pecados, recibe a través del sacerdote el perdón en virtud de la gracia de Cristo.” (Fragmentum contra Novatum pag. XXVI, 1315)

Estas evidencias demuestran que la Iglesia ha tenido siempre la conciencia plena de haber recibido de Cristo la facultad de perdonar pecados y considera este don como parte del depósito de la fe. Sorprendentemente tanto los padres de Oriente como de Occidente interpretan las palabras de Cristo tal como lo hacemos los católicos casi veinte siglos después. Es evidente, por lo tanto, que el Concilio de Trento solamente se hace eco de lo que ya la Iglesia enseñaba en contra de los herejes de los primeros siglos, los cuales, en su gran mayoría, ni siquiera defendían la posición protestante de hoy, ya que la gran mayoría de ellos no rechazaba que la Iglesia hubiera recibido tal facultad.

Autor: José Miguel Arráiz

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