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La erudición católica contemporánea y el episcopado monárquico

Biblioteca católica de José Miguel Arráiz

Este artículo es un apéndice del artículo El Episcopado Monárquico.

En sus ataques al episcopado monárquico los protestantes suelen sostener que su origen no es de institución apostólica sino producto de una evolución muy posterior que comienza a mediados del siglo II. Es en este contexto donde suelen citar teólogos católicos para dar la impresión de que “la erudición católica contemporánea” está de acuerdo con ellos, y que aquellos que opinen distinto, lo hacen porque no pertenece a los círculos académicos. Esto, por supuesto, no es más que una mezcla entre la falacia de autoridad y la falacia ad-hominem, acompañado de una cuestionable tendencia de tomar selectivamente aquella evidencia que cree que le puede sostener.

Eco de estas opiniones las encontramos las encontré recientemente en un foro católico:         

Muchos eruditos católicos han reconocido que el monoepiscopado no existía en Roma antes del 140-150 d.C

Querer ver un primado en una época tan temprana como la de la primera epístola de Clemente es algo que ya está superado por la erudición católica contemporánea. En otras palabras, sólo los católicos que se han quedado con la visión pre-científica (es decir de hace un siglo o más) de la historia del cristianismo primitivo, insistirían en ver en Clemente romano a un Papa con las mismas características esenciales de los Papas de hoy en día o de la época medieval”

“Tal como lo expresé en mi primera intervención, primero quiero mostrar que quienes pretender ver un primado no sólo de Roma, sino de la persona de Clemente como una especie de obispo de obispos, en la primera epístola que se conoce por su nombre, es algo que sólo un cierto sector dentro del catolicismo contemporáneo se atreve a afirmar como verdad incuestionable. Esto se da fuera de los círculos eruditos. Casi siempre entre los católicos que están relacionados con la apologética”

La verdad es que creo que hay entre los católicos que conozco un gran desconocimiento de lo que sus eruditos dicen. Mi primer objetivo es mostrar esa información que suele pasar, muy convenientemente para ciertos círculos de católicos, inadvertida para muchos católicos que gustan de intercambiar ideas y argumentos sobre sus fe y tradición.”

“Mi propósito es mostrar de la manera más clara posible algo que suele faltar en estos intercambios de ideas en nuestro contexto hispano-católico. Me refiero al descubrimiento de ese otro gran sector del catolicismo romano que es el de la academia y que tan ignorado y a veces hasta denigrado llega a ser en nuestro contexto”

“Lo reitero, mi primer objetivo es el de demostrar que hay una brecha insalvable entre la erudición católica contemporánea y las ideas esgrimidas por ciertos sectores del catolicismo, usualmente ligados a la apologética

Es cierto, es que un número creciente de teólogos católicos ha abrazado la idea de que el episcopado monárquico surgió a mediados del siglo II, sin embargo, afirmar que las opiniones divergentes se dan “fuera de los círculos eruditos” no puede ser calificado sino como acto monumental de ignorancia, y esto concediéndole el beneficio de la duda de que deliberadamente no está tomando citas selectivamente para generalizar, lo cual pondría seriamente en tela de juicio su honestidad intelectual.

Pero la pluralidad de opiniones respecto a este punto no es precisamente nueva. A este respecto ya explicaba el historiador Alphonse Van Hove:

“Los escritores católicos concuerdan en reconocer el origen apostólico del episcopado, pero están muy divididos en cuanto al significado de los términos que designan la jerarquía en los escritos del Nuevo Testamento y los Padres Apostólicos. Uno puede incluso preguntarse si originalmente estos términos tenían un significado claramente definido (Bruders, Die Verfassung der Kirche bis zum Jahre 175, Maguncia, 1904). Ni hay mayor unanimidad cuando se hace un intento por explicar por qué algunas iglesias se hallan sin presbíteros, otras sin obispos, otras donde las cabezas de la comunidad se llaman a veces obispos, a veces presbíteros. Este desacuerdo aumenta cuando surge la pregunta sobre la interpretación de los términos que designan a otros personajes que ejercen cierta autoridad fija en las comunidades cristianas primitivas. Los siguientes hechos se deben considerar como completamente establecidos:

  • Hasta cierto punto, en este período temprano, las palabras obispo y sacerdote (“episkopos” y “presbyteros”) eran sinónimos. Estos términos pueden designar ya sea a simples sacerdotes (A. Michiels, Les origines de l’episcopat. Lovaina, 1900, 218 ss) o a obispos que poseían los poderes completos de su orden. (Batiffol. Etudes d’histoire et de théologie positive, París, 1902, 266 ss.: Duchesne, Histoire ancienne de l’église. París. 1906, 94.)
  • En cada comunidad la autoridad puede haber pertenecido originalmente al colegio o presbíteros-obispos. Esto no significa que el episcopado, en el sentido actual del término, puede haber sido plural, porque en cada iglesia el colegio o presbítero-obispos no ejercía un poder supremo independiente; estaba sujeto a los Apóstoles o a sus delegados. Los últimos eran obispos en el sentido actual del término, pero no poseían sedes fijas ni tenían un título especial (Batiffol, 270). Puesto que eran esencialmente itinerantes, le confiaban el cuidado de las funciones necesarias fijas relativas a la vida diaria de la comunidad a algunos de los neófitos mejor educados y más respetados.
  • Más pronto o más tarde los misioneros tuvieron que dejar las jóvenes comunidades por sí solas, a partir de lo cual su dirección recayó completamente en las autoridades locales que así recibieron la sucesión apostólica.
  • Esta autoridad local superior, que era de origen apostólico, fue conferida a un obispo monárquico por los Apóstoles, tal como se entiende el término hoy día. Esto lo prueba primero el ejemplo de Jerusalén, donde Santiago, quien no era uno de los doce Apóstoles, ocupaba el primer lugar, y luego por aquellas comunidades de Asia Menor de las que habla Ignacio, y donde, a principios del siglo II existió el episcopado monárquico, pues Ignacio no escribe como si la institución fuera una nueva.
  • Es cierto que en otras comunidades no se hace mención del episcopado monárquico hasta mediados del siglo II. No deseamos rechazar la opinión de los que creen que en muchos documentos del siglo II hay rastros del episcopado monárquico, es decir, de una autoridad superior a la del colegio de presbíteros-obispos. Son muy plausibles las razones que alegan algunos escritores para explicar por qué, por ejemplo, en la Epístola de San Policarpo no se menciona al obispo. Sin embargo, la mejor evidencia para la existencia en esta fecha temprana del episcopado monárquico es el hecho de que a fines del siglo II no se halla ningún rastro de algún cambio de organización. Tal cambio le habría quitado al colegio de presbíteros-obispos su autoridad soberana, y es casi imposible comprender cómo este cuerpo habría permitido de ser privado de su autoridad en todas partes, sin dejar en los documentos contemporáneos la menor evidencia de una protesta contra un cambio tan importante. Si el episcopado monárquico comenzó sólo a mediados del siglo II, es imposible comprender cómo a fines del siglo II eran generalmente conocidas y aceptadas las listas episcopales de muchas diócesis importantes que remontaban la sucesión de obispos tan lejos como al siglo I. Tal, por ejemplo, fue el caso de Roma.
  • Se debe notar cuidadosamente que esta teoría no contradice los textos históricos. Según estos documentos, había un colegio de presbíteros o de obispos que administraban varias iglesias, pero que tenían un presidente que no era otro que el obispo monárquico. Aunque el poder de estos últimos había existido desde el principio, se volvió cada vez más conspicuo. El rol desempeñado por el “presbyterium”, o cuerpo de sacerdotes, era uno muy importante en los primeros días de la Iglesia cristiana; sin embargo, no excluía la existencia de un episcopado monárquico (Duchesne, 89-95).”[1]

A continuación suministro algunas opiniones de teólogos e historiadores católicos (18 en total) respecto al episcopado monárquico, considerados en su mayoría verdaderos “pesos pesados”. Sirva esto para ilustrar que no solo los apologetas quienes pensamos de este modo, sino también escolares de los que no se puede dudar en ningún momento de su preparación académica.

Daniel Ruiz Bueno

Sacerdote, teólogo e historiador, bien conocido por sus versiones y trabajos patrísticos y filosóficos, fue proclamado por una conocida autoridad “como una de las personas mejor capacitadas para verter los textos griegos a un castellano elegante y fluido” (M. F. Galiano, Emerita XVI [1948], pág. 334).

Respecto a las cartas de Ignacio de Antioquía, hace referencia  Ireneo como obispo monárquico de la Iglesia de Antioquía.

“Cuando Eusebio, a principios del siglo IV, le nombre en su Historia de la Iglesia (III,36), a par de Policarpo y Papías, discípulos de los Apóstoles, le califica como “el famoso Ignacio, celebrado por la mayor parte hasta el presente, que heredó el segundo lugar después de Pedro en el episcopado de Antioquía”. Exacta y literalmente hemos de repetir nosotros”[2]

LA JERARQUÍA TRIPARTITA.

La herejía pulula por las Iglesias; el cisma-el espíritu de corrillo y bandería- amenaza con convertirlas en astillas; Ignacio pudo comprobarlo en su camino. Aquí, en Esmirna, se lo confirman los pastores y dirigentes de las Iglesias asiáticas. El remedio que él señala con inigualada energía contra males tamaños es apretarse más y más en torno a la jerarquía de obispos, presbíteros y diáconos, pieza maestra y esencial de la constitución de la Iglesia; como que sin ella ni nombre de Iglesia le queda.

