Las primeras manifestaciones de la iconografía cristiana tuvieron una función didáctica; pero, al entrar a formar parte del culto ritual, las imágenes se convierten en expresión estética de la fe que profesa y vive la Iglesia universal. La crisis iconoclasta en el oriente cristiano, suscitó un profundo debate teológico acerca de la legitimidad, la función y el significado de las imágenes. Estas luchas ahondaron la reflexión sobre las posibilidades de la imagen para expresar, en su forma perecedera, categorías tan diversos como la naturaleza y la gracia, lo humano y lo divino, la inmanencia y la trascendencia. Las discrepancias degeneraron en una contienda entre los partidarios y los detractores de las manifestaciones iconográficas.
Ante la dificultad de señalar un hecho concreto causante de la crisis, los historiadores suelen recurrir a la determinación del emperador León III el Isáurico de publicar, en el año 730, un edicto prohibiendo todo tipo de imágenes excepto el signo de la cruz. Su hijo y sucesor Constantino V Coprónimo no solo continuó las persecuciones, sino que se atrevió a convocar un sínodo en Hiereia que prohibió el culto iconográfico, condenó a sus principales defensores y declaró que las imágenes eran ídolos y sus adoradores verdaderos idólatras.
Entre los defensores destaca el teólogo S. Juan Damasceno que organizó una serie de argumentos tomados de la tradición patrística para construir una teoría acerca de la significación teológica las imágenes. En sus tres discursos De imaginibus refuta los argumentos tanto de los judíos como de los iconoclastas cristianos: «Pues si el Hijo de Dios, tomando la condición de siervo, se revistió de la figura humana y, hecho semejante a los hombres, apareció en su porte como hombre, ¿por qué no vamos a poder representar su imagen?» (De imagínibus I).
La Iglesia, que oficialmente había permanecido al margen de la controversia, se unió a las voces de los que lucharon por la legitimidad del culto iconográfico. Frente a los que negaban su posibilidad y conveniencia, el concilio II de Nicea (VII ecuménico) definió «con toda exactitud y cuidado que, de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz, han de exponerse las sagradas y santas imágenes, […] de nuestro Señor y Dios Salvador Jesucristo, de la inmaculada Señora nuestra la santa Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos y venerables» (Sesión VII).
Desde el punto de vista teológico, resulta significativo que el iconoclasmo afecte, al mismo tiempo, a los iconos, a los monjes, al culto de los santos, al misterio de Cristo y a la maternidad divina de María. Por eso, el triunfo del icono va a representar el éxito de la fundamentación dogmática y de toda la plenitud de la verdad, de la bondad y de la belleza revelada. Sobre este fondo determinante es lógico reconocer que el primer fruto del concilio es la aprobación del culto a las imágenes y la condena del iconoclasmo que niega su legitimidad. Sin embargo, a pesar de las declaraciones, los iconoclastas, como el ave fénix, todavía vuelven a levantarse de sus cenizas.
Después de las definiciones y anatemas del concilio, los enemigos del culto iconográfico encontraron un nuevo pretexto para volver a la carga contra las imágenes y su veneración. Esta vez se apoyaron en las desastrosas campañas contra los turcos y contra los búlgaros que, lentamente, fueron socavando el prestigio del emperador. El descrédito llegó a tal punto que, en el año 813, Miguel I Rangabé fue sustituido por León V el Armenio. El nuevo emperador se autoproclamó contrario a las imágenes y partidario de seguir a los emperadores iconoclastas más prestigiosos por sus victorias. Destituyó al patriarca Nicéforo, y desarrolló toda una ofensiva contra las imágenes.
En el mismo año, se reunió un conciliábulo en Sta. Sofía de Constantinopla para renovar las enseñanzas de Hiereia y criticar las decisiones del concilio II de Nicea. Comenzaron de nuevo las campañas y las persecuciones contra las imágenes, las reliquias, y sus defensores. De un modo especial se ensañaron contra los monjes del monasterio de Estudion, cuyo abad, Teodoro, aun desde el destierro, siguió defendiendo con sus cartas y escritos, la ortodoxia del culto iconográfico.
Con la muerte del emperador Teófilo, su esposa asume la regencia de su hijo Miguel III. La emperatriz, Teodora, remueve al patriarca Teodoro Casitera de Constantinopla y elige para el cargo a Metodio, el cual destituye a todos los obispos y abades iconoclastas y lleva la paz a todo el territorio. Teodora y el patriarca Metodio, deciden reconciliarse con Roma y volver a instaurar el culto a las imágenes. Esta segunda fase de la iconoclasia duró hasta el año 843 en que se restableció definitivamente la ortodoxia.
