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Sobre la doctrina católica del pecado original

Expulsión de paraíso

EL HOMBRE Y SU CAIDA

§ 20. EL PECADO PERSONAL DE NUESTROS PRIMEROS PADRES O PECADO ORIGINAL ORIGINANTE

i. El acto pecaminoso

Nuestros primeros padres pecaron gravemente en el Paraíso transgrediendo el precepto divino que Dios les había impuesto para probarles (de fe, por ser doctrina del magisterio ordinario y universal de la Iglesia).

El concilio de Trento enseña que Adán perdió la justicia y la santidad por transgredir el precepto divino; Dz 788. Como la magnitud del castigo toma como norma la magnitud de la culpa, por un castigo tan grave se ve que el pecado de Adán fue también grave o mortal.

La Sagrada Escritura refiere, en Gen 2, 17 y 3, 1 ss, el pecado de nuestros primeros padres. Como el pecado de Adán constituye la base de los dogmas del pecado original y de la redención del género humano, hay que admitir en sus puntos esenciales la historicidad del relato bíblico. Según respuesta de la Comisión Bíblica del año 1909, no es lícito poner en duda el sentido literal e histórico con respecto a los hechos que mencionamos a continuación:

a) que al primer hombre le fue impuesto un precepto por Dios a fin de probar su obediencia;

b) que transgredió este precepto divino por insinuación del diablo, presentado bajo la forma de una serpiente;

c) que nuestros primeros padres se vieron privados del estado primitivo de inocencia; Dz 2123.

Los libros más recientes de la Sagrada Escritura confirman este sentido literal e histórico; Eccli 25, 33: «Por la mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos»; Sap 2, 24: «Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo»; 2 Cor 2, 3: «Pero temo que, como la serpiente engañó a Eva con su astucia, también corrompa vuestros pensamientos apartándolos de la entrega sincera a Cristo»; cf. 1 Tim 2,14; Rom 5, 12 ss; Ioh 8, 44. Hay que desechar la interpretación mitológica y la puramente alegórica (de los alejandrinos).

El pecado de nuestros primeros padres fue en su índole moral un pecado de desobediencia; cf. Rom 5, 19: «Por la desobediencia de uno, muchos fueron hechos pecadores». La raíz de tal desobediencia fue la soberbia; Tob 4, 14: «Toda perdición tiene su principio en el orgullo»; Eccli 10, 15: «El principio de todo pecado es la soberbia». El contexto bíblico descarta la hipótesis de que el pecado fuera de índole sexual, como sostuvieron Clemente Alejandrino y San Ambrosio. La gravedad del pecado resulta del fin que perseguía el precepto divino y de las circunstancias que le rodearon. SAN AGUSTÍN considera el pecado de Adán como «inefablemente grande» («ineffabiliter grande peccatum»: Op. imperf. c. Jul. 1 105)

2. Las consecuencias del pecado

a) Los protoparentes perdieron por el pecado la gracia santificante y atrajeron sobre sí la cólera y el enojo de Dios (de fe; Dz 788).

En la Sagrada Escritura se nos indica la pérdida de la gracia santificante al referirse que nuestros primeros padres quedaron excluidos del trato familiar con Dios; Gen 3, 10 y 23. Dios se presenta como juez y lanza contra ellos el veredicto condenatorio; Gen 3, 16 ss.

El desagrado divino se traduce finalmente en la eterna reprobación. Taciano enseñó de hecho que Adán perdió la eterna salvación. SAN IRENEO (Adv. haer. m 23, 8), TERTULIANO (De poenit. 12) y SAN HIPÓLITO (Philos. 8, 16) salieron ya al paso de semejante teoría. Según afirman ellos, es doctrina universal de todos los padres, fundada en un pasaje del libro de la Sabiduría (10, 2:«ella [la Sabiduría] le salvó en su caída»), que nuestros primeros padres hicieron penitencia, y«por la sangre del Señor» se vieron salvados de la perdición eterna; cf. SAN AGUSTÍN, De peccat. mer. et rem II 34, 55.

b) Los protoparentes quedaron sujetos a la muerte y al señorío del diablo (de fe; Dz 788).

