Mucho documento. Mucha cita. Esto no lo va a leer nadie.
Bueno, bueno, ya veremos. Pero si bajara el número habitual de visitantes de este blog, cuando les ofrezco una antología maravillosa de textos bíblicos, conciliares y litúrgicos sobre gracia y libertad, ese descenso me parecería inexcusable y vergonzoso. Hasta ahí podíamos llegar.
Entren, por favor, en este jardín precioso, donde la Palabra divina, en todo el esplendor de su verdad y belleza, se manifiesta acerca del tema gracia y libertad en textos de la sagrada Escritura, del Magisterio apostólico y de la Liturgia. Yo solamente los presento y comento.
La Sagrada Escritura
–El misterio de la inhabitación divina en el hombre hace que cada uno seamos cuatro: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y yo. Y por supuesto, es Dios uno y trino quien lleva continuamente la iniciativa de nuestras vidas, iluminando nuestras mentes y moviendo nuestras voluntad hacia unas buenas obras bien concretadas por su providencia. Dios es, por tanto, el principio ontológico y dinámico de toda nuestra vida espiritual: es el alma de nuestra alma, como dice San Agustín: «lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Serm.187, de temp. cf. Vat. II, LG 7, en nota). Y dice también: Dios «es más íntimo a mí que yo mismo (intimior intimo meo)» (Confesiones III,6,11). Por tanto, así como el cuerpo se mueve movido por el alma, así el cristiano siempre se mueve movido por su alma nueva, que es Dios.
«En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y estáis llenos de Él « (Col 2,9-10). «Si alguno me ama, mi Padre le amará, vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14,23). «Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20). «No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros» (Jn 14,15-26)… «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,8), «que el Padre enviará en mi nombre» (Jn 14,26). «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). «No vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9). «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de Dios» (8,14). Por tanto, aunque en el Cuerpo de Cristo «hay diversidad de operaciones, es Dios quien obra todas las cosas en todos» (1Cor 12,6).
–«Es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito» (Flp 2,13). Atención a esto: nosotros no hemos renacido en Cristo, por obra del Espíritu Santo, simplemente para hacer el bien en general, sin más, según las enseñanzas del Evangelio. Por el contrario,
«nosotros somos creación de Dios, hemos sido creados en Cristo Jesús, para hacer aquellas buenas obras, que Dios de antemano preparó, para que las practicásemos» (Ef 2,8-10). No hemos sido re-creados para hacer las obras buenas que, según nuestra mayor o menor generosidad, se nos ocurran a nosotros, o que nos vengan solicitadas por otros: sino «aquellas obras» concretas que Dios providente quiere hacer en nosotros y con nosotros. «Gracias a Dios soy lo que soy, y la gracia que me concedió no ha sido estéril, antes he trabajado yo más que todos ellos [los otros apóstoles], pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (2Cor 15,10). Nadie, pues, se gloríe de sus buenas obras. No seamos como aquel burro portador de unas reliquias, que al ver las muestras de veneración del pueblo, pensaba que iban dirigidas a él. O como aquel pincelito, que se sentía autor de un precioso cuadro. «¿Quién es el que a ti te hace preferible? ¿Qué tienes tú que no hayas recibido?» (1Cor 4,7).
Los Sagrados Concilios
El Indículo es una colección de proposiciones sobre la gracia, reunida al parecer por San Próspero de Aquitania en los años 435-442. Confirmado el documento en el 500 por la Santa Sede (Denz238-249), ofrece una luminosa doctrina obre la gracia, totalmente opuesta a voluntarismos naturalistas:
«Dios obra sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres, de tal modo que el santo pensamiento, la buena decisión y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por Él podemos algún bien, y “sin Él no podemos nada” (Jn 15,5)» (cap. 6). Por tanto, «confesamos a Dios por autor de todos los buenos efectos y obras y de todos los esfuerzos y virtudes por los que, desde el inicio de la fe, se tiende a Dios, y no dudamos que todos los merecimientos del hombre son prevenidos por la gracia de Aquel por quien sucede que empecemos tanto a querer como a hacer algún bien (cf. Flp 2,13). Ahora bien, por este auxilio y don de Dios no se quita el libre albedrío, sino que se libera… [Y así Dios] obra, efectivamente, en nosotros que lo que Él quiere, nosotros lo queramos y hagamos, y no consiente que se quede ocioso en nosotros lo que nos dió [la voluntad libre] para ser ejercitado, y no para ser descuidado, de modo que seamos también nosotros cooperadores de la gracia de Dios» (cap. 9).
El Sínodo II de Orange (529), confirmado por el papa Bonifacio II (531) –ya transcribí sus cánones principales (61)–, especialmente considerado en Trento frente a los luteranos, da la misma doctrina. «Si alguno dice que se nos confiere divinamente misericordia [gracia] cuando sin la gracia creemos, queremos, deseamos, nos esforzamos, trabajamos, oramos, vigilamos, estudiamos, pedimos, buscamos, llamamos, y no confiesa que por la infusión e inspiración del Espíritu Santo se da en nosotros que creamos y queramos o que podamos hacer, como se debe todas estas cosas; y condiciona [part y parte] la ayuda de la gracia a la humildad y obediencia humanas, y no reconoce que es don de la misma gracia que seamos obedientes y humildes, resiste al Apóstol, que dice: “¿qué tienes tú que no lo hayas recibido?” (1Cor 4,7). “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (15,10)» (canon 6). «Don de Dios es el que pensemos rectamente, que contengamos nuestros pies de la falsedad y la injusticia; porque cuantas veces obramos el bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (c. 9). Siempre que hacemos algún bien, a él nos movemos movidos por la gracia de Dios. Él es el autor principal. Como el niño analfabeto que escribe movido por la mano de su padre. Pero entonces, objetará alguno, ¿es que el hombre no hace nada y la gracia lo hace todo?
