Sentido y alcance del reconocimiento de las culpas históricas.
El estudio del tema “La Iglesia y las culpas del pasado” fue propuesto a la Comisión Teológica Internacional de parte de su Presidente, el Cardenal J. Ratzinger, con vistas a la celebración del Jubileo del año 2000. Para preparar este estudio se formó una Sub-Comisión compuesta por el Rev. Christopher BEGG, por Mons. Bruno FORTE (presidente), por el Rev. Sebastián KAROTEMPREL, S.D.B., por Mons. Roland M1NNERATH, por el Rev. Thomas NORRIS, por el Rev. P. Rafael SALAZAR CARDENAS, M.Sp.S., y por Mons. Anton STRUKELJ. Las discusiones generales sobre este tema se han desarrollado en numerosos encuentros de la Sub-Comisión y durante las sesiones plenarias de la misma Comisión Teológica Internacional, tenidas en Roma en 1998 y en 1999. El presente texto ha sido aprobado en forma específica, con el voto escrito de la Comisión, y ha sido sometido después a su Presidente, el Cardenal J. Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cual ha dado su aprobación para la publicación.
INTRODUCCIÓN
La Bula de convocatoria del Año Santo del 2000 Incarnationis mysterium (29 de noviembre de 1998) indica, entre los signos “que oportunamente pueden servir para vivir con mayor intensidad la insigne gracia del jubileo”, la purificación de la memoria. Esta consiste en el proceso orientado a liberar la conciencia personal y común de todas las formas de resentimiento o de violencia que la herencia de culpas del pasado puede habernos dejado, mediante una valoración renovada, histórica y teológica, de los acontecimientos implicados, que conduzca, si resultara justo, a un reconocimiento correspondiente de la culpa y contribuya a un camino real de reconciliación. Un proceso semejante puede incidir de manera significativa sobre el presente, precisamente porque las culpas pasadas dejan sentir a todavía menudo el peso de sus consecuencias y permanecen como otras tantas tentaciones también hoy día.
En cuanto tal, la purificación de la memoria requiere “un acto de coraje y de humildad en el reconocimiento de las deficiencias realizadas por cuantos han llevado y llevan el nombre de cristianos” y se basa sobre la convicción de que “por aquel vínculo que, en el Cuerpo místico, nos une los unos a los otros, todos nosotros llevamos el peso de los errores y de las culpas de quienes nos han precedido, aun no teniendo responsabilidad personal y sin pretender sustituir aquí al juicio de Dios. Juan Pablo II añade: “Como sucesor de Pedro pido que en este año de misericordia la Iglesia, fuerte por la santidad que recibe de su Señor, se ponga de rodillas ante Dios e implore el perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos” (IM 11). Al reafirmar después que “los cristianos están invitados a asumir, ante Dios y ante los hombres ofendidos por sus comportamientos, las deficiencias por ellos cometidas”, el Papa concluye: “Lo hacemos sin pedir nada a cambio, fuertes sólo por el amor de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5, 5)”(1).
Las peticiones de perdón hechas por el Obispo de Roma en este espíritu de autenticidad y de gratuidad han suscitado reacciones diversas. La confianza incondicional que el Papa ha demostrado tener en la fuerza de la Verdad ha encontrado una acogida generalmente favorable, en el interior y en el exterior de la comunidad eclesial. No pocos han subrayado el incremento de credibilidad de los pronunciamientos eclesiales, consiguiente a estos comportamientos. No han faltado, sin embargo, algunas reservas, expresión sobre todo del malestar unido a contextos históricos y culturales particulares, en los que la simple admisión de culpas cometidas por los hijos de la Iglesia puede asumir el significado de una cesión ante a las acusaciones de quien es prejudicialmente hostil a ella. Entre consenso y malestar se advierte la necesidad de una reflexión que esclarezca las razones, las condiciones y la exacta configuración de las peticiones de perdón relativas a las culpas del pasado.
De esta necesidad ha intentado hacerse cargo, elaborando el presente texto, la Comisión Teológica Internacional, en la que están representadas culturas y sensibilidades diversas en el interior de la única fe católica. En el texto se ofrece una reflexión teológica sobre las condiciones de posibilidad de los actos de “purificación de la memoria”, unidos al reconocimiento de las culpas del pasado. Las preguntas a las que se intenta responder son: ¿por qué llevar a cabo tales actos?, ¿Quiénes son los sujetos adecuados?, ¿Cuál es su objeto y cómo determinarlo, conjugando correctamente juicio histórico y juicio teológico?, ¿Quiénes son los destinatarios?, ¿Cuáles las implicaciones morales?, ¿Cuáles los efectos posibles sobre la vida de la Iglesia y sobre la sociedad? La finalidad del texto no es, por tanto, someter a examen casos históricos particulares, sino esclarecer los presupuestos que hayan fundado el arrepentimiento relativo a las culpas pasadas.
Haber precisado desde el comienzo el género de la reflexión aquí presentada esclarece también a qué se hace referencia cuando en ella se habla de la Iglesia: no se trata ni de la sola institución histórica, ni de la sola comunión espiritual de los corazones iluminados por la fe. Por Iglesia se entenderá siempre la comunidad de los bautizados, inseparablemente visible y operante en la historia bajo la guía de los pastores y unificada en la profundidad de su misterio por la acción del Espíritu vivificante: aquella Iglesia que, según las palabras del Concilio Vaticano II, “por una notable analogía se la compara al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4, 16)” (LG 8). Esta Iglesia, que abraza a sus hijos del pasado y del presente en una comunión real y profunda, es la única madre en la gracia, que asume sobre sí el peso de las culpas también pasadas, para purificar la memoria y vivir la renovación del corazón y de la vida según la voluntad del Señor. Ella puede hacerlo en cuanto que Cristo Jesús, de quien es el Cuerpo místicamente prolongado en la historia, ha asumido sobre sí de una vez para siempre los pecados del mundo.
La estructura del texto refleja las preguntas planteadas: parte de una breve reexaminación histórica del tema (cap. 1), para poder indagar después el fundamento bíblico (cap. 2) y profundizar en las condiciones teológicas de las peticiones de perdón (cap. 3). La conjugación precisa de juicio histórico y de juicio teológico es elemento decisivo para llegar a pronunciamientos correctos y eficaces, que tengan en cuenta adecuadamente los tiempos, los lugares y los contextos en los que se sitúan los actos considerados (cap. 4). A las implicaciones morales (cap. 5), pastorales y misioneras (cap. 6) de estos actos de arrepentimiento relativos a las culpas del pasado están dedicadas las consideraciones finales, que naturalmente tienen un valor específico para la Iglesia católica. No obstante, en el convencimiento de que la exigencia de reconocer las propias culpas tiene razón de ser para todos los pueblos y para todas las religiones, se formula el deseo de que las reflexiones propuestas puedan ayudar a todos para avanzar en un camino de verdad, de diálogo fraterno y de reconciliación.
Y, como conclusión de esta introducción, no será inútil recordar la finalidad última de todo posible acto de “purificación de la memoria”, llevado a cabo por creyentes, pues ha inspirado también el trabajo de la Comisión: se trata de la glorificación de Dios, ya que vivir la obediencia a la Verdad divina y a sus exigencias conduce a confesar conjuntamente con nuestras culpas la misericordia y la justicia eterna del Señor. La “confessio peccati”, sostenida e iluminada por la fe en la Verdad que libera y salva (“confessio fidei”), se convierte en “confessío laudis” dirigida a Dios, en cuya sola presencia es posible reconocer las culpas del pasado y las del presente, para dejarse reconciliar por Él y con Él en Jesucristo, único Salvador del mundo, y hacerse capaces de ofrecer el perdón a cuantos nos hubieran ofendido. Este ofrecimiento de perdón aparece particularmente significativo si se piensa en tantas persecuciones como los cristianos han sufrido a lo largo de la historia. En esta perspectiva, los actos llevados a cabo y requeridos por el Papa respecto a las culpas del pasado, representan un valor ejemplar y profético, tanto para las religiones, cuanto para los gobiernos y las naciones, como para la Iglesia católica, que podrá verse así ayudada a vivir de manera más eficaz el gran Jubileo de la encarnación como acontecimiento de gracia y de reconciliación para todos.
1. EL PROBLEMA: AYER Y HOY
1.1. Antes del Vaticano II
El Jubileo se ha vivido siempre en la Iglesia como un tiempo de alegría por la salvación otorgada en Cristo y como una ocasión privilegiada de penitencia y de reconciliación por los pecados presentes en la vida del Pueblo de Dios. Desde su primera celebración bajo Bonifacio VIII en el año 1300, el peregrinaje penitencial a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo ha estado asociado a la concesión de una indulgencia excepcional para procurar, con el perdón sacramental, la remisión total o parcial de las penas temporales debidas por los pecados (2). En este contexto, tanto el perdón sacramental como la remisión de las penas revisten un carácter personal. A lo largo del “año de perdón y de gracia” (3), la Iglesia dispensa en modo particular el tesoro de gracias que Cristo ha constituido en su favor (4). En ninguno de los jubileos celebrados hasta ahora ha estado presente, sin embargo, una toma de conciencia de eventuales culpas del pasado de la Iglesia, ni tampoco de la necesidad de pedir perdón a Dios por los comportamientos del pasado próximo o remoto.
Más aún, en la historia entera de la Iglesia no se encuentran precedentes de peticiones de perdón relativas a culpas del pasado, que hayan sido formuladas por el Magisterio. Los concilios y las decretales papales sancionaban, ciertamente, los abusos de que se hubieran hecho culpables clérigos o laicos, y no pocos pastores se esforzaban sinceramente en corregirlos. Sin embargo, han sido muy raras las ocasiones en las que las autoridades eclesiales (Papa, Obispos o Concilios) han reconocido abiertamente las culpas o los abusos de los que ellas mismas se habían hecho culpables. Un ejemplo célebre lo proporciona el papa reformador Adriano VI, quien reconoció abiertamente, en un mensaje a la Dieta de Nurenberg del 25 de noviembre de 1522, “las abominaciones, los abusos […] y las prevaricaciones” de las que se había hecho culpable “la corte romana” de su tiempo, “enfermedad […] profundamente arraigada y desarrollada”, extendida “desde la cabeza a los miembros” (5). Adriano VI deploraba culpas contemporáneas, precisamente las de su predecesor inmediato León X y las de su curia, sin asociar todavía a ello, no obstante, una petición de perdón.
Será necesario esperar hasta Pablo VI para ver cómo un Papa expresa una petición de perdón dirigida tanto a Dios como a un grupo de contemporáneos. En el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, el Papa “pide perdón a Dios […] y a los hermanos separados” de Oriente que se sientan ofendidos “por nosotros” (Iglesia católica) y se declara dispuesto, por parte suya, a perdonar las ofensas recibidas. En la óptica de Pablo VI, la petición y la oferta de perdón se referían únicamente al pecado de la división entre los cristianos y presuponían la reciprocidad.
1.2. La enseñanza del Concilio
El Vaticano II se pone en la misma perspectiva que Pablo VI. Por las culpas cometidas contra la unidad, afirman los Padres conciliares, “pedimos perdón a Dios y a los hermanos separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos hayan ofendido” (UR 7). Además de las culpas contra la unidad, el Concilio señala otros episodios negativos del pasado en los cuales los cristianos han tenido alguna responsabilidad. Así, “deplora ciertas actitudes mentales que no han faltado a veces entre los propios cristianos” y que han podido hacer pensar en una oposición entre la ciencia y la fe (OS 36). De manera semejante, considera que “en la génesis del ateísmo” los cristianos han podido tener “una cierta responsabilidad”, en la medida en que con su negligencia “han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (OS 19). Además, el Concilio “deplora” las persecuciones y manifestaciones de antisemitismo llevadas a cabo “en cualquier tiempo y por cualquier persona” (NAe 4). El Concilio, sin embargo, no asocia a los hechos citados una petición de perdón.
Desde el punto de vista teológico el Vaticano II distingue entre la fidelidad indefectible de la Iglesia y las debilidades de sus miembros, clérigos o laicos, ayer como hoy (OS 43.6); por tanto, entre ella, esposa de Cristo “sin mancha ni arruga […] santa e inmaculada” (cf. Ef 5, 27), y sus hijos, pecadores perdonados, llamados a la metanoia permanente, a la renovación en el Espíritu Santo. “La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (6).
El Concilio ha elaborado también algunos criterios de discernimiento respecto a la culpabilidad o a la responsabilidad de los vivos por las culpas pasadas. En efecto, en dos contextos diferentes, ha recordado la no imputabilidad a los contemporáneos de culpas cometidas en el pasado por miembros de sus comunidades religiosas:
– “Lo que en su pasión (de Cristo) se perpetró no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy” (NAe 4).
– “Comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión de la Iglesia católica, a veces no sin culpa de los hombres por una y otra parte. Sin embargo, quienes ahora nacen en esas comunidades y se nutren con la fe de Cristo no pueden ser acusados de pecado de separación, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor” (UR 3).
En el primer Año Santo celebrado después del Concilio, en 1975, Pablo VI había dado como tema “renovación y reconciliación” (7), precisando, en la Exhortación apostólica Paterna cum benevolentia, que la reconciliación debía sobre todo llevarse a cabo entre los fieles de la Iglesia católica (8). Como en sus orígenes, el Año Santo seguía siendo una ocasión de conversión y de reconciliación de los pecadores con Dios, a través de la economía sacramental de la Iglesia.