La muerte y todo el mal que dice relación con ella tienen su raíz en la pérdida de los dones de integridad. Según Gen 3, 16 ss, como castigo del pecado nos impuso Dios los sufrimientos y la muerte. El señorío del diablo queda indicado en Gen 3, 15, enseñándose expresamente en Ioh 12, 31; 14, 30; 2 Cor 4, 4; Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.

§ 21. EXISTENCIA DEL PECADO ORIGINAL

I . Doctrinas heréticas opuestas

El pecado original fue negado indirectamente por los gnósticos y maniqueos, que atribuían la corrupción moral del hombre a un principio eterno del mal: la materia; también lo negaron indirectamente los origenistas y priscilianistas, los cuales explicaban la inclinación del hombre al mal por un pecado que el alma cometiera antes de su unión con el cuerpo.

Negaron directamente la doctrina del pecado original los pelagianos, los cuales enseñaban que:

a) El pecado de Adán no se transmitía por herencia a sus descendientes, sino porque éstos imitaban el mal ejemplo de aquél (imitatione, non propagatione).

b) La muerte, los padecimientos y la concupiscencia no son castigos por el pecado, sino efectos del estado de naturaleza pura.

c) El bautismo de los niños no se administra para remisión de los pecados, sino para que éstos sean recibidos en la comunidad de la Iglesia y alcancen el «reino de los cielos» (que es un grado de felicidad superior al de «la vida eterna»).

La herejía pelagiana fue combatida principalmente por SAN AGUSTÍN y condenada por el magisterio de la Iglesia en los sínodos de Mileve (416), Cartago (418), Orange (529) y, más recientemente, por el concilio de Trento (1546); Dz 102, 174 s, 787 ss.

El pelagianismo sobrevivió en el racionalismo desde la edad moderna hasta los tiempos actuales (socinianismo, racionalismo de la época de la «Ilustración», teología protestante liberal, incredulidad moderna).

En la edad media, un sínodo de Sens (1141) condenó la siguiente proposición de PEDRO ABELARDO: «Quod non contraximus culpam ex Adam, sed poenam tantum»; Dz 376.

Los reformadores, bayanistas y jansenistas conservaron la creencia en el pecado original, pero desfiguraron su esencia y sus efectos, haciéndole consistir en la concupiscencia y considerándole como una corrupción completa de la naturaleza humana; cf. Conf. Aug. , art. 2.

2. Doctrina de la Iglesia

El pecado de Adán se propaga a todos sus descendientes por generación,
no por imitación
 (de fe).

La doctrina de la Iglesia sobre el pecado original se halla contenida en el Decretum super peccato originali, del concilio de Trento (sess. v, 1546), que a veces sigue a la letra las definiciones de los sínodos de Cartago y de Orange. El tridentino condena la doctrina de que Adán perdió para sí solo, y no también para nosotros, la justicia y santidad que había recibido de Dios; y aquella otra de que Adán transmitió a sus descendientes únicamente la muerte y los sufrimientos corporales, pero no la culpa del pecado. Positivamente enseña que el pecado, que es muerte del alma, se propaga de Adán a todos sus descendientes por generación, no por imitación, y que es inherente a cada individuo. Tal pecado se borra por los méritos de la redención de Jesucristo, los cuales se aplican ordinariamente tanto a los adultos como a los niños por medio del sacramento del bautismo. Por eso, aun los niños recién nacidos reciben el bautismo para remisión de los pecados; Dz 789-791.

3. Prueba tomada de las fuentes de la revelación

a) Prueba de Escritura

El Antiguo Testamento solamente contiene insinuaciones sobre el pecado original; cf. particularmente Ps 50, 7: «He aquí que nací en culpa y en pecado me concibió mi madre»; Iob 14, 4 (según la Vulgata): «¿Quién podrá hacer puro al que ha sido concebido de una inmunda semilla?» (M: «¿Quién podrá hacer persona limpia de un inmundo?» ). Ambos lugares nos hablan de una pecaminosidad innata en el hombre, bien se entienda en el sentido de pecado habitual o de mera inclinación al pecado, pero sin relacionarla causalmente con el pecado de Adán. No obstante, el Antiguo Testamento conoció ya claramente el nexo causal que existe entre la muerte de todos los hombres y el pecado de nuestros primeros padres (la herencia de la muerte); cf. Eccli 25, 33; Sap 2, 24. La prueba clásica de Escritura es la de Rom 5, 12-21. En este pasaje, el Apóstol establece un paralelo entre el primer Adán, que transmitió a todos los hombres el pecado y la muerte, y Cristo —segundo Adán— que difundió sobre todos ellos la justicia y la vida; v 12: «Así pues, por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado» (in quo omnes peccaverunt)… v 19:«Pues, como por la desobediencia de uno muchos fueron hechos pecadores, así también por la obediencia de uno muchos serán hechos justos».

