Queridos hermanos y hermanas:
Entre finales del siglo IV e inicios del V, otro Padre de la Iglesia, después de san Ambrosio, contribuyó decididamente a la difusión y a la consolidación del cristianismo en el norte de Italia: se trata de san Máximo, que era obispo de Turín en el año 398, un año después de la muerte de san Ambrosio. Tenemos muy pocas noticias de él; pero, en compensación, ha llegado hasta nosotros una colección de cerca de noventa Sermones. En ellos se puede constatar la profunda y vital relación del obispo con su ciudad, que atestigua un punto evidente de contacto entre el ministerio episcopal de san Ambrosio y el de san Máximo.
En aquel tiempo, fuertes tensiones turbaban la convivencia civil ordenada. En este contexto, san Máximo logró unir al pueblo cristiano en torno a su persona de pastor y maestro. La ciudad estaba amenazada por diversos grupos de bárbaros que, tras penetrar por las fronteras orientales, avanzaban hasta los Alpes occidentales. Por esto, Turín estaba constantemente protegida por guarniciones militares; y en los momentos críticos se convertía en el refugio de las poblaciones que huían del campo y de los centros urbanos que carecían de protección.
Las intervenciones de san Máximo, ante esta situación, manifiestan el compromiso de reaccionar ante la degradación civil y ante la disgregación. Aunque resulta difícil determinar la composición social de los destinatarios de los Sermones, parece que la predicación de san Máximo, para no quedarse en generalidades, se dirigía específicamente a un núcleo selecto de la comunidad cristiana de Turín, constituido por ricos propietarios de tierras, que tenían sus fincas en el campo turinés y la casa en la ciudad. Fue una lúcida decisión pastoral del Obispo, que concibió esta predicación como el camino más eficaz para mantener y reforzar su vinculación con el pueblo.
Para ilustrar, desde esta perspectiva, el ministerio de san Máximo en su ciudad, quiero presentar como ejemplo los Sermones 17 y 18, dedicados a un tema siempre actual, el de la riqueza y la pobreza en las comunidades cristianas. También en este ámbito existían fuertes tensiones en la ciudad. Se acumulaban y ocultaban riquezas. “Uno no piensa en las necesidades del otro —constata amargamente el Obispo en su Sermón número 17—. En efecto, muchos cristianos no sólo no distribuyen lo que tienen, sino que incluso roban lo de los demás. No sólo no llevan a los pies de los apóstoles el dinero que han recogido, sino que además apartan de los pies de los sacerdotes a sus hermanos que buscan ayuda”. Y concluye: “En nuestra ciudad hay muchos huéspedes o peregrinos. Haced lo que habéis prometido” al aceptar la fe, “para que no se diga también de vosotros lo que se dijo de Ananías: “No habéis mentido a los hombres, sino a Dios”” (Sermón 17, 2-3).
En el Sermón sucesivo, el número 18, san Máximo critica las formas comunes de aprovechamiento de las desgracias ajenas. “Dime, cristiano —exhorta el Obispo a sus fieles—; dime, ¿por qué te has apoderado de la presa abandonada por los ladrones? ¿Por qué has introducido en tu casa una “ganancia”, como piensas tú mismo, desgarrada y contaminada?”. “Tal vez —añade— dices que la has comprado y por esto crees que evitas la acusación de avaricia. Pero de este modo lo que se compra no corresponde a lo que se vende. Comprar es algo bueno, pero en tiempo de paz, cuando se vende con libertad, y no cuando se vende lo que ha sido robado en un saqueo. (…) Así pues, el que compra para restituir se comporta como cristiano y como ciudadano” (Sermón 18, 3).
Sin hacerlo de modo muy notorio, san Máximo llegó a predicar una relación profunda entre los deberes del cristiano y los del ciudadano. Para él, vivir la vida cristiana significa también asumir los compromisos civiles; y, por el contrario, el cristiano que, “aun pudiendo vivir de su trabajo, arrebata la presa del otro con el furor de las fieras”, o “acecha a su vecino, tratando de arañar cada día parte de sus confines, de adueñarse de sus productos”, ni siquiera le parece semejante a la zorra que degüella las gallinas, sino al lobo que se lanza contra los cerdos (Sermón 41, 4).