1.3. Las peticiones de perdón de Juan Pablo II
Juan Pablo II no sólo renueva el lamento por las “dolorosas memorias” que han ido marcando la historia de las divisiones entre los cristianos, como habían hecho Pablo VI y el concilio Vaticano II (9), sino que extiende la petición de perdón también a una multitud de hechos históricos, en los cuales la Iglesia o grupos particulares de cristianos han estado implicados por diversos motivos’ (10). En la Carta apostólica Tertio millennio adveniente (11), el Papa desea que el Jubileo del Año 2000 sea la ocasión para una purificación de la memoria de la Iglesia de “todas las formas de contratestimonio y de escándalo”, que se han sucedido en el curso del milenio pasado (cf. TMA 33).
La Iglesia es invitada a “asumir con conciencia más viva el pecado de sus hijos”. Ella “reconoce como suyos a los hijos pecadores”, y los anima a “purificarse, en el arrepentimiento, de los errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes” (TMA 33). La responsabilidad de los cristianos en los males de nuestro tiempo es igualmente evocada (cf. TMA 36), si bien el acento recae particularmente sobre la solidaridad de la Iglesia de hoy con las culpas pasadas, de las que algunas son explícitamente mencionadas, como la división entre los cristianos (cf. TMA 34) o los “métodos de violencia y de intolerancia” utilizados en el pasado para evangelizar (cf. TMA 35).
El mismo Juan Pablo II estimula a profundizar teológicamente la asunción de las culpas del pasado y la eventual petición de perdón a los contemporáneos (12), cuando, en la Exhortación Reconciliatio el paenitentia, afirma que en el sacramento de la penitencia “el pecador se encuentra solo ante Dios con su culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede arrepentirse en lugar suyo o pedir perdón en su nombre”. El pecado es, por tanto, siempre personal, también cuando hiere a la Iglesia entera que, representada por el sacerdote ministro de la penitencia, es mediadora sacramental de la gracia que reconcilia con Dios (RP 31). También las situaciones de “pecado social”, que se verifican en el interior de las comunidades humanas cuando se lesionan la justicia, la libertad y la paz, “son siempre el fruto, la acumulación y la concentración de pecados personales”. En el caso de que la responsabilidad moral quedara diluida en causas anónimas, entonces no se podría hablar de pecado social más que por analogía (RP 16). De donde se deduce que la imputabilidad de una culpa no puede extenderse propiamente más allá del grupo de personas que han consentido en ella voluntariamente, mediante acciones o por omisiones o por negligencia.
1.4. Las cuestiones planteadas
La Iglesia es una sociedad viva que atraviesa los siglos. Su memoria no está sólo constituida por la tradición que se remonta a los Apóstoles, normativa para su fe y para su vida, sino que es también rica por la variedad de las experiencias históricas, positivas y negativas, que ella ha vivido. El pasado de la Iglesia estructura en amplia medida su presente. La tradición doctrinal, litúrgica, canónica y ascética nutre la vida misma de la comunidad creyente, ofreciéndole un muestrario incomparable de modelos a imitar. A través del peregrinaje terreno, sin embargo, el grano bueno permanece siempre mezclado con la cizaña de manera inextricable, la santidad se establece al lado de la infidelidad y del pecado (13). Y así es como el recuerdo de los escándalos del pasado puede obstaculizar el testimonio de la Iglesia de hoy y el reconocimiento de las culpas cometidas por los hijos de la Iglesia de ayer puede favorecer la renovación y la reconciliación en el presente.
La dificultad que se perfila es la de definir las culpas pasadas, a causa sobre todo del juicio histórico que esto exige, ya que en lo acontecido se ha de distinguir siempre la responsabilidad o la culpa atribuible a los miembros de la Iglesia en cuanto creyentes, de aquella referible a la sociedad de los siglos llamados “de cristiandad” o a las estructuras de poder en las que lo temporal y lo espiritual se hallaban entonces estrechamente entrelazados. Una hermenéutica histórica es, por tanto, necesaria más que nunca, para hacer una distinción adecuada entre la acción de la iglesia en cuanto comunidad de fe y la acción de la sociedad en tiempos de ósmosis entre ellas.
Los pasos llevados a cabo por Juan Pablo II para pedir perdón de las culpas del pasado han sido comprendidos en muchísimos ambientes, eclesiales y no eclesiales, como signos de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia, tales como para reforzar su credibilidad. Es justo, por otra parte, que la Iglesia contribuya a modificar imágenes de sí falsas e inaceptables, especialmente en los campos en los que, por ignorancia o por mala fe, algunos sectores de opinión se complacen en identificarla con el oscurantismo y con la intolerancia. Las peticiones de perdón formuladas por el Papa han suscitado también una emulación positiva en el ámbito eclesial y más allá de él. Jefes de estado o de gobierno, sociedades privadas y públicas, comunidades religiosas piden actualmente perdón por episodios o períodos históricos marcados por injusticias. Esta praxis no es en absoluto retórica, tanto que algunos dudan en acogerla al calcular los costes consiguientes a un reconocimiento de solidaridad con las culpas pasados, entre otros en el plano judicial. También desde este punto de vista urge, por tanto, un discernimiento riguroso.
No faltan, sin embargo, fieles desconcertados, en cuanto que su lealtad hacia la Iglesia parece quedar alterada. Algunos de ellos se preguntan cómo transmitir el amor a la Iglesia a las jóvenes generaciones, si esta misma Iglesia está imputada por crímenes y por culpas. Otros observan que el reconocimiento de las culpas es al menos unilateral y se ve aprovechado por los detractores de la Iglesia, satisfechos al verla confirmar los prejuicios que ellos mantienen a su respecto. Otros ponen en guardia ante la culpabilización arbitraria de generaciones actuales de creyentes por deficiencias en las que ellos no han consentido en modo alguno, aun declarándose dispuestos a asumir su responsabilidad en la medida en que grupos humanos se pudieran sentir todavía hoy afectados por las consecuencias de injusticias sufridas en otros tiempos por sus predecesores. Algunos, además, retienen que la Iglesia podrá purificar su memoria respecto a las acciones ambiguas en las que ha estado implicada en el pasado tomando simplemente parte en el trabajo crítico sobre la memoria, que se está desarrollando en nuestra sociedad. Así ella podría afirmar con dividir con sus contemporáneos el rechazo de lo que la conciencia moral actual reprueba, sin proponerse como la única culpable y responsable de los males del pasado, buscando al mismo tiempo el diálogo en la comprensión recíproca con cuantos se sintieran todavía hoy heridos por hechos pasados imputables a los hijos de la Iglesia. Finalmente, es de esperarse que algunos grupos puedan reclamar una petición de perdón en relación con ellos, o por analogía con otros o porque retengan haber sufrido comportamientos ofensivos. En cualquier caso, la purificación de la memoria no podrá significar jamás que la Iglesia renuncie a proclamar la verdad revelada que le ha sido confiada, tanto en el campo de la fe como en el de la moral.
Se perfilan así diversos interrogantes: ¿se puede hacer pesar sobre la conciencia actual una “culpa” vinculada a fenómenos históricos irrepetibles, como las cruzadas o la inquisición? ¿No es demasiado fácil juzgar a los protagonistas del pasado con la conciencia actual (como hacen escribas y fariseos, según Mt 23, 29-32), como si la conciencia moral no se hallara situada en el tiempo? ¿Se puede acaso, por otra parte, negar que el juicio ético siempre tiene vigencia, por el simple hecho de que la verdad de Dios y sus exigencias morales siempre tienen valor? Cualquiera que sea la actitud a adoptar, ésta debe confrontarse con estos interrogantes y buscar respuestas que estén fundadas en la revelación y en su transmisión viva en la fe de la Iglesia. La cuestión prioritaria es, por tanto, la de esclarecer en qué medida las peticiones de perdón por las culpas del pasado, sobre todo cuando se dirigen a grupos humanos actuales, entran en el horizonte bíblico y teológico de la reconciliación con Dios y con el prójimo.
2. APROXIMACIÓN BÍBLICA
Es posible desarrollar de varios modos una indagación sobre el reconocimiento que Israel hace de sus culpas en el Antiguo Testamento y sobre el tema de la confesión de las culpas tal como ésta se presenta en las tradiciones del Nuevo Testamento (14). La naturaleza teológica de la reflexión aquí llevada a cabo induce a privilegiar una aproximación de tipo prevalentemente temático, partiendo de la pregunta siguiente: ¿Qué trasfondo ofrece el testimonio de la Sagrada Escritura a la invitación que Juan Pablo II hace a la Iglesia para que confiese las culpas del pasado?
2.1. El Antiguo Testamento
Confesiones de pecado y consecuentes peticiones de perdón se encuentran en toda la Biblia, tanto en las narraciones del Antiguo Testamento, como en los salmos, en los profetas, en los evangelios, así como, más esporádicamente, en la literatura sapiencial y en las cartas del Nuevo Testamento. Dada la abundancia y difusión de estos testimonios, se plantea la pregunta de cómo seleccionar y catalogar el conjunto de los textos significativos. Puede preguntarse acerca de los textos bíblicos relativos a la confesión de los pecados: ¿Quién está confesando qué cosa (y qué género de culpa) a quién? Plantear así la cuestión ayuda a distinguir dos categorías principales de “textos de confesión”, cada una de las cuales comprende diversas subcategorías, a saber: a) textos de confesión de pecados individuales; b) textos de confesión de los pecados del pueblo entero (y de aquellos de sus antepasados). En relación con la reciente praxis eclesial, de la que parte nuestra investigación, conviene restringir el análisis a la segunda categoría.
En ella pueden identificarse diversas posibilidades, según quién haga la confesión de los pecados del pueblo y quién esté asociado o no a la culpa común, prescindiendo de la presencia o no de una conciencia de la responsabilidad personal (madurada sólo de manera progresiva, cf. Ez 14, 12-23; 18, 1-32; 33, 10-20). Basándose en estos criterios, pueden distinguirse los siguientes casos, por otra parte más bien flexibles:
– Una primera serie de textos representa al pueblo entero (a veces personificado como un “Yo” singular), el cual, en un momento particular de su historia, confiesa o alude a sus pecados contra Dios sin ninguna referencia (explícita) a las culpas de las generaciones precedentes (15).
– Otro grupo de textos sitúa la confesión de los pecados actuales del pueblo, dirigida a Dios, en los labios de uno o más jefes (religiosos), que pueden o no incluirse explícitamente en el pueblo pecador por el cual oran (16).
– Un tercer grupo de textos presenta al pueblo o a uno de sus jefes en el acto de evocar los pecados de los antepasados, sin mencionar, no obstante, los de la generación presente (17).
– Con más frecuencia, las confesiones que mencionan las culpas de los antepasados las vinculan expresamente a los errores de la generación presente (18).
De los testimonios recogidos resulta que en todos los casos donde son mencionados los “pecados de los padres” la confesión está dirigida únicamente a Dios y los pecados confesados por el pueblo o para el pueblo son aquellos cometidos directamente contra Él, más bien que los cometidos (también) contra otros seres humanos (sólo en Núm 27,7 se hace alusión a una parte humana ofendida, Moisés) (19). Surge la cuestión de por qué los escritores bíblicos no han sentido la necesidad de peticiones de perdón dirigidas a interlocutores presentes a propósito de culpas cometidas por los padres, a pesar de su fuerte sentido de la solidaridad entre las generaciones, tanto en el bien como en el mal (se piense en la idea de la “personalidad corporativa”). Varias hipótesis podrían avanzarse como respuesta a esta cuestión. Hay, sobre todo, el difuso teocentrismo de la Biblia, que da la precedencia al reconocimiento tanto individual como nacional de las culpas cometidas contra Dios. Además, actos de violencia perpetrados por Israel contra otros pueblos, que parecerían exigir una petición de perdón a aquellos pueblos o a sus descendientes, son comprendidos como la ejecución de directrices divinas respecto a ellos, como, por ejemplo, Jos 2-11 y Dt 7,2 (el exterminio de los cananeos) o 1 Sam 15 y Dt 25,19 (la destrucción de los amalecitas). En tales casos, el mandato divino implicado parecería excluir toda posible petición de perdón que habría de hacerse (20). Las experiencias de malos tratos por parte de otros pueblos, sufridas por Israel, y la animosidad así suscitada, podrían haber militado también contra la idea de pedir perdón a estos pueblos por el mal causado a ellos (21).
Queda, a pesar de todo, como algo relevante en el testimonio bíblico el sentido de la solidaridad intergeneracional en el pecado (y en la gracia), que se expresa en la confesión ante Dios de los “pecados de los antepasados”, tanto que, citando la espléndida oración de Azarías, Juan Pablo II ha podido afirmar “Bendito eres tú, Señor, Dios de nuestros padres […] nosotros hemos pecado, hemos actuado como inicuos, alejándonos de ti, hemos faltado en todo modo y manera. No hemos obedecido tus mandatos’ (Dan 3,26.29). Así oraban los hebreos después del exilio (cf. también Bar 2,11-13), haciéndose cargo de las culpas cometidas por sus padres. La Iglesia imita su ejemplo y pide perdón por las culpas también históricas de sus hijos” (22).
