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La Iglesia es sagrada

La Iglesia

–Sagrado, secular, secularización, secularismo… Todo eso se discutió hace años, pero ya no es una cuestión actual.

–Es una cuestión muy actual, porque influye mucho en la vida de la Iglesia, aunque se hable y escriba menos de ella.

La Iglesia, que en la sagrada Eucaristía tiene su «centro» vivificante (Vat. II, CD 30f), es sagrada en sus Escrituras, en sus Pastores y sacramentos, en su pueblo de bautizados y en sus ministros sagrados, en sus templos, etc. Toda la Iglesia es, como veremos, «un sacramento», una realidad sagrada constituida por Dios entre los pueblos.

En la obra Sacralidad y secularización he estudiado más ampliamente esta cuestión. Allí pueden verse más completas las referencias bibliográficas que aquí doy abreviadas (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 3ª ed.). (( http://www.gratisdate.org/nuevas/sacralidad/default.htm ))

Hace unos años, «grandes» teólogos dijeron en la Iglesia grandes tonterías sobre lo sagrado, sobre todo en el tiempo del Vaticano II y del postconcilio(Dijeron y dicen). Autores que en algunas obras respetaban la verdad bíblica y tradicional de lo sagrado cristiano –sacramentos, templos, ministerio sagrado, etc.–, en otros escritos, desconcertantemente, negaban su existencia, dejándose llevar lamentablemente por los vientos ideológicos de moda.

Yves Congar, autor de El misterio del Templo (!), declara que «Jesucristo borró decididamente toda línea de división entre el supuesto sagrado y el pretendido profano, y eso lo mismo tratándose de personas que de lugares o cosas» (Situación de lo cristiano en régimen cristiano). ¿Será verdad tal afirmación?… En efecto: «por este culto que él inaugura, Jesús sobrepasa toda religión, superando la escisión entre sagrado y profano» (André Manaranche, Al servicio de los hombres). Docenas de autores católicos difundieron la misma idea.

¿Sabían estos autores lo que estaban diciendo?… Son barbaridades teológicas, de efectos muy malos en la vida de la Iglesia, que todavía perduran y colaboran a una secularización profunda de tantas Iglesias locales. ¿La sagrada Eucaristía no es sagrada? ¿Es como un banquete ordinario? ¿No hay distinción entre el lugar sagrado de un Templo y el espacio de una casa cualquiera; entre un cáliz y una jarra de cerveza?… ¿O es que ahora resulta que el término «sagrado», de tan larga y unánime tradición en la Iglesia, no significa nada, es in-significante, y debe ser retirado?… Es cierto que la sacralidad es un término polivalente, con acepciones muy diversas. Sin embargo, no desechamos ese término bíblico y tradicional, pues otras palabras de profunda significación cristiana, como amorsacrificio y tantos más, sufren la misma polivalencia semántica, sin que por eso prescindamos de ellas. Más equívocos sobrevendrían si, suprimiendo la terminología de lo sagrado, tomáramos en su lugar «otras» palabras ajenas a la tradición cristiana o si negáramos, simplemente, esa categoría verbal.

La consideración puramente filológica del vocabulario de lo sagrado no nos da grandes luces para la teología. «Unos se aferran al sentido latino: sacer, inviolable; otros se remontan hasta la primitiva significación griega: hiérax, que tiene un contenido arreligioso, antes de que nazca la palabra hierós; otros, en fin, definen lo sagrado en función de lo profano, profanum, vestíbulo del santuario. Nos parece peligroso limitarnos a la dimensión semántica. Pensemos por ejemplo en la palabra leitourgía: en el griego preclásico liturgia significa trabajos públicos, servicio del Estado» (J. Grand’Maison, Le mond et le sacré). Santo-hágios y sagrado-hierós son términos unas veces distintos, otras sinónimos.

Lo sagrado natural es una categoría muy importante en la fenomenología religiosa. Lo sagradose diferencia netamente de lo profano. Como observaba E. Durkheim, se trata de dos mundos distintos: «No puede decirse, sin embargo, que un ser no pueda jamás pasar de uno de estos mundos al otro: pero la manera en que se produce este paso, cuando sucede, pone en evidencia la dualidad esencial de los dos reinos» (Les formes élémentaires de la vie religieuse). Los ritos deiniciación, de sacrificios y de consagración ilustrarían tales asertos.