α) El término pecado (está tomado aquí en su sentido más general y se le considera personificado. Está englobado también el pecado original. Se pretende expresar la culpa del pecado, no sus consecuencias. Se hace distinción explícita entre el pecado y la muerte, la cual es considerada como consecuencia del pecado. Está bien claro que San Pablo, al hablar del pecado, no se refiere a la concupiscencia, porque según el v 18 s nos vemos libres del pecado por la gracia redentora de Cristo, siendo así que la experiencia nos dice que, a pesar de todo, la concupiscencia sigue en nosotros.

β) Las palabras in quo (v 12 d) fueron interpretadas en sentido relativo por San Agustín y por toda la edad media, refiriéndolas a unum hominem: «Por un hombre…, en el cual todos pecaron». Desde Erasmo de Rotterdam, se fué imponiendo cada vez más la interpretación conjuncional, mucho mejor fundada lingüísticamente y que ya fue sostenida por numerosos santos padres, sobre todo griegos: «por causa de que todos hemos pecado», o «por cuanto todos hemos pecado». Véanse los lugares paralelos de 2 Cor 5, 4; Phil 3, 12; 4, 10; Rom 8, 3. Como también mueren los que no tienen pecados personales (los niños que no tienen uso de razón), la causa de la muerte corporal no puede ser culpa alguna personal, sino la culpa heredada de Adán. Cf. los vv 13 s y 19, donde expresamente se dice que el pecado de Adán es razón de que muchos fueran hechos pecadores. La interpretación conjuncional, que hoy es la que encuentra general aceptación, coincide con la idea de la interpretación de SAN AGUSTÍN: «todos han pecado en Adán y por esta causa mueren todos».

ϒ) Las palabras «Mucho fueron hechos pecadores» (v 19 a) no restringen la universalidad del pecado original, pues la expresión «muchos» (por contraste con un solo Adán o un solo Cristo) es paralela a «todos», que es empleada en los vv I2d y 18a.

b) Prueba de tradición

SAN AGUSTÍN invoca, contra el obispo pelagiano Julián de Eclana, la tradición eclesiástica: «No soy yo quien ha inventado el pecado original, pues la fe católica cree en él desde antiguo; pero tú, que lo niegas, eres sin duda un nuevo hereje» (De nupt. et concup. 11 12, 25). SAN AGUSTÍN, en su escrito Contra Iulianum (1. 1 y 11) presenta ya una verdadera prueba de tradición citando a Ireneo, Cipriano, Reticio de Autún, Olimpio, Hilario, Ambrosio, Inocencio I, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Basilio y Jerónimo como testimonios de la doctrina católica. Muchas expresiones de los padres griegos, que parecen insistir mucho en que el pecado es una culpa personal y parecen prescindir por completo del pecado original, se entienden fácilmente si tenemos en cuenta que fueron escritas para combatir el dualismo de los gnósticos y maniqueos y contra el preexistencianismo origenista. SAN AGUSTÍN salió ya en favor de la doctrina del Crisóstomo para preservarla de las torcidas interpretaciones que le daban los pelagianos: «vobis nondum litigantibus securius loquebatur» (Contra luí. 1 6, 22).

Una prueba positiva y que no admite réplica de lo convencida que estaba la Iglesia primitiva de la realidad del pecado original, es la práctica de bautizar a los niños «para remisión de los pecados»; cf. SAN CIPRIANO, Ep. 64, 5.

4. El dogma y la razón

La razón natural no es capaz de presentar un argumento contundente en favor de la existencia del pecado original, sino que únicamente puede inferirla con probabilidad por ciertos indicios: «Peccati originalis in humano genere probabiliter quaedam signa apparent» (S.c.G. iv 52). Tales indicios son las espantosas aberraciones morales de la humanidad y la apostasía de la fe en el verdadero Dios (politeísmo, ateísmo).