2.2. El Nuevo Testamento
Un tema fundamental, unido a la idea de la culpa y ampliamente presente en el Nuevo Testamento, es el de la absoluta santidad de Dios. El Dios de Jesús es el Dios de Israel (cf. Jn 4,22), invocado como “Padre santo” (Jn 17,11), llamado “el Santo” en 1 Jn 2,20 (cf. Ap 6,10). La triple proclamación de Dios como “santo” en Is 6,3 retorna en Ap 4,8, mientras que 1 Pe 1,16 insiste en el hecho de que los cristianos deben ser santos “porque está escrito: vosotros seréis santos, porque yo soy santo” (cf. Lev 11,44-45; 19,2). Todo esto refleja la noción veterotestamentaria de la absoluta santidad de Dios. Sin embargo, para la fe cristiana la santidad divina ha entrado en la historia en la persona de Jesús de Nazaret: la noción veterotestamentaria no se ha visto abandonada, sino desarrollada, en el sentido de que la santidad de Dios se hace presente en la santidad del Hijo encarnado (cf. Mc 1,24; Lc 1,35; 4,34; Jn 6,69; Hch 4,27.30; Ap 3,7), y la santidad del Hijo está participada por los “suyos” (cf. Jn 17,16-19), hechos hijos en el Hijo (cf. Gál 4,4-6; Rom 8,14-17). No puede darse, sin embargo, aspiración alguna a la filiación divina en Jesús mientras no se dé amor al prójimo (cf. Mc12,29-3 1; Mt 22,37-38; Lc 10,27-28).
Este motivo, decisivo en la enseñanza de Jesús, se convierte en el “mandamiento nuevo” en el evangelio de Juan: los discípulos deben amar como Él ha amado (cf. Jn 13,34-35; 15,12.17), es decir, perfectamente, “hasta el fin” (Jn 13,1). El cristiano, por tanto, está llamado a amar y a perdonar según una medida que transciende toda medida humana de justicia y produce una reciprocidad entre los seres humanos, que refleja la existente entre Jesús y el Padre (cf. Jn 13,34s; 15,1-11; 17,21-26). En esta óptica se da un gran relieve al tema de la reconciliación y del perdón de las ofensas. A sus discípulos Jesús les pide estar siempre dispuestos a perdonar a cuantos les hayan ofendido, así como Dios mismo ofrece siempre su perdón: “Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6,12. 12-15). Quien se halla en grado de perdonar al prójimo demuestra haber comprendido la necesidad que personalmente tiene del perdón de Dios. El discípulo está invitado a perdonar “hasta setenta veces siete” a quien le ofende, incluso aunque éste no pidiera perdón (Mt 18,21-22).
Jesús insiste sobre la actitud requerida de la persona ofendida respecto a sus ofensores: ella está llamada a dar el primer paso, cancelando la ofensa mediante el perdón ofrecido “de corazón” (cf. Mt 18,35; Mc 11,25), consciente de ser ella misma pecadora ante Dios, quien jamás rechaza el perdón invocado con sinceridad. En Mt 5,23-24 Jesús pide al ofensor “ir a reconciliarse con el propio hermano, que tenga algo contra él”, antes de presentar su ofrenda sobre el altar: no es agradable a Dios un acto de culto llevado a cabo por quien no quiera reparar primero el daño causado al propio prójimo. Lo que cuenta es cambiar el propio corazón y mostrar de manera adecuada que se quiere realmente la reconciliación. El pecador, no obstante, en la conciencia de que sus pecados hieren al mismo tiempo su relación con Dios y con e! prójimo (cf. Lc 15,21), puede esperarse el perdón solamente de Dios, ya que solamente Dios es siempre misericordioso y dispuesto a cancelar los pecados. Éste es también el significado del sacrificio de Cristo, que de una vez para siempre nos ha purificado de nuestros pecados (cf. Heb 9,22; 10,18). Así el ofensor y el ofendido son reconciliados por Dios en la misericordia suya, que a todos acoge y perdona.
En este cuadro, que podría ampliarse mediante el análisis de las cartas de Pablo y de las cartas católicas, no hay indicio alguno de que la Iglesia de los orígenes haya dirigido su atención a los pecados del pasado para pedir perdón. Lo cual puede explicarse por la fuerte conciencia de la novedad cristiana, que proyecta a la comunidad más bien hacia el futuro que hacia el pasado. No obstante, se encuentra una insistencia más amplia y sutil, que atraviesa el Nuevo Testamento: en los evangelios y en las cartas la ambivalencia propia de la experiencia cristiana se halla ampliamente reconocida. Para Pablo, por ejemplo, la comunidad cristiana es un pueblo escatológico, que vive ya la “nueva creación” (cf. 2 Cor 5,17; Gál 6,15), pero esta experiencia, hecha posible por la muerte y resurrección de Jesús (cf. Rom 3,2 1-26; 5,6-11; 8,1-11; 1 Cor 15,54-57), no nos libra de la inclinación al pecado, presente en el mundo a causa de la caída de Adán. Como resultado de la intervención divina en y a través de la muerte y resurrección de Jesús, hay ahora dos escenarios posibles: la historia de Adán y la de Cristo. Ambas discurren la una al lado de la otra y el creyente deber contar sobre la muerte y la resurrección del Señor Jesús (cf., p. ej., Rom 6,1-li; Gál 3,27-28; Col 3,10; 2 Cor 5,14-15) para ser parte de la historia en la que “sobreabunda la gracia” (cf. Rom 5,12-21).
Una tal relectura teológica del acontecimiento pascual de Cristo muestra cómo la Iglesia de los orígenes tenía una conciencia aguda de las posibles deficiencias de los bautizados. Se podría decir que el entero “corpus paulinum” llama a los creyentes a un reconocimiento pleno de su dignidad, aun contando con la conciencia viva de la fragilidad de su condición humana: “Cristo nos ha liberado para que permanezcamos libres; manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud” (Gál 5,19). Un motivo análogo puede hallarse en las narraciones de los evangelios. Emerge incisivamente en Marcos, donde las carencias de los discípulos de Jesús son uno de los temas dominantes de la narración (cf. Mc 4,40-41;6,36-37.51-52; 8,14-21.31-33; 9,5-6.32-41; 10,32-45; 14,10-11.17-21.50; 16,8). El mismo motivo retorna en todos los evangelistas, aunque se halle comprensiblemente difuminado. Judas y Pedro son respectivamente el traidor y el que reniega de su Maestro, si bien Judas llega a la desesperación por la acción cometida (cf. Hch 1,15-20), mientras que Pedro se arrepiente (cf. Lc 22,61 s) y llega a la triple profesión de amor (cf. Jn 21,15-19). En Mateo, incluso durante la aparición final del Señor resucitado, mientras los discípulos lo adoran, “algunos todavía dudaban” (Mt 28,17). El cuarto evangelio presenta a los discípulos como aquellos a los cuales se les ha otorgado un amor inconmensurable, a pesar de que su respuesta esté hecha de ignorancia, deficiencias, negaciones y traición (cf. 13,1-38).
Esta constante presentación de los discípulos llamados a seguir a Jesús, que titubean al abandonarse al pecado, no es simplemente una relectura crítica de los orígenes. Los relatos se hallan planteados de tal modo que se dirigen a todo discípulo sucesivo de Cristo que se halle en dificultad y contemple el Evangelio como la propia guía e inspiración. Por otra parte, el Evangelio está lleno de recomendaciones a portarse bien, a vivir un nivel más alto de compromiso, a evitar el mal (cf., p. ej., Sant 1,5-8.19-21; 2,1-7; 4,1-10; 1 Pc 1,13-25; 2 Pe 2,1-22; Jud 3-13; 1 Jn 1,5-10; 2,1-11.18-27; 4,1-6; 2 Jn 7-11; 3 Jn 9-10). No hay, sin embargo, ninguna llamada explícita, dirigida a los primeros cristianos, a confesar las culpas del pasado, si bien es. ciertamente muy significativo el reconocimiento de la realidad del pecado y del mal en el interior del pueblo llamado a la existencia escatológica, propia de la condición cristiana (se piense sólo en los reproches contenidos en las cartas a las siete Iglesias del Apocalipsis). Según la petición que se encuentra en la oración del Señor, este pueblo invoca: “Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo deudor nuestro” (Lc 11,4; cf. Mt 6,12). Los primeros cristianos, en fin de cuentas, manifiestan ser bien conscientes de poder comportarse en manera no correspondiente a la vocación recibida, no viviendo el bautismo de la muerte y resurrección de Jesús, con el cual habían sido bautizados.
2.3. El Jubileo bíblico
Un significativo trasfondo bíblico de la reconciliación vinculada a la superación de situaciones pasadas lo representa la celebración del Jubileo, tal como está regulada en el libro del Levítico (cap. 25). En una estructura social hecha de tribus, clanes y familias se creaban inevitablemente situaciones de desorden cuando individuos o familias de condiciones precarias debían “rescatarse” a si mismos de las propias dificultades, entregando la propiedad de su tierra o casa, siervos o hijos a aquellos que se encontraban en condiciones mejores que las suyas. Un sistema como éste producía el efecto de que algunos israelitas llegaban a sufrir situaciones intolerables de deuda, pobreza y esclavitud, para beneficio de otros hijos de Israel, en aquella misma tierra que les había sido dada por Dios. Todo esto podía traer consigo que en períodos más o menos largos de tiempo un territorio o un clan cayeran en las manos de pocos ricos, mientras que el resto de las familias del clan llegaba a encontrarse en una forma tal de endeudamiento o de esclavitud que les obligaba a vivir en total dependencia de los más acomodados.
La legislación de Lev 25 constituye un intento de subvertir todo esto (¡hasta el punto de poder dudar que jamás se haya puesto en práctica de una manera plena!); la legislación convocaba la celebración del Jubileo cada cincuenta años con el fin de preservara el tejido social del pueblo de Dios y restituir la independencia también a la familia más pequeña del país. Para Lev 25 es decisiva la repetición regular de la confesión de fe de Israel en el Dios que ha liberado a su pueblo a través del éxodo: “Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto, para daros la tierra de Canaán y ser vuestro Dios” (Lev 25, 38; cf. vv. 42.45). La celebración del Jubileo era una admisión implícita de culpa y un intento de restablecer un orden justo. Todo sistema que llevara a la alienación de cualquier israelita, esclavo en otro tiempo, pero ahora liberado por el brazo poderoso de Dios, venía de hecho a desmentir la acción salvífica divina en el éxodo y a través del éxodo.
La liberación de las víctimas y de los que sufren se convierte en parte del más amplio programa de los profetas. El Déutero-Isaías, en los poemas del Siervo sufriente (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,13-53,12), desarrolla estas alusiones a la práctica del Jubileo juntamente con los temas del rescate y de la libertad, del retorno y de la redención. Isaías 58 es un ataque contra la observancia ritual que no tiene en cuenta la justicia social, una llamada a la liberación de los oprimidos (Is 58,6), centrada específicamente en las obligaciones de parentesco (v. 7). más claramente, Isaías 61 usa las imágenes del Jubileo para representar al Ungido como el heraldo de Dios enviado a “evangelizar” a los pobres, a proclamar la libertad a los prisioneros ya anunciar el año de gracia del Señor. Significativamente es este mismo texto, con una alusión a Isaías 58,6, el que Jesús usa para presentar la finalidad de su vida y de su ministerio en Lucas 4,17-21.
2.4. Conclusión
De todo lo dicho se puede concluir que la llamada dirigida por Juan Pablo II a la Iglesia para que caracterice el año jubilar con una admisión de culpa por todos los sufrimientos y las ofensas de que se han hecho responsables en el pasado sus hijos (cf. TMA 33-36), así como la praxis unida a ello, no encuentran una verificación unívoca en el testimonio bíblico. Sin embargo, se basan en todo lo que Sagrada Escritura afirma respecto a la santidad de Dios, a la solidaridad intergeneracional de su pueblo y al reconocimiento de su ser pecador. La apelación del Papa asume además correctamente el espíritu del Jubileo bíblico, que requiere que sean llevados a cabo actos destinados a restablecer el orden del designio originario de Dios sobre la creación. Esto exige que la proclamación del “hoy” del Jubileo, iniciado por Jesús (cf. Lc 4,21), se continúe en la celebración jubilar de su Iglesia. Además, esta singular experiencia de gracia empuja al pueblo de Dios todo entero, así como a cada uno de los bautizados, a tomar una conciencia todavía mayor del mandato recibido del Señor para estar siempre dispuestos a perdonar las ofensas recibidas.
3. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS
“Es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo. La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores” (TMA 33). Estas palabras de Juan Pablo II subrayan cómo la Iglesia se encuentra afectada por el pecado de sus hijos: santa, en cuanto hecha tal por el Padre mediante el sacrificio del Hijo y el don del Espíritu, es en un cierto sentido también pecadora, en cuanto asume realmente sobre ella el pecado de aquellos a quienes ha engendrado en el bautismo, análogamente a como Cristo Jesús ha asumido el pecado del mundo (cf. Rom 8,3; 2 Cor 5,21; Gál 3,13; 1 Pe 2,24) (23). Por otra parte, pertenece a la más profunda autoconciencia eclesial en el tiempo el convencimiento de que la Iglesia no es sólo una comunidad de elegidos, sino que comprende en su seno justos y pecadores, del presente y del pasado, en la unidad del misterio que la constituye. De hecho, tanto en la gracia como en la herida del pecado, los bautizados de hoy son convecinos y solidarios con los de ayer. Por ello se puede decir que la Iglesia, una en el tiempo y en el espacio en Cristo y en el Espíritu, es verdaderamente “santa al mismo tiempo y siempre necesitada de purificación” (LG 8). De esta paradoja, característica del misterio eclesial, nace el interrogante de cómo conciliar los dos aspectos: de una parte, la afirmación de fe de la santidad de la Iglesia, de otra parte, su necesidad incesante de penitencia y de purificación.