El acontecimiento tuvo el incomparable marco del templo más emblemático de Constantinopla. Después de una vigilia nocturna en la iglesia de Sta. María de Blakernas, se organizó una procesión a la basílica de Sta. Sofía donde se celebraron con gran solemnidad los santos oficios en memoria de las sagradas imágenes. Al año siguiente, en el primer domingo de cuaresma, aniversario del restablecimiento de las imágenes, fue instituida, para todo el Oriente cristiano, la gran fiesta del Triunfo de la Ortodoxia.. Fiesta de gran solemnidad que la Iglesia bizantina continúa celebrando cada año el primer domingo de cuaresma.
Para confirmar esta tradición, bajo el reinado conjunto de Miguel III y Basilio I se decoró el ábside de la basílica de Sta. Sofía con la imagen de la Virgen con el Niño (Theotokos) y los cuatro grandes patriarcas que testimoniaban la lucha contra los iconoclastas: Germán, Tarasio, Nicéforo y Metodio, todo un símbolo de la ortodoxia y del triunfo definitivo del culto iconográfico.
El concilio IV de Constantinopla (869) y VIII ecuménico, contra Focio y sus secuaces, trata posteriormente el tema del culto iconográfico. En sus declaraciones proclama suma herética a todo el movimiento iconoclasta porque afecta a todo el conjunto del misterio de la salvación: «Si alguno, pues, no venera la imagen de Cristo Salvador, no vea su forma en su segundo advenimiento. Asimismo honramos y veneramos también la imagen de la Inmaculada Madre suya, y las imágenes de los santos ángeles, tal como en sus oráculos nos los caracteriza la Escritura, además las de todos los santos. Los que así no sientan, sean anatema» (Canon 3º).
Finalizadas las luchas iconoclastas, el culto a las imágenes queda plenamente justificado en la tradición y en la vida de la Iglesia. Desde entonces, al icono se considera un arte sagrado que, a través de los Padres de la Iglesia, ha pasado a formar parte de la tradición oriental de la Iglesia. También en Occidente, sobre los mismos principios, aunque con menos carga de sacralidad, la tradición iconográfica y el dogma han estado unidos: baste recordar a este respecto la influencia del concilio de Calcedonia en la configuración del Cristo en majestad que dio lugar al Pantocrátor medieval, y éste a la imagen moderna del Sagrado Corazón.
Las decisiones conciliares siempre han cooperado en la proyección artística de las imágenes cristianas propuestas a la devoción popular. La fecundidad artística es una de las expresiones más acordes con el acto de fe. Los artistas cristianos han buscado y elegido fórmulas estéticas que contengan, en sí mismas, el sello de la fidelidad al evangelio. La tradición ha considerado la obra de arte como pura y desinteresada alabanza a la suma Belleza, que se alaba y se ensalza por sí misma sin necesidad de ninguna otra alabanza externa.
Pero, cuando la creatividad artística se pone al servicio de esta alabanza, la inspiración personal ha de conjugarse con las exigencias de la fe que la Iglesia proclama, vive y confiesa. El sentido de la fe («sensus fidei») será el que inspire las formas más adecuadas para expresar la salvación en el seno de una comunidad de creyentes. Los artistas cristianos han de ser conscientes de que sólo la fe, y lo que significa el hecho de sentirse salvados en Cristo, será capaz de crear un arte digno de ser aceptado por la Iglesia. Si la imagen está orientada a la edificación de la vida religiosa de los creyentes, es evidente que ha de ser la Iglesia la que haya de presentar las exigencias para la aprobación de una obra destinada al culto.
La forma de la belleza infinita es una sola pero, en su esplendor estético, resplandece en todas la cosas como arquetipo perfecto de cada una ellas. Y este divino arquetipo es el que hace brillar su verdad y su bondad en el lenguaje de la belleza artística. La iconografía participa en esta belleza simbólica, porque «lo existente sensible lleva en sí todo lo que hace falta para enseñar los misterios más profundos de la creación divina» (Evdokimov). Una de las comparaciones más hermosas de esta analogía estética, nos la ofrece Von Balthasar al hablar de la regla suprema para el artista cristiano.
Llevado de la admiración por el arte, establece un paralelismo entre la labor del artista y la del confesor. El confesor tiene la misión de profundizar desde las tinieblas del pecado hacia un mundo nuevo de gracia y de luz. También el artista que se entrega de lleno a su misión carismática, puede abrir las tinieblas que ocultan la gracia y mostrar en la imagen la auténtica belleza portadora de la promesa de salvación.
Cortesía del padre Jesús Casás Otero para apologeticacatolica.org
Autor: Padre Jesús Casás Otero