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San Gregorio de Nisa

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Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis he hablado de dos grandes doctores de la Iglesia del siglo IV, san Basilio y san Gregorio Nacianceno, obispo en Capadocia, en la actual Turquía. Hoy hablaremos de un tercero, el hermano de san Basilio, san Gregorio de Nisa, hombre de carácter meditativo, con gran capacidad de reflexión y una inteligencia despierta, abierta a la cultura de su tiempo. Fue un pensador original y profundo en la historia del cristianismo.

Nació alrededor del año 335. De su formación cristiana se encargaron especialmente su hermano san Basilio —definido por él “padre y maestro” (Ep. 13, 4:  SC 363, 198)— y su hermana santa Macrina. En sus estudios profundizó particularmente en la filosofía y la retórica. En un primer momento se dedicó a la enseñanza y se casó. Después, como su hermano y su hermana, se consagró totalmente a la vida ascética. Más tarde fue elegido obispo de Nisa, y se convirtió en pastor celoso, conquistando la estima de la comunidad. Acusado de malversaciones económicas por sus adversarios herejes, tuvo que abandonar por algún tiempo su sede episcopal, pero luego regresó triunfalmente (cf. Ep. 6:  SC 363, 164-170) y prosiguió la lucha por defender la auténtica fe.

Sobre todo tras la muerte de san Basilio, como recogiendo su herencia espiritual, cooperó en el triunfo de la ortodoxia. Participó en varios sínodos; trató de resolver los enfrentamientos entre las Iglesias; participó en la reorganización eclesiástica y, como “columna de la ortodoxia”, fue uno de los protagonistas del concilio de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo. Desempeñó varios encargos oficiales de parte del emperador Teodosio, pronunció importantes homilías y discursos fúnebres, y compuso varias obras teológicas. En el año 394 volvió a participar en un sínodo que se celebró en Constantinopla. Se desconoce la fecha de su muerte.

San Gregorio manifiesta con claridad la finalidad de sus estudios, el objetivo supremo al que orienta su trabajo teológico: no dedicar la vida a cosas banales, sino encontrar la luz que permita discernir lo que es verdaderamente útil (cf. In Ecclesiasten hom. 1:  SC 416, 106-146). Encontró en el cristianismo este bien supremo, gracias al cual es posible “la imitación de la naturaleza divina” (De professione christiana PG 46, 244 C). Con su aguda inteligencia y sus amplios conocimientos filosóficos y teológicos, defendió la fe cristiana contra los herejes que negaban la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo (como Eunomio y los macedonianos) o ponían en duda la perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la sagrada Escritura, reflexionando especialmente en la creación del hombre. La creación era para él un tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y en ella encontraba el camino hacia Dios.

Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a quien presenta como hombre en camino hacia Dios:  esta ascensión hacia el monte Sinaí se convierte para él en una imagen de nuestra ascensión en la vida humana hacia la verdadera vida, hacia el encuentro con Dios. Interpretó también la oración del Señor, el Padrenuestro, y las Bienaventuranzas.

En su “Gran discurso catequístico” (Oratio catechetica magna), expuso las líneas fundamentales de la teología, no para elaborar una teología académica cerrada en sí misma, sino para ofrecer a los catequistas un sistema de referencia para sus explicaciones, como una especie de marco en el que se mueve después la interpretación pedagógica de la fe.

San Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología no era una reflexión académica, sino la manifestación de una vida espiritual, de una vida de fe vivida. Como gran “padre de la mística” trazó en varios tratados —como el De professione christiana y el De perfectione christiana— el camino que los cristianos deben emprender para alcanzar la verdadera vida, la perfección.

