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Gracia y libertad – X. Santa Teresa del Niño Jesús. 4

Santa Teresa del Niño Jesús

Santa Teresita de Lisieux…
Diga mejor Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz, que es su nombre propio.

Continuamos contemplando la unión misteriosa de gracia y libertad en esta Santa.

La acción apostólica. Hemos comprobado bien cómo Santa Teresita creía en la absoluta necesidad de la gracia para la santificación personal, declarando que sin ella no podía nada. Esta misma convicción la tuvo en referencia a la santificación de los otros por medio de la acción apostólica. Pudo comprobarla experimentalmente cuando fue nombrada ayudante de la Maestra de novicias.

Ella, confiesa, «desde hace mucho tiempo ha comprendido que Dios no necesita de nadie, y menos de ella que de las demás, para hacer el bien en la tierra» (X,3r). Se entrega, pues, a su nuevo oficio en la comunidad con toda esperanza. «Desde que comprendí que nada podría hacer por mí misma, la tarea que me confiasteis ya no me pareció difícil. Vi que lo único que necesitaba era unirme más y más a Jesús, y que “lo demás se me daría por añadidura” [Mt 6,33]. En efecto, nunca resultó fallida mi esperanza. Dios se dignó llenar mi mano cuantas veces fue necesario para alimentar el alma de mis Hermanas. Os confieso, Madre muy querida, que si yo me hubiera apoyado lo más mínimo en mis propias fuerzas, muy pronto os hubiera rendido las armas. De lejos parece fácil y de color de rosa el hacer el bien a las almas, el enseñarles a amar más a Dios, el modelarlas según los propios puntos de vista y los pensamientos personales. De cerca es todo lo contrario: el color rosa desaparece… y se comprueba que hacer el bien [a las personas] es tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en medio de la noche. Se comprueba que es absolutamente necesario olvidar los gustos personales, renunciar a las propias ideas y guiar las almas por el camino que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir por el nuestro» (XI,22v).

El reconocimiento de la primacía de la gracia –al contrario de los planteamientos semipelagianos– lleva consigo esta absoluta delicadeza en el servicio de las almas: «¡qué diferentes son los caminos por los que el Señor conduce a las almas!» (X,2r). «Dios me hizo comprender que hay almas a las que su misericordia no se cansa de esperar, a las que no da su luz sino por grados. Por eso, me guardaba yo muy bien de adelantar la hora de Dios, y esperaba pacientemente a que Jesús tuviese a bien hacerla llegar» (XI,20v-21r).

El Señor actúa en Teresita, y ella obra con absoluta humildad y confianza«Yo soy un pincelito que Jesús ha escogido para pintar su imagen en las almas que me habéis confiado»(XI,20r). Oración y acción apostólica han de ir siempre juntas: «supliqué a Dios que pusiese en mis labios palabras dulces y convincentes, o mejor, que él mismo hablase por mí» (XI,21r). «La oración y el sacrificio constituyen toda mi fuerza; son las armas invencibles que Jesús me ha dado. Pueden, mucho mejor que las palabras, tocar los corazones. Muchas veces lo he comprobado» (XI,24v). Así confiada en Dios, y sin fiarse en nada de sí misma, hacía Teresita el bien a sus Hermanas, y en ocasiones tenía aciertos inexplicables.

En una ocasión, una Hermana, que estaba sufriendo una gran pena interior, se acerca sonriente a Sor Teresa, y ella le dice con toda seguridad: «“tú tienes una pena”. Si hubiese hecho caer la luna a sus pies, creo que no me hubiera mirado con mayor asombro. Fue tan grande, que una especie de pasmo se apoderó también de mí, y por un instante experimenté como un miedo sobrenatural. Estaba yo segura de no poseer el don de leer en las almas; y por eso me quedé tanto más asombrada cuanto más justamente había dado en el blanco. Sentí la presencia de Dios muy cerca de mí. Supe que había repetido sin darme cuenta, como un niño, palabras que no salían de mí sino de Dios… Por otra parte, nada de eso sería capaz ciertamente de inspirarme vanidad, pues traigo de continuo presente en la memoria el recuerdo de lo que soy» (XI,26r).