Ya dijimos algo de ello. Añadamos ahora, en el momento en que Ignacio se rodea de representantes de esa misma jerarquía tripartita, ejercida por personas cuyos nombres se nos transmiten en todas las Iglesias de Asia, que éste ha sido por largo tiempo otro de los tropiezos de la crítica para admitir la autenticidad de las cartas de San Ignacio, pues con ellas había de tragarse un episcopado monárquico y una jerarquía perfectamente definida a fines del siglo I, con lo que caían por tierra muchas caras teorías. Pero las teorías son las teorías y los textos son los textos. Ahora bien, los textos de las cartas ignacianas nos atestiguan con absoluta diafanidad y con machacona insistencia que cada Iglesia –Antioquía, Esmirna, Éfeso, Trales, Filadelfia – tiene a su cabeza un ἐπίσκοπος,  “intendente, inspector”, autoridad suprema en la comunidad, que se agrega como dependiente y subordinado suyo, un πρεσβυτέριον, colegio de “ancianos” que le asiste como una especie de “senado”, y un tercer cuerpo de diáconos o ministros.

Ahora bien, ¿Qué hay de novedad en este hecho, tan sólidamente atestiguado por toda la correspondencia ignaciana?. La mayor novedad y, sin duda, un mérito de San Ignacio, es la precisión en la terminología, que éste si anduvo vacilante y ambigua largo tiempo y ha sido no pequeña parte para embrollar y enzarzar la cuestión de los orígenes del episcopado.

La primitiva e innegable confusión de los términos, intercambiables, de presbíteros y epíscopos, que alcanza a documento  tan importante en este sentido como la I Clementis y se prologará todavía largo tiempo, desaparece de modo absoluto en San Ignacio. Más la confusión de términos no implica confusión de funciones y toda la tradición interpreta unánimemente los hechos en el sentido que revelan las cartas ignacianas. La Iglesia de Jerusalén, la de Antioquía, la de Roma, aparecen, desde que sobre ellas hay una tradición histórica, gobernadas por un solo obispo asistido de su presbyterium y diaconado. El caso de Roma es ejemplar. La I Clementis se escribe colectivamente de Iglesia a Iglesia, de Roma a Corinto; su redactor no distingue entre presbíteros y episcopos y, sin embargo, toda la tradición sabe que la carta de la Iglesia de Roma a la de Corinto es obra de su obispo Clemente, que deja recuerdo perenne en las generaciones venideras.

Más adelante, hacia mediados del siglo II, Hermas tampoco parece conocer sino el episcopado colectivo; sin embargo, un documento de primer orden, el fragmento Muratoriano, nos dice que el Pastor de Hermas fue escrito nuperrime temporibus nostris sedente cathedra urbis Romae ecclesiae Pio episcopo fratre eius.

San Ignacio distingue diáfanamente los términos, pero no hay en sus cartas rastro de que el régimen de episcopado monárquico se haya impuesto por una especie de revolución que hay que acatar siguiera por el bien de la IglesiaTampoco se percibe intento apologético de una institución discutida, cuyos orígenes divinos, como hizo el obispo de Roma a los sediciosos corintios, hay que recordar a quien los desconocen u olvidan. Se trata de un hecho que se justifica por sí mismo, por formar parte de la conciencia cristiana; pero un hecho es el obispo, como un hecho  es el colegio de “ancianos” o presbíteros, un hecho los diáconos y un hecho la subordinación, tan bellamente expresada por las más claras imágenes, de estos tres órdenes de la jerarquía de la Iglesia. Este hecho no lo discute nadie y no se trata de asegurar un orden nuevo y apuntalarle apologéticamente; se trata nada menos que de guardar incólume la fe recibida y se predica, como baluarte para defenderla de toda herejía, de estrechamiento de la unidad y unión en torno al obispo, presbíteros y diáconos; pero a éstos –sus poderes, su situación preeminente y rectora de la Iglesia-, por lo menos en principio, nadie los discute, siquiera luego haya, quienes, llevando siempre el nombre de obispo en la boca, lo hacen todo a sus espaldas.

La herejía pudo ser parte para que la Iglesia cobrara ante el peligro más viva conciencia de su constitución íntima y percibiera dónde llevaba su mejor defensa contra ella;  otra veces lo será para precisar los términos que explican un dogma; otras, para despertarla de un posible letargo espiritual a la que expone su barro humano. En estos varios sentidos, oportet haereses esse…Cuando San Ignacio insiste tan enérgicamente en la adhesión a la jerarquía contra las aberraciones heréticas, ¿no es ello afirmar que allí reside lo que ya Clemente Romano había llamado “la sagrada regla de la tradición”, el depósito intacto de la fe apostólica?.

Más si la herejía avivó esa consciencia, no puede decirse en modo alguno que la creara y menos que dieran origen a una institución que los textos más explícitos hacen remontar a los primeros días de la Iglesia, los de la comunidad de Jerusalén.” [3]

Respecto al Pastor de Hermas y su silencio del episcopado monárquico comenta:

“Hermas no menciona el episcopado monárquico; más los que se apoyan en este silencio para negar su existencia en la Roma de hacia 140 no hay que repetirles sino las palabras de Turner: «Es ridículo aceptar la fecha del libro, 140-145, bajo la fe del canon muratoriano, que afirma que Hermas escribió el Pastor cuando su hermano Pío era obispo de Roma, y querer luego probar por este libro que por esta fecha no había obispo en Roma y que Hermas particularmente no sentía necesidad de él»[4][5]

Ramón Trevijano

Es sacerdote y doctor en Teología por la Universidad Gregoriana de Roma, licenciado en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico, licenciado en Historia por la Universidad de Zaragoza y amplió sus estudios en la de Bonn. Ha enseñado Nuevo Testamento y Patrología en el Seminario de Córdoba (Argentina), en las Facultades de Teología de Buenos Aires, del Norte de España (Burgos y Vitoria) y desde 1978 en la Universidad Pontificia de Salamanca. Es profesor de Orígenes del Cristianismo, Cartas apostólicas y Patrología y director de la revista Salmaticensis.

Respecto a las epístolas de San Ignacio de Antioquía explica:

“La unidad de los cristianos con Cristo se traduce por la unidad de los cristianos entre sí, unidad de la Iglesia. Los orgullosos herejes, que niegan el don de Dios, son también los que se separan de la comunidad, del obispo y del altar. La Iglesia en cambio, es unidad de fe y de vida, comunidad de amor de la que Jesucristo y Ley. Esta unidad se expresa en un organismo visible, provisto ya de la organización jerárquica necesaria para su funcionamiento. Las cartas de Ignacio son el primer testimonio de la conjunción y consolidación de la triple jerarquía: episcopado monárquico, presbiterado y diaconado:

“Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al presbítero como a los apóstoles. Respetad a los diáconos como mandamiento  de Dios. Que no se haga sin el obispo nada de lo que atañe a la Iglesia. Considerad solo legítima la Eucaristía que sea presidida por el obispo o quien él encarga. Donde aparezca el obispo, esté allí la multitud congregada. Lo mismo que donde esté Cristo Jesús, allí está la Iglesia Católica. No es lícito ni bautizar ni celebrar el ágape prescindiendo del obispo. Lo agradable a Dios es lo que aquel apruebe, a fin de que todo que se haga sea seguro y legítimo [Smyr 8,1-2]

Desde la concepción de la Iglesia como una realidad espiritual con Dios o Cristo como obispo invisible, llega Ignacio a la justificación del episcopado monárquico, al colocar al obispo como cabeza invisible haciendo las veces de Dios o de Cristo. En la cúspide está el obispo, representante de Dios, cuya autoridad deriva de la misión de los apóstoles; pero que es sobre todo imagen del Dios invisible. Es un episcopado monárquico quien dirige las comunidades. Pero vemos al obispo rodeado de sus presbíteros y diáconos. El obispo preside como representante de Dios o de Jesucristo, los presbíteros forman el senado apostólico,  y los diáconos se hacen cargo de los servicios de Cristo (Magn 6,1; Tral 2,1-3,2)”[6]

José Orlandis

Fue durante muchos años catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Zaragosa. En la Universidad de Navarra ha sido primer Decano de la Facultad de Derecho Canónico y primer Director del Instituto de Historia de la Iglesia. A lo largo de  más de medio siglo, ha desarrollado a la par una constante actividad académica y una intensa labor de investigación y creación histórica. Ha escrito dos centenares de trabajos y más de veinte libros relacionados con temas históricos.

Sostiene sin lugar a dudas que Pedro ocupó el episcopado monárquico de la Iglesia de Roma y como los obispos siguientes le sucedieron en su ministerio.

“Pero si la Iglesia romana es la Iglesia de Pedro y Pablo –los dos apóstoles mártires, Pedro fue el único obispo de Roma, y la sede romana es la sede de Pedro y de sus sucesores en la cátedra episcopal. Cristo había conferido a Pedro el Primado sobre la Iglesia fundada por Él: un primado que no debía extinguirse con su vida, porque según los designios del Fundador  constituye un elemento esencial de la estructura de la Iglesia, y esta habrá de perdurar hasta el fin de los tiempos. Muerto Pedro, desaparecieron con él las prerrogativas personales inherentes a su condición de Apóstol; la potestad primacial y el consiguiente ministerio de unidad lo heredaron, sin solución de continuidad, los obispos de Roma, sus sucesores en la cátedra episcopal[7]

“Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los Apóstoles y, mientras éstos vivieron, permanecieron bajo su autoridad superior, dirigidas por un colegio de presbíteros que ordenaba su vida litúrgica y disciplinar. Este régimen puede atestiguarse especialmente en las Iglesias paulinas, fundadas por el Apóstol de las Gentes. Pero a medida que los Apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado monárquico, que ya se había introducido desde un primer momento en otras iglesias particularesEl obispo era el jefe de la Iglesia, pastor de los fieles, y en cuanto sucesor de los Apóstoles, poseía la plenitud del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.

