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Gracia y libertad –VIII. Santa Teresa del Niño Jesús. 2

Y yo que pensaba que Santa Teresita era una santita para beatas e ignorantes…
Ahí se ve qué profundo es el pozo de su propia ignorancia.

Seguimos contemplando el misterio de la gracia y la libertad en los Manuscritos autobiográficos de Santa Teresa del Niño Jesús.

El Señor le concede la gracia del celo apostólico en aquella misma noche de Navidad, en la que la llorona fue fortalecida para siempre. Cuando tenía trece años.

«Aquella noche luminosa comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo. La obra que yo no había conseguido realizar en diez años, Jesús la consumó en un instante, contentándose con mi buena voluntad, que por cierto, nunca me había faltado. Yo podía decirle como los apóstoles: “Señor, he estado pescando toda la noche sin coger nada” [Lc 5,5]. Más misericordioso conmigo que con sus discípulos, Jesús mismo cogió la red, la echó, y la sacó llena de peces. Hizo de mí un pescador de almas. Sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que nunca hasta entonces había sentido tan fuertemente. Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, la obligación de olvidarme de mí misma por complacer a los demás. Desde entonces fui dichosa…

«El mismo grito de Jesús en la cruz, “¡tengo sed!” [Jn 19,28] resonaba continuamente en mi corazón… Yo misma me sentía devorada por la sed de las almas. No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino la de los grandes pecadores. Me abrasaba el deseo de librarlas del fuego eterno» (V,45v).

Jesús mismo va formando a la futura Doctora de la Iglesia. Por esos años le vino a Teresita el ansia de saber, sobre todo en temas de historia y de ciencias. Pero pronto le hizo ver el Señor que «aquello no era más que vanidad y aflicción de espíritu [+Eccl 2,11]» (V,46v).

«Me hallaba en la edad más peligrosa para las jóvenes. Pero Dios realizó en mí lo que cuenta Ezequiel en sus profecías [16,8-13]: “pasando a mi lado, Jesús vio que era llegado para mí el tiempo de ser amada… Extendió sobre mí su manto, me lavó con preciosos perfumes, me vistió ropas bordadas… Me alimentó con la más pura harina, con miel y aceite en abundancia… Todo esto me tornó bella a sus ojos, y él hizo de mí una reina poderosa”. Sí, todo esto hizo Jesús conmigo

«Desde hacía mucho tiempo me alimentaba con “la pura harina” contenida en la Imitación. Fue éste el único libro que aprovechó a mi alma, pues aún no había hallado los tesoros escondidos en el Evangelio… A los catorce años, con mis vivos deseos de saber, Dios creyó oportuno añadir a “la pura harina”, “miel y aceite en abundancia”… Me los proporcionó en las conferencias del señor Abate Arminjon sobre El fin del mundo presente y los misterios de la vida futura… Aquella lectura fue también una de las mayores gracias que he recibido en mi vida» (V,47r-v).

Celina y Teresa, con todo esto, se van preparando para su ingreso en el Carmelo. «Sí, seguíamos ligeras las huellas de Jesús. Las centellas de amor que él sembraba a manos llenas en nuestras almas… hacían desaparecer a nuestros ojos las cosas pasajeras, y de nuestros labios brotaban aspiraciones de amor inspiradas por él… Creo que recibíamos gracias de un orden tan elevado como las concedidas a los grandes santos… El Amor nos hacía hallar en la tierra a Aquél a quien buscábamos» (V,47v).

«Gracias tan grandes no podían quedar sin frutos… y el renunciamiento se me hizo fácil aun en el instante primero. Jesús dijo: “al que tiene se le dará más, y se hallará en la abundancia” [Mt 13,12]. Por una gracia fielmente recibida, Él me concedía una multitud de gracias nuevas. Se me entregaba Él mismo en la Santa Comunión con mayor frecuencia de la que yo me hubiera atrevido a esperar» (V,48r-v).

Jesús mismo es su director espiritual. «Era mi camino tan recto, tan luminoso, que no necesitaba por guía más que a Jesús. Comparaba a los directores espirituales con los espejos fieles que reflejaban a Jesús en las almas, y pensaba que en mi caso Dios no se servía de intermediarios, sino que obraba directamente… Porque era pequeña y débil, se abajaba hasta mí y me instruía secretamente en las cosas de su amor. ¡Ah! si los sabios que vivieron entregados al estudio me hubieran examinado, ciertamente habrían quedado sorprendidos al ver a una niña de catorce años penetrar los secretos de la perfección, secretos que toda su ciencia no sería capaz de descubrirles nunca, porque para poseerlos es necesario ser pobre de espíritu» (V,48v).