En la constitución de lo sagrado la iniciativa libre de Dios es decisiva. Por ella, cualquier ser creado –árbol o piedra, manantial o persona, lugar o ceremonia ritual– puede llegar a ser hierofánico. Los santuarios, los lugares santos, por ejemplo, «no se eligen, sino que sólo pueden encontrarse» (Van der Leeuw, Fenomenología de la religión). Son los dioses quienes constituyen una sacralidad por una intervención libre. De otro modo lo sagrado no tendría mana, sería una mera creación humana, desvirtuada de poder. La hierofanía, situada quizá en los orígenes míticos de la tribu y transmitida después por la tradición popular, se halla siempre en el principio de una realidad sagrada, que en un tiempo pasado se manifestó como tal, y en cuya realidad creenlos fieles. Como dice Mircea Eliade, «se trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de algo “completamente diferente”, de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo “natural”, “profano”» (Lo sagrado y lo profano).

En este sentido, incluso en las religiosidades naturales ese abismo infranqueable entre lo sacro y lo profano no es insalvable, porque «al manifestar lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante. Una piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente nada la distingue de las demás piedras. Por el contrario, para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta en realidad sobrenatural»          (Lo sagrado).

Por lo demás, es claro que no puede hablarse de lo sagrado-natural en un sentido unívoco. Por eso, con Grand’Maison, distinguiremos en lo sagrado al menos tres especies fundamentales: «Cuando lo profano, respetado en sí mismo, es religado por el hombre a Dios en un sentido de sumisión y de acción de gracias, se trata de un sagrado auténticamente religioso; en tanto que el sagrado mágico utiliza el más allá sin respetar lo profano, y el sagrado tabú huye del más allá por temor a perder la seguridad de la vida profana ordinaria» (Le monde et le sacré).

El sagrado-natural es una anticipación del sagrado-cristiano. Estas someras aproximaciones a las religiones naturales son suficientes para mostrarnos el punto de engarce entre ellas y la sacralidad cristiana. Ya Mircea Eliade entendió las hierofanías naturales como «tentativas desesperadas de prefigurar el misterio de la encarnación» (Tratado de historia de las religiones). Y Louis Bouyer mostró bien cómo «la Encarnación no borrará, no hará inútil o caída en desuso, esta categoría primitiva de lo sagrado»:

«La Encarnación no va, pues, a llevarnos a una desaparición de la sacralidad natural, sino a su metamorfosis. Esta sacralidad, a pesar de todas las insuficiencias e incluso de sus deformaciones, permanece en el hombre como la piedra receptiva de la Encarnación. Eliminarla equivaldría a hacer imposible la Encarnación, cerrando en el hombre toda vía de acceso para el mismo Dios. Y así como la Encarnación no tendría sentido para nosotros si se hiciera en una carne distinta de la nuestra, así la nueva sacralidad que de ella resulta no podría sernos accesible si no se abriera paso hacia nosotros a través de los canales mantenidos por la sacralidad de siempre».

Para la teología cristiana es tan inadmisible concebir un sagrado absolutamente extraño al hombre –sin forma natural–, como negar en absoluto la categoría de lo sagrado en el cristianismo, alegando que toda realidad debe ser asumida en la sacralidad de la Encarnación. «El primer error, sigue diciendo Bouyer, equivale a querer que la carne de la Encarnación cae del cielo, lo que supone negar de hecho la realidad de la Encarnación. El segundo equivale a confundir la carne del Salvador con cualquier otra carne indistintamente, lo que, a fin de cuentas, no es sino otra manera de negar que Él tenga una que sea la suya» (Le rite et l’homme).