La clave de la unidad de las iglesias dispersas por el orbe, que las integraba en una sola Iglesia universal, fue la institución del Primado romano. Cristo, Fundador de la Iglesia –tal como se recordó en otro lugar-, escogió al Apóstol Pedro como la roca firme sobre la que habría de asentarse la Iglesia. Pero el Primado conferido por Cristo a Pedro no era, de ningún modo, una institución efímera y circunstancial, destinada a extinguirse con la vida del Apóstol. Era una institución permanente, prenda de la perennidad de la Iglesia y válida hasta el fin de los tiempos. Pedro fue el primer obispo de Roma, y sus sucesores en la Cátedra romana fueron también sucesores en la prerrogativa del Primado, que confirió a la Iglesia la constitución jerárquica, querida para siempre por Jesucristo. La Iglesia romana fue, por tanto –y para todos los tiempos-, centro de la unidad de la Iglesia universal.

El ejercicio del Primado romano ha estado lógicamente condicionado, a lo largo de los siglos, por las circunstancias históricas. En épocas de persecución o de difíciles comunicaciones entre los pueblos, aquel ejercicio fue menos fácil e intenso que en otros momentos más propicios. Pero la historia permite documentar, desde la primera hora, tanto el reconocimiento por las demás iglesias de la preeminencia que correspondía a la Iglesia romana como la consecuencia que los obispos de Roma tenían de su primacía sobre la Iglesia Universal”[8]

Johannes Quasten

Sacerdote, teólogo y uno de los más eminentes patrólogos contemporáneos. Estudió teología católica en la Universidad Wilhelms de Westphalia, en Münster. También fue profesor de historia antigua en la Universidad Católica de América y posteriormente Decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Washington. En 1960 recibió el premio de la Catholic Theological Association of America por sus trabajos en ámbito teológico y Juan XXIII lo nombró miembro de la Pontificia Commissio de sacra Liturgia preparatoria del Concilio Vaticano II.

Pablo VI lo nombró en 1964 Consultor Consilii ad exsequendam Constitutionem de sacra Liturgia. Además fue miembro de muchas comisiones científicas: 1948 miembro del Abt-Herwegen-Instituts für Liturgiewissenschaftliche Forschung (Maria Laach), 1951 miembro de la directiva de la Patristic Conference Oxford University, 1963 miembro de la Oxford Historical Society. Tras su retiro fue nombrado en 1970 profesor honorario de la Facultad de Teología católica de la Universidad de Friburgo,

En el primer volumen de su obra Patrología I (la cual es considerado un modelo en su género) cuando habla de las epístolas de Ignacio de Antioquía comenta el rechazo que han tenido de parte de protestantes, por echar por tierra sus objeciones al episcopado monárquico.

La autenticidad de las epístolas fue, por mucho tiempo, puesta en tela de juicio por los protestantes. Según su manera de ver, sería improbable hallar, en tiempos de Trajano, el episcopado monárquico y una jerarquía tan claramente organizada en obispos, presbíteros y diáconos. Sospecharon que las cartas de Ignacio fueron falsificadas precisamente con la intención de crear la organización jerárquica. Más semejante superchería es increíble. Después de la brillante defensa de su autenticidad hecha por J. B. Lightfoot, A. von Harnack, Th. Zahn y F. X. Funk, hoy en día se aceptan generalmente corno genuinas.”[9]

Enrique Moliné

Es doctor en Teología por la Universidad del  Laterano (Roma), con una tesis sobre Tertuliano, y licenciado en Ciencias Químicas y en Filosofía y Letras por la Universidad de Barcelona.  Es autor de Els últims dos-cents anys del monestir de Gerri (Garsineu, 1998) y de muchos otros estudiosos de investigación histórica, algunos de notable extensión, aparecidos en revistas especializadas o en las actas de diferentes congresos. También ha publicado el libro  Los siete sacramentos (Rialp, 1998), así como diversos folletos de divulgación sobre temas de teología y de historia de la Iglesia.

Refiriéndose a las cartas de San Ignacio de Antioquía escribe:

La jerarquía de la Iglesia, formada por obispos, presbíteros y diáconos, con sus respectivas funciones, aparece con tanta claridad en sus escritos, que ésta fue una de las razones principales por las que se llegó a negar que las cartas fueran auténticas por parte de quienes opinaban que se habría dado un desarrollo más lento y gradual de la organización eclesiástica; pero esta autenticidad está fuera hoy de toda duda.

El obispo representa a Cristo; es el maestro, quien está unido a él está unido a Cristo; es el sumo sacerdote y el que administra los sacramentos, de manera que sin contar con él no se puede administrar ni el bautismo, ni la Eucaristía, y hasta  el matrimonio es conveniente que se celebre con su conocimiento.

En el saludo inicial de la carta a los romanos, Ignacio se excede y trata a la Iglesia de Roma de forma distinta a como trata a las demás, con especiales alabanzas. El tono general de la salutación se puede tomar como un testimonio del primado de Roma, aún de mayor interés por provenir del obispo de la sede de Antioquía: una sede antigua, que cuenta a San Pedro como su primer obispo, establecida en una de las ciudades mayores y más influyentes del Imperio, en la que además comenzaron a llamarse cristianos los seguidores de Cristo. Alguna de sus frases, aunque de interpretación difícil, subraya esta impresión: es la Iglesia “puesta a la cabeza de la caridad”, y cuyo significado más probable parece ser que es la Iglesia que tiene la autoridad para dirigir en lo que se refiere a lo esencial del mensaje de Cristo”[10]

Ludwig Hertling  

Sacerdote de la compañía de Jesús, célebre como historiador de la Iglesia.

En su obra Historia de la Iglesia habla sobre el episcopado monárquico rechazando las teorías de los “teóricos evolucionistas”:

El episcopado monárquico.

Algunos críticos modernos se han empeñado en intercalar, entre los apóstoles y las ulteriores comunidades episcopales, un período de informes movimientos de masas, planteando así un problema que se ha hecho clásico en la teología no católica: ¿cómo y cuándo surgió el «episcopado monárquico»?

La intención de esta pregunta no puede ser más clara: Cristo no fundó Iglesia alguna, sino que sólo aportó una doctrina, unas ideas. Es verdad que sobre la base de tales ideas se ha desarrollado lo que llamamos Iglesia, pero ésta se ha convertido en algo totalmente distinto de lo que Cristo se había propuesto. Ocurre, empero, que semejante teoría sólo es sostenible a costa de prescindir por completo de las fuentes, o de torcerlas hasta hacerles decir algo distinto de lo que realmente dicen.

Ya es difícil, en primer lugar, imaginar que una masa amorfa consiga darse por sí misma una organización, sin que sobre ella se ejerza una acción exterior, y lo que es más todavía si resulta que semejante «evolución» conduce simultáneamente y en los más distintos lugares a idénticos resultados. Pero, sobre todo, carecemos totalmente de noticias sobre la existencia de semejantes comunidades no organizadas. Las fuentes no permiten tampoco descubrir el menor vestigio de grupos regidos por un colegio o gremio, sin una jefatura «monárquica», que tal es la fase de transición postulada por los teóricos evolucionistas.

Por el contrario, en todas partes encontramos comunidades dotadas de un vértice jerárquico.En las cartas de san Ignacio de Antioquía, de los primeros años del siglo II, en toda comunidad aparece un obispo único, asistido por presbíteros y diáconos. Y poco antes, a fines del siglo I, tenemos a san Clemente de Roma, que en su carta a los corintios adopta hasta tal punto el tono de un obispo «monárquico», que muchos críticos llegan a atribuirle la instauración de este cargo. Jamás hizo tal cosa puesto que en el Apocalipsis, escrito probablemente hacia el año 100 nos encontramos con los prepósitos locales de Pérgamo, Tiatira, etc. designados con el nombre de «ángeles de las iglesias», y que eran sin duda alguna, personalidades individuales y no colegios.

Tenemos además, las listas de los primeros obispos de las iglesias principales como Roma, Antioquía, Alejandría, todas las cuales se remontan hasta los propios apóstoles. Fueron redactadas precisamente, ya a mediados del siglo II, para dar garantía de que la sucesión desde los apóstoles no había sufrido interrupciones. Es cierto que se ha formulado la sospecha de que los nombres más antiguos de semejantes listas no corresponden a jefes jerárquicos, sino a simples «testigos de la tradición». Pero ¿Qué significa esto? Los primeros escritores que de ellas hacen uso, san Ireneo y otros, los consideran en todo caso como obispos.  El hecho mismo de que haya que echar mano de hipótesis como ésta, es una prueba concluyente de cuán infundada es la teoría de la aparición paulatina del episcopado monárquico.

Una cuestión distinta, aunque de secundaria importancia, es la de si todos los prepósitos locales, ya desde un principio, o sea incluso los nombrados por Pablo y Bernabé en Listra, Derbe, etc., poseyeron el orden episcopal, y si en cada una de las comunidades eran ellos los únicos en haber recibido este grado. Los títulos no permiten concluir nada en concreto. Pablo usa como sinónimos los términos presbítero y «epíscopos». San Ignacio distingue entre ellos, pero todavía san Ireneo habla a veces de presbíteros refiriéndose a obispos. Lo más verosímil es que los apóstoles, cuando consagraban nuevos ministros por la imposición de manos, les confirieran al principio cada vez la plenitud del orden sagrado. Sólo más tarde debió de instaurarse la práctica de establecer grados inferiores en el sacramento, o sea, no impartir cada vez el orden entero, sino sólo en la medida que el oficio conferido lo requería. Así se explicaría, por ejemplo, la noticia, cuyos testimonios pueden seguirse hasta el siglo II, de que san Clemente fuera consagrado por el apóstol san Pedro, a pesar de que, como obispo de Roma, ocupa el tercer lugar en la lista de sus sucesores; como también la costumbre perpetuada en Alejandría hasta fines del siglo II de que el nuevo obispo fuera consagrado, no por un obispo vecino como se hacía en otras partes, sino por los presbíteros de la ciudad. De ahí se deduce que en Alejandría, donde por lo demás seguían en vigor muchas otras prácticas antiguas, aun a finales del siglo II todos los presbíteros, o al menos una parte de ellos, habían recibido la consagración episcopal. Pero nada tiene esto que ver con el episcopado monárquico. Aún hoy existen grandes diócesis en las que, junto al obispo, otros sacerdotes poseen la dignidad episcopal. En la antigüedad, lo mismo que hoy, las comunidades tenían siempre una cabeza única”[11]

Bernardino Llorca

Doctor en Ciencias históricas y Profesor de Historia Eclesiástica y Arqueología Cristiana en la Universidad Pontificia de Salamanca.

