Lamentablemente el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos se reafirma en llamar a Lutero “testigo del evangelio”. Es ley de vida: cuando uno cree que ya ha visto todos los disparates del mundo, siempre hay alguien que le sorprende.
No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que decir que Lutero fue un testigo del Evangelio es lo mismo que decir que lo que proclamaba era cierto, al menos en esencia. Si no se quiere decir eso, es que las palabras utilizadas no significan nada y, en vez de hablar, lo que se está haciendo es emitir ruidos sin sentido, gruñidos animales propios de quien ha abandonado la razón, sustituyéndola por lo políticamente correcto.
Si Lutero fue un testigo del Evangelio, las doctrinas católicas que negaba o bien eran en efecto falsas o se trataba de cosas sin importancia, no esenciales. Es decir, si Lutero fue un testigo del Evangelio, el catolicismo está formado por “doctrinas impías”, la Misa es una “abominación diabólica”, la razón es una “prostituta”, el purgatorio no existe y orar por los muertos es condenable, el Papa es un “loco furioso, falsificador de la historia, mentiroso, blasfemo”, la libertad humana es una ilusión, la Tradición es innecesaria, los pecados más graves no tienen ninguna importancia, siete libros de la Escritura en realidad son invenciones humanas, la castidad perfecta es una perversión, la adoración al Santísimo no es más que idolatría, los dogmas infalibles de Trento son un cúmulo de errores y blasfemias…
O, en el mejor de los casos, la Misa, el Papado, la libertad humana, el purgatorio, la caridad, la Tradición, el Magisterio el Santísimo, la vida religiosa, el pecado y tantas otras cosas son meras especulaciones humanas, irrelevantes, sin ninguna importancia. En ese caso, la Iglesia Católica, que nos ha engañado para que pensáramos que eran fundamentales, es culpable de sustituir la verdadera fe por sus propias invenciones y, de nuevo, se cumple la afirmación de Lutero de que las enseñanzas católicas son “doctrinas impías” y el Papa es un “loco furioso, falsificador de la historia, mentiroso, blasfemo”, que cambia la fe por sus delirios.
No es extraño que una parte esencial de la doctrina de Lutero fuera que la Iglesia Católica, con el Papa y los obispos a la cabeza, era el Anticristo, la Ramera de Babilonia y la Bestia del Apocalipsis. Sus enseñanzas no podían sostenerse de otro modo, ya que si lo que él enseñaba era la Verdad con mayúscula, cualquiera que se opusiese estaba actuando como enemigo de Dios: “Soy yo quien lo afirmo, yo, el doctor Martín Lutero, hablando en nombre del Espíritu Santo”. “No admito que mi doctrina pueda juzgarla nadie, ni aun los ángeles. Quien no escuche mi doctrina no puede salvarse”. Es decir, si Lutero fue, en efecto, un testigo del Evangelio, nosotros los católicos somos testigos del Anticristo. No hay otra opción posible, tertium non datur.
Tampoco hace falta pensar mucho para darse cuenta de que, si Lutero fue un testigo del Evangelio, lo mejor que puede hacer cualquier Pontificio Consejo es disolverse rápidamente, de modo que sus miembros puedan abjurar de sus blasfemos errores católicos y pedir humildemente la entrada en una comunidad luterana.
En cambio, si lo que Lutero anunciaba era erróneo, si su interpretación de la Escritura estaba viciada de raíz, si su rechazo de la Tradición era un rechazo de la Revelación de Dios, si su destrucción de tres cuartas partes de los sacramentos era una barbaridad impía, si la santa Misa no es una “abominación diabólica”, si la idea de que no existe el pecado mortal que separa de Dios es un autoengaño de gravísimas consecuencias, si su sustitución del Magisterio eclesial por el subjetivismo deja a los fieles como ovejas sin pastor, si la Iglesia Católica es la Iglesia fundada por el mismo Cristo y constituye su Cuerpo Místico, si los Pontificios Consejos tienen algún sentido… entonces Lutero era un testigo, sí, pero un testigo de un falso y distorsionado evangelio. Como siempre ha enseñado la Iglesia y como tiene necesariamente que enseñar, so pena de abandonar la fe católica y la misma razón.
Autor: Bruno Moreno Ramos