Desde hace ya algún tiempo se ha hecho costumbre escuchar de altos prelados de la Iglesia reconocimientos y elogios a la figura de Lutero. Se ha dicho de todo, desde loas moderadas en donde se admite que pudo estar movido por una buena y recta intención, a alabanzas desmesuradas en donde se le sitúa como parte de la gran Tradición de la Iglesia o hasta se admite que tuvo razón en lo referente a la doctrina de la justificación. Desde la perspectiva de un laico quiero en este artículo compartir lo que considero acertado y desacertado de estos elogios políticamente correctos en la época actual sobre la figura y doctrina de Lutero.
Sobre las buenas intenciones de Martín Lutero
Conocer a ciencia cierta cuáles eran las intenciones de Lutero para actuar como lo hizo en tiempos de la reforma protestante es imposible, pues como todos sabemos, el fuero interno solo lo conoce Dios. Lo que sí podemos es formarnos una opinión aproximada y falible evitando caer en juicio temerario en base a lo que el propio Lutero admitía y el estudio objetivo de los hechos históricos. Desde esta perspectiva en el mejor de los casos lo máximo que se podría admitir, como mera posibilidad, es que Lutero pudo haber actuado con lo que se conoce como conciencia recta aunque errónea.
Tal como se nos ha enseñado tradicionalmente, actúa en conciencia recta quien juzga de la bondad o malicia de un acto con fundamento y prudencia, a diferencia de la conciencia falsa, que juzga con ligereza y sin fundamento serio. Actúa en cambio con conciencia verdadera aquél que además de actuar en conciencia recta, acierta en su juicio y actúa de acuerdo al orden moral objetivo. No debe confundirse la conciencia recta con la verdadera. Una persona puede actuar con conciencia recta cuando con sus limitaciones ha puesto todo el empeño en actuar correctamente independientemente de que acierte (conciencia verdadera) o se equivoque por algún error especulativo (conciencia errónea). Actúa en conciencia recta invenciblemente errónea quien luego de haber hecho todo lo posible por actuar correctamente, aún así erra pero actuando de acuerdo a lo que su conciencia le dicta, conciencia que en este caso, estaría formada deficientemente.
En los propios escritos de Lutero le encontramos admitiendo que sufrió una intensa lucha interior en donde le atormentaba pensar que podía haber obrado equivocadamente, pero que finalmente quedó convencido de que actuaba para la gloria de Dios. Escribió Lutero a este respecto:
“Una vez (el diablo) me atormentó, y casi me estranguló con las palabras de Pablo a Timoteo; tanto que el corazón se me quería disolver en el pecho: ‘Tú fuiste la causa de que tantos monjes y monjas abandonasen sus monasterios’. El diablo me quitaba hábilmente de la vista los textos sobre la justificación… Yo pensaba: ‘Tú solo eres el que ordenas estas cosas; y, si todo fuese falso, tú serías el responsable de tantas almas que caen al infierno’. En tal tentación llegué a sufrir tormentos infernales hasta que Dios me sacó de ella y me confirmó que mis enseñanzas eran palabra de Dios y doctrina verdadera” (Martín Lutero, Tisch. 141 I 62-63.)