En su obra Manual de Historia Eclesiástica rechaza tajantemente las hipótesis del desarrollo tardío del episcopado monárquico:

Es cuestión de gran trascendencia el averiguar si el Cristianismo estuvo desde un principio organizado en perfecta jerarquía. Los protestantes y demás críticos liberales lo niegan decididamente; afirman, en cambio, que la introducción de la jerarquía eclesiástica tuvo lugar después de la Edad Apostólica por el desarrollo de los acontecimiento; pues en un principio, según ellos, no había distinción entre clérigos y laicos, no existía el episcopado monárquico ni mucho menos el Primado romano; la dirección la ejercían los Apóstoles y misioneros dotados de carismas. Toda esta concepción es falsa y tendenciosa. Pues prescindiendo de que no se concibe que los cristianos, tan amigos de la tradición, dejaran introducirse en el siglo II una jerarquía; que no había existido en un principio, poseemos documentos suficientes para probar que la jerarquía cristiana existió desde un principio, si bien en una forma más primitiva, que fue desarrollándose poco a poco.

La jerarquía cristiana en sus principios.

Al principio, la dirección de la Iglesia estaba en manos de los Apóstoles, a cuyo lado había profetas, dotados de carismas, doctores y maestros, los cuales tenían el cargo de ayudar a los Apóstoles y completar la instrucción de los fieles. El título de Apóstoles lo recibieron, además de los doce, otros misioneros dedicados a la predicación. Por otra parte, vemos asimismo el consejo de los obispos, los presbíteros y los diáconos, todos ellos encargados de la dirección.

Así aparece, ante todo, en Jerusalén. Cuando la comunidad cristiana, dirigida por los doce, hubo aumentado notablemente, éstos se asociaron a los siete diáconos, y no mucho después constituyeron el consejo de los presbíteros, los cuales tomaron parte ya en el Concilio del año 50. Más tarde, después de la dispersión de los Apóstoles, aparece Santiago el «hermano del Señor», como autoridad monárquica en Jerusalén, mientras los presbíteros continúan ejerciendo sus funciones subordinadas. Luego Simeón sucede a Santiago en la dirección monárquica de la Iglesia. Por tanto, se distinguen claramente los tres grados: episcopado, presbiterado y diaconado.

Lo mismo vemos en las Iglesias organizadas por los Apóstoles, y particularmente por S. Pablo. Ya desde su primer viaje apostólico, estableció éste en las Iglesias por él fundadas a los presbíteros para que las gobernaran. Todas estas comunidades cristianas quedaban bajo su dirección; mas cuando hubieron aumentado notablemente, dejó en su lugar, como jefes superiores u obispos, a sus fíeles discípulos, Timoteo en Éfeso y Tito en Creta. En las cartas pastorales del Apóstol aparece asimismo la institución de los diáconos. Igualmente consta por diversos documentos que S. Juan estableció en el Asia Menor diversos obispos de otras tantas Iglesias, como S. Policarpo de Esmirna.

Asimismo, en los escritos de los Padres Apostólicos, que recogieron inmediatamente la herencia de los Apóstoles, aparece claramente la existencia de la jerarquía eclesiástica. A mediados del siglo II encontramos multitud de casos de obispos monárquicos al frente de sus respectivas Iglesias: no sólo en Roma y Antioquía, sino en Alejandría, Esmirna, Éfeso, Corinto, Lyón, Atenas, etc., y en ninguna parte hallamos protesta alguna contra la supuesta suplantación del colegio presbiteral por una autoridad monárquica”[12]

Joseph Lortz

Sacerdote y reconocido historiador de la Iglesia Católica autor de numerosos libros.

En el Tomo I de su Historia de la Iglesia sostiene que desde los primeros tiempos cada iglesia tenía un episcopado monárquico, evidencia que encuentra por las cartas de San Ignacio y San Policarpo:

“En Asia Menor es donde mejor podemos seguir la génesis del ministerio episcopal. Las cartas de san Ignacio de Antioquía (§ 12) ya contienen el dicho: «Quien se opone a él (al obispo), se opone a Dios»; «donde está el obispo está la comunidad, lo mismo que donde está Cristo está la Iglesia católica». Por esta carta y por las de san Policarpo sabemos que hacia finales del siglo ya se habían separado los ministerios del obispo y del sacerdoteel primer nombre se reservó para el jefe de la comunidad: el obispo. Los presbíteros se convirtieron en sus auxiliares. Vemos ya un orden jerárquico que culmina en el obispo (imagen del padre), por encima del presbítero y de los diáconos.

El obispo era el que convocaba a todos los clérigos y les confería el ministerio. Toda la vida de la comunidad (bautismo, penitencia, servicio divino, exclusión y reincorporación, es decir, enseñanza, orden de la comunidad y vida litúrgico-sacramental) estaba bajo su dirección (= «cura de almas»). «Los obispos están puestos para todo el rebaño, para gobernar la Iglesia de Dios» (Hch 20,28).

Desde los primeros tiempos cada comunidad tenía su obispo. Comunidades cristianas dirigidas únicamente por sacerdotes (lo que hoy llamaríamos parroquias) no las conocemos sino a partir del siglo III en Roma; sólo desde entonces adquieren los presbíteros una mayor importancia. Esta evolución está íntimamente relacionada con la lucha contra la gnosis, contra la cual reaccionó la Iglesia con una unidad mucho más clara, fijando más exactamente los artículos de fe, seleccionando y vigilando más estrechamente a los nuevos candidatos (desde entonces comenzó a ser decisiva la disciplina del arcano)”[13]

Michael Schmaus

Sacerdote y teólogo alemán. Ha enseñado teología en diversas universidades católicas y escrito innumerables libros. Fue profesor de Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI.  Especializado en teología dogmática fue también perito del Concilio Vaticano II.

Rechaza la hipótesis de que el episcopado monárquico es producto de una evolución en la que algunas personalidades se elevaron sobre el colegio de presbíteros. Sostiene que este está instituido por  los apóstoles, y por tanto de derecho divino.

La posición del obispo monárquico atestiguada por San Ignacio, de las comunidades del Asia Menor y por San Ireneo de toda la Iglesia, no puede ser considerada como resultado de una evolución en la que algunas personalidades enérgicas se hubieran elevado sobre el colegio de presbíteros. Sino que remonta, como nos demuestran las epístolas paulinas, a una disposición del Apóstol mismo. Muchas veces desempeñan un papel importante las necesidades que implicaba la misión del campo que rodeaba la ciudad. Cuando surgieron comunidades en lugares cercanos a las grandes ciudades, surgieron primero bajo la dirección del portador de oficios de la ciudad. Sin embargo, pronto necesitaron empicados eclesiásticos, que tuvieran a su cargo el servicio litúrgico. Eran enviados por el  colegio de obispos-presbíteros, de entre sus propias filas, con determinados mandatos y poderes limitados a tales lugares. Y así se puede, sin duda, decir, que el presbiterado como oficio independiente «no nació por concentración hacia arriba, sino por diferenciación hacia abajo a consecuencia de la consolidación de las comunidades particulares y de sus necesidades internas» (A. Erhard, Die katholische Kirche, I, 1 (1935), 211). Hay que atribuir a la Iglesia autorización y poder—transmitidos a ella por Cristo—para de la plenitud del poder universal que la compete, desglosar como instituciones independientes algunos poderes parciales claramente delimitados (presbiterado). La descripción que hace San Pablo en la Epístola a Tito y en la primera a Timoteo testifican su poder pleno. La división en tres, es, por tanto, de derecho divino[14]

Afirma que en algunas comunidades relativamente pequeñas (como la de Filipo) al comienzo no había episcopado monárquico[15], a diferencias de otras donde los apóstoles mismos lo instituyeron. Coloca como ejemplo de obispos monárquicos a Timoteo y Tito.

“La imposición de manos del presbítero, que se hizo a la vez, tiene evidentemente el carácter de asentimiento y corroboración. Timoteo era conductor monárquico de una comunidadEn torno a él se agrupaba el colegio de los presbíteros. El proceso descrito en la primera Epístola a Timoteo fue creador de la forma de ordenar para el servicio de la comunidad.”[16]

“Y así al final de la época apostólica encontramos el obispo monárquico. Como tal nos son atestiguados Timoteo en Éfeso y Tito en Creta. Timoteo había sido ganado para la fe por San Pablo. El Apóstol lo llevó en compañía suya al segundo viaje misional. Le confió importantes tareas. En sus últimos años de vida, después de su primera prisión en Roma en un viaje misional por el Oriente, es decir, hacia el año 64, San Pablo lo dejó como representante suyo en Éfeso. El Apóstol escribe a su discípulo: «Te rogué, al partir para Macedonia, que te quedaras en Éfeso para que requirieses a algunos que no enseñasen doctrinas extrañas ni se ocupasen en fábulas y genealogías inacabables, más a propósito para engendrar disputas que para la edificación de Dios en la fe» (Tim. 1, 3-4). Poco antes de su muerte San Pablo siente nostalgia por Timoteo y le ruega que vaya a verlo a Roma (II Tim. 4, 11). Más tarde Timoteo volvería a Éfeso como obispo. Eusebio (Historia de la Iglesia 3, 4, 5) le llama primer obispo de Éfeso.