Lo sagrado-judío, constituido por Dios, es anticipación próxima al sagrado-cristiano.En Israel lo sagrado viene siempre instituido por el mismo Yahvé. Recordemos, por ejemplo, el libro del Levítico. Son sagradas ciertas criaturas, lugares o personas, escrituras o ritos, especialmente elegidas por Yavé en orden a la santificación de los hombres y a Su propio culto. Y como en el sagrado-natural, también en el sagrado-judío hay diversos niveles de sacralidad, fundados siempre en elecciones de Dios perfectamente libres. Según esto, el pueblo de Israel es sagrado entre todos los pueblos, pues el Señor se lo ha consagrado para Sí mismo (Ex 19,5-6.24). Y dentro de Israel, el linaje sacerdotal levítico está revestido por Dios de una sacralidad particularmente intensa, es decir, ha recibido una destinación especial a la santificación de los hombres y al culto de Yahvé.

Una comprensión carnal de estos misterios llevó a que muchos judíos entendieran su elección como una consagración-exclusiva, por la que los demás pueblos quedaban ajenos a la bendición divina. Algunas prescripciones de la Ley, siendo puramente pedagógicas, como la prohibición de matrimonios con extranjeros, pudieron dar ocasión a este error, cuyo origen verdadero está no en la Ley mosaica sino en la soberbia del judío carnal. En realidad, la Escritura muestra claramente desde el principio que la elección del pueblo de Israel fundamenta una consagración-difusiva, ya que, como dice Yahavé desde el principio, en la descendencia de Abraham han de ser «bendecidas todas las familias de la tierra» (Gén 12,3).

El mundo, por lo demás, es para los judíos, y para los cristianos, un signo de la gloria de Dios, pero no es sagrado. Y si la pedagogía de la Ley distingue entre criaturas puras e impuras (Lev 10,10-11; Ez 22,26; 44,23), no quedará después de Cristo huella alguna de esta distinción: «todo es puro para los puros» (Tit 1,15); cosa que, de primeras, le costó a San Pedro entender (Hch 11,7-10).

Hay en Israel grados diversos de sacralidad. El pueblo judío, entre todos los pueblos de la tierra, es sagrado; pero en los sacerdotes levíticos hay indudablemente una sacralidad de especial intensidad. Las Escrituras, como Palabra de Dios, son en grado extremo Sagradas Escrituras. El tiempo religioso de Israel no transcurre de un modo homogéneo, sino que algunas fiestas, como la Pascua, y especialmente el día del Sábado, por institución divina, son días especialmente sagrados.

Por lo que se refiere a los lugares sagrados, apreciamos igualmente dentro de Israel, como en un régimen de círculos concéntricos, una gradualidad de menor a mayor sacralidad. Todo el espacio dado por Dios a Israel es Tierra Santa (2Mac 1,7), pero Jerusalén posee una sacralidad especial (Sal 84), y dentro de la ciudad santa, el Templo, con un límite «todavía» infranqueable para los gentiles (Is 56,7); y está luego el atrio de las mujeres, más adentro el de los judíos, después el Santo, y finalmente el Santo de los Santos, donde sólo el Sumo Sacerdote puede entrar, y únicamente en el gran día de la expiación (Lev 16,2). El Nuevo Testamento, en algunas de prescripciones antiguas, verá, es cierto, un signo de la imperfección de la Antigua Alianza, que solamente tuvieron vigencia «hasta el tiempo del orden nuevo» (Heb 9,7-10).

Lo sagrado cristianoen la plenitud de los tiempos, se constituye en Cristo, dejando atrás el orden sacral de la Ley mosaica. El Maestro subraya la interioridad fundamental de la santidad, que no ha de limitarse a exterioridades rituales. Por eso trata con samaritanos, publicanos y pecadores, y anuncia, con escándalo de sus oyentes, la elección-difusiva de Israel a todos los pueblos (Lc 4,25-27). El Templo de Jerusalén ha terminado ya su función cultual y salvífica, y ahora el templo es Él mismo (Jn 2,21), y en Él, en su Iglesia, se va a ofrecer a Dios un nuevo culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4,21-24). Ya no valen los antiguos sacrificios, que prefiguraban la Cruz del Calvario (Heb 7-10). Tampoco vale la Ley: el mismo Cristo es la Ley y el Sacrificio, como también es Señor del sábado. Ahora ya todas las cosas son puras, ninguna es impura por sí misma, y la impureza no está sino en el corazón mismo del hombre (Mt 15,1-20; Hch 10,15; Rm 14,14.20).