3.1. El misterio de la Iglesia
“La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la transciende. Solamente “con los ojos de la fe” se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de la vida divina” (CIC 770). El conjunto de los aspectos visibles e históricos se relaciona con el don divino de manera análoga a como en el Verbo de Dios encarnado la humanidad asumida es signo e instrumento del actuar de la persona divina del Hijo: las dos dimensiones del ser eclesial forman “una sola realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino” (LG 8), en una comunión que participa de la vida trinitaria y hace que los bautizados se sientan unidos entre sí, aun en la diversidad de tiempos y de lugares de la historia. En razón de esta comunión, la Iglesia se presenta como un sujeto absolutamente único en el acontecer humano, hasta el punto de poder hacerse cargo de los dones, de los méritos y de las culpas de sus hijos de hoy y de los de ayer.
La no débil analogía con el misterio del Verbo encarnado implica, no obstante, también una diferencia fundamental: “Mientras Cristo, “santo, inocente, inmaculado” (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Cor 5, 21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo (cf. Heb 2,17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada siempre de purificación, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (24). La ausencia de pecado en el Verbo encarnado no puede atribuirse a su Cuerpo eclesial, en cuyo interior más bien cada uno, partícipe de la gracia donada por Dios, no está menos necesitado de vigilancia y de purificación incesante y solidaria con la debilidad de los otros: “Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf. 1 Jn 1,8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero todavía en vías de santificación” (CIC 827).
Ya Pablo VI había afirmado solemnemente que “la Iglesia es santa, aun comprendiendo en su seno a los pecadores, ya que ella no posee otra vida sino la de la gracia […] Por ello, la Iglesia sufre y hace penitencia por tales pecados, de los cuales tiene, por otra parte, el poder de curar a sus propios hijos con la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo” (25). La Iglesia es en fin de cuentas, en su “misterio”, encuentro de santidad y de debilidad, continuamente redimida y siempre necesitada nuevamente de la fuerza de la redención. Como enseña la liturgia, verdadera “lex credendi”, el fiel individual y el pueblo de los santos invocan de Dios que su mirada se fije sobre la fe de su Iglesia y no sobre los pecados de los individuos, de cuya fe vivida constituyen la negación: “Ne respicias peccata nostra, sed fidem Ecclesiae Tuae!”. En la unidad del misterio eclesial a través del tiempo y del espacio es posible considerar entonces el aspecto de la santidad, la necesidad de arrepentimiento y de reforma, y su articulación en el actuar de la Iglesia Madre.
3.2. La santidad de la Iglesia
La Iglesia es santa porque, santificada por Cristo, quien la ha adquirido entregándose a la muerte por ella, es mantenida en la santidad por el Espíritu Santo, que la inunda sin cesar: “Nosotros creemos que la Iglesia es indefectiblemente santa. Pues Cristo, Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu llamamos “el solo Santo”, ha amado a la Iglesia como esposa suya, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5, 25s), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia son llamados a la santidad” (LG 39). En este sentido, desde sus orígenes los miembros de la Iglesia son llamados los “santos” (cf. Hch 9,13; 1 Cor 6,1s; 16,1). Se puede distinguir, no obstante, entre la santidad de la Iglesia y la santidad en la Iglesia. La primera, fundada en las misiones del Hijo y del Espíritu, garantiza la continuidad de la misión del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos y estimula y ayuda a los creyentes a perseguir la santidad subjetiva y personal. En la vocación que cada uno recibe se halla radicada, por el contrario, la forma de santidad que le ha sido donada y que se requiere de él, en cuanto cumplimiento pleno de la propia vocación y misión. La santidad personal se halla, en todo caso, proyectada hacia Dios y hacia los demás, y tiene, por ello, un carácter esencialmente social: es santidad “en la Iglesia”, orientada al bien de todos.
A la santidad de la Iglesia debe, en consecuencia, corresponder la santidad en la Iglesia: “Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no según sus obras, sino por designio y gracia de Él, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos en el bautismo verdaderamente hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios” (LG 40). El bautizado está llamado a devenir con toda su existencia aquello que ya es en razón de la consagración bautismal; lo cual no acontece sin el asentimiento de su libertad y sin la ayuda de la gracia que viene de Dios. Cuando esto sucede, se deja reconocer en la historia la humanidad nueva según Dios: ¡nadie llega a ser él mismo con tanta plenitud como el santo que acoge el designio divino y, con la ayuda de la gracia, conforma todo su propio ser al proyecto del Altísimo! Los santos constituyen, en este sentido, como luces suscitadas por el Señor en medio de su Iglesia para iluminarla, son profecía para el mundo entero.
3.3. La necesidad de una renovación continua
Sin ofuscar esta santidad, se debe reconocer que, a causa de la presencia del pecado, hay necesidad de una renovación continua y de una conversión constante en el pueblo de Dios; la Iglesia en la tierra está “adornada de una santidad verdadera” que es, no obstante, “imperfecta” (LG 48). Observa S. Agustín contra los pelagianos: “La Iglesia en su conjunto dice: ¡perdona nuestras deudas! Ella tiene, por tanto, manchas y arrugas. Pero, a través de la confesión, las arrugas se estiran y las manchas quedan lavadas. La Iglesia se halla en oración para ser purificada por la confesión y estar así mientras los hombres vivan sobre la tierra” (26). Santo Tomás de Aquino precisa que la plenitud de la santidad pertenece al tiempo escatológico, mientras la Iglesia peregrinante no debe engañarse, afirmando estar libre de pecado: “Que la Iglesia sea gloriosa, sin mancha ni arruga, es la meta final hacia la que tendemos en virtud de la pasión de Cristo. Esto se alcanzará, por tanto, sólo en la patria eterna y no ya durante el peregrinaje; aquí […] nos engañaríamos si dijésemos no tener pecado alguno” (27). En realidad, “aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, con la petición ‘perdona nuestras deudas’, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf. Lc 18,13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su misericordia” (CIC 2839).
Es, por tanto, la Iglesia entera la que, mediante la confesión del pecado de sus hijos, confiesa su fe en Dios y celebra su infinita bondad y capacidad de perdón; gracias al vínculo establecido por el Espíritu Santo, la comunión que existe entre todos los bautizados en el tiempo y en el espacio es tal que en ella cada uno es él mismo, pero al tiempo está condicionado por los otros y ejerce sobre ellos un influjo en el intercambio vital de los bienes espirituales. De este modo, la santidad de los unos influye sobre el crecimiento del bien en los otros, pero también el pecado tiene una relevancia no exclusivamente personal, ya que pesa y opone resistencia en el camino de la salvación de todos; en tal sentido, afecta verdaderamente a la Iglesia en su integridad, a través de la variedad de los tiempos y de los lugares. Esta convicción empuja a los Padres a afirmaciones netas como la de San Ambrosio: “Estemos bien atentos a que nuestra caída no se convierta en una herida de la Iglesia” (28). Ella, por tanto, “aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores” (TMA 33), los de hoy, como los de ayer.
3.4. La maternidad de la Iglesia
La convicción de que la Iglesia pueda hacerse cargo del pecado de sus hijos, en razón de la solidaridad existente entre ellos en el tiempo y en el espacio, gracias a su incorporación a Cristo y a la obra del Espíritu Santo, está expresada de modo particularmente eficaz por la idea de la “Iglesia Madre” (Mater Ecclesia), que “en la concepción protopatrística es el concepto central de toda la aspiración cristiana” (29) la Iglesia, afirma el Vaticano II, “también es hecha Madre por la Palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios” (LG 64). A la amplísima tradición, de la que estas ideas son el eco, da voz por ejemplo Agustín con estas palabras: “Esta madre santa, digna de veneración, la Iglesia, es igual a María: ella da a luz y es virgen, de ella habéis nacido, ella engendra a Cristo, porque vosotros sois los miembros de Cristo” (30). Cipriano de Cartago afirma con nitidez: “No puede tener a Dios por padre, quien no tiene a la Iglesia como madre” (31). Y Paulino de Nola canta así la maternidad de la Iglesia: “En cuanto madre recibe el semen de la Palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y los da a luz” (32).
Según esta visión, la Iglesia se realiza continuamente en el intercambio y en la comunicación del Espíritu del uno al otro de los creyentes, como ambiente generador de fe y de santidad en la comunión fraterna, en la unanimidad orante, en la participación solidaria en la Cruz, en el testimonio común. En razón de esta comunicación vital, cada bautizado puede ser considerado al mismo tiempo hijo de la Iglesia, en cuanto engendrado en ella a la vida divina, e Iglesia Madre, en cuanto coopera con su fe y caridad a engendrar nuevos hijos para Dios; es, en efecto, tanto más Iglesia Madre cuanto mayor es su santidad y más ardiente el esfuerzo por comunicar a los otros el don recibido. Por otra parte, no deja de ser hijo de la Iglesia el bautizado que, a causa del pecado, se separase de ella con el corazón; él podrá acceder siempre de nuevo a las fuentes de la gracia y remover el peso que su culpa hace gravar sobre la entera comunidad de la Iglesia Madre. Ésta, a su vez, en cuanto Madre verdadera, no podrá no quedar herida por el pecado de sus hijos de hoy y de los de ayer, continúa amándolos siempre, hasta el punto de hacerse cargo en todo tiempo del peso producido por sus culpas; en cuanto tal, la Iglesia aparece a los Padres como Madre de dolores, no sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre todo por las traiciones, los fallos, las lentitudes y las contaminaciones de sus hijos.
La santidad y el pecado en la Iglesia se reflejan, por tanto, en sus efectos sobre la Iglesia entera, si bien es convicción de fe que la santidad es más fuerte que el pecado en cuanto fruto de la gracia divina: ¡son su prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como modelo y ayuda para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una especie de simetría o de relación dialéctica; ¡el influjo del mal no podrá vencer jamás la fuerza de la gracia y la irradiación del bien, incluso el más escondido! En este sentido, la Iglesia se reconoce existencialmente santa en sus santos; pero, mientras se alegra de esta santidad y advierte su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en cuanto sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna el peso de las culpas de sus hijos, para cooperar a su superación por el camino de la penitencia y de la novedad de vida. Por ello, la Iglesia santa advierte el deber de “lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable del amor paciente y de la humilde mansedumbre” (TMA 35).
Esto puede hacerse de modo particular por quien, por carisma y ministerio, expresa en la forma más densa la comunión del pueblo de Dios: en nombre de las iglesias locales podrán dar voz a las eventuales confesiones de culpa y peticiones de perdón los pastores respectivos; en nombre de la Iglesia entera, una en el tiempo y en el espacio, podrá pronunciarse aquel que ejerce el ministerio universal de unidad, el Obispo de la Iglesia “que preside en el amor” (33), el Papa. He aquí por qué es particularmente significativo que haya venido propiamente de él la invitación a que “la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos” y reconozca la necesidad de “hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo” (TMA 33,34).
4. JUICIO HISTÓRICO Y JUICIO TEOLÓGICO
La identificación de las culpas del pasado de las que enmendarse implica ante todo un correcto juicio histórico, que sea también en su raíz una valoración teológica. Es necesario preguntarse: ¿qué es lo que realmente ha sucedido?, ¿qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho? Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso, podrá preguntarse si eso que ha sucedido, que se ha dicho o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme con el evangelio, y, en este último caso, si los hijos de la Iglesia que han actuado de tal modo habrían podido darse cuenta a partir del contexto en el que estaban actuando. Solamente cuando se llega a la certeza moral de que cuanto se ha hecho contra el Evangelio por algunos de los hijos de la Iglesia y en su nombre habría podido ser comprendido por ellos como tal, y en consecuencia evitado, puede tener sentido para la Iglesia de hoy hacer enmienda de culpas del pasado.
La relación entre “juicio histórico” y “juicio teológico” resulta por tanto compleja en la misma medida en que es necesaria y determinante. Se requiere, por ello, llevarla a cabo evitando los desvaríos en un sentido y en otro: hay que evitar tanto una apologética que pretenda justificarlo todo, como una culpabilización indebida que se base en la atribución de responsabilidades insostenibles desde el punto de vista histórico. Juan Pablo II ha afirmado respecto a la valoración histórico-teológica de la actuación de la Inquisición: “El Magisterio eclesial no puede evidentemente proponerse la realización de un acto de naturaleza ética, como es la petición de perdón, sin haberse informado previamente de un modo exacto acerca de la situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco apoyarse en las imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, pues se encuentran a menudo sobrecargadas por una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y objetiva… Esa es la razón por la que el primer paso debe consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales no se les pide un juicio de naturaleza ética, que rebasaría el ámbito de sus competencias, sino que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción más precisa posible de los acontecimientos, de las costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz del contexto histórico de la época” (34).
4.1. La interpretación de la historia
¿Cuáles son las condiciones de una correcta interpretación del pasado desde el punto de vista del conocimiento histórico? Para determinarlas hay que tener en cuenta la complejidad de la relación que existe entre el sujeto que interpreta y el pasado objeto de interpretación (35) en primer lugar se debe subrayar la recíproca extrañeza entre ambos. Eventos y palabras del pasado son ante todo “pasados”; en cuanto tales son irreductibles totalmente a las instancias actuales, pues poseen una densidad y una complejidad objetivas, que impiden su utilización únicamente en función de los intereses del presente. Hay que acercarse, por tanto, a ellos mediante una investigación histórico-crítica, orientada a la utilización de todas las informaciones accesibles de cara a la reconstrucción del ambiente, de los modos de pensar, de los condicionamientos y del proceso vital en que se sitúan aquellos eventos y palabras, para cerciorarse así de los contenidos y los desafíos que, precisamente en su diversidad, plantean a nuestro presente.