§ 22. ESENCIA DEL PECADO ORIGINAL

I . Opiniones erróneas

a) El pecado original, contra lo que pensaba Pedro Abelardo, no consiste en el reato de pena eterna, es decir, en el castigo condenatorio que los descendientes de Adán habrían heredado de éste, que era cabeza del género humano (pena original y no culpa original). Según doctrina del concilio de Trento, el pecado original es verdadero y estricto pecado, es decir, reato de culpa; cf. Dz 376, 789, 792. San Pablo nos habla de verdadero pecado; Rom 5, 12: «…por cuanto todos hemos pecado»; cf. Rom 5, 19.

b) El pecado original, contra lo que enseñaron los reformadores, bayanistas y jansenistas, no consiste tampoco en la concupiscencia mala habitual (es decir: en la inclinación habitual al pecado), que persistiría aun en los bautizados como verdadero y estricto pecado, aunque tratándose de éstos no se les imputara ya a efectos del castigo. El concilio de Trento enseña que por el sacramento del bautismo se borra todo lo que es verdadero y estricto pecado y que la concupiscencia (que permanece después del bautismo como prueba moral) solamente puede ser considerada como pecado en sentido impropio; Dz 792.

Es incompatible con la doctrina de San Pablo (que considera la justificación como una transformación y renovación interna) el que el pecado permanezca en el hombre, aunque no se le impute a efectos del castigo. El que ha sido justificado se ve libre del peligro de la reprobación, porque tiene lejos de sí la razón de la reprobación, que es el pecado; Rom 8, 1: «No hay, pues, ya condenación alguna para los que son de Cristo Jesús».

Como la naturaleza humana se halla compuesta de cuerpo y espíritu, la concupiscencia existiría también en el estado de naturaleza pura como un mal natural, y, por tanto, no puede ser considerada en sí como pecaminosa; porque Dios lo hizo todo bien; Dz 428.

c) El pecado original, contra lo que enseñaron Alberto Pighio († 1542) y Ambrosio Catarino, O. P. († 1553), no consiste en una imputación meramente extrínseca del pecado actual de Adán (teoría de la imputación). Según doctrina del concilio de Trento, el pecado de Adán se propaga por herencia a todos sus descendientes y es inherente a cada uno de ellos como pecado propio suyo: «propagatione, non imitatione transfusum ómnibus, inest unicuique proprium»; Dz 790; cf. Dz 795: «propriam iniustitiam contrahunt». El efecto del bautismo, según doctrina del mismo concilio, es borrar realmente el. pecado y no lograr tan sólo que no se nos impute una culpa extraña; Dz 792; cf. 5, 12 y 19.

2. Solución positiva

El pecado original consiste en el estado de privación de la gracia, que, por tener su causa en el voluntario pecado actual de Adán, cabeza del género humano, es culpable (sent. común).

a) El concilio de Trento denomina al pecado original muerte del alma (mors animae; Dz 789). La muerte del alma es la carencia de la vida sobrenatural, es decir, de la gracia santificante. En el bautismo se borra el pecado original por medio de la infusión de la gracia santificante (Dz 792). De ahí se sigue que el pecado original es un estado de privación de la gracia. Esto mismo se deduce del paralelo que establece San Pablo entre el pecado que procede de Adán y la justicia que procede de Cristo (Rom 5,19). Como la justicia que Cristo nos confiere consiste formalmente en la gracia santificante (Dz 799), el pecado heredado de Adán consistirá formalmente en la falta de esa gracia santificante. Y la falta de esa gracia, que por voluntad de Dios tenía que existir en el alma, tiene carácter de culpa, como apartamiento que es de Dios.

Como el concepto de pecado en sentido formal incluye el ser voluntario (ratio voluntarii), es decir, la voluntaria incurrencia en el mismo, y los niños antes de llegar al uso de razón no pueden poner actos voluntarios personales, habrá que explicar, por tanto, la nota de voluntariedad en el pecado original por la conexión que guarda con el voluntario pecado actual de Adán. Adán era el representante de todo el género humano. De su libre decisión dependía que se conservaran o se perdieran los dones sobrenaturales que no se le habían concedido a él personalmente, sino a la naturaleza del hombre como tal; dones que, por la voluntaria transgresión que hizo Adán del precepto divino, se perdieron no sólo para él, sino para todo el linaje humano que habría de formar su descendencia.