“Antes de todo, lo que tenemos que establecer es si nuestra doctrina es palabra de Dios. Si esto consta, estamos ciertos de que la causa que defendemos puede y debe mantenerse, y no hay demonio que pueda echarla abajo… Yo en mi corazón he rechazado ya toda otra doctrina religiosa, sea cual fuere, y he vencido aquel molestísimo pensamiento que el corazón murmura: ‘¿Eres tú el único que posees la palabra de Dios? ¿Y no la tienen los demás?’… Tal argumento lo encuentro válido contra todos los profetas, a quienes también se les dijo: ‘Vosotros sois pocos, el pueblo de Dios somos nosotros’” (Martín Lutero, Tisch. 130 I 53-54)
Parece ser que Lutero nunca se libró de la duda y a lo largo de los años volvía a él un persistente remordimiento de conciencia al que identificaba como tentaciones del demonio. En el año 1535, a la ya avanzada edad de 52 años, admite que todavía encuentra el argumento “muy especioso y robusto de los pseudo-apóstoles”, que le impugnan de este modo: “Los apóstoles, los Santos Padres y sus sucesores nos dejaron estas enseñanzas; tal es el pensamiento y la fe de la Iglesia. Ahora bien, es imposible que Cristo haya dejado errar a su Iglesia por tantos siglos. Tú solo no sabes más que tantos varones santos y que toda la Iglesia… ¿Quién eres tú para atreverte a disentir de todos ellos y para encajarnos violentamente un dogma diverso? Cuando Satán urge este argumento y casi conspira con la carne y con la razón, la conciencia se aterroriza y desespera, y es preciso entrar continuamente dentro de sí mismo y decir: Aunque los santos Cipriano, Ambrosio y Agustín; aunque San Pedro, San Pablo y San Juan; aunque los ángeles del cielo te enseñen otra cosa, esto es lo que sé de cierto: que no enseño cosas humanas, sino divinas; o sea, que (en el negocio de la salvación) todo lo atribuyo a Dios, a los hombres nada” (WA 40,1 p.130-31)
Lo cierto es que si tal buena intención existió, la soberbia poco a poco le llevó a alejarse cada vez más del ideal evangélico, llenando su corazón de odio y maldiciones, como el mismo admitió:
“Puesto que no puedo rezar, tengo que maldecir. Diré: Santificado sea tu nombre, pero añadiré: Maldito, condenado, deshonrado sea el nombre de los papistas y de todos cuantos blasfeman tu nombre. Diré: Venga tu reino, y añadiré: Maldito, condenado, destruido sea el papado con todos los reinos de la tierra, contrarios a tu reino. Diré: Hágase tu voluntad, y añadiré: Malditos, condenados, deshonrados y aniquilados sean todos los pensamientos y planes de los papistas y de cuantos maquinan contra tu voluntad y consejo. Verdaderamente, así rezo todos los días oralmente y con el corazón sin cesar, y conmigo todos cuantos creen en Cristo” (Martín Lutero, WA 30,3 p.470).
El cardenal Joseph Ratzinger, antes de ser Papa a este respecto puntualizó:
“Hay que tener en cuenta no sólo que existen anatemas por parte católica contra la doctrina de Lutero, sino que existen también descalificaciones muy explícitas contra el catolicismo por parte del reformador y sus compañeros; reprobaciones que culminan en la frase de Lutero de que hemos quedado divididos para la eternidad. Es éste el momento de referirnos a esas palabras llenas de rabia pronunciadas por Lutero respecto al Concilio de Trento, en las que quedó finalmente claro su rechazo de la Iglesia católica: “Habría que hacer prisionero al Papa, a los cardenales y a toda esa canalla que lo idolatra y santifica; arrastrarlos por blasfemos y luego arrancarles la lengua de cuajo y colgarlos a todos en fila en la horca… Entonces se les podría permitir que celebraran el concilio o lo que quisieran desde la horca, o en el infierno con los diablos”. (Card. Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987, pp. 120).
Una vez sumido en esa espiral de locura, todo aquel que difería con Lutero en cualquier punto de doctrina o le considerase su enemigo era objeto de los calificativos más soeces y vulgares. Al duque Jorge de Sajonia le llama “asesino”, “traidor”, “infame” “sicario”, “derramador de sangre”, “tunante desvergonzado”, “mentiroso”, “maldito”, “perro” “sanguinario”, “demonio”. Los insultos al Papa siempre fueron una constante y es casi imposible contabilizarlos: “anticristo maldito”, “borriquito papal”, “asno papal”, “obispo de los hermafroditas y el papa de los sodomitas”, “apóstol del diablo”. No solo los católicos eran objeto de sus oprobios, sino que ya alcanzaban a los mismos protestantes. A Tomas Münzer le llamó “archidemonio que no perpetra sino latrocinios, asesinatos y derramamientos de sangre”, su aliado Andreas Karlstadt cuando diverge con él pasa a ser un “sofista, esa mente loca”, “mucho más loco que los papistas”. Lo mismo sucede con Ulrico Zuinglio, quien cuando niega la presencia de Cristo en la Eucaristía, pasa a ser “dignísimo de sacro odio, ya que tan procaz y maliciosamente obra en nombre de la santa palabra de Dios” y un “servidor del diablo”.
Es evidente que no era Lutero precisamente la persona ideal para intentar reformar la Iglesia, y ya pasados tantos siglos de aquellos acontecimientos, está claro que la figura del reformador protestante no tiene por qué seguir separando a católicos y protestantes. Yo mismo, que no siento simpatía por tan siniestro personaje, no tendría problema en admitir que pudo haber tenido al comienzo justa indignación por los abusos en el tráfico de indulgencias, o que estaba sinceramente convencido de estar en la verdad. Admitir esto, no veo que sea concederle un gramo de razón.