Pero Cristo establece un orden nuevo de sacralidades, derogando ya las sacralidades mosaicas, que sólo eran prefiguraciones de las sacralidades cristianas. En la Iglesia, en el nuevo Israel, Dios es Santo, no es sagrado. En cambio, si entendemos por sagrada aquella criatura que Dios ha elegido y ungido para manifestarse y para obrar por ella la santificación, entonces Cristo es el Sagrado supremo, «ho Khristòs toù Theoû ho eklektós» (Lc 23,35), y es al mismo tiempo el Santo, «hágios» (1,35). Él es la fuente de todas las sacralidades cristianas.

La familia de los bautizados que viven de Cristo, que son su propio Cuerpo, forman entre todas las naciones un Pueblo santo y sagrado, un Templo del Espíritu (1Cor 3,16; 6,19; 2Cor 6,16; Ef 2,20; 4,12-16), una Iglesia, una comunidad santa, elegida, pura, inmaculada (Flp 2,15; Ef 1,4; 5,27; Col 1,22). Y dentro de este Pueblo sagrado, constituye Jesús un sacerdocio y un ministerio sagrado y real (1Pe 2,5.9; Apoc 1,6; 5,10).

Todos los cristianos, personal y comunitariamente, han sido sellados por el Espíritu (2Cor 1,21; Ef 1,13), todos están ofrecidos en un culto sacrificial permanente (Rm 12,1; Heb 13,15). Como dice San Juan, «vosotros tenéis la unción del Santo (khrísma toù Hagíou)» (1Jn 2,20). En realidad, como observa Vielmetti, «nos movemos siempre en el ámbito de una terminología sagrada» (Presuppostibiblici della sacralità).

Existe, pues, una sacralidad cristiana genuina, que como veremos en seguida con más detalle, admite grados diversos, afecta a personas, lugares y fiestas, y está siempre en función de la humanidad de Jesucristo, la Sacralidad fontal cristiana. Ella hace de la Iglesia –sacerdocio ministerial y pueblo sagrado, sagradas Escrituras y sacramentos, sagradas vírgenes– el «sacramento universal de salvación» para todos los pueblos (Vat. II, LG 48; AG 1).

Es cierto que la terminología de lo «sagrado» y del «sacerdocio», aparte de la carta a los Hebreos, tiene un escaso desarrollo explícito en el Nuevo Testamento; pero no por eso se establece un cristianismo puramente interior. Era necesario al inicio de la Iglesia, como ya lo han explicado diversos autores, evitar que esos términos sacerdotales, sacrificales y sacrales fueran entendidos según claves paganas o judías, que ocultaran la originalidad del nuevo sentido cristiano (Colson,Les fonctions ecclésiales: aux deux premiers siêcles; Guerra, Problemática del sacerdocio ministerial en las primeras comunidades cristianas). Pasado ese peligro, los Padres usan la terminología de lo sagrado y del sacerdocio con gran frecuencia, y esa traditio llega en forma continua hasta nuestros días, como en seguida comprobaremos en el concilio Vaticano II.

No es aceptable tampoco aducir aquí textos como el de Juan 4,21-24: «en adelante adorarán al Padre en espíritu y en verdad» para eliminar toda sacralidad exterior en el cristianismo. Como ya hace siglos observaba el P. Maldonado, S. J., en su comentario a este texto, los mismos calvinistas, cantando salmos en sus templos, no parecían totalmente convencidos de la absoluta interioridad del culto cristiano. Y hoy día no pocos autores protestantes, como J. Marsh, en su célebre comentario sobre Saint John, admiten con los escrituristas católicos que en esos textos no se fundamenta un culto cristiano exclusivamente interior, y por tanto no sagrado.