Por pura gracia de Dios entra Teresita en el Carmelo. Todo, comenzando por su edad, quince años, se mostraba en contra. Las gestiones realizadas por quienes apoyaban su intento, todas quedaban en nada. «No hallaba ayuda alguna en la tierra, la cual me parecía un desierto árido y sin agua [Sal 62,2]. Sólo en Dios tenía puesta mi esperanza» (VI,66r). Y esta esperanza no le llevaba a una pasividad inerte –la esperanza es una virtus, una fuerza–, sino que, por el contrario, la llenaba de audacia, y superando su timidez, la hacía llegar hasta el mismo Papa León XIII (20-XI-1887).

Finalmente, «a pesar de todos los obstáculos, se realizó lo que Dios quiso. No permitió el Señor a las criaturas hacer lo que ellas querían, sino lo que quería él» (VI,64r). Y aunque la superiora del Carmelo de Lisieux no quería admitirla, para que no se juntasen en comunidad tres hermanas de sangre, «Dios, que tiene en su mano el corazón de las criaturas y lo maneja como quiere, cambió las disposiciones de dicha religiosa» (VIII,82v), y finalmente pudo ingresar en abril de 1888. «Así obró Jesús con su Teresita. Después de haberla probado durante mucho tiempo, colmó todos los deseos de su corazón» (VI,67v).

«¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar ninguna [ilusión] al Carmelo. Hallé la vida religiosa tal y como me la había figurado. Ningún sacrificio me extrañó… Jesús me hizo comprender que las almas me las quería dar por medio de la cruz. Y mi anhelo de sufrir creció con el sufrimiento mismo» (VII,69v). La Priora, Madre María de Gonzaga, se mostró desde el principio muy severa con ella. «Y fue ésta una gracia inapreciable. ¡Cómo obraba Dios visiblemente en la que estaba en su lugar! ¿Qué hubiera sido de mí si, como creían las personas del mundo, yo hubiese sido el juguete de la Comunidad?» (VII,70v).

La Hna. Teresa confiesa que todavía estaba algo apegada al uso de las cosas bonitas. Pero «mi Director [Jesús]soportó aquello con paciencia, pues no acostumbra a dirigir a las almas enseñándoles todo a un tiempo. Suele ir concediendo poco a poco sus luces… No tardé en convencerme de que cuanto más adelanta uno en este camino [de la perfección] más lejos se cree del término. Por eso ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría» (VII,74r).

Muy pronto, sin embargo, Jesús quiso librarla de esos pequeños apegos y le dió grandes luces sobre la pobreza, haciéndole entender que ella «consiste no sólo en verse una privada de las cosas agradables, sino también de las indispensables. Así fue como, en medio de las tinieblas exteriores, el Señor me iluminó interiormente» (ib.).

Dios le da la gracia de amar mucho la mortificación. Ella confiesa que cuando vivía en su casa familiar estaba «muy lejos de parecerme a esas hermosas almas que desde su infancia practicaron toda clase de mortificaciones. Yo no sentía por ellas ningún atractivo. Sin duda, aquello era debido a mi cobardía … Mis mortificaciones consistían en quebrantar mi voluntad, siempre dispuesta a salirse con la suya; en callar una palabra de réplica, en prestar pequeños servicios sin hacerlos valer, en no apoyar la espalda cuando estaba sentada, etc. etc.» (VI,68v). Desde niña, como ya vimos, había sido enseñada a buscar la santidad en «la fidelidad en las más pequeñas cosas» (IV,33v).

Ya en el Carmelo, igualmente, «me dedicaba especialmente a la práctica de las pequeñas virtudes, por no serme fácil practicar las grandes. Así, por ejemplo, me gustaba doblar las capas que olvidaban las Hermanas, y prestar a éstas los pequeños servicios que podía. Me fue dado también un gran amor a la mortificación. Y este amor era tanto más grande, cuanto menos era lo que me permitían hacer para satisfacerlo… De haber obtenido permiso para hacer muchas penitencias, de seguro que mi ardor no hubiera durado gran cosa. Las solas que me concedían, sin yo pedirlas, era mortificar mi amor propio, lo cual me aprovechaba mucho más que las penitencias corporales» (VII,74v).