Sobre el oscurecimiento del sentido de la gratuidad de la salvación en la Iglesia Católica
Pero otra de las alabanzas que se suelen escuchar respecto a la figura de Lutero, y que ya comienza a ser preocupante, es aquella donde se admite y sostiene que durante siglos en la Iglesia Católica se perdió el sentido de la gratuidad de la salvación divina y fue Lutero quien tuvo el mérito de recuperarla. A este respecto, se puede mencionar concretamente la predicación que el padre Rainiero Cantalamessa en Marzo del presente año en la Basílica de San Pedro, donde afirmó lo siguiente:
“Existe el peligro de que uno oiga hablar acerca de la justicia de Dios y, sin saber el significado, en lugar de animarse, se asuste. San Agustín ya lo había explicado claramente: “La ‘justicia de Dios’, escribía, es aquella por la cual él nos hace justos mediante su gracia; exactamente como ‘la salvación del Señor’ (Sal 3,9) es aquella por la cual él nos salva” (El Espíritu y la letra, 32,56). En otras palabras, la justicia de Dios es el acto por el cual Dios hace justos, agradables a él, a los que creen en su Hijo. No es un hacerse justicia, sino un hacer justos. «Lutero tuvo el mérito de traer a la luz esta verdad, después de que durante siglos, al menos en la predicación cristiana, se había perdido el sentido, y es esto sobre todo lo que la cristiandad le debe a la Reforma, la cual el próximo año cumple el quinto centenario. “Cuando descubrí esto, escribió más tarde el reformador, sentí que renacía y me parecía que se me abrieran de par en par las puertas del paraíso”[Prefación a las obras en latín, ed. Weimar, 54, p.186.]» ”
Si bien es posible que en la época de Lutero algunos predicadores de las indulgencias pudieron dejar en segundo plano la doctrina sobre la gratuidad de la gracia (desconozco hasta que punto), no es justo achacar esto a la predicación cristiana de la Iglesia durante siglos. Como bien hizo notar el sacerdote y doctor en teología, José María Iraburu en un artículo publicado recientemente, sostener esto es hacer una gran injusticia hacia aquellos predicadores que más prestigio e influencia tuvieron en la cristiandad de su tiempo, tanto antes, en y después de la época de Lutero, y que enseñaron siempre la verdadera doctrina católica de la gracia y la justificación, y estaban libres de toda peste de pelagianismo o semipelagianismo. Entre ellos recordó a Santa Hildegarda de Bingen (+1179), Santo Domingo de Guzmán (+1221), San Francisco de Asís (+1226), San Antonio de Padua (+1231), Beato Ricerio de Mucia (+1236), David de Augsburgo (+1272), Santo Tomás de Aquino (+1274), San Buenaventura (+1274), Santa Gertrudis de Helfta (+1302), Santa Ángela de Foligno (+1309), maestro Eckahrt (+1328), Taulero (+1361), Beato Enrique Suson (+1366), Santa Brígida de Suecia (+1373), Santa Catalina de Siena (+1380), Ruysbroeck (+1381), Beato Raimundo de Capua (+1399), San Vicente Ferrer (+1419), San Bernardino de Siena (+1444), San Juan de Capistrano (+1456), Tomás de Kempis (+1471), Santa Catalina de Génova (+1507), Bernabé de Palma (+1532), Francisco de Osuna (+1540), San Ignacio de Loyola (+1556), San Pedro de Alcántara (+1562), San Juan de Ávila (+1569), y tantos otros.
¿Realmente se puede afirmar con justicia que estos santos, doctores, predicadores y maestros espirituales desconocieron en sus predicaciones la gratuidad de justificación del hombre por la gracia que en la fe tiene su inicio? ¿Obscurecieron en su tiempo, «durante siglos», «al menos en la predicación» al pueblo, el entendimiento de la salvación como pura gracia concedida por el Señor gratuitamente? Las predicaciones de todos esos maestros y doctores, conservadas hoy día son una clara evidencia de que eso no es cierto, y aunque tengamos el más noble deseo de mejorar las relaciones con nuestros hermanos luteranos, la solución no puede ser lanzar injustamente a nuestros antepasados en la fe, a las patas de los caballos.
Diferencias entre la doctrina católica y la luterana
Para comprender cuales son las diferencias reales que subsisten entre la doctrina católica y la luterana, tenemos que resumir, aunque sea muy brevemente, los errores del ex-monje alemán.