El Sacrosanctum Concilium Vaticano II, XXI Ecuménicousó con toda precisión y frecuencia la terminología de lo sagrado, como su propio nombre de Sacro-sanctum lo indica, fiel a la Tradición y al Magisterio apostólico. La orientación desacralizante de la teología de la secularización, y la alergia contra la terminología de lo sagrado, es postconciliar –y en cierto grado también preconciliar–, pero en modo alguno puede considerarse conciliar. En la constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, se usa con gran frecuencia, y también en otros documentos importantes del Vaticano II. Recordaré sólo la constitución dogmática sobre la Iglesia.

En la constitución Lumen gentium el adjetivo sagradosacer se aplica a diversas criaturas intraeclesiales. El sagrado Concilio (1a, 18b, 20c, 54a, 67), la sagrada Escritura (14a, 15, 24a, 55), la sagrada liturgia (50d), y también son calificados de sagrados el culto (50d), el bautismo (42a), la unción (7b), la eucaristía (11b), la asamblea eucarística (15, 33b), la comunión (11a), la comunidad cristiana sacerdotal (11a). También se califica de sagrado todo lo referente al sacerdocio presbiteral: así el orden (11b, 20c, 26c, 28a, 31ab), el ministerio (13c, 21b, 31b, 32d), los ministros (32c, 35d), la potestad sacerdotal (10b, 18a), el oficio presbiteral (28a, 35d); y lo mismo la condición de los Obispos, pastores sagrados (30, 37abc), el carácter (21b), el ministerio (26a), la potestad (27a), el oficio (37a), el derecho de regir (27a).

El substantivo consagración-consecratio se dice de los religiosos (44a, 46b), y cuatro veces de los obispos (21b, 22a, 28a). El verbo consagrar-consecrari se aplica a los bautizados (10a), a los religiosos (44a, 45c) y a la consagración del mundo (34b). El verbo sacrare se dice del obispo (20c), del bautizado (44a), de la integridad virginal de María (57).

Un uso análogo encontramos en los demás documentos conciliares. Sin embargo, después de varios decenios de profunda secularización del cristianismo, habiendo sido eficazmente prohibida esa terminología, ya casi ni recordamos la gran frecuencia con que se empleaba todavía en el Concilio Vaticano II. Por ejemplo: «En el sagrado rito de la ordenación el Obispo amonesta a los presbíteros que sean “maduros en la ciencia”… Pero la ciencia del ministro sagrado debe ser sagrada, porque se toma de fuente sagrada y se ordena a un fin sagrado. Así, pues, sácase primeramente de la lectura y meditación de la Sagrada Escritura», etc. (PO 19a). Hoy, sin embargo, muy pocos sacerdotes serán los que se entiendan a sí mismos como «ministros sagrados» del Señor, al servicio del culto divino y de la santificación de los hombres. Asimilando en el vocabulario un rasgo protestante, no se habla ya tanto de sacerdotes, como de pastores

—La teología de lo sagrado, fundamentada en la Sagrada Escritura y en la tradición patrística, magisterial y litúrgica, da una definición precisa de esa realidad cristiana tan importante. Sagrada es aquella criatura especialmente elegida y consagrada, dedicada y potenciada por Dios y por la Iglesia, para glorificar a Dios y santificar a los hombresSagrada es aquella criatura que especialmente manifiesta y comunica al mismo Dios. Vayamos por partes.

Lo sagrado es siempre criatura. En primer lugar, la humanidad de Cristo es sagrada, y es fuente de toda sacralidad cristiana. Sólo en Él coinciden lo Santo y lo Sagrado. Y en su Iglesia, «sacramento universal de salvación», son sagradas aquellas criaturas –personas, cosas, lugares, tiempos– que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido elegidas por el Santo para obrar especialmente por ellas la santificación.

Dios llama especialmente a la santidad a quienes ha consagrado especialmente. Pero santidad y sacralidad son distintas(hágios y hierós). Un ministro sagrado, por ejemplo, está especialmente llamado a la santidad (Vat. II, PO 12). Si un sacerdote es pecador, no es santo, pero sigue siendo un ministro sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son exclusivas. Tampoco se confunden profano y pecaminoso: las co­sas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagra­das. El cosmos, concretamente, no es sagrado para los cristianos, aunque sea tan grandioso; a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio.

Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir especialmente a unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin media­ciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia ciertas criaturas a su causalidad santificante. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, concilios, templos, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privile­giados para el encuentro con El.