En segundo lugar, entre el sujeto que interpreta y el objeto interpretado se debe reconocer una cierta mutua pertenencia, sin la cual no podría existir ninguna conexión y ninguna comunicación entre pasado y presente; esta conexión comunicativa está fundada en el hecho de que todo ser humano, de ayer y de hoy, se sitúa en un complejo de relaciones históricas y necesita, para vivirlas, de una mediación lingüística, que siempre está históricamente determinada. ¡Todos pertenecemos a la historia! Poner de manifiesto la mutua pertenencia entre el intérprete y el objeto de la interpretación, que debe ser alcanzado a través de las múltiples formas en las que el pasado ha dejado su testimonio (textos, monumentos, tradiciones…), significa juzgar si son correctas las posibles correspondencias y las eventuales dificultades de comunicación con el presente, puestas de relieve por la propia comprensión de las palabras o de los acontecimientos pasados; ello requiere tener en cuenta las cuestiones que motivan la investigación y su incidencia sobre las respuestas obtenidas, el contexto vital en que se actúa y la comunidad interpretadora, cuyo lenguaje se habla y a la cual se pretenda hablar. Con tal objetivo es necesario hacer la precomprensión refleja y consciente en el mayor grado posible, que de hecho se encuentra siempre incluida en cualquier interpretación, para medir y atemperar su incidencia real en el proceso interpretativo.
Finalmente, entre quien interpreta y el pasado objeto de interpretación se realiza, a través del esfuerzo cognoscitivo y valorativo, una ósmosis (“fusión de horizontes”), en la que consiste propiamente la comprensión. En ella se expresa la que se considera inteligencia correcta de los eventos y de las palabras del pasado; lo que equivale a captar el significado que pueden tener para el intérprete y para su mundo. Gracias a este encuentro de mundos vitales la comprensión del pasado se traduce en su aplicación al presente: el pasado es aprehendido en las potencialidades que descubre, en el estímulo que ofrece para modificar el presente; la memoria se vuelve capaz de suscitar un nuevo futuro.
A una ósmosis fecunda con el pasado se accede merced al entrelazamiento de algunas operaciones hermenéuticas fundamentales, correspondientes a los momentos ya indicados de la extrañeza, de la copertenencia y de la comprensión verdadera y propia. Con relación a un “texto” del pasado, entendido en general como testimonio escrito, oral, monumental o figurativo, estas operaciones pueden ser expresadas del siguiente modo: “1) comprender el texto, 2) juzgar la corrección de la propia inteligencia del texto y 3) expresar la que se considera inteligencia correcta del texto” (36). Captar el testimonio del pasado quiere decir alcanzarlo del mejor modo posible en su objetividad, a través de todas las fuentes de que se pueda disponer, juzgar la corrección de la propia interpretación significa verificar con honestidad y rigor en qué medida pueda haber sido orientada, o en cualquier caso condicionada, por la precomprensión o por los posibles prejuicios del intérprete; expresar la interpretación obtenida significa hacer a los otros partícipes del diálogo establecido con el pasado, sea para verificar su relevancia, sea para exponerse a la confrontación con otras posibles interpretaciones.
4.2. Indagación histórica y valoración teológica
Si estas operaciones están presentes en todo acto hermenéutico, no pueden faltar tampoco en la interpretación en que se integran juicio histórico y juicio teológico; ello exige en primer lugar que en este tipo de interpretación se preste la máxima atención a los elementos de diferenciación y extrañeza entre presente y pasado. En particular, cuando se pretende juzgar posibles culpas del pasado, hay que tener presente que son diversos los tiempos históricos y son diversos los tiempos sociológicos y culturales de la acción eclesial, por lo cual, paradigmas y juicios propios de una sociedad y de una época podrían ser aplicados erróneamente en la valoración de otras fases de la historia, dando origen a no pocos equívocos; son diversas las personas, las instituciones y sus respectivas competencias; son diversos los modos de pensar y los condicionamientos. Hay que precisar, por tanto, las responsabilidades de los acontecimientos y de las palabras dichas, teniendo en cuanta el hecho de que una petición eclesial de perdón compromete al mismo sujeto teológico, la Iglesia, en la variedad de los modos y del grado en que los individuos singulares representan a la comunidad eclesial y en la diversidad de las situaciones históricas y geográficas, con frecuencia muy diferentes entre sí. Debe evitarse cualquier tipo de generalización. Cualquier posible pronunciamiento en la actualidad debe quedar situado y debe ser producido por los sujetos más directamente encausados (Iglesia universal, Episcopados nacionales, Iglesias particulares etc.).
En segundo lugar, la correlación de juicio histórico y juicio teológico debe tener en cuenta el hecho de que, para la interpretación de la fe, la conexión entre pasado y presente no está motivada solamente por los intereses actuales y por la común pertenencia de todo ser humano a la historia y a sus mediaciones expresivas, sino que se fundamenta también en la acción unificante del Espíritu de Dios y en la identidad permanente del principio constitutivo de la comunión de los creyentes, que es la revelación. La Iglesia, por razón de la comunión producida en ella por el Espíritu de Cristo en el tiempo y en el espacio, no puede dejar de reconocerse en su principio sobrenatural, presente y operante en todos los tiempos, como sujeto en cierto modo único, llamado a corresponder al don de Dios en formas y situaciones diversas por medio de las opciones de sus hijos, aun con todas las carencias que puedan haberlas caracterizado. La comunión en el único Espíritu Santo es el fundamento también diacrónico de una comunión de los “santos”, en virtud de la cual los bautizados de hoy se sienten vinculados a los bautizados de ayer y, así como se benefician de sus méritos y se nutren de su testimonio de santidad, igualmente se siente en el deber de asumir el posible peso actual de sus culpas, tras haber hecho un discernimiento atento tanto desde el punto de vista histórico como teológico.
Gracias a este fundamento objetivo y trascendente de la comunión del pueblo de Dios en sus varias situaciones históricas, la interpretación creyente reconoce al pasado de la Iglesia un significado totalmente peculiar para el momento presente: el encuentro con ese pasado, que se produce en el acto de la interpretación, puede revelarse cargado de particulares valencias para el presente, rico en una eficacia “performativa” que no siempre puede calcularse de modo previo. Obviamente el carácter fuertemente unitario del horizonte hermenéutico y del sujeto eclesial interpretante deja más fácilmente expuesta la consideración teológica al riesgo de ceder a lecturas apologéticas o instrumentales; es aquí donde el ejercicio hermenéutico dirigido a aprehender los sucesos y las palabras del pasado y a medir la corrección de su interpretación para el presente se hace más necesario. La lectura creyente se sirve con tal objetivo de todas las aportaciones que puedan ofrecer las ciencias históricas y los métodos de interpretación. El ejercicio de la hermenéutica histórica no deber impedir a la valoración de la fe la interpelación de los textos según su peculiaridad, haciendo, por tanto, que puedan interactuar presente y pasado en la conciencia de la unidad fundamental del sujeto eclesial implicado en ellos. Esto pone en guardia frente a todo historicismo que relativice el peso de las culpas pasadas y que considere que la historia es capaz de justificarlo todo. Como observa Juan Pablo II, “un correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del momento… Pero la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos” (TMA 35). La Iglesia, en resumen, “no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia y está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se han verificado, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas ya las comunidades. Pero es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía la investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción científica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen como respecto a los daños que ella ha padecido”(37). Los ejemplos ofrecidos en el capítulo siguiente lo podrán demostrar de modo concreto.
5. DISCERNIMIENTO ÉTICO
Para que la Iglesia realice un adecuado examen de conciencia histórico delante de Dios, con vistas a la propia renovación interior y al crecimiento en la gracia y en la santidad, es necesario que sepa reconocer las “formas de antitestimonio y de escándalo” que se han presentado en su historia, en particular durante el último milenio. No es posible llevar a cabo una tarea semejante sin ser conscientes de su relevancia moral y espiritual. Ello exige la definición de algunos términos clave, además de la formulación de algunas precisiones necesarias en el plano ético.
5.1. Algunos criterios éticos
En el plano moral la petición de perdón presupone siempre una admisión de responsabilidad, y precisamente de la responsabilidad relativa a una culpa cometida contra otros. La responsabilidad moral normalmente se refiere a la relación entre la acción y la persona que la realiza; establece la pertenencia de un acto, su atribución, a una persona o a varias personas concretas. La responsabilidad puede ser objetiva o subjetiva: la primera se refiere al valor moral del acto en sí mismo en cuanto bueno o malo, y por tanto a la imputabilidad de la acción; la segunda se refiere a la percepción efectiva por parte de la conciencia individual, de la bondad o malicia del acto realizado. La responsabilidad subjetiva cesa con la muerte de quien ha realizado el acto: no se transmite por generación, por lo que los descendientes no heredan la responsabilidad (subjetiva) de los actos de sus antepasados. En tal sentido, pedir perdón presupone una contemporaneidad entre aquellos que son ofendidos por una acción y aquellos que la han realizado. La única responsabilidad capaz de continuar en la historia puede ser la de tipo objetivo, a la cual se puede prestar o no una adhesión subjetiva en cualquier momento de modo libre. Así, el mal cometido sobrevive muchas veces a quien lo ha realizado a través de las consecuencias de los comportamientos, que pueden convertirse en un pesado fardo sobre la conciencia y la memoria de los descendientes.
En tal contexto se puede hablar de una solidaridad que une el pasado y el presente en una relación de reciprocidad. En ciertas situaciones el peso que cae sobre la conciencia puede ser tan pesado que constituye una especie de memoria moral y religiosa del mal cometido, que es por su naturaleza una memoria común: esta da testimonio de modo elocuente de la solidaridad objetivamente existente entre quienes han hecho el mal en el pasado y sus herederos en el presente. Es entonces cuando resulta posible hablar de una responsabilidad común objetiva. Del peso de tal responsabilidad se nos libera ante todo implorando el perdón de Dios por las culpas del pasado, y por tanto, cuando se da el caso, a través de la “purificación de la memoria”, que culmina en el perdón recíproco de los pecados y de las ofensas en el presente.
Purificar la memoria significa eliminar de la conciencia personal y común todas las formas de resentimiento y de violencia que la herencia del pasado haya dejado, sobre la base de un juicio histórico-teológico nuevo y riguroso, que funda un posterior comportamiento moral renovado. Esto sucede cada vez que se llega a atribuir a los hechos históricos pasados una cualidad diversa, que comporta una incidencia nueva y diversa sobre el presente con vistas al crecimiento de la reconciliación en la verdad, en la justicia y en la caridad entre los seres humanos y en particular entre la Iglesia y las diversas comunidades religiosas, culturales o civiles con las que entra en relación. Modelos emblemáticos de esta incidencia que puede tener un posterior juicio interpretativo autorizado sobre la vida entera de la Iglesia son la recepción de los concilios, o actos como la abolición de los anatemas recíprocos, que expresan una nueva cualificación de la historia pasada en condiciones de producir una caracterización distinta de las relaciones vividas en el presente. La memoria de la división y de la contraposición queda purificada y es sustituida por una memoria reconciliada, a la cual son invitados a abrirse y a educarse todos en la Iglesia.
La combinación de juicio histórico y juicio teológico en el proceso interpretativo del pasado queda unida aquí a las repercusiones éticas que puede tener en el presente, y que implican algunos principios, correspondientes en el plano moral a la fundación hermenéutica de la relación entre juicio histórico y juicio teológico. Estos principios son:
a) El principio de conciencia. La conciencia, tanto como “juicio moral” cuanto como “imperativo moral”, constituye la valoración última de un acto en relación con su bondad o maldad ante Dios. En efecto, tan sólo Dios conoce el valor moral de cada acto humano, aun cuando la Iglesia, como Jesús, pueda y deba clasificar, juzgar y en ocasiones condenar algunos tipos de comportamiento (cf. Mt 18,15-18).
b) El principio de historicidad. Precisamente en cuanto cada acto humano pertenece a quien lo hace, cada conciencia individual y cada sociedad elige y actúa en el interior de un determinado horizonte de tiempo y espacio. Para comprender de verdad los actos humanos y los dinamismos a ellos unidos, deberemos entrar, por tanto, en el mundo propio de quienes los han realizado; solamente así podremos llegar a conocer sus motivaciones y sus principios morales. Y esto se afirma sin perjuicio de la solidaridad que vincula a los miembros de una específica comunidad en el discurrir del tiempo.
c) El principio de cambio de “paradigma”. Mientras que antes de la llegada del Iluminismo existía una especie de ósmosis entre Iglesia y Estado, entre fe y cultura, moralidad y ley, a partir del siglo XVIII esta relación ha quedado notablemente modificada. El resultado es una transición de una sociedad sacral a una sociedad pluralista o, como ha sucedido en algunos casos, a una sociedad secular; los modelos de pensamiento y de acción, los llamados “paradigmas” de acción y de valoración, van cambiando. Semejante transición tiene un impacto directo sobre los juicios morales, aun cuando este influjo no justifica en modo alguno una idea relativista de los principios morales o de la naturaleza de la misma moralidad.
El proceso entero de la purificación de la memoria, en cuanto exige la correcta combinación de valoración histórica y de mirada teológica, ha de ser vivido por parte de los hijos de la Iglesia no sólo con el rigor que tiene en cuenta de modo preciso los criterios y los principios indicados, sino también con una continua invocación de la asistencia del Espíritu Santo, para no caer en el resentimiento o en la autoflagelación y llegar más bien a la confesión del Dios cuya “misericordia va de generación en generación” (Lc 1,50), que quiere la vida y no la muerte, el perdón y no la condena, el amor y no el temor. En este punto se debe poner igualmente en evidencia el carácter de ejemplaridad que la honesta admisión de las culpas pasadas puede ejercer sobre las mentalidades en la Iglesia y en la sociedad civil, reclamando un compromiso renovado de obediencia a la Verdad y de respeto consiguiente hacia la dignidad y los derechos de los otros, especialmente de los más débiles. En tal sentido, las numerosas peticiones de perdón formuladas por Juan Pablo II constituyen un ejemplo que pone en evidencia un bien y estimula a su imitación, reclamando de los individuos y de los pueblos un examen de conciencia honesto y fructuoso, que abra caminos de reconciliación.
