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Salvación y predestinación

camino de fe

La Omnisciencia de Dios siempre ha llevado a los seres humanos de todos los tiempos, sobre todo a los cuestionadores de la Fe y a aquéllos que no están muy a tono con la Voluntad de Dios, a preguntarse lo siguiente:

Si Dios lo sabe todo, por supuesto sabe si me voy a salvar o a condenar, ¿para qué, entonces, esforzarme en tratar de lograr la salvación?

A sabiendas de que vamos a tratar el tema teológico más difícil y complicado, intentaremos aclarar lo mejor posible este dilema, pero partiendo de la premisa de que la respuesta totalmente cabal no la obtendremos durante nuestra vida en la tierra.

Es necesario que entendamos que el misterio de la divina predestinación es, como nos dice el Concilio de Trento, “un arcano misterio, indescifrable mientras vivamos en este mundo”. (cf. Denz. 805)

Solamente a la luz de Dios, en medio de la Visión Beatífica, podremos ver claramente cómo Dios ha dispuesto y ordenado todo maravillosamente, con su Sabiduría y su Amor Infinitos.

Como este tipo de dudas casi insolubles las pone en nuestra mente el Enemigo de Dios, para tratar de que muchos se desvíen hacia esta aparente calle sin salida, observemos que –como en todas sus proposiciones- hay una mentira. No en vano San Juan dice del Demonio: “Cuando habla, de él brota la mentira, porque es mentiroso y padre (o inventor) de toda mentira” (Jn. 8, 44).

Este “brillante” dilema humano (que no es tan humano, porque es invento de Satanás, aunque nos hace creer que es una “brillante” idea nuestra) parte de una mentira, la cual consiste en una confusión.

¿Cuál es esa confusión? El creer que “predestinación” y “conocimiento previo” son la misma cosa. Y no lo son. Así que tenemos que comenzar por diferenciar una cosa de la otra. Es decir: no se condena nadie porque Dios conozca esto por adelantado.

Es cierto: Dios conoce el mal que haremos los seres humanos. Pero … ¿podemos decir que hacemos algo malo porque Dios conoce que lo vamos hacer? No. En otras palabras: Dios conoce el mal que voy a hacer, y lo conoce porque lo voy a hacer. Pero no es que lo hago porque Dios lo conoce de antemano. Son dos cosas muy distintas y contrapuestas. ¿Vemos la confusión en la que intenta meternos el Enemigo?

Para mejor entender este planteamiento, vamos a tomar un ejemplo de la vida humana actual: la Bolsa de Valores. Si un estudioso del mercado financiero llegar a predecir que las acciones de una determinada empresa van a tener un alza de x% en un lapso de tiempo determinado –digamos unos 6 meses- ¿podríamos decir que quien causó el alza en el mercado de valores fue la persona que predijo dicha alza? No. Lo que sucedió fue que esa persona tiene un conocimiento superior y anticipado del comportamiento de esa determinada acción y del mercado de valores, y ese conocimiento le permitió predecir lo que iba a suceder.

Dios no predestina a nadie a la condenación en el Infierno. Los que se condenan llegan al Infierno por que deliberadamente cometen uno o más pecados graves y persisten en ese pecado o esos pecados hasta su muerte. Libremente rechazan uno o más Mandamientos de la Ley de Dios, y -lo que es más grave aún- rechazan también las gracias continuas y abundantes que Dios les da para su salvación eterna, especialmente las gracias de su Misericordia Infinita para el arrepentimiento y perdón de sus pecados.

Así que quien se condena se condena a sí mismo. No se condena porque Dios conozca de antemano este hecho.

Dios no nos hizo creaturas estilo robots. Dios nos hizo libres. Y desea que optemos por El libremente. Para esto nos da todas las gracias necesarias para ser salvados. Se preocupa por nosotros día y noche, cada instante de nuestra vida. Y está pendiente de cada pecador para que se arrepienta y se salve.

“Vengan para que arreglemos cuentas. Aunque sus pecados sean colorados, quedarán blancos como la nieve” (Is. 1, 18).

Dios no ha predestinado a nadie para la condenación. Todo lo contrario: nos ha destinado a todos para la salvación. Es lo que se llama en Teología “la Voluntad Salvífica Universal de Dios”.