Es el Señor quien constituye lo sagrado, pero normalmente lo hace con la Iglesia. No olvidemos que «Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa, la Iglesia» (Vat. II, SC 7) en sus acciones doxológicas y soteriológicas; por ejemplo, en una sagrada ordenación sacerdotal, en la consagración de un templo o de una virgen cristiana, etc.

Lo sagrado cristiano es siempre visible: templos, hombres, Escrituras y libros, ritos, lugares. Es la economía propia de los sacramentos, que son signos visibles, realizados por hombres, de acciones invisibles de la gracia de Dios. Surge lo sagrado de que quiso Dios comunicarse a los hombres de modo manifiesto y sensible –patente, se entiende, para los creyen­tes, para quienes tienen la fe–. Así Dios se acomoda al hombre y lo dignifica grandiosamente. En este sentido, el funda­mento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra expe­riencia de Dios. Como bien señala Jean-Paul Audet, lugares, ritos, tem­plos, «todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inme­diata» (Le sacré et le profane: leur situation en christianisme). Ya sabemos, pues, por eso que toda estructura sacral –también el Evangelio y la Eucaristía–se desvanece en el cielo, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28; cf. Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda de lo sagrado.

De dos maneras se comunica Dios a los hombres y los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción in­visible del Espíritu se hace visible en la Iglesia de muchas mane­ras, concretamente en los sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo «asamblea visible y comunidad espiritual» (LG 8a).

Consagrado-consecratus y dedicado-dedicatus, o dicatus, son sinónimos en la tradición patrística y litúrgica, al menos en las sacralidades más intensas. Un cáliz queda consagrado y dedicado al culto eucarístico: no se le puede dar ningún otro uso. En el Ritual de la consagración y dedicación de un templo o de unas vírgenes, consecratio y dedicatio-dicatio, son equivalentes, aunque en este caso el sentido puede ser menos estricto: un templo, excepcionalmente, puede ser usado como auditorio para un concierto musical o como albergue para refugiados de un desastre; puede una virgen consagrada ser telefonista, enfermera, etc. Hay aquí una gama tan variada de matices, que no es posible describirla, y que la virtud de la prudencia debe discernir en cada caso.

Hay grados en la sacralidad. Aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es sa­grado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o menor potenciación hecha por Dios en las criaturas para santifi­car; es decir, en función de un orden objetivo de gracia. Y en esos grados se basa el lenguaje cristiano de lo sagrado, que reserva habi­tualmente esa calificación para las criaturas más intensamente sa­gradas.

Podría hablarse, sin duda, de los «sagrados laicos» o de la «sagrada agricultura»: son personas y trabajos santificados por el Espí­ritu Santo. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y concretamente del concilio Vaticano II, suele hablar de «pastores sagrados», de «ministerio sagrado», de religiosos de «vida consagrada», porque sobre la consagración primera de la unción bautismal, estos cristianos han sido «novo modo consecrati» (PO 12a), ya que el Señor les ha elegido, consagrado y enviado para santificar, concediéndoles una «peculiar consagración» (LG 44a; PC 1c; 5a). Y así también, de modo semejante, la Iglesia reserva la calificación de sagrado a la Escritura, la predicación, el concilio, los cánones, el templo, la liturgia, etc. Por ejemplo, todos los días del año son, han de ser, santos y sagrados; pero el domingo es el Día del Señor, es un día sagrado, especialmente dedicado al culto de Dios y a la santificación de los hombres. No «da lo mismo» en la vida cristiana que sea domingo o miércoles.

Lo sagrado sana y levanta lo secular. Lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza; mientras que, por el contrario, la secularización desacralizante las rebaja en un movimiento descendente.

Cuando la eucaristía, por ejemplo, se celebra en formas sagradas de belleza, la comida familiar, consecuentemente, es también elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). O por el contrario, si la eucaris­tía se celebra como una comida ordinaria, entonces los laicos comen en sus casas igual que si fueran paganos, sin acción de gracias (descenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por lo sa­grado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural. Esto es de experiencia universal, no sólo en el mundo cristiano.