Exaltó la virginidad consagrada (De virginitate), y propuso como modelo insigne la vida de su hermana santa Macrina, que fue para él siempre una guía, un ejemplo (cf. Vita Macrinae). Pronunció varios discursos y homilías, y escribió numerosas cartas. Comentando la creación del hombre, san Gregorio subraya que Dios, “el mejor de los artistas, forja nuestra naturaleza de manera que sea capaz del ejercicio de la realeza. Mediante la superioridad del alma, y por medio de la misma conformación del cuerpo, Dios hace que el hombre sea realmente idóneo para desempeñar el poder regio” (De hominis opificio 4:  PG 44, 136 B).

Pero constatamos que el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia abusa de la creación y no ejerce una verdadera realeza. Por eso, para desempeñar una verdadera responsabilidad con respecto a las criaturas, tiene que ser penetrado por Dios y vivir en su luz. En efecto, el hombre es un reflejo de la belleza original que es Dios:  “Todo lo que creó Dios era óptimo”, escribe el santo obispo. Y añade:  “Lo testimonia el relato de la creación (cf. Gn 1, 31). Entre las cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una belleza muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía ser tan bella como quien era semejante a la belleza pura e incorruptible? (…) Al ser reflejo e imagen de la vida eterna, era realmente bello, es más, bellísimo, con el signo radiante de la vida en su rostro” (Homilia in Canticum 12:  PG 44, 1020 C).

El hombre fue honrado por Dios y situado por encima de toda criatura:  “El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación. Sólo tú (alma humana) has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia, semejanza de la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad, receptáculo de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz, al contemplar la cual te conviertes en lo que él es, pues por medio del rayo reflejado que proviene de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que existe es tan grande que pueda ser comparado a tu grandeza” (Homilia in Canticum 2:  PG44, 805 D). Meditemos en este elogio del hombre. Veamos también cómo el hombre se ha degradado por el pecado. Y tratemos de volver a la grandeza originaria:  el hombre sólo alcanza su verdadera grandeza si Dios está presente.

Por tanto, el hombre reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina:  purificando su corazón, vuelve a ser, como al inicio, una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar (cf. Oratio catechetica6:  SC 453, 174). De este modo, el hombre, al purificarse, puede ver a Dios, como los puros de corazón (cf. Mt 5, 8):  “Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina. (…) Contemplándote a ti mismo, verás en ti a aquel que anhela tu corazón y serás feliz” (De beatitudinibus, 6:  PG 44, 1272 AB). Por consiguiente, hay que lavar las fealdades que se han depositado en nuestro corazón y volver a encontrar en nosotros mismos la luz de Dios.

Así pues, el hombre tiene como fin la contemplación de Dios. Sólo en ella podrá encontrar su satisfacción. Para anticipar en cierto modo este objetivo ya en esta vida, debe avanzar incesantemente hacia una vida espiritual, una vida en diálogo con Dios. En otras palabras —y esta es la lección más importante que nos deja san Gregorio de Nisa— la plena realización del hombre consiste en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que así resulta luminosa también para los demás, también para el mundo.

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Catequesis del 5 de Septiembre del 2007

Queridos hermanos y hermanas:

Os propongo algunos aspectos de la doctrina de san Gregorio de Nisa, de quien ya hablamos el miércoles pasado. Ante todo, san Gregorio de Nisa manifiesta una concepción muy elevada de la dignidad del hombre. El fin del hombre, dice el santo obispo, es hacerse semejante a Dios, y este fin lo alcanza sobre todo a través del amor, del conocimiento y de la práctica de las virtudes, “rayos luminosos que brotan de la naturaleza divina” (De beatitudinibus 6: PG 44, 1272 c), en un movimiento perpetuo de adhesión al bien, como el corredor que avanza hacia adelante.