Por lo que se refiere a la prudente actitud de defensa asumida por san Ambrosio para justificar su famosa iniciativa de rescatar a los prisioneros de guerra, se pueden ver con claridad los cambios históricos que se produjeron en la relación entre el Obispo y las instituciones ciudadanas. Contando ya con el apoyo de una legislación que pedía a los cristianos que contribuyeran al rescate de los prisioneros, san Máximo, al derrumbarse las autoridades civiles del Imperio romano, se sentía plenamente autorizado para ejercer en este sentido un auténtico poder de control sobre la ciudad. Este poder se haría después cada vez más amplio y eficaz, hasta llegar a suplir la ausencia de los magistrados y de las instituciones civiles. En este contexto, san Máximo no sólo se dedica a reavivar en los fieles al amor tradicional a la patria terrena, sino que proclama también el deber preciso de pagar los impuestos, aunque parezcan pesados y fastidiosos (cf. Sermón 26, 2).
En suma, el tono y el contenido de los Sermones implican una profunda conciencia de la responsabilidad política del Obispo en las circunstancias históricas específicas. Él es el “centinela” de la ciudad. ¿Quiénes son estos centinelas —se pregunta san Máximo en el Sermón 92— “sino los excelentísimos obispos que, situados por decirlo así en una roca elevada de sabiduría para la defensa de los pueblos, ven desde lejos los males que van a llegar?”.
Y en el Sermón 89 el Obispo de Turín ilustra a los fieles sus tareas, sirviéndose de una comparación singular entre la función episcopal y la de las abejas: Los obispos —dice—, “como la abeja, observan la castidad del cuerpo, proporcionan el alimento de la vida celestial y utilizan el aguijón de la ley. Son puros para santificar, dulces para reconfortar, severos para castigar”. Así describe san Máximo la tarea del obispo en su época.
En definitiva, el análisis histórico y literario demuestra una conciencia cada vez mayor de la responsabilidad política de la autoridad eclesiástica, en un contexto en el que de hecho estaba sustituyendo a la civil. En efecto, esta es la línea de desarrollo del ministerio del obispo en el noroeste de Italia, desde san Eusebio, que vivía “como monje” en su ciudad, Vercelli, hasta san Máximo de Turín, situado “como centinela” en la roca más elevada de la ciudad.
Es evidente que hoy el contexto histórico, cultural y social es muy diferente. El contexto actual es, más bien, el que describió mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, en la exhortación postsinodal Ecclesia in Europa, en la que hace un articulado análisis de los desafíos y de los signos de esperanza para la Iglesia en Europa hoy (cf. nn. 6-22). En todo caso, aunque han cambiado las circunstancias, siguen siendo válidas las obligaciones del creyente con respecto a su ciudad y su patria. En efecto, los compromisos del “ciudadano honrado” siguen entrelazados con los del “buen cristiano”.
Como conclusión, quiero recordar lo que dice la constitución pastoral Gaudium et spes para aclarar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida del cristiano: la coherencia entre la fe y la conducta, entre el Evangelio y la cultura. El Concilio exhorta a los fieles “a que se afanen por cumplir fielmente sus deberes temporales, guiados por el espíritu del Evangelio. Se alejan de la verdad quienes, sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que pueden por ello descuidar sus deberes terrestres, sin comprender que ellos por su misma fe están más obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha sido llamado” (n. 43).
Siguiendo el magisterio de san Máximo y de otros muchos Padres, hagamos nuestro el deseo del Concilio: que los fieles tengan un deseo cada vez mayor de “ejercer todas sus actividades terrestres, uniendo en una síntesis vital los esfuerzos humanos, domésticos, profesionales, científicos o técnicos con los bienes religiosos, bajo cuya altísima dirección todo se coordina para la gloria de Dios” (ib.) y así para el bien de la humanidad.
Catequesis del 31 de Octubre del 2007
Por Benedicto XVI