El sagrado-cristiano es de unión, no de separación. Nada tiene que ver con el sagrado-tabú, porque no es de separación, sino de mayor unión. Por eso la distinción externa de las personas y cosas sagradas mediante ciertos sig­nos sensibles –el hábito, por ejemplo, y otros signos–, lejos de estar destinada a causar separación, ha de ocasionar una mayor unión. En efecto, el pan eucarístico no lo toca cualquiera, por supuesto, pero está hecho precisamente para que lo coman los cristianos, no para que no lo toquen. El templo es sagrado, y tiene una forma visible peculiar, distinta de las casas corrientes; pero justamente por eso está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas. Un sacerdote, por ser ministro sagrado, debe ser indentificable incluso exterioremente, y puede ser abordado por cualquiera, mien­tras que un laico no tiene por qué ser tan identificable y asequible a todos. Es evidente: las sacralidades cristianas no son de separación, sino de unión.

—La espiritualidad de lo sagrado está en el centro de la vida cristiana, que es siempre bautismal y eucarística. No olvidemos la enseñanza insistente del sagrado Concilio Vaticano II, que ve precisamente la sagrada Eucaristía como «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» personal y comunitaria (LG 11; CD 30; PO 5;6; UR 6). Señalo, pues, las notas propias de la espiritualidad cristiana de lo sagrado.

El amor a lo sagrado es algo esencial en la vida espiritual cristiana. Nunca un cristiano fiel ignora ni menosprecia el or­den sacral dispuesto por el Señor con todo amor, sino que se aden­tra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, y sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas no caigan en idolatría, superstición, tabú o magia. Los alejados, prácticamente, dejan de vivir la vida cristiana.

Los santos han mostrado siempre un amor hu­milde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, los sacerdotes, las campanas, los objetos de culto, cálices y corporales, todo lo relacionado con la sagrada Eucaristía o con la sagrada Escritura (Ctas. a toda la Orden; Iª a los custodios). El, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decia así sencilla­mente: “Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo”».

Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a lo sagrado sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, mire a San Juan de la Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales; y hallamos en él la misma devoción, la misma fe, el mismo amor: «La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oir nuestras oraciones en ellos y donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3 Subida 42,6).

El cristiano verdadero es practicante, por supuesto: busca asi­duamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escri­tura, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacra­mentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio apostólico, en el do­mingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales, como el agua bendita (SC 7, 47-48, 59-60, etc.). El cristiano, en fin, busca al Santo en lo sagrado, no exclusiva­mente, pero sí principalmente. Lo busca en lo sagrado, porque allí es donde el Señor ha que­rido manifes­tarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Este es un rasgo constitutivo de la espiritua­lidad católica.

No es católico el cristiano no-practicante, que se distancia de las sacralidades de la Iglesia. Es pelagiano, o al menos voluntarista, y por eso no aprecia debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propia esfuerzo personal.

El pelagiano no busca tanto ser santificado por Cristo, como santificar-se él mismo según sus fuerzas, modos y mane­ras. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santifi­cación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes especialmente a través de los signos sagrados que él mismo ha establecido para ello. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración más de mi gusto y devoción? ¿Qué más da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»… El sólo confía en su propia mente y voluntad para santificarse: para él sólo cuenta lo que le da más devoción a su sensibilidad, lo que su mente capta mejor, lo que más se acomoda a su modo de ser. El orden de sacralidades dispuesto por Dios es para él insignificante. Por eso o se aleja de lo sagrado o lo usa arbi­trariamente, sólo si coincide con su inclinación, o si puede adaptarlo a sus gus­tos y criterios.