San Gregorio utiliza, a este respecto, una imagen eficaz, que ya se encontraba presente en la carta de san Pablo a los Filipenses: épekteinómenos (Flp 3, 13), es decir, “tendiendo” hacia lo que es más grande, hacia la verdad y el amor. Esta expresión icástica indica una realidad profunda: la perfección que queremos alcanzar no es algo que se conquista para siempre; la perfección es estar en camino, es una continua disponibilidad para seguir adelante, pues nunca se alcanza la plena semejanza con Dios; siempre estamos en camino (cf. Homilia in Canticum 12: PG 44, 1025 d). La historia de cada alma es un amor colmado sin cesar y, al mismo tiempo, abierto a nuevos horizontes, pues Dios dilata continuamente las posibilidades del alma para hacerla capaz de bienes siempre mayores. Dios mismo, que ha sembrado en nosotros semillas de bien y del que brota toda iniciativa de santidad, “modela el bloque. (…) Limando y puliendo nuestro espíritu forma en nosotros a Cristo” (In Psalmos 2, 11: PG 44, 544 b).

San Gregorio aclara: “El llegar a ser semejantes a Dios no es obra nuestra, ni resultado de una potencia humana, es obra de la generosidad de Dios, que desde su origen ofreció a nuestra naturaleza la gracia de la semejanza con él” (De virginitate 12, 2: SC 119, 408-410). Por tanto, para el alma “no se trata de conocer algo de Dios, sino de tener a Dios en sí misma” (De beatitudinibus 6: PG 44, 1269 c). De hecho, san Gregorio observa agudamente: “La divinidad es pureza, es liberación de las pasiones y remoción de todo mal: si todo esto está en ti, Dios está realmente en ti” (ib.PG 44, 1272 c).

Cuando tenemos a Dios en nosotros, cuando el hombre ama a Dios, por la reciprocidad propia de la ley del amor, quiere lo que Dios mismo quiere (cf. Homilia in Canticum 9: PG 44, 956 ac), y, por tanto, coopera con Dios para modelar en sí mismo la imagen divina, de manera que “nuestro nacimiento espiritual es el resultado de una opción libre, y en cierto sentido nosotros somos los padres de nosotros mismos, creándonos como nosotros mismos queremos ser y formándonos por nuestra voluntad según el modelo que escogemos” (Vita Moysis 2, 3: SC 1 bis, 108).

Para ascender hacia Dios el hombre debe purificarse: “El camino que lleva la naturaleza humana al cielo no es sino el alejamiento de los males de este mundo. (…) Hacerse semejante a Dios significa llegar a ser justo, santo y bueno. (…) Por tanto, si, según el Eclesiastés (Qo 5, 1), “Dios está en el cielo” y si, según el profeta (Sal 72, 28), vosotros “estáis con Dios”, se sigue necesariamente que debéis estar donde se encuentra Dios, pues estáis unidos a él. Dado que él os ha ordenado que, cuando oréis, llaméis a Dios Padre, os dice que os asemejéis a vuestro Padre celestial, con una vida digna de Dios, como el Señor nos ordena con más claridad en otra ocasión, cuando dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48)” (De oratione dominica 2: PG 44, 1145 ac).

En este camino de ascenso espiritual, Cristo es el modelo y el maestro, que nos permite ver la bella imagen de Dios (cf. De perfectione christianaPG 46, 272 a). Cada uno de nosotros, contemplándolo a él, se convierte en “el pintor de su propia vida”; su voluntad es la que realiza el trabajo, y las virtudes son como las pinturas de las que se sirve (ib.PG 46, 272 b). Por tanto, si el hombre es considerado digno del nombre de Cristo, ¿cómo debe comportarse? San Gregorio responde así: “(debe) examinar siempre interiormente sus pensamientos, sus palabras y sus acciones, para ver si están dirigidos a Cristo o si se alejan de él” (ib.PG 46, 284 c). Y este punto es importante por el valor que da a la palabra cristiano. El cristiano lleva el nombre de Cristo y, por eso, debe asemejarse a él también en la vida. Los cristianos, por el bautismo, asumimos una gran responsabilidad.