Tito aparece al lado del apóstol San Pablo en el viaje desde Antioquía al «concilio de los Apóstoles» en Jerusalén. También le emplea el Apóstol para difíciles misiones de confianza. Más tarde lo dejó en Creta, en donde había de actuar como Timoteo en Éfeso (Tit. 1, 5)”[17]

George Hayward Joyce

Filósofo, teólogo y escritor prolífico de la compañía de Jesús profesor del Heythrop College en Oxford. Estudió en la Universidad de Oxford y se ordenó ministro anglicano. Se convirtió al catolicismo e hizo filosofía en Saint Mary’s Hall de Stonyhurst y teología en St. Beuno’s. Fue también profesor de teología dogmática. Tuvieron mucho éxito sus obras Catholic Doctrine of Grace y Christian Marriage.

Sostiene que el episcopado monárquico fue instituido por los apóstoles, por tanto institución divina. Coloca como ejemplos de obispos monárquicos a Santiago, Tito y Timoteo, al igual que los “ángeles”  a quien se dirigen las castas de las siete Iglesias en el apocalipsis entre otros.

Queda considerar si el así llamado episcopado “monárquico” fue instituido por los Apóstoles. Aparte de establecer un colegio de presbíteros-obispos, ¿colocaron ellos a un hombre en posición de supremacía, confiándole el gobierno de la Iglesia, y dotándole de autoridad apostólica sobre la comunidad cristiana? Incluso si tomamos en cuenta la sola evidencia de las Escrituras, hay base suficiente para responder afirmativamente a esta pregunta. Desde el tiempo de la dispersión de los Apóstoles, Santiago aparece en una relación episcopal con la Iglesia de Jerusalén (Hechos, 12, 17; 15,13; Gal., 2,12). En las demás comunidades cristianas la institución de obispos “monárquicos” fue un desarrollo algo posterior. Al principio los propios Apóstoles ejercieron, al parecer, todas las tareas de vigilancia suprema. Establecieron el cargo cuando lo demandaron las crecientes necesidades de la Iglesia. Las Epístolas Pastorales no dejan espacio a dudar que Timoteo y Tito fueron enviados como obispos a Éfeso y a Creta respectivamente. A Timoteo se le concedieron plenos poderes apostólicos. No obstante su juventud tiene autoridad tanto sobre clérigos como laicos. A él se confía la tarea de guardar la pureza de la fe de la Iglesia, de ordenar sacerdotes, de ejercer jurisdicción. Además, la exhortación que le hace San Pablo de que “conserve el mandamiento sin tacha ni culpa, hasta la venida de Nuestro Señor Jesucristo” muestra que no es una misión transitoria. Un encargo tan expreso incluye en su alcance, no a Timoteo solo, sino a sus sucesores en un cargo que ha de durar hasta la Segunda Venida. La tradición local le reconoció indudablemente entre los ocupantes de la sede episcopal. En el Concilio de Calcedonia, la Iglesia de Éfeso contaba con una sucesión de veintisiete obispos empezando con Timoteo (Mansi, VII, 293; cf. Eusebio, Hist. Eccl., II, iv,v). 

Estas no son las únicas evidencias que proporciona el Nuevo Testamento del episcopado monárquicoEn el Apocalipsis los “ángeles” a quienes se dirigen las cartas de las siete Iglesias son casi seguramente los obispos de las respectivas comunidades. Algunos comentaristas, en realidad, han sostenido que eran personificaciones de las propias comunidades. Pero esta explicación apenas puede mantenerse. San Juan, en todas partes, se refiere al ángel como responsable de la comunidad precisamente como se referiría a su gobernante. Además, en el simbolismo del capítulo 1, los dos están representados bajo diferentes imágenes: los ángeles son las estrellas en la mano derecha del Hijo del Hombre; los siete candeleros son la imagen que representa las comunidades. El propio término ángel, debe observarse, es prácticamente sinónimo de apóstol, y así se le elige acertadamente para designar el cargo episcopal. De nuevo los mensajes a Arquipo (Col., 4, 17; Filem.,2) implican que tenía una posición de especial dignidad, superior a la de otros presbíteros. Su mención en una carta enteramente referida a un asunto privado, como es la de Filemón, es apenas explicable, salvo que fuera el jefe oficial de la Iglesia Colosense. Tenemos por tanto cuatro indicaciones importantes de la existencia de un cargo en las Iglesias locales, ocupado por una única persona, y llevando consigo autoridad apostólica. Ninguna dificultad puede ocasionar el hecho de que hasta ahora ningún título especial distinga a estos sucesores de los Apóstoles de los presbíteros ordinarios. Está en la naturaleza de las cosas que el cargo existiera antes de que se le asignara un título. El nombre de apóstol,  como hemos visto, no se limitó a los Doce. San Pedro (I Pedro, 5, 1) y San Juan (II y III Juan, 1,1) hablan de sí mismos ambos como “presbíteros”. San Pablo habla del Apostolado como una diakonia. Un caso paralelo en la historia eclesiástica posterior lo suministra la palabra Papa. Este título no se asignó al uso exclusivo de la Santa Sede hasta el Siglo XI. Aunque nadie mantiene que el pontificado supremo del obispo de Roma no fuera reconocido hasta entonces. No puede sorprender que una terminología precisa, distinguiendo a los obispos, en sentido propio, de los presbíteros-obispos, no se encuentre en el Nuevo Testamento.

La conclusión alcanzada se coloca más allá de toda duda razonable por el testimonio de la época post-Apostólica. Esta es tan importante en relación con la cuestión del episcopado que es completamente imposible pasarla por alto. Será suficiente, sin embargo, referirse a la evidencia contenida en las epístolas de San Ignacio, obispo de Antioquia, él mismo discípulo de los Apóstoles. En estas epístolas (aproximadamente del año 107) una vez y otra afirma que la supremacía del obispo es de institución divina y pertenece a la constitución apostólica de la Iglesia. Llega tan lejos como a afirmar que el obispo está en lugar del propio Cristo. “Cuando obedecéis al obispo como a Jesucristo” escribe a los cristianos de Tralles, “es evidente para mí que no estáis viviendo según los hombres, sino según Jesucristo…sed obedientes también a los presbíteros como a los Apóstoles de Jesucristo” (ad Trall., n.2). Incidentalmente nos dice que se encuentran obispos en la Iglesia, incluso en “los lugares más alejados del mundo” (ad. Ephes., n.3). Está fuera de cuestión que alguien que vivía en un periodo tan poco distante de la Edad Apostólica pudiera proclamar esta doctrina en términos tales como los que emplea, si el episcopado no hubiera sido universalmente reconocido como de creación divina. Se ha visto que Cristo no sólo estableció el episcopado en la persona de los Doce sino que, aún más, creó en San Pedro el cargo de supremo pastor de la Iglesia. La primitiva historia cristiana nos dice que antes de su muerte, fijó su residencia en Roma, y allí gobernó la Iglesia como su obispo. Es en Roma donde fecha su primera Epístola, hablando de la ciudad bajo el nombre de Babilonia, una designación que San Juan también le da en el Apocalipsis (cap. 18). En Roma, además, sufrió martirio en compañía de San Pablo, en el año 67. La lista de sus sucesores en la sede es conocida desde Lino, Anacleto, y Clemente, quienes fueron los primeros en sucederle, hasta el pontífice reinante. La Iglesia siempre ha visto en el ocupante de la sede de Roma al sucesor de Pedro en el supremo cargo pastoral. (Ver PAPA.)

La evidencia hasta ahora considerada parece demostrar más allá de toda cuestión que la organización jerárquica de la Iglesia era, en sus elementos esenciales, obra de los propios Apóstoles; y que a esta jerarquía transmitieron la misión a ellos confiada de gobernar el Reino de Dios, y de enseñar la doctrina revelada. Estas conclusiones están lejos de ser admitidas por los protestantes y otros críticos.”[18]

Henri de Lubac

Sacerdote y teólogo francés de la compañía de Jesús. Fue considerado uno de los teólogos más influyentes del siglo XX. También influyó sobremanera en la teología del Concilio Vaticano II. Enseñó teología fundamental e historia de las religiones en la Facultad de Teología de la Universidad de Lyon-Fourviere, Participó como perito en el Concilio Vaticano II, y posteriormente Juan Pablo II lo ordenó cardenal en 1983.

Sostiene también que el episcopado monárquico proviene de los apóstoles, y enfatiza que no hay evidencia histórica alguna que permita suponer que su institución fue disputada de manera alguna:

“La historia de las primeras generaciones cristianas está llena de sombras. Son escasos los documentos que nos proveen información respecto a la situación de las iglesias hacia finales del primer siglo y comienzos del segundo, por doquier se observa la existencia de hombres ejerciendo el oficio de obispos con plena conciencia de su origen apostólico, y que combinaba la presidencia en su propia iglesia y una preocupación activa por las otras iglesias. Nadie siente necesidad de justificar esta situación con argumento alguno. Y en ninguna parte, ya sea en los períodos más temprano o durante mucho tiempo después hay la mejor huella perceptible de que este estado fuera disputado de ningún modo”[19]

Jesús Álvarez Gómez

Es misionero claretiano, doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad Gregoriana (Roma) y profesor de Arqueología cristiana en la Facultad de Teología «San Dámaso» de Madrid. Entre sus numerosas publicaciones, cabe destacar «Historia de la vida religiosa» e «Historia de la Iglesia, I. Edad Antigua»

Explica respecto al episcopado monárquico:

“La triple jerarquía ministerial: obispos, presbíteros y diáconos

En las cartas de San Ignacio de Antioquía aparece ya la figura del obispo monárquico al frente de las comunidades cristianas como garantía de su unidad; pero el obispo está rodeado del consejo de los presbíteros y diáconos. Esta «triple jerarquía»: obispo, presbíteros y diáconos, es la que se estableció desde entonces de un modo permanente en la Iglesia católica. Pero, puesto que San Ignacio de Antioquía no pretende introducir ninguna innovación, habrá que concluir que esa triple jerarquía estaba admitida unos decenios antes, por lo menos en las comunidades de Siria”[20]

Reconoce a Clemente Romano como obispo monárquico de Roma, cuya jurisdicción universal ya se evidenciaba en la era post apostólica:

“Los primeros indicios no sólo de estima, sino también de ejercicio de una cierta autoridad de la Iglesia romana en el ámbito de la Iglesia universal, se remontan a la era inmediatamente posapostólica:

— Epístola de Clemente Romano a la Iglesia de Corinto. Es el primer caso de un recurso elevado por una Iglesia, nada menos que de fundación paulina, a la Iglesia de Roma; la intervención del obispo de Roma fue bien recibida; todavía a finales del siglo II perduraba en Corinto la costumbre de leer la carta de Clemente Romano en la asamblea litúrgica del domingo, e incluso trascendió la Iglesia de Corinto, porque Clemente de Alejandría, a finales del mismo siglo II, consideraba esa carta como una «escritura santa». Y a principios del siglo iv, Eusebio era testigo de que todavía se leía en muchas iglesias.