A la luz de estas clarificaciones en el plano ético se pueden ahora profundizar algunos ejemplos, entre los cuales se encuentran los mencionados en la Tertio millennio adveniente (cf. n. 34-3 6), en los que el comportamiento de los hijos de la Iglesia parece haber estado en contradicción con el Evangelio de Jesucristo de un modo significativo.
5.2. La división de los cristianos
La unidad es la ley de la vida del Dios trinitario revelado al mundo por el Hijo (cf. Jn 17,21), el cual, en la fuerza del Espíritu Santo, amando hasta el extremo (Jn 13,1), hace participar de esta vida a los suyos. Esta unidad deber ser la fuente y la forma de la comunión de vida de la humanidad con el Dios trino. Si los cristianos viven esta ley de amor mutuo, de modo que sean uno “como el Padre y el Hijo son uno”, se conseguir que “el mundo crea que el Hijo ha sido enviado por el Padre” (Jn 17,21) y que “todos sepan que ellos son mis discípulos” (Jn 13,35). Desgraciadamente no ha sucedido así, particularmente en este milenio que llega a su fin, en el cual han aparecido entre los cristianos grandes divisiones, en abierta contradicción con la voluntad expresa de Cristo, como si Él mismo hubiese sido dividido (cf. 1 Cor 1,13). El Concilio Vaticano II juzga este hecho con las siguientes palabras: “Tal división contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la santísima causa de la predicación del Evangelio a toda criatura” (UR 1).
Las principales escisiones que durante el pasado milenio “han afectado a la túnica inconsútil de Cristo” (38) son el cisma entre las Iglesias de Oriente y de Occidente al comienzo de este milenio y, en Occidente, cuatro siglos más tarde, la laceración causada por aquellos acontecimientos “que reciben comúnmente el nombre de Reforma” (UR 13). Es verdad que “estas diversas divisiones difieren mucho entre sí, no sólo por razón de su origen, lugar y tiempo, sino, sobre todo, por la naturaleza y gravedad de las cuestiones relativas a la fe y a la estructura eclesiástica” (UR 13). En el cisma del siglo XI jugaron un papel importante factores de carácter social e histórico, mientras que el aspecto doctrinal se refería a la autoridad de la Iglesia y al Obispo de Roma, una materia que en aquel momento no había alcanzado la claridad con la que se presenta hoy gracias al desarrollo doctrinal de este milenio. Con la Reforma, por el contrario, fueron objeto de controversia otros campos de la revelación y de la doctrina.
La vía que se ha abierto para superar estas diferencias es la del diálogo doctrinal animado por el amor mutuo. Común a ambas laceraciones parece haber sido la falta de amor sobrenatural, de agape. Desde el momento en que esta caridad es el mandamiento supremo del Evangelio, sin el cual todo lo demás es solamente “bronce que resuena o címbalo que retiñe” (1 Cor 13,1), una carencia semejante ha de ser considerada con toda seriedad delante del Resucitado, Señor de la Iglesia y de la historia. Basándose en e! reconocimiento de esta carencia, el Papa Pablo VI ha pedido perdón a Dios ya los “hermanos separados que se sintiesen ofendidos “por nosotros” (La Iglesia Católica) (39).
En 1965, en el clima producido por el Concilio Vaticano II, el Patriarca Atenágoras en su diálogo con Pablo VI puso de relieve el tema de la restauración (apokatastasis) del amor mutuo, esencial después de una historia tan cargada de contraposiciones, de desconfianza recíproca y de antagonismos (40). Lo que estaba en juego era un pasado que aún ejercía su influencia a través de la memoria: los acontecimientos de 1965 (culminados el 7 de diciembre de 1965 con la supresión de los anatemas de 1054 entre Oriente y Occidente) representan una confesión de la culpa contenida en la precedente exclusión recíproca, capaz de purificar la memoria y de generar una nueva. El fundamento de esta nueva memoria no puede ser más que el amor reciproco o, mejor, el compromiso renovado para vivirlo. Este es el mandamiento ante omnia (1 Pe 4,8) para la Iglesia, en Oriente como en Occidente. De este modo la memoria libera de la prisión del pasado e invita a católicos y a ortodoxos, como también a católicos y protestantes, a ser los arquitectos de un futuro más conforme al mandamiento nuevo. En este sentido resulta ejemplar el testimonio que han prestado a esta nueva memoria el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras.
Particularmente relevante en relación con el camino hacia la unidad puede resultar la tentación a dejarse guiar, o hasta determinar, por factores culturales, por condicionamientos históricos o por prejuicios que alimentan la separación y la desconfianza recíproca entre cristianos, aunque nada tengan que ver con las cuestiones de fe. Los hijos de la Iglesia deben examinar su conciencia con seriedad para ver si están activamente comprometidos en la obediencia al imperativo de la unidad y viven la “conversión interior”, “porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la abnegación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad” (UR 7). En el período transcurrido desde la conclusión del Concilio hasta hoy la resistencia a su mensaje ciertamente ha entristecido al Espíritu de Dios (Ef 4,30). En la medida en que algunos católicos se complacen en permanecer ligados a las separaciones del pasado, sin hacer nada por remover los obstáculos que impiden la unidad, se podría hablar justamente de solidaridad en el pecado de la división (1 Cor 1,10-16). En tal contexto pueden recordarse las palabras del Decreto sobre el Ecumenismo: “Humildemente pedimos perdón a Dios y a los hermanos separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos hayan ofendido” (UR 7).
5.3. El uso de la violencia al servicio de la verdad
Al antitestimonio de la división entre los cristianos hay que añadir el de las ocasiones en que durante el pasado milenio se han utilizado medios dudosos para conseguir fines buenos, como la predicación del Evangelio y la defensa de la unidad de la fe: “Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia y hasta de violencia en el servicio a la verdad” (TMA 35). Se refiere con ello a las formas de evangelización que han empleado instrumentos impropios para anunciar la verdad revelada o no han realizado un discernimiento evangélico adecuado a los valores culturales de los pueblos o no han respetado las conciencias de las personas a las que se presentaba la fe, e igualmente a las formas de violencia ejercidas en la represión y corrección de los errores.
Una atención análoga hay que prestar a las posibles omisiones de que se hayan hecho responsables los hijos de la Iglesia, en las más diversas situaciones de la historia, respecto a la denuncia de injusticias y de violencias: “Está también la falta de discernimiento de no pocos cristianos respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales. La petición de perdón vale por todo aquello que se ha omitido o callado a causa de la debilidad o de una valoración equivocada, por lo que se ha hecho o dicho de modo indeciso o poco idóneo” (41).
Como siempre, resulta decisivo establecer la verdad histórica mediante la investigación histórico-crítica. Una vez establecidos los hechos, ser necesario evaluar su valor espiritual y moral e igualmente su significado objetivo. Solamente así ser posible evitar cualquier tipo de memoria mítica y acceder a una adecuada memoria crítica, capaz, a la luz de la fe, de producir frutos de conversión y de renovación: “De aquellos rasgos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe empujar a todo cristiano a afianzarse en el principio áureo fijado por el Concilio: ‘La verdad no se impone más que por la fuerza de la verdad misma, que penetra en las mentes de modo suave y a la vez con vigor'” (TMA 35; DH 1).
5.4. Cristianos y hebreos
Uno de los campos que requiere un examen de conciencia particular es la relación entre cristianos y hebreos (42). “La relación de la Iglesia con el pueblo hebreo es diversa de la que condivide con cualquier otra religión” (43). Y, sin embargo, “la historia de las relaciones entre hebreos y cristianos es una historia atormentada […] En efecto, el balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido más bien negativo” (44). La hostilidad o la desconfianza de numerosos cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es un hecho histórico doloroso y es causa de profunda amargura para los cristianos conscientes del hecho de que “Jesús era descendiente de David; de que del pueblo hebreo nacieron la Virgen María y los Apóstoles; de que la Iglesia recibe su sustento de las raíces de aquel buen olivo al que están unidos las ramas del olivo selvático de los gentiles (cf. Rom 11,17-24); de que los hebreos son nuestros hermanos queridos y amados, y de que, en cierto sentido, son verdaderamente ‘nuestros hermanos mayores'” (45).
La Shoah fue ciertamente el resultado de una ideología pagana, como era el nazismo, animada por un antisemitismo despiadado, que no sólo despreciaba la fe, sino que negaba hasta la misma dignidad humana del pueblo hebreo. No obstante, “hay que preguntarse si la persecución del nazismo respecto a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de algunos cristianos […] ¿Ofrecieron los cristianos toda la asistencia posible a los perseguidos, en particular a los hebreos?” (46). Hubo sin duda muchos cristianos que arriesgaron su vida para salvar y ayudar a sus conocidos hebreos. Pero parece igualmente verdad que “junto a tales hombres y mujeres valerosos, la resistencia espiritual y la acción cristiana de otros cristianos no fue la que se hubiera debido esperar de discípulos de Cristo” (47). Este hecho constituye una apelación a la conciencia de todos los cristianos de hoy, capaz de exigir “un acto de arrepentimiento (teshuva)” (48) y de convertirse en acicate para redoblar los esfuerzos por ser “transformados mediante la renovación de la mente” (Rom 12,2) y por mantener una memoria moral y religiosa” de la herida infligida a los hebreos. En este campo lo mucho que ya se ha hecho podrá ser confirmado y profundizado.
5.5. Nuestra responsabilidad por los males de hoy
“La época actual, junto a muchas luces, presenta también no pocas sombras” (TMA 36). En primer plano puede señalarse entre éstas el fenómeno de la negación de Dios en sus múltiples formas. Lo que llama especialmente la atención es que esta negación, especialmente en sus aspectos más teóricos, es un proceso que ha emergido en el mundo occidental. Unida al eclipse de Dios se encuentra además una serie de fenómenos negativos como la indiferencia religiosa, la difusa falta del sentido trascendente de la vida humana, un clima de secularismo y de relativismo ético, la negación del derecho a la vida del niño no nacido, incluso sancionada en las legislaciones abortistas, y una amplía indiferencia respecto al grito de los pobres en amplios sectores de la familia humana.
La cuestión inquietante que hay que plantear es en qué medida los creyentes mismos han sido responsables de estas formas de ateísmo, teórico y práctico. La Gaudium et spes responde con palabras cuidadosamente elegidas: “En este campo también los mismos creyentes tienen muchas veces alguna responsabilidad. Pues el ateísmo, considerado en su integridad, no es un fenómeno originario, sino más bien un fenómeno surgido de diferentes causas, entre las que se encuentra también una reacción crítica contra las religiones y, ciertamente, en no pocos países contra la religión cristiana. Por ello, en esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña” (n. 19).
Desde el momento en que el rostro auténtico de Dios ha sido revelado en Jesucristo, a los cristianos se les ofrece la gracia inconmensurable de conocer este Rostro; los cristianos, sin embargo, tienen también la responsabilidad de vivir de tal modo que manifiesten a los otros el verdadero Rostro del Dios vivo. Ellos están llamados a irradiar al mundo la verdad de que “Dios es amor (agape)” (1 Jn 4,8.16). Porque Dios es amor, es también Trinidad de Personas, cuya vida consiste en su infinita y recíproca comunicación en el amor. De ello se deduce que el mejor camino para que los cristianos irradien la verdad del Dios amor es el amor mutuo: “En esto conocer n todos que sois discípulos míos: si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13,35). Y esto hasta el punto de poder afirmar que frecuentemente los cristianos “por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo” (GS 19).
Hay que destacar, finalmente, que mencionar estas culpas de los cristianos no es tan sólo confesarlas a Cristo Salvador, sino también alabar al Señor de la historia por el amor misericordioso. Efectivamente, los cristianos no creen sólo en la existencia del pecado sino también y sobre todo en el “perdón de los pecados”. Además recordar estas culpas quiere decir también aceptar nuestra solidaridad con quienes en el bien y en el mal nos han precedido en el camino de la verdad, ofrecer al presente un fuerte motivo de conversión a las exigencias del Evangelio, y poner un necesario preludio a la petición de perdón a Dios, que abre el camino a la reconciliación mutua.
6. PERSPECTIVAS PASTORALES Y MISIONERAS
A la luz de las consideraciones hechas, es posible preguntarse ahora: ¿cuáles son los objetivos pastorales, en vista de los cuales la Iglesia se hace cargo de las culpas cometidas en el pasado por sus hijos en su nombre y hace propósito de la enmienda? ¿Cuáles las implicaciones en la vida del pueblo de Dios? ¿Y cuáles las resonancias respecto a la misión de la Iglesia y a su diálogo con las diversas culturas y religiones?
6.1. Las finalidades pastorales
Entre las múltiples finalidades pastorales del reconocimiento de las culpas del pasado se pueden poner de manifiesto las siguientes:
– En primer lugar estos actos tienden a la purificación de la memoria, que, como se ha dicho, es el proceso de una valoración renovada del pasado, capaz de incidir en no pequeña medida en el presente, ya que los pecados pasados hacen sentir todavía su peso y permanecen como posibles tentaciones también en la actualidad. Sobre todo si ha madurado en el diálogo y en la búsqueda paciente de reciprocidad con quien pudiera sentirse ofendido por sucesos o palabras del pasado, la remoción de la memoria personal y común de cualquier causa de posible resentimiento por el mal padecido, y de todo influjo negativo de aquel hecho del pasado, puede contribuir a hacer crecer la comunidad eclesial en la santidad, por medio de la reconciliación y de la paz en la obediencia a la Verdad. “Reconocer los fracasos de ayer, subraya el Papa, es acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy” (TMA 33). Es bueno para tal fin que la memoria de la culpa incluya todas las posibles faltas cometidas, aunque solamente algunas de ellas sean hoy mencionadas de modo frecuente. En cualquier caso, nunca se puede olvidar el precio que tantos cristianos han pagado por su fidelidad al Evangelio y al servicio del prójimo en la caridad (49).