Pío V condenó la proposición de Bayo que afirma que el pecado original tiene en sí mismo el carácter de pecado sin relación alguna con la voluntad de la cual tomó origen dicho pecado; Dz 1047; cf. SAN AGUSTÍN, Retract. I 12 (13), 5; S.th. I II 81, 1.

b) Según doctrina de Santo Tomás, el pecado original consiste formalmente en la falta de la justicia original, y materialmente en la concupiscencia desordenada. Santo Tomás distingue en todo pecado un elemento formal y otro material, el apartamiento de Dios (aversio a Deo) y la conversión a la criatura (conversio ad creaturam). Como la conversión a la criatura se manifiesta ante todo en la mala concupiscencia, SANTO TOMÁS, juntamente con San Agustín, ve en la concupiscencia, la cual en sí es una consecuencia del pecado original, el elemento material de dicho pecado: «peccatum origínale materialiter quidem est concupiscentia, formaliter vero est defectus originalis iustitiae» (S.th. 1 11 82, 3). La citada doctrina de Santo Tomás se halla por una parte bajo el influjo de San Anselmo de Canterbury, que coloca la esencia del pecado original exclusivamente en la privación de la justicia primitiva, y por otra parte bajo el influjo de SAN AGUSTÍN, el cual define el pecado original como la concupiscencia con su reato de culpa (concupiscentia cum suo reatu) y comenta que el reato de culpa se elimina por el bautismo, mientras que la concupiscencia permanece en nosotros como un mal, no como un pecado, para ejercitarnos en la lucha moral (ad agonem) (Op. imperf. c. Jul. 1 71).

La mayoría de los teólogos postridentinos no consideran la concupiscencia como elemento constitutivo del pecado original, sino como consecuencia del mismo.

§ 23. PROPAGACIÓN DEL PECADO ORIGINAL

El pecado original se propaga por generación natural (de fe).

El concilio de Trento dice: «propagatione, non imitatione transfusum omnibus»; Dz 790. Al bautizar a un niño, queda borrado por la regeneración aquello en que se había incurrido por la generación; Dz 791.

Como el pecado original es peccatum naturae, se propaga de la misma forma que la naturaleza humana: por el acto natural de la generación. Aun cuando tal pecado en su origen es uno solo (DZ790), a saber: el pecado de nuestro primer padre (el pecado de Eva no es causa del pecado original), se multiplica tantas veces cuantas comienza a existir por la generación un nuevo hijo de Adán. En cada generación se transmite la naturaleza humana desnuda de la gracia original.

La causa principal (causa efficiens principalis) del pecado original es únicamente el pecado de Adán. La causa instrumental (causa efficiens instrumentalis) es el acto natural de la generación, por el cual se establece la conexión moral del individuo con Adán, cabeza del género humano. La concupiscencia actual vinculada al acto generativo (el placer sexual; libido), contra lo que opina SAN AGUSTÍN (De nuptiis et concup. i 23,25; 24, 27), no es causa eficiente ni condición indispensable para la propagación del pecado original. No es más que un fenómeno concomitante del acto generativo, acto que, considerado en sí, no es sino causa instrumental de la propagación del pecado original; cf. S.th. I II 82, 4 ad 3.

Objeciones: De la doctrina católica sobre la transmisión del pecado original no se sigue, como aseguraban los pelagianos, que Dios sea causa del pecado. El alma que Dios crea es buena considerada en el aspecto natural. El estado de pecado original significa la carencia de una excelencia sobrenatural para la cual la criatura no puede presentar título alguno. Dios, por tanto, no está obligado a crear el alma con el ornato sobrenatural de la gracia santificante. Además, Dios no tiene la culpa de que al alma que acaba de ser creada se le rehusen los dones sobrenaturales; el culpable de ello ha sido el hombre, que usó mal de su libertad. De la doctrina católica no se sigue tampoco que el matrimonio sea en sí malo. El acto conyugal de la procreación es en sí bueno, porque objetivamente (es decir, según su finalidad natural) y subjetivamente (esto es, según la intención de los procreadores) tiende a alcanzar un bien, que es la propagación del género humano, ordenada por Dios.