Vencimientos heroicos en cosas mínimas. Santa Teresita siempre se mueve movida por la gracia de Dios, lo que da a sus actos una facilidad sobrenatural: «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30). Pero de ningún modo esta colaboración con la gracia divina es siempre sin dolor y esfuerzo. Ya dije que la gracia, para la obra buena, auxilia siempre al entendimiento y a la voluntad, pero no siempre al sentimiento. Por eso la docilidad a la gracia cuesta a veces esfuerzos heroicos, que la voluntad obra con el auxilio de la gracia. Teresita, con estos vencimientos, realiza actos muy intensos de virtud, y consigue grandes crecimientos espirituales. Recuerdo algunos ejemplos. El amor propio, concretamente, al menos como tentación, duró en ella bastantes años.

Estando en el Convento, «hacía yo grandes esfuerzos por no disculparme, lo que me resultaba muy difícil… Os referiré mi primera victoria; no fue grande, pero me costó mucho. Se encontró rota una vasija que habían dejado detrás de una ventana. Nuestra Madre, creyendo que había sido yo, me la enseñó diciéndome que otra vez pusiese más cuidado. En seguida, sin replicar, besé el suelo, prometiendo ser más cuidadosa en lo futuro. Estas pequeñas prácticas [de humildad] me costaban mucho a causa de mi poca virtud, y me tenía que ayudar pensando que en el Juicio final todo se llegaría a saber» (VII,74v).

Escenas de vencimientos como ésta hay muchas en la vida de la Santa. Pero citaré una que me parece especialmente conmovedora. Teresa, la Reinecita, la hermanita menor, la novena, siempre había sido muy amada en su familia, tanto por sus hermanas como por su padre, y en la soledad y el silencio del Carmelo a veces lo pasaba muy mal.

Confiesa en sus escritos a la Madre superiora: «Recuerdo que siendo postulante, me venían a veces tan violentas tentaciones de entrar en vuestra celda para darme gusto, para encontrar algunas gotas de consuelo, que me veía obligada a pasar rápidamente por delante del despacho y agarrarme al pasamano de la escalera. Se me representaba una multitud de permisos que pedir, hallaba mil razones para complacer mi naturaleza. ¡Cuánto me alegro ahora de las renuncias que me impuse en los principios de la vida religiosa! Al presente gozo ya de la recompensa prometida a los que combaten generosamente» (XI,21v-r).

La caridad fraterna también le costó a veces grandes esfuerzos, siempre realizados con la moción de la gracia del Señor. Una anciana insoportable, la Hermana Saint-Pierre, medio inválida, necesitaba ayuda para todo. «A mí me costaba mucho ofrecerme para prestar aquel servicio… Es increíble lo que me costaba». Pero con la gracia de Dios hacia su servicio, y al terminarlo, «antes de marcharme, le dirigía la más graciosa de mis sonrisas» (XI, 28v-29r). Otras veces, en el coro, lo tocaba estar cerca de una Hermana que hacía un ruidito extraño, semejante al que se haría frotando dos conchas una con otra…

Imposible me resulta, Madre mía, deciros cuánto me molestaba aquel ruidillo. Sentía grandes deseos de volver la cabeza y mirar a la culpable, que con toda seguridad no se daba cuenta del molesto sonsonete que producía. Mirar atrás hubiera sido el único modo de hacérselo notar. Pero en el fondo del corazón comprendía que era mejor sufrirlo por amor de Dios y por no causar pena a la Hermana. Así que permanecía tranquila, procurando unirme a Dios y olvidar el pequeño ruido. Pero todo era inútil; sentía que me inundaba el sudor, y me veía obligada a hacer sencillamente una oración de sufrimiento. Aun entonces, procuraba sufrir sin irritación, con alegría y paz, al menos en lo íntimo del alma. Me esforzaba por hallar gusto en aquel soniquete, o bien hacía los posibles por no oírlo. ¡Todo en vano!» (XI,30v).