— La controversia pascual. Esta controversia demuestra que, en la segunda mitad del siglo II, el obispo de Roma ejercía ya de un modo fehaciente su autoridad primada sobre otras iglesias. La cuestión que se planteaba era la siguiente: Las Iglesias de Asia celebraban la Fiesta de Pascua el día 14 de nisán, aunque no cayera en domingo; de ahí el apelativo de «cuatordecimanos» con que eran conocidas; en cambio en la Iglesia romana, por institución del papa Pío I (141-155), se había de celebrar siempre en Domingo, el domingo siguiente al 14 de nisán.

Aunque pueda parecer que esta cuestión carecía de relevancia, sin embargo, era algo importante, porque de la fecha en que se celebrara la Pascua dependía la ordenación de todo el ciclo litúrgico, y además era un signo bien claro de la comunión entre todas las Iglesias del mundo”[21]

Franco Pierini

Sacerdote y doctor de historia de la Iglesia por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y está especializado en historia antigua. Colabora con numerosas revistas entre ellas Famiglia cristiana y Jesús.

En su Tomo I del Curso de historia de la Iglesia trata la constitución de la Iglesia en los siglos I y II. Reproduciré algunos extractos interesantes, en donde si bien sostiene que algunas iglesias contaban con un colegio de presbíteros como forma de gobierno, aquellas que contaban con obispos instituidos por los apóstoles como sus sucesores, contaban con un obispo que las gobernaba  :

“Pero, por encima de todo, [refiriéndose a los apóstoles]  descuella Simón, a quien Jesús da el sobrenombre Cefas, es decir piedra (de ahí Pedro), poniéndolo como cabeza del grupo apostólico y estableciéndolo como fundamento de la Iglesia naciente…

Encontramos otros numerosos apóstoles y evangelistas como Bernabé y Lucas, que trabajan al lado de los doce y de Pablo, ayudados a su vez por diáconos y diaconisas, profetas, doctores y distintos tipos de colaboradores, todos los cuales van siendo progresivamente sustituidos a lo largo de los dos primeros siglos, por presbíteros, obispos y otros jefes de las comunidades cristianas.

[Refiriéndose a la vida cotidiana de los cristianos del siglo II

Las comunidades están regidas por obispos, especialmente en los lugares donde los apóstoles han dejado sucesores directos (como es el caso de Jerusalén, Antioquía, Roma, Alejandría o Corinto]. En otras comunidades sigue vigente un gobierno de tipo colegial, el presbiterio, semejante al de las comunidades judías, pero destinado a ser sustituido por el llamado episcopado monárquico”[22]

August Franzen

Catedrático de Historia medieval y moderna de la Iglesia en la Universidad Albert Ludwig, de Friburgo de Brisgovia.

Al igual que otros teólogos e historiadores distingue entre el lento desarrollo del primado de su esencia, que no niega. Sostiene que las comunidades eran gobernadas por los obispos, los cuales aún proviniendo del colegio de presbíteros ejercían funciones de jefatura y dirección. Afirma sin embargo que en algunas comunidades locales existían varios obispos-presbíteros que finalmente optaron también por el modelo del episcopado monárquico.

No era el caso del obispo de Roma que según las listas episcopales tenía una posición singular, pues podía por medio de las listas episcopales demostrar que su sucesión apostólica se remontaba directamente a Pedro.

“En el gobierno normal de la Iglesia, los carismas estuvieron, por tanto, subordinados siempre al ministerio. Con el paso del tiempo, la dirección de las comunidades se concentró cada vez más en manos de los obispos y los diáconos.  Los obispos provenían del colegio de los presbíteros, en el que desarrollaban funciones directivas como jefes e inspectores (episkopos). En algunas comunidades locales encontramos, en la primera hora, varios obispos-presbíteros; pero después, y no más tarde del siglo II, el episcopado monárquico se difundió por todas partes. En esta tendencia hacia el vértice monárquico que se manifestó pronto en las comunidades particulares se ha visto con razón el nacimiento del principio del primado, que se expresará más tarde en la Iglesia universal (Heinrich Schlier, f 1978)”[23]

“En particular, el obispo de esta ciudad [Roma] adquirió una posición singular, basada en el hecho de que, según las listas episcopales, podía mostrar que su sucesión apostólica se remontaba directamente a Pedro. Ahora bien, esto significaba que el patrimonio de la revelación, transmitido por Cristo y los apóstoles, era conservado en el modo más seguro y más puro por el obispo de Roma, ya que la continuidad directa con los apóstoles y con la Iglesia primitiva constituía la mejor garantía para la pureza de la fe. El obispo romano gozó muy pronto de autoridad para enseñar. Ya en los siglos II y III, los herejes solían acudir a Roma para justificarse; así lo hizo Marción en el 139, y también Montano y los principales exponentes del gnosticismo. 

También los defensores de la recta fe buscaron y encontraron ayuda en Roma, como Atanasio, en 339/340. Esta preeminencia de la sede romana no impidió que el centro de gravedad del trabajo teológico se mantuviese siempre en Oriente, donde tuvieron lugar también los grandes concilios. No siempre la reflexión de los teólogos coincide exactamente con el magisterio de la Iglesia, el único que debe decidir si una opinión teológica está contenida en la tradición apostólica y pertenece al patrimonio de la fe revelada. 

También en cuestiones de derecho y de disciplina gozó el obispo de Roma desde muy pronto de una singular autoridad. Un primer dato de su supremacía se puede constatar ya en la Primera carta de Clemente (ca. 96), donde se habla de la solución de un conflicto surgido en la comunidad de Corinto. La intervención del papa Víctor (189-199) en la polémica relativa a la fecha de la Pascua y las controversias del papa Esteban I (254-257) con Cipriano de Cartago, relativas a la cuestión del bautismo administrado por los herejes, marcaron nuevas etapas de desarrollo de la autoridad del sucesor de Pedro. Nada permite afirmar que ya en estos acontecimientos se manifiesta la reivindicación de un verdadero primado de jurisdicción.

Pero dado que este primado, como todas las cosas históricas, tuvo una lenta evolución antes de llegar a su pleno desarrollo, no se deben pasar por alto las etapas anteriores.”[24]

Es un ejemplo que permite ilustrar como algunos historiadores que opinan que aunque algunas comunidades locales no contaban con un episcopado monárquico, no sólo no es el caso de las principales iglesias de la cristiandad (Roma incluida) sino que reconocen la evidencia que aportan las cartas de Ignacio de Antioquía, que rechazan las teorías evolucionistas que suponen un episcopado monárquico desarrollado tardíamente a mediados del siglo II. Menciona a este respecto el caso de Policarpo, Obispo de Esmirna, ordenado por el propio Apóstol San Juan.

Todos sus escritos [refiriéndose a las cartas de Ignacio de Antioquía] abundan en pensamientos edificantes y, desde el punto de vista histórico, atestiguan que, en aquel momento, el episcopado monárquico se había impuesto en las regiones donde ejerció su ministerio. Un único obispo está al frente de las comunidades, e Ignacio exhorta con estas palabras: «Seguid todos al obispo como Jesucristo al Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de Dios. Que nadie, sin contar con el obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. Sólo ha de tenerse por válida aquella eucaristía que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización. Dondequiera apareciere el obispo, allí esté la comunidad, al modo que dondequiera estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia católica» (Carta a los Esmirniotas 8,1). Ignacio desarrolla ya una teología del episcopado, en el cual ve encarnada la unidad de la Iglesia: Cristo, el obispo y la Iglesia son una sola cosa.

En su Carta a los Romanos, Ignacio atribuye inequívocamente a la Iglesia de Roma una posición única y no se limita a ensalzar su actividad caritativa, sino que alaba -en evidente conexión con la Carta de Clemente, que indudablemente debió conocer- su firmeza en la fe y su doctrina, de modo que «se percibe ya claramente la particular autoridad y la efectiva preeminencia de la comunidad romana ». (Altaner, Patrologie [Patrología], 86). A su hermano, el obispo Policarpo, que lo había acompañado en Esmirna, le recuerda desde Tróade su deber pastoral y le exhorta a mantenerse firme, durante la persecución de los cristianos, como un yunque bajo los golpes del martillo. De Policarpo, obispo de Esmirna, que en su juventud había escuchado personalmente la enseñanza del apóstol Juan y que había sido nombrado obispo por él, se conserva una Carta a los Filipenses”[25]

Philip Hughes

Historiador y teólogo escritor de varios libros.

Explica que la constitución la Iglesia primitiva para fines del siglo I consistía en  triple gradación: un obispo, un colegio de presbíteros y los diáconos, antes de esa fecha que puede ser probable que las iglesias estuvieran regidas por un colegio episcopal bajo la vigilancia de los apóstoles.