 “Dios nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim. 2, 4).

Dios nos eligió desde antes de la creación del mundo y determinó desde toda la eternidad que nosotros fuéramos sus hijos adoptivos” (Ef. 1, 4-5).

Somos libres de aceptar o no, de ser salvos o no.

“A los que de antemano conoció, también los destinó a ser como su Hijo, semejantes a El, a fin de que sea El primogénito en medio de numerosos hermanos. Por eso, a los que eligió de antemano, también los llama, y cuando los llama los hace justos, y después de hacerlos justos, les dará la gloria” (Rm. 8, 29-30).

Vengan, benditos de mi Padre, a tomar posesión del Reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo” (Mt. 25, 34).

Si el Señor no acortara esos días, nadie se salvaría. Pero el ha decidido acortar esos días en consideración a sus elegidos” (Mc. 13, 20).
Ustedes no me eligieron a Mí; he sido Yo quien los he elegido a ustedes y los preparé para que vayan y den fruto y ese fruto permanezca” (Jn. 15, 16).

No temas, pequeño rebaño, porque al Padre de ustedes le agradó darles el Reino” (Lc. 12, 32).

Esta tentación sobre la predestinación y la salvación es tan grave que la Iglesia, desde el Concilio de Trento, a mediados del Siglo 16, en tiempo de la Reforma Protestante, condena claramente a aquéllos que sostengan que la gracia de la justificación no se da sino a los predestinados a la vida eterna y que los demás, aunque son llamados, no reciben la gracia por estar predestinados al mal por el poder divino. Los que así piensan fueron condenados en este Concilio (cf. Denz. 827).

En resumen, Dios predestina para el Cielo a los buenos, pero jamás predestina a los malos al Infierno. La condenación se da porque el pecador no se arrepiente de su pecado y persiste en esa actitud hasta el momento de su muerte.

En virtud de la voluntad salvífica universal de Dios, (término que significa que Dios quiere que todos los seres humanos se salven) y, en atención a los méritos de Cristo, Dios nos ofrece a todos –sin excepción- los auxilios necesarios y suficientes –sobreabundantes, inclusive- para que todos nos salvemos.

Si aprovechamos todas las gracias de salvación que Dios continuamente y en sobreabundancia derrama sobre cada uno de nosotros, a través de la oración, de los Sacramentos (especialmente de la Confesión y de la Sagrada Comunión), de las enseñanzas de su Iglesia, nuestra meta final será el Cielo, no el Infierno.

De allí que, tan pronto como en el año 855 en el Concilio III de Valence, la Iglesia haya proclamado: “Y no creemos que los malos se perdieron, porque no pudieron ser buenos, sino porque no quisieron ser buenos” (Denz. 321)

Pero, veamos otro detalle: La divina predestinación es gracia total y absolutamente gratuita, sin que nadie la pueda merecer.

“Nadie puede venir a Mí si no lo atrae mi Padre que me envió” (Jn. 6, 44).

Ustedes no me escogieron a Mí. Soy Yo quien los escogí a ustedes, y los he puesto para que vayan y produzcan fruto, y ese fruto permanezca” (Jn. 15, 16).

Pues por gracia de Dios han sido salvados, por medio de la fe. Ustedes no tiene mérito en este asunto: es un don de Dios” (Ef. 2, 8).

Pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el actuar tratando de agradarle” (Flp. 2, 13).

Pero El, en forma gratuita, les regala su perdón, mediante el rescate que se dio en Cristo Jesús” (Rm. 3, 24).

Así, no depende eso del querer o del esforzarse de uno, sino de Dios, que tiene compasión” (Rm. 9, 16)

¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste ¿por qué te sientes orgulloso como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor. 4, 7).

Bien dice, entonces, el Magisterio de la Iglesia, según el Concilio de Quiercy (año 855):

“Dios Omnipotente quiere que todos los hombres sin excepción se salven (1 Tim. 2, 4), aunque no todos se salvan. Ahora bien, que algunos se salven es don del que salva; pero que algunos se pierdan es merecimiento de los que se pierden” (Denz. 318).

Fuente: Círculos teológicos BuenaNueva.net

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