Algo semejante narra cuando en el lavadero una Hermana poco cuidadosa le salpicaba una y otra vez el rostro con el agua sucia: «Mi primer impulso fue el de echarme atrás y enjugarme el rostro, a fin de hacer ver a la Hermana que me asperjaba el gran favor que me haría obrando con más suavidad. Pero en seguida pensé que era bien tonta al rehusar unos tesoros que tan generosamente se me daban, y me guardé muy bien de manifestar mi lucha interior. Me esforcé por sentir el deseo de recibir en la cara mucha agua sucia, de suerte que terminó por gustarme aquel nuevo género de aspersión» (XI,30v-31r).

Así es como el Señor hizo de Teresita una gran santa. «Cinco panes y dos peces», muy poca cosa, es lo que aquel joven del Evangelio puso en manos de Jesús, pero con su mínima ofrenda vino a dar de comer a una gran multitud. No se hubiera producido el milagro probablemente si hubiera entregado solo cuatro panes y un pez. Pero él, movido por la gracia, hizo al Maestro la ofrenda de todo lo que tenía. De modo semejante, Teresa, dócil a la acción de la gracia, se entrega a Dios entera, sabiéndose muy pequeña, y llega a una altísima santidad personal. Viene a ser además una de las Santas más santificantes para los cristianos de su tiempo, hasta el día de hoy, ayudados por su ejemplo y sus escritos: tres cuadernos escolares.

Perfecta en la humildad. El Señor misericordioso, «porque era pequeña y débil, se abajaba hasta mí y me instruía secretamente en las cosas de su amor» (V,49r). En el camino de la perfección «cuanto más se adelanta, tanto más lejos se cree del término. Por eso, ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría» (VII,74r). Perfecta en la humildad, ya no hay en ella amor propio que sufra al verse defectuosa:

«No siento pena alguna al ver que soy la debilidad misma; antes al contrario, me glorío de ello[2Cor 12,5), y cuento con descubrir en mí cada día nuevas imperfecciones» (X,15r). «Sé encontrar siempre el modo de estar alegre y de sacar provecho de mis miserias» (VIII,80r). «¡Qué dulce es el camino del amor! Ciertamente, se puede caer, se pueden cometer infidelidades; pero sabiendo el amor sacar provecho de todo, bien pronto consume lo que puede disgustar a Jesús, no dejando más que una humildad y profunda paz en el fondo del corazón» (VIII,83r).

Santa Teresita guarda la paz en su absoluta humildad, siempre abierta a la gracia. Y no le perturba demasiado ser a veces mal entendida y juzgada: «digo con San Pablo: “poco me importa ser juzgada por ningún tribunal humano. Yo no me juzgo a mí misma. Quien me juzga es el Señor” [1Cor 4,3-4]» (X,13v). Ella tiene la humildad plena de un mendigo que pide, pero que no exige nada, y que se conforma con lo que le dan. Es perfecta en la humildad.

No se avergüenza de ejercitarse sólo en pequeñas cosas y pequeñas virtudes, reconociendo que no vale para más. Señor, «no tengo otro medio de probaros mi amor…; es decir, no desperdiciar ningún sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra; aprovecharme de las pequeñas cosas, aun de las más insignificantes, haciéndolas por amor» (IX,4r-v).

No se avergüenza de confesar sus limitaciones: «debería darme pena el dormirme, desde hace siete años, durante la oración y la acción de gracias. Y sin embargo, nada de esto me da pena. Pienso que los niñitos agradan lo mismo a sus padres dormidos que despiertos» (VIII,75v). Declara también sencillamente: «Rezar yo sola el rosario –me da vergüenza decirlo– me cuesta más que ponerme un instrumento de penitencia… ¡Sé que lo rezo tan mal! Por más que me esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la atención» (XI,25v).