“La vida de los primeros cristianos

Hasta aquí nos hemos referido a un aspecto muy particular del primitivo cristianismo, a la vida de los pensadores o “intelectuales” cristianos. ¿Y el creyente ordinario? Desgraciadamente, ningún detalle de su historia se nos ha conservado. No poseemos ningún diario íntimo de los primitivos cristianos, y nos vemos obligados a reconstruir su vida religiosa cotidiana, con los datos que la literatura nos puede ofrecer.

La Iglesia, desde su primera presentación en el Nuevo Testamento, está organizada en multitud de “iglesias”, una para cada ciudad. En cada iglesia se distinguen dos grupos : el clero con las funciones de presidir, ofrecer el sacrificio, administrar los sacramentos y explicar la doctrina ; y el laicado. Esta estructura se repite en todas partes, con una uniformidad que excluye la mera casualidad y revela la imitación de un modelo común.

El clero era elegido por la totalidad de cada iglesia local recibiendo los poderes espirituales por el rito de la imposición de las manos de otros que los habían recibido ya a su vez, juntamente con la facultad de transmitirlos. Existe una triple gradación entre el clero. Cada iglesia estaba presidida por un solo obispo, asistido a su vez por sacerdotes, en la tarea espiritual, y por diáconos, cuya misión principal era el cuidado de los bienes de la Iglesia, la distribución de limosnas, la asistencia a los pobres, viudas y huérfanos y demás obras de caridad y beneficencia que constituyeron una de las notas más características del primitivo cristianismo. “Cómo se aman unos a otros” fue una de las primeras y más espontáneas confesiones que el paganismo tributó a aquellos cristianos cuya religión nosotros heredamos”[26]

También sostiene que Clemente Romano era obispo monárquico de Roma, cuya primacía jurisdiccional ya era evidente en los primeros siglos, y cita como evidencias la epístola de Clemente a los corintios y otros eventos históricos.

“La Iglesia romana

Hay una que desde la época más temprana desempeña un papel especial, reglamentando los asuntos de las demás y actuando con una especie de autoridad superior sobre las mismas. Ésta es la Iglesia de Roma, regida según unánime tradición por San Pedro, a quien Nuestro Señor había dicho: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia… A ti te daré las llaves del reino de los cielos. Todo lo que atares en la tierra será atado en el cielo, y lo que desatares en la tierra será también desatado en el cielo. Ignoramos la fecha exacta de fundación de la Iglesia romana, así como la de llegada de San Pedro a Roma, pero es tradición universal de la primitiva cristiandad romana que San Pedro rigió su Iglesia y que en Roma dio su vida por Cristo en la persecución de Nerón.

No es mucho lo que sabemos acerca de los primeros pasos de esta Iglesia romana, velados por la obscuridad que, en esos siglos, nos vela tantas cosas. Con todo, sabemos relativamente bastante, y es significativo el hecho de que, siempre que Roma hace su aparición, la vemos desempeñando ese papel privativo suyo que nunca se le ha sido denegado (aunque a veces se haya hecho oposición a su ejercicio), papel que ninguna otra iglesia intentó jamás reclamar para sí, es decir, el papel de una superintendencia general sobre todas las iglesias de la Iglesia católica.

Así, vemos la Roma del Papa Clemente I, hacia el año 90, intervenir en los asuntos de la Iglesia de Corinto. Aproximadamente en la misma época, San Ignacio de Antioquía confirma la singular posición de la Iglesia romana en las famosas cartas escritas la víspera de su martirio en Roma (107). Hemos visto la tradición como aparece en San Ireneo. Hacia la misma época, bajo el Papa Víctor (189-198) tiene lugar una enérgica actuación de la autoridad romana para reducir a obediencia a la Iglesia apostólica de Éfeso en una disputa litúrgica. Sesenta años después surge otra crisis entre Roma y Cartago. Esta vez la cuestión no es meramente disciplinal, y toda la actitud de Roma es una vez más la de un juez sin apelación, dictando la ley y un ultimátum para asegurar su observancia. El personaje enfrentado con Roma era aquí nada menos que San Cipriano, el primado de Cartago; y en el año 262 hallamos al Papa Dionisio corrigiendo la teología de su homónimo el obispo de Alejandría.”[27]

Adalbert Hamman

Sacerdote e historiador franciscano especialista en patrología. Tiene en su haber la publicación de cerca de cien traducciones de textos patrísticos en francés, colección conocida como  ‘Pères dans la Foi’ así como de ser autor de números libros relacionados con los padres de la Iglesia y la historia de la iglesia.

Aunque sostiene que la organización de las primeras comunidades cristianas no era uniforme, algunas regidas por colegios de presbíteros, al mismo tiempo afirma que las grandes ciudades cuentan desde tiempos apostólicos con un obispo que las preside como jefes de dichas comunidades.

“La organización de los cuadros

El final del siglo I es de importancia capital en la historia del cristianismo. Todos los Apóstoles han desaparecido, menos Juan, el último testigo. Se convierte en un personaje casi legendario. Permanece durante mucho tiempo en Asia. Clemente afirma que organizó en Asia comunidades que, durante todo el siglo II evocan su autoridad. Su sombra se proyecta sobre las iglesias distribuidas como las cuentas de un rosario a lo largo del litoral.

A partir de entonces, las comunidades están en manos de jefes que se transmiten los relatos y las enseñanzas de los Evangelios. Han tomado el relevo de los primeros Apóstoles y de sus colaboradores. Se establece una organización flexible y progresiva. Procede por etapas cuyas huellas son todavía hoy perceptibles. Las comunidades judeocristianas mantienen durante algún tiempo una dirección colegial (ancianos o presbíteros). Las que nacen en tierra pagana se apoyan en el binomio obispo-diácono. Ambas organizaciones son simultáneas, y, después, se unifican a lo largo del siglo II. Su establecimiento se lleva a cabo poco a poco, con retrasos, con vacilaciones, y a veces con crisis. La vida no está uniformada, sino que se desarrolla orgánicamente, crece con la vitalidad explosiva de los comienzos.

La actividad itinerante de los apóstoles y de los profetas sólo dura un determinado tiempo; es una preparación para el establecimiento de una organización permanente, de una autoridad local que la sustituye. Algunos de esos itinerantes acaban por quedarse fijos en el lugar de su actividad misionera. Potino, puede que también Ireneo en Lyon, son buenos ejemplos de esta situación. Otros siguen moviéndose roturando nuevos terrenos y plantando la cruz bajo nuevos cielos. Su actividad se prolonga durante todo el siglo II, pero tiende a acabarse con él.

La predicación evangélica da sus frutos a partir del momento en que deja tras ella un mínimo de estructura y de organización. Los convertidos se juntan, se agrupan y se fusionan en una comunidad, la iglesia del lugar. Eusebio lo dice explícitamente: «los apóstoles distribuyen sus bienes a los pobres, abandonan su país, ponen los fundamentos de la fe en regiones extranjeras, establecen pastores a los que entregan la solicitud de aquellos a quienes han traído a la fe».

Ignacio en Antioquía, Policarpo en Esmirna, Potino en Lyon, Cuadrato en Atenas, Dionisio en Corinto, son jefes de sus comunidades; se llaman epíscopos, obispos, lo cual significa inspectores o superintendentes, título que procede de la administración civil. El nombre de obispo, que durante un cierto tiempo fue sinónimo de presbítero, acaba imponiéndose para designar la autoridad monárquica.

Desde la organización colegial hasta llegar a la responsabilidad episcopal hubo un tiempo indeciso, con vacilaciones y resistencias. Algunas ciudades, como Jerusalén o Alejandría, poseen ya desde los orígenes cristianos un obispo, otras, como Filipos, no parece que todavía hayan establecido a ninguno cuando Clemente de Roma les escribe. Al menos la carta de Clemente no hace mención, solamente habla de la cábala que ha dado lugar a que los presbíteros jóvenes y viejos estén en discordia.

Hay muchas ciudades que tienen como obispo a personajes de gran altura, como Policarpo o Ireneo, pero hay otras que escogen una talla adaptada a su medida. No todos los corsos son Napoleón. La vida de la iglesia local tiene habitualmente unos comienzos más modestos; elige al hombre más disponible, al más generoso, que se impone por su calidad y su ejemplo.

El epíscopo, ya desde los comienzos de su existencia, está asistido por un colaborador directo, habitualmente más joven que él, el diácono, cuyas cualidades personales, familiares y sociales deben hacerle apto para secundar eficazmente al jefe de la comunidad. Juntos dirigen la reunión, celebran la eucaristía; juntos son gerentes del bien común y proveen a las necesidades de la comunidad.”

A lo largo del siglo II, la institución epíscopo y diácono se confunde con la de presbíteros o ancianos, de origen verosímilmente judaico. Los «ancianos», en el judaísmo eran los notables, que formaban parte del sanedrín o que dirigían la comunidad y la sinagoga. En tiempos de los Doce, existen en Jerusalén, cuando Santiago es allí obispo. Asisten con los Apóstoles al primer concilio de Jerusalén. A fines del siglo I los encontramos en Roma, en Filipos, en Corinto, donde son objeto del conflicto que da motivo a la carta de Clemente de Roma.

La fusión de estas dos instituciones se fue haciendo progresivamente y según los lugares y las circunstancias, no sin choques acá y allá. La carta de Pablo a Timoteo, que hace una descripción del obispo, conoce el colegio presbiteral que, con Pablo, impuso las manos a Timoteo. A Tito se le recomienda que instituya presbíteros.

La solución más elegante para pasar de la autoridad colegial a la institución monárquica consistía en elegir al obispo entre el cuerpo presbiteral. Los dos términos, presbítero y obispo, son sinónimos durante algún tiempo. Ireneo parece emplearlos indistintamente.