§ 24. CONSECUENCIAS DEL PECADO ORIGINAL

Los teólogos escolásticos, inspirándose en Lc 10, 30, resumieron las consecuencias del pecado original en el siguiente axioma: El hombre ha sido, por el pecado de Adán, despojado de sus bienes sobrenaturales y herido en los naturales («spoliatus gratuitis, vulneratus in naturalibus»). Téngase en cuenta que el concepto de gratuita de ordinario se extiende sólo a los dones absolutamente sobrenaturales, y que en el concepto de naturalia se incluye el don de integridad de que estaban dotadas las disposiciones y fuerzas naturales del hombre antes de la caída (naturalia integra); cf. SANTO TOMÁS, Sent. II, d. 29, q. 1 a. 2; S.th. I II 85, I.

1. Pérdida de los done» sobrenaturales

En el estado de pecado original, el hombre se halla privado de la gracia santificante y de todas sus secuelas, así como también de los dones preternaturales de integridad (de fe por lo que respecta a la gracia santificante y al don de inmortalidad; Dz 788 s).

La falta de la gracia santificante, considerada como un apartarse el hombre de Dios, tiene carácter de culpa; considerada como un apartarse Dios del hombre, tiene carácter de castigo. La falta de
los dones de integridad tiene como consecuencia que el hombre se halle sometido a la concupiscencia, a los sufrimientos y a la muerte. Tales consecuencias persisten aun después de haber sido borrado el pecado original, pero entonces ya no son consideradas como castigo, sino como poenalitates, es decir, como medios para practicar la virtud y dar prueba de la propia moralidad. El que se halla en pecado original está en servidumbre y cautividad del demonio, a quien Jesús llamó príncipe de este mundo (Ioh 12, 31; 14,30)> Y San Pablo le denomina dios de este mundo (2 Cor 4, 4); cf. Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.

2. Vulneración de la naturaleza

La herida que el pecado original abrió en la naturaleza no hay que concebirla como una total corrupción de la naturaleza humana, como piensan los reformadores y jansenistas. El hombre, aunque se encuentre en estado de pecado original, sigue teniendo la facultad de conocer las verdades religiosas naturales y realizar acciones moralmente buenas en el orden natural. El concilio del Vaticano enseña que el hombre puede conocer con certeza la existencia de Dios con las solas fuerzas de su razón natural; Dz 1785, 1806. El concilio tridentino enseña que por el pecado de Adán no se perdió ni quedó extinguido el libre albedrío; Dz 815.

La herida, abierta en la naturaleza, interesa al cuerpo y al alma. El concilio 11 de Orange (529) declaró: «totum, i. e. secundum corpus et animam, in deterius hominem commutatum (esse)» (Dz 174); cf. Dz 181, 199, 793. Además de la sensibilidad al sufrimiento (passibilitas) y de la sujeción a la muerte (mortalitas), las dos heridas que afectan al cuerpo, los teólogos, siguiendo a SANTO TOMÁS (S.th. i II 85, 3), enumeran cuatro heridas del alma, opuestas respectivamente a las cuatro virtudes cardinales: a) la ignorancia, es decir, la dificultad para conocer la verdad (se opone a la prudencia); b) la malicia, es decir, la debilitación de nuestra voluntad (se opone a la justicia); c) lafragilidad (infirmitas) , es decir, la cobardía ante las dificultades que encontramos para tender hacia el bien (se opone a la fortaleza); d) la concupiscencia en sentido estricto, es decir, el apetito desordenado de satisfacer a los sentidos contra las normas de la razón (se opone a la templanza). La herida del cuerpo tiene su fundamento en la pérdida de los dones preternaturales de impasibilidad e inmortalidad; la herida del alma en la pérdida del don preternatural de inmunidad de la concupiscencia.

Es objeto de controversia si la herida abierta en la naturaleza consiste exclusivamente en la pérdida de los dones preternaturales o si la naturaleza humana ha sufrido además, de forma accidental, una debilitación intrínseca. Los que se deciden por la primera sentencia (Santo Tomás y la mayor parte de los teólogos) afirman que la naturaleza ha sido herida sólo relativamente, esto es, si se la compara con el estado primitivo de justicia original. Los defensores de la segunda sentencia conciben la herida de la naturaleza en sentido absoluto, es decir, como situación inferior con respecto al estado de naturaleza pura.