No le da vergüenza confesar que muchas de sus riquezas no son sino miserias suyas llenadas por la misericordia de Dios. Así, p. ej., cuando explica su oración por su incapacidad de tratar con la gente. En el pensionado de la Abadía no era una niña atractiva ni para profesoras ni para sus compañeras: «nadie se ocupaba de mí. Por eso, subía a la tribuna de la capilla, y allí permanecía delante del Santísimo Sacramento hasta que papá venía a buscarme. Aquel era mi único consuelo. ¿No era, acaso, Jesús mi único amigo? No sabía hablar con nadie más que con él. Las conversaciones con las criaturas, aun las conversaciones piadosas, me ponía cansancio en el alma. Estaba segura de que era preferible hablar con Dios que hablar de Dios, pues es mucho el amor propio que se mezcla en las conversaciones espirituales» (IV,40v).

Ni siquiera se avergüenza en su humildad de confesar las gracias excepcionales que el Señor le ha dado. Sabe bien que no son sino dones gratuitos de Dios. Su sabiduría espiritual, p. ej. es tan grande, declara, que los estudiosos «ciertamente habrían quedado sorprendidos al ver una niña de catorce años penetrar los secretos de la perfección, secretos que toda su ciencia no sería capaz de descubrirles nunca» (V,49r).

Doctora de la gracia. Siempre la Iglesia ha sabido que todos los cristianos están llamados a la santidad, pues siempre ha inculcado que todos los cristianos cumplan el primer mandamiento, «amar a Dios con todo el corazón»; y en eso justamente consiste la santidad. Pero Santa Teresita redescubre esta verdad, mostrando en sus escritos qué sencillo es el camino de la santidad, y qué posible es, con la gracia de Dios, avanzar por el día a día, sea el cristiano religioso o laico, fuerte o débil, culto o iletrado, sano o enfermo, y sea ésta o la otra la circunstancia de familia y de trabajo en que vive.

La espiritualidad de Teresita difiere mucho del voluntarismo vigente en su tiempo. Por eso, aunque la fórmula Dios me-nos-te pide era quizá entonces la más frecuente en el lenguaje espiritual sobre la gracia, ella la usa en muy raras ocasiones (I,10v; V,49v. 52r; 53r; VI,64r; IX,4r; Cta 57,1v; 96,2r; 108,1v), y siempre la emplea en el contexto de la gracia: p. ej., «hay que saber reconocer lo que Dios pide a las almas y secundar la acción de su gracia, sin acelerarla ni frenarla nunca» (V,53r).

En los Manuscritos autobiográficos es siempre Jesús quien, con inmenso amor generoso, fortalece a Santa Teresita, la guía, le corrige, le muestra, le concede, le da, obra en ella y con ella… –Y señalo, al paso, que en sus escritos habla casi siempre de «Jesús» para referirse a Jesucristo, al Señor, a Dios, a la Santísima Trinidad–. Ella, pues, entiende toda su vida como un don gratuito del amor de Dios. Y porque está convencida de que todo es gracia, por eso espera llegar a ser una gran Santa, aun viéndose tan miserable y débil. Nada hay en ella, así lo reconoce, que merezca las excelsas gracias con las que Dios ha querido privilegiarla desde niña. Jesús mora en su corazón obrando el bien en ella unas veces Él solo, pero normalmente en ella y con ella. Sin Jesús, que le asiste instante por instante, ella no puede nada por sí misma. Pero con Él todo lo puede.

Al expresar Santa Teresita este camino de la infancia espiritual, confiesa en una síntesis preciosa todas las grandes verdades de la Biblia y los Padres, de los Concilios y el Magisterio apostólico sobre el misterio sublime de la gracia divina. Por eso esta joven Doctora de la Iglesia puede ser hoy para los cristianos, como dice Pío XII, «un reencuentro con el Evangelio, con el corazón mismo del Evangelio» (radiom. 11-VII-1954).

Autor: Pbro. José María Iraburu

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