En la época de Ignacio de Antioquía, la instauración de la autoridad monárquica y la integración del consejo presbiteral son cosa hecha en Asia, desde Jerusalén a Pérgamo. Las cartas ignacianas a las diversas comunidades por las que ha pasado así lo atestiguan. En otros lugares parece que el cambio fue más doloroso. La carta de Clemente a la comunidad de Corinto, provocada por presbíteros a los que no se aceptaba, reconoce la existencia de jefes u obispos, elegidos sin duda de entre el consejo de ancianos, que presiden la liturgia y se distinguen claramente de los laicos, nombrados aquí por vez primera”[28]

Cesar Vaca  O.S.A.

Sacerdote y Teólogo agustino escritor de numerosos libros.

En las cartas de Ignacio – escribe Grandmaison – se enlaza por primera vez el epíteto glorioso de católica al nombre de la Iglesia: “Donde apareciere el obispo, allí está también la muchedumbre, al modo que, donde estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia Católica” (Smyrn. VIII,2). De esta manera, el obispo encarna su iglesia particular, absolutamente como la gran Iglesia es la encarnación continuada del Hijo de Dios. ¿No creeríamos estar leyendo uno de los campeones de la unidad eclesiástica de nuestro tiempo, a un Adán Moehle, un Jaime Ralmes, un Eduardo Pie?” (Jésus Chist II p.634).

Nos demuestra así San Ignacio que en su tiempo, fines del siglo I, la estructura y él pensamiento sobre la Iglesia es completo y maduro. Obispos, presbíteros y diáconos constituyen la jerarquía tripartita, sobre la cual se apoya toda la realidad del cristianismo. Es preciso permanecer unidos a esta jerarquía para vivir dentro del espíritu de Cristo. “Por consiguiente7 a la manera que el Señor nada hizo sin contar con su Padre, hecho como estaba una cosa con Él – nada, digo, ni por sí mismo ni por sus apóstoles -; así vosotros nada hagáis tampoco sin contar con vuestro obispo y los ancianos; ni tratéis de colorear como laudable nada que hagáis a vuestras solas, sino reunidos en común; haya una oración, una sola esperanza en la caridad, en la alegría sin tacha, que es Jesucristo, mejor que el cual nada existe” (Mag. VII,1). Sin esta jerarquía no existe la Iglesia: “Por vuestra parte, escribe a los trallenses, todos habéis también de respetar a los diáconos como a Jesucristo. Lo mismo digo del obispo, que es figura del Padre, y de los ancianos (presbíteros), que representan el senado de Dios y la alianza o colegio de los apóstoles. Quitados éstos, no hay nombre de Iglesia” (Trall III,1).”[29]

Ludwig Ott

Sacerdote, doctor en Teología de la Universidad de Múnich con una tesis sobre teología medieval. Desde 1941 ejerció como profesor de dogmática en la Universidad Católica de Eichstaett hasta que ocupó el cargo de rector. Su obra Manual de Teología Dogmática, publicada por la Editorial Herder es considerado una obra de referencia indispensable.

“La perpetuación de los poderes jerárquicos es consecuencia necesaria de la indefectibilidad de la Iglesia (v. § 12), pretendida y garantizada por Cristo. La promesa que Cristo hizo a sus apóstoles de que les asistiría hasta el final del mundo (Mt 28, 20) supone que el ministerio de loa” apóstoles se perpetuará en los sucesores de los apóstoles. Éstos, conforme al mandato de Cristo, comunicaron sus poderes a otras personas; por ejemplo, San Pablo a Timoteo y a Tito. Cf. 2 Tim 4, 2-5; Tit 2, í (poder de enseñar); 1 Tim $, 19-21; Tit 2, 15 (poder de regir); 1 Tim 5, 22; Tit 1, 5 (poder de santificar). En estos dos discípulos del apóstol aparece por primera vez con toda claridad el episcopado monárquico que desempeña el ministerio apostólico. Los «ángeles» de las siete comunidades del Asia Menor (Apoc 2-3), según la interpretación tradicional (que no ha carecido de impugnadores), son obispos monárquicos.

El discípulo de los apóstoles SAN CLEMENTE ROMANO nos relata lo siguiente a propósito de la transmisión de los poderes jerárquicos por parte de los apóstoles: «Predicaban por las provincias y ciudades, y, después de haber probado el espíritu de sus primicias, los constituían en obispos y diáconos, de los que habían de creer en el futuro» (Cor. 42, 4); «Nuestros apóstoles sabían por Jesucristo nuestro Señor que surgirían disputas en torno al cargo episcopal. Por esta razón, conociéndolo bien de antemano, constituyeron a los que hemos dicho anteriormente, y les dieron el encargo de que a la muerte de ellos les sucedieran en el ministerio otros varones probados» (Cor. 44, 1-2).

SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA da testimonio, a principios del siglo II, de que a la cabeza de las comunidades de Asia Menor y aun «en los países más remotos» (Eph 3, 2) había un solo obispo (monárquico) en cuyas manos estaba todo el gobierno religioso y disciplinario de la comunidad. «Sin el obispo, nadie haga nada de las cosas que corresponden a la Iglesia. Solamente sea considerada como válida aquella eucaristía que se celebre por el obispo o por algún delegado suyo.

Doquiera se mostrare el obispo esté allí el pueblo, así como doquiera está Cristo allí está la Iglesia Católica. No está permitido bautizar sin el obispo ni celebrar el ágape; mas todo lo que él aprueba es agradable a Dios; para que todo lo que se realice sea sólido y legitimo… Quien honra al obispo es honrado por Dios; quien hace algo sin el obispo está sirviendo al diablo» (Smyrn. 8, 1-2; 9, 1). En toda comunidad existen, además del obispo y por debajo de él, otros ministros: los presbíteros y diáconos.

Según SAN JUSTINO MÁRTIR, «el que preside a los hermanos» (es decir, el obispo) es quien realiza la liturgia (Apol. 165 y 67). SAN IRENEO considera la sucesión ininterrumpida de los obispos a partir de los apóstoles como la garantía más segura de la íntegra tradición de la doctrina católica: «Podemos enumerar los obispos instituidos por los apóstoles y todos los que les han sucedido hasta nosotros» (Adv. haer. m 3, 1). Pero, como sería muy prolijo enumerar la sucesión apostólica de todas las Iglesias, se limita el 423 Dios santificador santo a señalar la de aquella Iglesia «que es la más notable y antigua y conocida de todos, y que fué fundada y establecida en Roma por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo». Nos refiere la más antigua lista de los obispos de la iglesia romana, que comienza con los «bienaventurados apóstoles» y llega hasta Eleuterio, 12.° sucesor de los apóstoles (ibídem ni 3, 3). De San Policarpo nos refiere SAN IRENEO (ib. 111 3, 4) que fué instituido como obispo de Esmirna «por los apóstoles» —según TERTULIANO (De praescr. 32), por el apóstol San Juan—. TERTULIANO, lo mismo que San Ireneo, funda la verdad de la doctrina católica en la sucesión apostólica de los obispos (De praescr. 32)”[30]

Autores: José Miguel Arráiz y Jesús Manuel Urones

NOTAS


[1] Van Hove, Alphonse. “Bishop.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907
http://ec.aciprensa.com/wiki/Obispo

[2] Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Edición Bilingüe completa, BAC 65. Quinta Edición, Pág. 376

[3] Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Edición Bilingüe completa, BAC 65. Quinta Edición, Pág. 376

[4] Aquí Daniel Ruiz Bueno cita a Turner, JThS, XXI (1920), p. 194, citado por Lebreton, L’Eglise primitive, p. 353, n. 1.

[5] Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Edición Bilingüe completa, BAC 65. Quinta Edición, Pág. 933 

[6] Ramón Trevijano, Patrología, BAC Manuales, Madrid 2004, pág. 39-40

[7] José Orlandis, El Pontificado Romano en la Historia, Ediciones Palabra, 2 Edición Madrid 2003, pág. 29

[8] José Orlandis, Breve Historia del Cristianismo, Ediciones RIALP, Sexta edición, Madrid 1999, Pág. 25-26

[9] Johannes Quasten, Patrología, Tomo I, BAC 206, Madrid 1995, pág. 81

[10] Enrique Moliné, Los Padres de la Iglesia, Ediciones Palabra, Cuarta Edición, Madrid 2000 pág. 53

[11] Ludwig Hertling, Editorial Herder, Décima edición, Barcelona 1981, Edición digital

[12] Bernardino Llorca, Manuel de Historia Eclesiástica, Editorial Labor. S.A. 1951, pág. 95-97

[13] Joseph Lortz, Historia de la Iglesia, Tomo I, Ediciones Cristiandad, Madrid 1982, Versión digital.  

[14] Michael Schmaus, Teología Dogmática, Tomo IV, La Iglesia, Ediciones Rialp, Madrid 1960, pág. 511-512

[15] Ibid., pág. 496

[16] Ibid.

[17] Ibid., pág. 504

[18] G. H. Joyce, Enciclopedia Católica, Artículo Iglesia.

[19] Traducido de Henri de Lubac, The Petrine Office and Particular Churches

[20] Jesús Álvarez Gómez, Historia de la Iglesia, I. Edad Antigua, BAC, Madrid 2001, pág 121

[21] Ibid., pág. 130

[22] Franco Pierini, La Edad Antigua, Curso de historia de la Iglesia, Tomo I, San Pablo 1996, pág. 48,49.73

[23] August Franzen, Historia de la Iglesia, Editorial Sal Terrae, 2009, pág. 26

[24] Ibid., pág. 110                                                                                                            

[25] Ibid., pág. 40

[26] Philip Hughes, Síntesis de Historia de la Iglesia, Editorial Herder, 1996, pág 11-36

[27] Ibid.

[28] Adalbert G. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Editorial Palabra, Septima Edición, Madrid 2002, Pág. 130-134

[30] Ludwig Ott, Manual de Teología Dogmática, Editorial Herder, Barcelona 1966, Pág. 423-424

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