El cristiano católico aprecia especialmente lo sagradoBusca, procura, construye, conserva, defiende, venera todas las sacralidades cristianas, sacramentos, ministros, templos, fiestas religiosas. Quien conoce, reconoce y ama lo sagrado, lo procura: re­para, por ejemplo, o construye un templo, tiene agua bendita en su casa, borda unos ornamentos para el culto, etc. En igualdad de condiciones, prefiere que la Misa sea celebrada en un templo consagrado que en una sala ordinaria. Prefiere escuchar la predicación de un Obispo, presbítero o diácono, a la de un laico –en igualdad de condiciones–, porque sabe que el Señor, por el Orden sagrado, potencia precisamente a los que han sido ordenados sacramentalmente para el ministerio de la Palabra divina (Vat. II, CD 12-13; PO 2;4). Vive el Año litúrgico con gran intensidad. Para él no es lo mismo estar en domingo o en miércoles. Prefiere, por ejemplo, intensificar en Cuaresma sus penitencias personales, pues espera en ese tiempo «de gracia y penitencia» recibir de Dios especiales ayudas de su gracia. Todo esto, insisto, no tiene sentido alguno para el cristiano pelagiano, que en las cosas de la gracia divina no distingue un toro de una vaca.

—La Iglesia configura lo sagrado mediante una disciplina especial. Siendo las formas concretas de lo sagrado una importantísima expresión colectiva y pedagógica del misterio de la fe, fácilmente se comprende el derecho y el deber que los Pastores sagrados, y especialmente el Papa, tienen de configurar lo sagrado, es­tableciendo unos usos, o aprobando al menos ciertas costumbres. Son los Sucesores de los Apóstoles, presididos por el Papa, quienes tienen autori­dad para cuidar la manifestación visible del Invisible. La Iglesia, efectivamente, que custodia la fe y la transmite, ha de velar con autoridad apostólica por la configuración concreta de lo sagrado: imágenes, templos, vida sacerdotal, vida religiosa, cantos, ritos. Por eso «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC 22). Y hay en los fieles, claro está, una obligación correspondiente de obedecer las normas litúrgicas de la Iglesia.

Veamos, a modo de ejemplo, esta cuestión en la liturgia, y apliquemos los mismos principios, mutatis mutandis, a la configuración de lo sagrado en todas sus realidades específicas, personas o lugares, fiestas o ritos:

1.-Lo sagrado es un lenguaje, verbal o no verbal. No admite, pues, una creatividad arbitraria y cambiante. El lenguaje es vehículo de comunicación inteligible siempre que respete las reglas socia­les de su estructura. Tiene el lenguaje, evidentemente, un desarrollo en la historia. Pero si es un lenguaje improvisado, arbitrario, individualista, no establece comunica­ción, como no sea entre un grupo de iniciados.

2.-Por eso mismoel rito litúrgico implica en sí mismo repetición tradi­cional, serenamente previsible. Así es como el rito sagrado se hace cauce por donde discurre de modo suave y unánime el espíritu de cuantos en él participan. Así es como se favorece en el corazón de los fieles –sursum corda– la elevación –habemus ad Dominum–, sin las distracciones normalmente ocasionadas por la rareza de lo no acos­tumbrado. Así es como se celebra comunitariamente el memorial cíclico de los grandes sucesos salvíficos, que de este modo permanecen de generación en generación siempre actuales.

3.-El ministro sagrado, realizando en la obediencia los ritos sagrados, se oculta humildemente en su sagrado ministerio; desaparece, cuando realiza fielmente su misión cultual y santificadora. El ministro sagrado recibe de Dios la sublime función de mani­festar al Santo, de re-presentarle. Pero si no guarda las normas de la Iglesia, si cae en la arbitraria expresión individual, subjetiva, a-ritual, no transparenta al Santo, sino que atrae sobre sí mismo la atención de los hombres. Y así quebranta gravemente la estruc­tura misma del ministerio sagrado y del rito litúrgico, y en cierto modo los destruye.

La ideología secularizante, agrediendo a lo sagrado, arruina la Iglesia, que es sagrada. De ello trataré en el próximo artículo, Dios mediante. La pérdida o la grave disminución del sentido de lo sagrado es causa muy suficiente para explicar la ausencia de vocaciones sacerdotales y religiosas, el distanciamiento masivo de la Misa dominical, la devaluación de la Iglesia como sacramento necesario para la salvación del mundo, la paralización de las misiones, etc. No hace falta discurrir mucho para saber qué es lo que acrecienta a la Iglesia, y qué lo que la arruina.

Reforma o apostasía.

Autor: P. José María Iraburu

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