Teresa siempre se mueve movida por Jesús. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Sabemos –es de fe– que la gracia habitual potencia al hombre para actos sobrenaturales, meritorios de vida eterna. Pero también sabemos que las gracias actuales del Señor le activan siempre para el bien. Esta doctrina, como ya lo expuse, es la más conforme con la Escritura, el Magisterio conciliar y la experiencia de los santos: «Dios, cuantas veces obramos bien, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Orange II, Denz. 379; cf. Trento ib.1546; STh I-II,109, 9). Pues bien, Santa Teresa del Niño Jesús, al dar testimonio de su experiencia espiritual, confirma continuamente en sus escritos esa doctrina.

Por ejemplo, con ocasión de su Profesión religiosa, en septiembre de 1890, ella declara: «he observado con frecuencia que Jesús no quiere darme nunca provisionesMe alimenta instante por instante con un manjar recién hecho. Lo encuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene. Creo, sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobrecito corazón, quien obra en mí, dándome a entender en cada momento lo que quiere que yo haga» (VIII,76r). «Sí, lo sé; cuando soy caritativa, es únicamente Jesús quien actúa en mí» (X,12v). «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

Ella obra el bien cuando Jesús lo obra en ella y con ella; pero sin Él, no puede nada. Podemos comprobarlo, p.ej., en esta anécdota. Al tomar el velo religioso, se dolió mucho por la ausencia de su padre, recogido en una Casa de Salud. «Aquel día Jesús permitió que no fuese capaz de contener mis lágrimas… De hecho, había yo soportado otras pruebas mucho mayores sin llorar; pero era por haberme hallado asistida de una gracia poderosa. Por el contrario, el día 24, Jesús me dejó abandonada a mis propias fuerzas, y demostré cuán pequeñas eran» (VIII,77r).

Jesús le da santos deseos y le da luego su fuerza para obrarlos. Todo es don de su gracia. «¡Qué misericordioso ha sido el camino por donde Dios me ha llevado siempre. Nunca me ha hecho desear cosa que luego no me haya concedido» (VII,71r). Lo repite muchas veces en sus escritos. Dios «no ha querido que tuviese un solo deseo sin verlo inmediatamente satisfecho» (VIII,81r). «El Señor es tan bueno conmigo que me es imposible tenerle miedo. Siempre me ha dado lo que he querido, o mejor, siempre me ha hecho desear lo que pensaba darme» (XI,31r).

«¡Ah, cuántos motivos tengo para dar gracias a Jesús por haber tenido a bien colmar todos mis deseos! Al presente no tengo ya ningún deseo, si no es el de amar a Jesús con locura… Mis deseos infantiles han desaparecido… Ya no deseo ni el sufrimiento ni la muerte, aunque sigo amándolos: el amor es lo único que me atrae… Al presente, sólo el abandono me guía, no tengo otra brújula» (VIII,82v).

Abandono, puro amor y ninguna voluntad propia. Ya Santa Teresita no quiere nada por su propia voluntad. Quiere no más, no menos, ni otra cosa, que aquello que Dios concretamente quiera obrar en ella. En la navidad de 1887, en una barquita que en su habitación lleva al Niño Jesús dormido, lee una sola palabra: «abandono» (VI,68r). Ahora, en el Carmelo, con la muerte delos deseos infantiles, ya Teresa no quiere nada: «sólo el abandono es mi guía… Ya no me es posible pedir nada con ardor, excepto el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre mi alma, sin que las criaturas puedan ponerle obstáculos… “Ya sólo en amar es mi ejercicio” [San Juan de la Cruz, Cántico 28])» (VIII,83r). Y en este abandono total halla Teresita su paz y su alegría. «Tanto en las cosas pequeñas como en las grandes Dios da el céntuplo en esta vida a las almas que todo lo han abandonado por su amor» (VIII,81v).

Jesús quiere lo que quiere Teresa, pues ella ya no quiere sino la voluntad de Jesús. «Siempre me ha dado lo que he querido, o mejor, siempre me ha hecho desear lo que pensaba darme» (XI,31r).

Autor: Pbro. José María Iraburu

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