El Concilio de Trento, en el decreto sobre la justificación (1547), responde claramente a esa pregunta, en la que viene a acusarse a la doctrina católica sobre la gracia, como si dejara inerte la acción libre del hombre:
«…sin que exista mérito alguno en ellos [en los pecadores]… Dios por la gracia los excita y ayuda a convertirse, y a disponerse para la propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia; de suerte que, al tocar Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre mismo no hace nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también rechazarla; ni tampoco [puede decirse que], sin la gracia de Dios, puede moverse por su libre voluntad a ser justo delante de Él… [Cuando oramos] “conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lam 5,21), estamos confesando que somo prevenidos por la gracia de Dios» (Denz 1525).
El Catecismo de la Iglesia Católica hace una síntesis preciosa de la doctrina enseñada por la Iglesia durante veinte siglos sobre la justificación y la gracia (1987-2029). Pero no reproduzco sus textos, porque ya ustedes tienen a mano el libro. (Y si no lo tuvieran, ya pueden ir cuanto antes a comprarlo). Puede consultarse en él también su enseñanza sobre la libertad (1730-1748). Transcribo sólo un número: «La iniciativa divina en la obra de la gracia previene, prepara y suscita la respuesta libre del hombre» (2022).
La Sagrada Liturgia
La Liturgia es la mejor y más universal escuela de la doctrina católica de la gracia. Constantemente enseña de la gracia en sus oraciones, y permanentemente la comunica en la Eucaristía y los sacramentos. La primacía absoluta de la gracia de Dios, la necesidad permanente de su auxilio, su acción constante, su gratuidad, se inculcan en los fieles en muchas oraciones litúrgicas, que, precisamente, fueron compuestas muchas de ellas en los Sacramentarios de los siglos V y VI, cuando la Iglesia celebró los principales Sínodos y Concilios sobre la gracia divina.
Transcribo primero algunas oraciones colectas de los domingos del tiempo ordinario:
1.– Señor, danos «luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla».
10.– «Oh Dios, fuente de todo bien, concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda».
28.– «Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien».
32.– «Aparta de nosotros todos los males, para que bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad».
34.– «Mueve, Señor, los corazones de tus hijos, para que correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con mayor abundancia la ayuda de tu bondad»… Lo de «generosamente» es cosa del traductor. En el original, «ut divini operis fructum propensius exequentes», se dice «con mayor intensidad, con mayor fuerza». Que no es lo mismo.
Recuerdo también estas otras oraciones:
«Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad» (jueves I de cuaresma).
«Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin. Por nuestro Señor Jesucristo» (laudes I lunes T. Ord.). «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta [para que todas] nostra operatio a te semper incipiat et per te coepta finiatur». Omitió el traductor que la Iglesia pide en esa oración el auxilio de la gracia divina para todas nuestras buenas obras. Y esa omisión no es grano de anís, ni bostezo de caracol.
Conforme a estas verdades de la fe proclamadas en la oración litúrgica, la Iglesia reconoce solemnemente en el Prefacio I de los Santos que el Señor, «al coronar sus méritos, corona su propia obra».
La espiritualidad litúrgica, como se mantiene siempre en la Escritura, en la Tradición, en el Magisterio apostólico, se caracteriza por la segura ortodoxia de sus rasgos. Pío XI afirmaba que la liturgia «es el órgano más importante del Magisterio ordinario de la Iglesia» (al abad Capelle 12-XII-1935; cf. Pío XII, enc. Mediator Dei 1947, 14). Ella es, según Pablo VI, «la primera escuela de nuestra vida espiritual» (Clausura II ses. concilio Vat. II, 4-XII-1963). Por eso, concretamente en estas cuestiones de gracia, como en todas, la liturgia es la mejor maestra de la fe católica. Lex orandi, lex credendi.
Los Santos Padres
Aquellos que recibimos de Dios la gracia inmensa de escuchar la voz de los Padres de la Iglesia, en el oficio de lectura de la Liturgia de las Horas, somos diariamente enseñados en estas grandes verdades sobre la gracia. Y aunque antes de los Concilios sobre la gracia puede hallarse, muy raramente, alguna imprecisión en sus palabras, nunca reflejan en el conjunto de su enseñanza los errores que ya he caracterizado. Tendré que limitarme a citar algunas frases del Doctor de la gracia :
San Agustín: «No se te ocurra pensar que puedes tú dar ni el más pequeño fruto. Cristo no dice: “sin mí poco podréis hacer”. Él dice: “sin mí, no podéis hacer nada”. Por tanto, sea poco o mucho lo que hagas, no puedes hacerlo sin Cristo. No, sin su auxilio no puedes hacer cosa alguna» buena (Tract. in Ioannis evang. 81,1-3). «Si la gracia de Dios es la que obra en ti, lo bueno que haces es debido a ella y no a tus propias fuerzas» (Enarrat. in Psalmos 65,5. Señor, «haz que yo entre en mi corazón y te confiese sinceramente: nada hay en mí que te pueda agradar fuera de lo que de ti he recibido» (Sermo 13,3).
Autor: Pbro. José María Iraburu