– Una segunda finalidad pastoral, estrictamente unida a la anterior, puede ser reconocida en la promoción de la perenne reforma del pueblo de Dios, “de modo que si algunas cosas, sea en las costumbres o en la disciplina eclesiástica, y asimismo en el modo de exponer la doctrina, lo cual debe ser cuidadosamente distinguido del depósito mismo de la fe, han sido observadas de modo menos cuidadoso, según las circunstancias de hecho o de tiempo, sean oportunamente colocadas en el orden justo y debido” (50). Todos los bautizados están llamados a “examinar su fidelidad a la voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es su obligación, a emprender con vigor la obra de renovación y de reforma” (51). El criterio de la verdadera reforma y de la auténtica renovación no puede ser más que la fidelidad a la voluntad de Dios respecto a su pueblo (52), lo que implica un esfuerzo sincero para liberarse de todo lo que aleja de ella, ya se trate de culpas presentes o se refiera a la herencia del pasado.
– Una finalidad ulterior puede verse en el testimonio que de este modo rinde la iglesia al Dios de la misericordia y a su voluntad que libera y salva, a partir de la experiencia que ella ha hecho y hace de El en la historia, y en el servicio que de este modo desarrolla en relación con la humanidad, para contribuir a superar los males del presente. Juan Pablo II afirma que “un serio examen de conciencia ha sido auspiciado por numerosos cardenales y obispos sobre todo para la Iglesia del presente. A las puertas del nuevo milenio los cristianos deben ponerse humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las responsabilidades que también ellos tienen en relación con los males de nuestro tiempo” (TMA 36) y para contribuir, en consecuencia, a su superación en la obediencia al esplendor de la Verdad salvífica.
6.2. Las implicaciones eclesiales
¿Qué implicaciones tiene un acto eclesial de petición de perdón en la vida de la misma Iglesia? Son varios los aspectos que emergen:
– Ante todo hay que tener en cuenta los procesos diversificados de recepción de los gestos de arrepentimiento eclesial, ya que varían en función de los contextos religiosos, culturales, políticos, sociales, personales etc. A esta luz se debe considerar el hecho de que acontecimientos o palabras ligadas a una historia contextualizada no tienen necesariamente un alcance universal y, viceversa, que hechos condicionados por una determinada perspectiva teológica y pastoral han implicado consecuencias de gran peso para la difusión del Evangelio (piénsese, por ejemplo, en los diversos modelos históricos de la teología de la misión). Además, hay que evaluar la relación entre los beneficios espirituales y los posibles costes de tales actos, también teniendo en cuenta los acentos indebidos que los “medios” pueden dar a algunos aspectos de los pronunciamientos eclesiales; siempre se ha de tener en cuenta la advertencia del apóstol Pablo para acoger, considerar y sostener con prudencia y amor a los “débiles en la fe” (cf. Rom 14,1). En particular, hay que prestar atención a la historia, a la identidad y a los contextos de las Iglesias orientales y de las Iglesias que actúan en continentes o países donde la presencia cristiana es ampliamente minoritaria.
– Se debe precisar el sujeto adecuado que debe pronunciarse respecto a culpas pasadas, sea que se trate de Pastores locales, considerados personal o colegialmente, sea que se trate del Pastor universal, el Obispo de Roma. En esta perspectiva es oportuno tener en cuenta, al reconocer las culpas pasadas e indicar los referentes actuales que mejor podrían hacerse cargo de ellas, la distinción entre magisterio y autoridad en la Iglesia: no todo acto de autoridad tiene valor de magisterio, por lo que un comportamiento contrario al Evangelio, de una o más personas revestidas de autoridad, no lleva de por sí una implicación del carisma magisterial, asegurado por el Señor a los pastores de la Iglesia, y no requiere por tanto ningún acto magisterial de reparación.
– Hay que subrayar que el destinatario de toda posible petición de perdón es Dios, y que eventuales destinatarios humanos, sobre todo si son colectivos, en el interior o fuera de la comunidad eclesial, deben ser identificados con adecuado discernimiento histórico y teológico, sea para realizar actos de reparación convenientes, sea para testimoniar ante ellos la buena voluntad y el amor a la verdad por parte de los hijos de la Iglesia. Ello se podrá lograr tanto mejor cuanto mayor sea el diálogo y la reciprocidad entre las partes en causa en un hipotético camino de reconciliación, vinculado al reconocimiento de las culpas y al arrepentimiento por ellas, sin ignorar que la reciprocidad, a veces imposible a causa de las convicciones religiosas del interlocutor, no puede ser considerada condición indispensable y que la gratuidad del amor se expresa a menudo en una iniciativa unilateral.
– Los posibles gestos de reparación están ligados al reconocimiento de una responsabilidad que se prolonga en el tiempo y que podrán tener tanto un carácter simbólico-profético como un valor de reconciliación efectiva (por ejemplo, entre los cristianos divididos). También en la definición de estos actos es de desear una búsqueda común con los posibles destinatarios, escuchando las legítimas reclamaciones que puedan presentar.
– En el plano pedagógico se debe evitar la perpetuación de imágenes negativas del otro, e igualmente la puesta en marcha de procesos de autoculpabilización indebida, subrayando cómo el hacerse cargo de culpas pasadas es para el que cree una especie de participación en el misterio de Cristo crucificado y resucitado, que ha cargado con las culpas de todos. Esta perspectiva pascual se revela particularmente adecuada para producir frutos de liberación, de reconciliación y de alegría para todos aquellos que con fe viva están implicados en la petición de perdón, sea como sujetos o como destinatarios.
6.3. Las implicaciones en el plano del diálogo y de la misión
Las implicaciones previsibles en el plano del diálogo y de la misión, como consecuencia de un reconocimiento eclesial de las culpas del pasado, son diversas:
– En el plano misionero hay que evitar ante todo que tales actos contribuyan a disminuir el impulso de la evangelización mediante la exasperación de los aspectos negativos. No obstante, se debe tener en cuenta el hecho de que estos mismos actos podrán hacer crecer la credibilidad del mensaje, en cuanto nacen de la obediencia a la verdad y tienden a frutos efectivos de reconciliación. En particular, los misioneros “ad gentes” tendrán cuidado en contextualizar la propuesta de estos temas de modo conforme a la efectiva capacidad de recepción en los ambientes en que actúan (por ejemplo, determinados aspectos de la historia de la Iglesia en Europa podrán resultar poco significativos para muchos pueblos no europeos).
– En el plano ecuménico la finalidad de posibles actos eclesiales de arrepentimiento no puede ser otra que la unidad querida por el Señor. En esta perspectiva es aún más de desear que sean realizados en reciprocidad, aun cuando a veces gestos proféticos puedan exigir una iniciativa unilateral y absolutamente gratuita.
– En el plano interreligioso es oportuno poner de relieve cómo para los creyentes en Cristo el reconocimiento de las culpas pasadas por parte de la Iglesia es conforme a las exigencias de la fidelidad al Evangelio y, por tanto, constituye un luminoso testimonio de su fe en la verdad y en la misericordia del Dios revelado por Jesús. Lo que hay que evitar es que actos semejantes sean interpretados equivocadamente como confirmaciones de posibles prejuicios respecto al cristianismo. Sería deseable, por otra parte, que estos actos de arrepentimiento estimulasen también a los fieles de otras religiones a reconocer las culpas de su propio pasado. Como la historia de la humanidad está llena de violencias, genocidios, violaciones de los derechos humanos y de los derechos de los pueblos, explotación de los débiles y divinización de los poderosos, del mismo modo la historia de las religiones está revestida de intolerancia, superstición, connivencia con poderes injustos y negación de la dignidad y libertad de las conciencias. ¡Los cristianos no han sido una excepción y son conscientes de cuán pecadores son todos ante Dios!
– En el diálogo con las culturas se debe tener presente ante todo la complejidad y la pluralidad de las mentalidades con que se dialoga, respecto a la idea de arrepentimiento y de perdón. En todos los casos el hecho de cargar por parte de la Iglesia con las culpas pasadas debe ser iluminado a la luz del mensaje evangélico y en particular de la presentación del Señor crucificado, revelación de la misericordia y fuente de perdón, además de la peculiar naturaleza de la comunión eclesial, una en el tiempo y en el espacio. Allí donde una cultura fuese totalmente ajena a la idea de una petición de perdón, deben ser presentadas de modo oportuno las razones teológicas y espirituales que motivan este acto a partir del mensaje cristiano y debe ser tenido en cuenta su carácter crítico-profético. Donde haya que confrontarse con el prejuicio de una actitud de indiferencia hacia la palabra de la fe, se debe tener en cuenta un doble posible efecto de estos actos de arrepentimiento eclesial: si, por una parte, pueden confirmar prejuicios negativos o actitudes de desprecio y de hostilidad, de otra parte participan de la misteriosa atracción característica del “Dios crucificado” (53). Además hay que tener en cuenta el hecho de que, en el actual contexto cultural, sobre todo en Occidente, la invitación a la purificación de la memoria implica un compromiso común a creyentes y no creyentes. Ya este trabajo común constituye un testimonio positivo de docilidad a la verdad.
– Con relación a la sociedad civil se debe considerar la diferencia que existe entre la Iglesia, misterio de gracia, y cualquier sociedad temporal, pero tampoco se debe olvidar el carácter de ejemplaridad que la petición eclesial de perdón puede presentar y el estímulo consiguiente que puede ofrecer de cara a realizar pasos análogos de purificación de la memoria y de reconciliación en las más diversas situaciones en las que se podría reconocer su urgencia. Afirma Juan Pablo II: “La petición de perdón […] se refiere en primer lugar a la vida de la Iglesia, su misión de anunciar la salvación, su testimonio de Cristo, su compromiso por la unidad, en una palabra, la coherencia que debe caracterizar la existencia cristiana. Pero la luz y la fuerza del Evangelio, de que vive la Iglesia, tienen la capacidad de iluminar y sostener, como por sobreabundancia, las opciones y las acciones de la sociedad civil, en el pleno respeto de su autonomía […] En los umbrales del tercer milenio es legítimo esperar que los responsables políticos y los pueblos, sobre todo los que se encuentran inmersos en conflictos dramáticos, alimentados por el odio y por el recuerdo de heridas muchas veces antiguas, se dejen guiar por el espíritu de perdón y de reconciliación testimoniado por la Iglesia y se esfuercen por resolver los contrastes mediante un diálogo leal y abierto” (54).
CONCLUSIÓN
Como conclusión de las reflexiones desarrolladas conviene poner una vez más de relieve que en todas las formas de arrepentimiento por las culpas del pasado, y en cada uno de los gestos conectados con ellas, la Iglesia se dirige ante todo a Dios y tiende a glorificarlo a El y su misericordia. Precisamente así sabe que celebra también la dignidad de la persona humana llamada a la plenitud de la vida en la alianza fiel con el Dios vivo: “La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios” (55). Actuando de este modo la Iglesia da testimonio también de su confianza en la fuerza de la Verdad que hace libres (cf. Jn 8,32): “su petición de perdón no debe ser entendida como ostentación de humildad ficticia, ni como retractación de su historia bimilenaria, ciertamente rica en méritos en el terreno de la caridad, de la cultura y de la santidad. Responde más bien a una exigencia de verdad irrenunciable, que, junto a los aspectos positivos, reconoce los limites y las debilidades humanas de las sucesivas generaciones de discípulos de Cristo” (56). La Verdad reconocida es fuente de reconciliación y de paz porque, como afirma el mismo Papa, “el amor de la verdad, buscada con humildad, es uno de los grandes valores capaces de reunir a los hombres de hoy a través de las diversas culturas” (57). También por su responsabilidad hacia la Verdad la Iglesia “no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía” (TMA 33). Ello abre para todos un mañana nuevo.
Fuente: Comisión Teológica Internacional
NOTAS
(1) IM 11. Ya en numerosas ocasiones, pero particularmente en el número 33 de la Carta apostólica Tertio millennio adveniente, el Papa había indicado a la Iglesia el camino por recorrer para purificar la propia memoria respecto a las culpas del pasado y dar ejemplo de arrepentimiento a los individuos y a la sociedad civil.
(2) Cf. Extravagantes communes, lib. V, tít. IX, c. 1 (A. FRIEDBERG, Corpus iuris canonici, t. 11, c.1304).
(3) Cf. BENEDiCTO XIV, EpistolaSalutis nostrae, 304-1774, pr. 2. LEÓN XII, Epístola Quodhoc ineunte, 24-5-1824, p r. 2, habla del “año de expiación, de perdón y de redención, de gracia, de remisión y de indulgencia”.
(4) En este sentido se mueve la definición de la indulgencia que Clemente VI da al instituir, en 1343, la periodicidad del jubileo cada cincuenta años. Clemente VI ve en el jubileo eclesial “el cumplimiento espiritual” del ‘jubileo de remisión y de alegría” del Antiguo Testamento (Lev 25).
(5) “Cada uno de nosotros debe examinar en qué ha caído y examinarse él mismo con más rigurosidad de la que será examinado por Dios en el día de su cólera”, en: Deutsche Reichstagsakten (Gotha 1893) n. serie, III 390-399.