Según la primera sentencia, el hombre en pecado original es con respecto al hombre en estado de naturaleza pura como una persona que ha sido despojada de sus vestidos (desnudada) a otra persona que nunca se ha cubierto con ellos (desnuda; nudatus ad nudum). Según la segunda sentencia, la relación que existe entre ambos es la de un enfermo a una persona sana (aegrotus ad samtm).

Hay que preferir sin duda la primera opinión, porque el pecado actual de Adán —una acción singular— no pudo crear en su propia naturaleza ni en la de sus descendientes hábito malo alguno, ni por tanto la consiguiente debilitación de las fuerzas naturales; cf S.th. 1 II 85, I. Pero hay que conceder también que la naturaleza humana caída, por los extravíos de los individuos y de las colectividades, ha experimentado cierta corrupción ulterior, de suerte que se encuentra actualmente en una situación concreta inferior a la del estado de naturaleza pura.

§ 25. LA SUERTE DE LOS NIÑOS QUE MUEREN EN PECADO ORIGINAL

Las almas que salen de esta vida en estado de pecado original están excluidas de la visión beatífica de Dios (de fe).

El segundo concilio universal de Lyon (1274) y el concilio de Florencia (1438-45) declararon:«Illorum animas, qui in actuali mortali peccato vel solo originali decedunt, mox in infernum descenderé, poenis tamen disparibus puniendas»; Dz 464,693; cf. 493 a.

Este dogma se funda en las palabras del Señor: «Si alguien no renaciere del agua y del Espíritu Santo [por medio del bautismo], no podrá entrar en el reino de los cielos» (Ioh 3, 5).

Los que no han llegado todavía al uso de la razón pueden lograr la regeneración de forma extrasacramental gracias al bautismo de sangre (recuérdese la matanza de los santos inocentes). En atención a la universal voluntad salvífica de Dios (1 Tim 2, 4) admiten muchos teólogos modernos, especialmente los contemporáneos, otros sustitutivos del bautismo para los niños que mueren sin el bautismo sacramental, como las oraciones y deseo de los padres o de la Iglesia (bautismo de deseo representativo; Cayetano) o la consecución del uso de razón en el instante de la muerte, de forma que el niño agonizante pudiera decidirse en favor o en contra de Dios (bautismo de deseo; H. Klee), o que los sufrimientos y muerte del niño sirvieran de cuasisacramento (bautismo de dolor; H. Schell). Éstos y otros sustitutivos del bautismo son ciertamente posibles, pero nada se puede probar por las fuentes de la revelación acerca de la existencia efectiva de los mismos; cf. Dz 712. AAS 50 (1958) 114.

Los teólogos, al hablar de las penas del infierno, hacen distinción entre la pena de daño (que consiste en la exclusión de la visión beatífica) y la pena de sentido (producida por medios extrínsecos y que, después de la resurrección del cuerpo, será experimentada también por los sentidos). Mientras que SAN AGUSTÍN y muchos padres latinos opinan que los niños que mueren en pecado original tienen que soportar también una pena de sentido, aunque muy benigna («mitissima omnium poena»; Enchir. 93); enseñan los padres griegos (v.g. SAN GREGORIO NACIANCENO, Or. 40, 23) y la mayoría de los teólogos escolásticos y modernos que no sufren más que la pena de daño. Habla en favor de esta doctrina la explicación dada por el papa Inocencio m: «Poena originalis peccati est carencia visionis Dei ( poena damni), actualis vero poena peccati est gehennae perpetuae cruciatus ( — poena sensus)»; Dz 410. Con la pena de daño es compatible un estado de felicidad natural; cf. SANTO TOMÁS, De malo, Sent. II d. 33 q. 2 ad 2.

Los teólogos suelen admitir que existe un lugar especial adonde van los niños que mueren sin bautismo y al cual llaman limbo de los niños. Pío VI salió en defensa de esta doctrina frente a la interpretación pelagiana de los jansenistas, que falsamente querían explicarlo como un estado intermedio entre la condenación v el reino de Dios; Dz 1526.

Fuente: Extracto del Manual de teología Dogmática de Ludwig Ott. pág. 180-191

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