Ahora bien, Cristo, recuerda san Gregorio, está presente también en los pobres; por consiguiente, nunca se les debe despreciar: “No desprecies a quienes están postrados, como si por eso no valieran nada. Considera quiénes son y descubrirás cuál es su dignidad: representan a la persona del Salvador. Y así es, pues el Señor, en su bondad, les prestó su misma persona para que, a través de ella, tengan compasión los que son duros de corazón y enemigos de los pobres” (De pauperibus amandisPG 46, 460 bc).

San Gregorio, como decíamos, habla de una ascensión: ascensión a Dios en la oración a través de la pureza de corazón; pero esa ascensión a Dios se realiza también mediante el amor al prójimo. El amor es la escalera que lleva a Dios. Por eso el santo obispo exhorta vivamente a sus oyentes: “Sé generoso con estos hermanos, víctimas de la desventura. Da al hambriento lo que le quitas a tu estómago” (ib.PG 46, 457 c).

Con mucha claridad san Gregorio recuerda que todos dependemos de Dios, y por ello exclama: “No penséis que todo es vuestro. Debe haber también una parte para los pobres, los amigos de Dios. De hecho, todo procede de Dios, Padre universal, y nosotros somos hermanos, pertenecemos a un mismo linaje” (ib.PG 46, 465 b). Así pues, insiste san Gregorio, el cristiano debe examinarse: “¿De qué te sirve el ayuno y la abstinencia si después con tu maldad haces daño a tu hermano? ¿Qué ganas, ante Dios, por el hecho de no comer de lo tuyo, si después, actuando injustamente, arrancas de las manos del pobre lo que es suyo?” (ib.PG 46, 456 a).

Concluyamos estas catequesis sobre los tres grandes Padres de Capadocia recordando una vez más el aspecto importante de la doctrina espiritual de san Gregorio de Nisa: la oración. Para avanzar por el camino hacia la perfección y acoger en sí a Dios, llevando en sí al Espíritu de Dios, el amor de Dios, el hombre debe dirigirse con confianza a él en la oración: “A través de la oración logramos estar con Dios. Pero, quien está con Dios está lejos del enemigo. La oración es apoyo y defensa de la castidad, freno de la ira, represión y dominio de la soberbia. La oración es custodia de la virginidad, protección de la fidelidad en el matrimonio, esperanza para quienes velan, abundancia de frutos para los agricultores, seguridad para los navegantes” (De oratione dominica1: PG 44, 1124 a-b).

El cristiano reza inspirándose siempre en la oración del Señor: “Por tanto, si queremos pedir que descienda sobre nosotros el reino de Dios, se lo pedimos con la potencia de la Palabra: que yo sea alejado de la corrupción, que sea liberado de la muerte y de las cadenas del error; que la muerte nunca reine sobre mí, que no tenga nunca poder sobre nosotros la tiranía del mal, que no me domine el adversario ni me haga su prisionero por el pecado, sino que venga a mí tu reino para que se alejen de mí, o mejor todavía, se anulen las pasiones que ahora me dominan y subyugan” (ib. 3:PG 44, 1156 d-1157 a).

Terminada su vida terrena, el cristiano podrá dirigirse así con serenidad a Dios. Al hablar de esto, san Gregorio piensa en la muerte de su hermana santa Macrina y escribe que ella, en el momento de la muerte, rezaba a Dios con estas palabras: “Tú, que tienes en la tierra el poder de perdonar los pecados, perdóname para que pueda tener descanso (cf. Sal 38, 14), y para que llegue a tu presencia sin mancha, en el momento en el que sea despojada de mi cuerpo (cf. Col 2, 11), de manera que mi espíritu, santo e inmaculado (cf. Ef 5, 27) sea acogido en tus manos, “como incienso ante ti” (Sal 140, 2)” (Vita Macrinae 24: SC 178, 224). Esta enseñanza de san Gregorio es válida siempre: no sólo debemos hablar de Dios, sino también llevar a Dios en nosotros mismos. Lo hacemos con el compromiso de la oración y amando a todos nuestros hermanos.

Catequesis del 29 de Agosto del 2007

Por Benedicto XVI

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