(6) LG 8; cf. UR 6: “La Iglesia, peregrinante en el camino, está llamada por Cristo a esta reforma continua, de la que ella, en cuanto institución humana y terrena, necesita permanentemente”.
(7) Cf. PABLO VI, Carta apostólica Apostolorum limina, 23-5-1974 (Enchiridion Yaticanum 5,305).
(8) PABLO VI, Exhortación apostólica Paterna cum benevolent4 8-12-1974 (Enchiridion Vatícanum 5,526-553).
(9) Cf. UUS 88: “Por aquello de lo que somos responsables, imploro perdón”.
(10) Por ejemplo, el Papa “pide perdón, en nombre de todos los católicos, por los comportamientos ofensivos para con los no católicos en el curso de la historia”, entre los moravios (cf. canonización de Jan Sarkander, en la República Checa, 21-5-1995). Ha deseado llevar a cabo “un acto de expiación” y pedir perdón a los indios de América Latina y a los africanos deportados como esclavos (Mensaje a los indios de América, Santo Domingo, 13-10-1992, y Discurso en la Audiencia general del 21.10-1992). Ya diez años antes había pedido perdón a los africanos por la trata de negros (Discurso en Yaoundé, 13-8-1985).
(11) cf. n.33-36.
(12) Este último aspecto aflora en la TMA sólo en el n. 33, allí donde se dice que la Iglesia reconoce como suyos a los propios hijos pecadores “delante de Dios y delante de los hombres”.
(13) Cf. Mt 13,24-30.36-43; SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 35: CCL 47,33; XI, 1: CCL 48,321; XIX, 26: CCL 48, 696.
(14) Sobre los diversos métodos de lectura de la Sagrada Escritura, cf. el documento de la Pontificia Comisión Bíblica La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993).
(15) A esta serie pueden referirse como ejemplos: Dt 1,41 (la generación del desierto reconoce haber pecado rechazando avanzar para entrar en la tierra prometida); Jue 10,10. 12 (en el tiempo de los Jueces el pueblo dice por dos veces “hemos pecado” contra el Señor, refiriéndose al haber servido a los baales); 1 Sam 7,6 (el pueblo del tiempo de Samuel afirma: “¡Hemos pecado contra el Señor!”); Núm 21,7 (este texto se distingue por el hecho de que el pueblo de la generación mosaica admite que, al lamentarse respecto a la comida, se ha hecho culpable de “pecado” por haber hablado contra el Señor y también contra su guía humano, Moisés); 1 5am 12,19 (los israelitas de la época de Samuel reconocen que, al pedir tener un rey, han añadido éste “a todos sus pecados”); Esd lO, 13 (el pueblo reconoce ante Esdras haber “pecado en esta materia” grandemente, casándose con mujeres extranjeras); Sal 65,2-2; 90,8; 103,10(107,10-11.7); Is 59,9-lS; 64,5-9; Jer 8,14; 14,7; Lam 1,14.1 8a.22 (“Yo” personificación de Jerusalén); 3,42 (4,13); Bar 4, 12-13 (Sión evoca las culpas de sus hijos que han conducido a la devastación); Ez 33,10; Miq 7,9 (“Yo”). 18-19.
(16) Por ejemplo: Éx 9,27 (el faraón dice a Moisés y a Aarón: “Esta vez he pecado, el Señor tienen razón; yo y mi pueblo somos culpables”); 34,9 (Moisés invoca: “Perdona nuestra culpa y nuestro pecado”); Lev 16,21 (el sumo sacerdote confiesa los pecados del pueblo sobre la cabeza del “chivo expiatorio” el día de la expiación); Éx 32,11- 13 (cf. Dt 9,26-29: Moisés); 32,31 (Moisés); 1 Re 8,33ss (cf. 2 Crón 6,22s: Salomón reza para que Dios perdone eventuales pecados futuros del pueblo); 2 Crón 28,13 (los jefes de los israelitas afirman: “Nuestra culpa es grande”); Esd 10,2 (Sekanías dice a Esdras: “Nosotros hemos sido infieles hacia nuestro Dios, casándonos con mujeres extranjeras”); Neh 1, 5-11 (Nehemías confiesa los pecados cometidos por el pueblo de Israel, por sí mismo y por la casa de su padre); Est 4,1 7n (Ester confiesa: “Hemos pecado contra ti y nos has entregado en las manos de nuestros enemigos por haber dado gloria a sus dioses”); 2 Mac 7,18.32 (los mártires judíos afirman que están sufriendo a causa de “nuestros pecados” contra Dios).
(17) Entre los ejemplos de este tipo de confesión nacional se puede remitir a: 2 Re 22,13 (cf. 2 Crón 34,21: Josías teme la cólera del Señor “porque nuestros padres no han escuchado las palabras de este libro”); 2 Crón 29,6-7 (Ezequías afirma: “Nuestros padres han sido infieles”); Sal 78,8ss (un “yo” reasume los pecados de las generaciones pasadas a partir del Éxodo). Cf. también el dicho popular citado en Jer 31~9y Ez 18,2: “Los padres comieron agraces y los hijos sufren la dentera”.
(18) Es el caso de textos como los siguientes: Lev 26,40 (los exiliados son llamados a “confesar su iniquidad y la iniquidad de sus padres”); Esd 9,5b-l 5 (oración penitencial de Esdras, v. 7: “Desde los días de nuestros padres hasta el día de hoy nos hemos hecho muy culpables”; cf. Neh 9,6-37; Tob 3,1-5 (en su oración, Tobias invoca: “No me condenes por mis pecados, mis errores y los de mis padres”, v.3 y prosigue con la constatación: “no hemos observado tus decretos”, v. 5); Sal 79,8-9 (este lamento colectivo implora a Dios que “no recuerdes contra nosotros culpas de antepasados […], líbranos y borra nuestros pecados”); 106,6 (“hemos pecado como nuestros padres”); Jer 3, 25(“contra Yahvé nuestro Dios hemos pecado nosotros como nuestros padres”); Jer 14,19-22 (“reconocemos. Yahvé, nuestras maldades, la culpa de nuestros padres”, v. 20); Lam 5 (“nuestros padres pecaron, ya no existen; y nosotros cargamos con sus culpas’, v. 7; “¡Ay de nosotros, que hemos pecado!”, v. 1 6b); Bar 1,15-3,18 (“hemos pecado ante el Señor”, 1, 17 [cf. 1,19.21; 2,5.24], “no te acuerdes de las iniquidades de nuestros padres”, 3,5 (cf. 2,33; 3,4.4]); Dan 3, 26-45 (la oración de Azarías: “Pues con verdad y justicia has provocado todo esto, por nuestros pecados”, v. 28); Dan 9,4-19 (“pues, a causa de nuestros pecados y de las iniquidades de nuestros padres, Jerusalén […] es el escarnio de todos […]”, v. 16).
(19) Éstos incluyen falta de confianza en Dios (así, p. ej., Dt 1,41; Núm 14,10), idolatría (como en Jue 10,10-15), exigencia de un rey humano (1 Sam 12,9), matrimonios con mujeres extranjeras, en contraste con la Ley divina (Esd 9-10). En Is 59,1 3b el pueblo dice de sí “hablar de opresión y revueltas, concebir y musitar en el corazón palabras engañosas”.
(20) Cf. el caso análogo del repudio de las mujeres extranjeras por parte de los judíos, narrado en Esd 9-l0, con todas las consecuencias negativas que habría tenido sobre las mujeres implicadas. La cuestión de una petición de perdón dirigida a ellas (y o a sus descendientes) no se plantea propiamente, en cuanto que el repudio es presentado como una exigencia de la Ley divina (cf. Dt 7, 3) en todos estos capítulos.
(21) Viene a la mente, a este respecto, el caso de las relaciones permanentemente tensas entre Israel y Edom. Este pueblo, no obstante su condición de “hermano” de Israel, participó y se alegró de la caída de Jerusalén por obra de los babilonios (cf., p. ej., Abdías 10-14). Israel, como signo de ultraje por esta traición, no sintió necesidad alguna de pedir perdón por la matanza de prisioneros edomitas indefensos, perpetrada por el rey Amazías según 2 Crón 25, 12.
(22) JUAN PABLO II, “Discurso del 1 de septiembre de 1999”: L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
(23) Se piense en el motivo, presente en autores cristianos de diversas épocas, del reproche a la Iglesia a causa de sus culpas, uno de cuyos ejemplos más representativos lo constituye el Líber asceticus, de Máximo el Confesor, PL 90, 912-956.
(24) LG 8; cf. también UR 3y 6.
(25) PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios (30-6-1968) n. 19: Enchiridion Vaticanum 3, 264s.
(26) SAN AGUSTÍN, Sermo 181, 5, 7: PL 38, 982.
(27) SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theol. III q.8 a.3 ad 2.
(28) SAN AMBROSIO, De virginitate 8,48: PL 16, 278D: “Caveanius igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesíae fiat”. De “herida” infligida a la Iglesia por el pecado de sus hijos habla también LG 11.
(29) K. DELAHAYE, La Comunità, Madre del credenti (Cassano M. [Bari] 1974) 110. Cf. también H. RAHNER, Mater Ecclesia. Inni di lode alla Chíesa tratti dal primo millennio della letteratura cristiana (Milán 1972).
(30) SAN AGUSTÍN, Sermo 25, 8: PL 46, 938: “Mater ista sancta, honorata, Mariae similis, et parit et Virgo est. Ex illa nati estis et Christum parit: nam membra Christi estis”.
(31) CIPRIANO, De Ecclesiae Catholicae unitate 6: CCL 3,253: “Habere iam non potest Deum patrem qui ecclesiani non habet matrem”. El mismo Cipriano afirma en otro lugar: “Ut habere quis possit Deum Patrem, habeat ante ecclesiani matrem” Un Ps 88, Sermo 2, 14: CCL 39, 1244).
(32) PAULINO DE NOLA, Carmen 25, 171-172: CSEL 30,243: “Indo manet inater aetemi semine verbi / concipiens populos et pariter pariens”.
(33) IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Romanos, Proem.: SCh 10, 124 (Th. Camelot, París 1958).
(34) Discurso a los participantes en el Simposio Internacional sobre la Inquisición, promovido por la Comisión Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo, n.4 (31-10-1998).
(35) Cf., para cuanto sigue, H. O. GADAMER, Verdad y método (Salamanca 1977).
(36) B. LONERGAN, Il metodo in teologia (Brescia 1975) 173.
(37) JUAN PABLO II, “Discurso del 1 de septiembre de 1999”: L ‘Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
(38) UR 1. TMA 34 dice “aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial ha conocido dolorosas laceraciones”.
(39) Cf. el Discurso de apertura de la Segunda sesión del Concilio, del 29 de septiembre de 1964: Enchiridion Vaticanum 1 (106) n. 176.
(40) Cf. la documentación del diálogo de la caridad entre la Santa Sede y el Patriarcado ecuménico de Constantinopla en el Tómos Agápes: Vatican – Phanar (1958-1970) (Roma-Estambul 1971).
(41) JUAN PABLO II, “Discurso del 1 de septiembre de 1999”: L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
(42) El tema es tratado de modo riguroso en la Declaración Nostra Aetate del Vaticano II.
(43) Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah (Roma, 16-3-1998)3. Cf. JUAN PABLO II, Discurso a la Sinagoga de Roma (13-4-1986) 4: AAS 78 (1986) 1120.
(44) Este es el juicio del reciente documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah (Roma, 16-3-1998) 3.
(45) Ibid. 7.
(46) Ibid. 5
(47) Ibid. 6.
(48) Ibid. 5.
(49) Se piense solamente en el signo del martirio, cf. TMA, 37.
(50) UR 6. Es el mismo texto el que afirma que “la Iglesia peregrina en este mundo es llamada por Cristo a esta perenne reforma (ad hanc perennem reformationem), de la que ella, en cuanto institución humana y terrena, necesita permanentemente”.
(51) “Opus renovationis nec non reformationis”, ibid., 4.
(52) Ibid., 6: “Toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su vocación”.
(53) La fórmula, particularmente fuerte, es de San Agustín: De Trinítate 1, 13, 28: CCL 50, 69, 13; Epist. 169, 2: CSEL 44, 617; Sermo 341A: Misc. Agost. 314, 22.
(54) JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Simposio Internacional de estudio sobre la Inquisición, promovido por la Comisión Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo, 5 (31-10-1998).
(55) “Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei”, SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses IV, 20,7; SCh 100, t. II, 648.
(56) JUAN PABLO II, “Discurso del 1 de septiembre de 1999”: L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
(57) “Discurso al Centro Europeo para la Investigación Nuclear” (Ginebra, 15-6-1982), en: Insegnamenti di Giovanni Paolo 11, V, 2 (Vaticano 1982) 2321.
Siglas empleadas
AAS Acta Apostolicae Sedis (1909ss).
CIC Catecismo de la Iglesia Católica.
DH CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae (1965).
GS CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes (1965).
IM JUAN PABLO II, Bula Incarnationis mysterium (29-11-1998).
LG CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium (1964).
NAe CONCILIO VATICANO II, Declaración Nostra aetate (1965).
PL J. P. MIGNE, Patrologia latina (París).
RP JUAN PABLO II, Exhortación Reconciliatio et Paenitentia (2-12-1984).
SCh Sources Chrétiennes (París).
TMA JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio milennio adveniente (10-11-1994).
UR CONCILIO VATICANO II, Decreto Unitatis redintegratio (1964).
UUS JUAN PABLO II, Carta encíclica Ut unum sint (25-5-1995).