La concupiscencia es siempre pecado
Los católicos creemos que se comete pecado al consentir el impulso pecaminoso, no simplemente al sentir-lo. Para Lutero en cambio, la concupiscencia es pecado ya en sí mismo, formal e imputable. Este primer error llevó a Lutero a una vida de tormento, porque a pesar de todas las buenas obras que intentaba hacer, no lograba alcanzar la paz interior al sentirse constantemente en pecado mortal y próximo a la condenación eterna. En este estado psicológico Lutero es conducido hacia su segundo error: la negación total de la libertad humana.
El hombre no es libre
Tal como sostiene Lutero en su obra De Servo Arbitrio, el pecado original ha destruido totalmente el libre albedrío de la persona humana. Para el ex-monje alemán, el hombre es ya incapaz de hacer alguna obra buena, por tanto todas sus obras aunque sean de apariencia hermosa, son, no obstante, y con probabilidad, pecados mortales… y si las obras de los justos son pecado, como lo afirma su conclusión, con mayor motivo lo serán las de los que aún no están justificados.
La doctrina católica enseña en cambio, que a raíz del pecado original el libre albedrío se encuentra debilitado pero no aniquilado, y que aunque para efectuar actos saludables (actos que le conducen a la salvación) es imprescindible la gracia de Dios, aun puede realizar sin ayuda de la gracia obras moralmente buenas.
El hombre se justifica por la sola gracia a través de la fe fiducial, o fe sola.
El tercer error de Lutero parte del anterior, pues concluye que si el hombre no es libre, aquellos que se salvan lo hacen porque Dios les otorga la salvación de una forma absolutamente pasiva y extrínseca. El hombre no coopera en nada por su salvación, sino que todo se resuelve por la certeza subjetiva de haber sido justificado por la fe gracias a la imputación de los méritos de Cristo. Basta con aceptar a Cristo como salvador y confiar en estar salvado para asegurar la salvación, independientemente de si se obra conforme a la voluntad de Dios o se incumple los mandamientos.
Desde esta perspectiva el hombre sigue siendo pecador pero es declarado justo, de forma similar a que si tomáramos un hombre andrajoso y harapiento y lo cubrimos sin asear con una túnica espléndidamente blanca. Al mirarlo, el juez miraría la túnica blanca y resplandeciente (que representa a Jesucristo, que ha muerto por nuestros pecados) en lugar del harapiento que se encuentra debajo.
Los católicos en cambio creemos que podemos cooperar a nuestra justificación, no con nuestras propias fuerzas, sino porque la gracia nos inspira y nos capacita para hacerlo. Creemos además que Dios no sólo nos declara justos, sino que también nos hace justos; que nos santifica y renueva, de modo que, por medio de la gracia somos una nueva criatura. Por consiguiente, debemos vivir como nueva criatura. La fe debe hacerse efectiva en el amor, en el cumplimiento de los mandamientos y las obras de caridad.
La doctrina luterana aún barnizada piadosamente, y aunque pretende dar a la gracia la primacía, en el fondo presenta una noción deficiente de la misma, que la cree impotente a la hora de transformar al hombre y hacerlo verdaderamente santo, conformándose solo con declararlo justo, pero dejándolo inmundo y pecador.
Los justificados no pueden perder su salvación
Si se concluye erróneamente que el hombre se salva por la fe sola, es comprensible que concluya que el creyente justificado no puede perder su salvación aunque no obedezca los mandamientos y cometa pecados graves. De allí que en 1521, el primero de agosto, escribe Lutero en una carta a Melanchthon:
“Si eres predicador de la gracia, predica una gracia verdadera y no ficticia; si la gracia es verdadera, debes llevar un pecado verdadero y no uno ficticio. Dios no salva a los que son solamente pecadores ficticios. Sé un pecador y peca audazmente, pero cree y alégrate en Cristo aun más audazmente… mientras estemos aquí [en este mundo] hemos de pecar… Ningún pecado nos separará del Cordero, aunque forniquemos y asesinemos mil veces al día”.
Los católicos en cambio creemos que el creyente justificado puede caer del estado de gracia de Dios si comete pecado mortal. El evangelio está lleno de advertencias en este sentido. Cristo nos habla de que aquella rama (creyente) que a dejar de dar fruto (hacer buenas obras), es cortada y echada al fuego (Juan 15) y deja claro que no solo el que confiesa su fe en Él entrará el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de Dios (Mateo 7,21). Cuando el joven rico pregunta a Jesús que ha de hacer para salvarse, Él le responde que cumpla los mandamientos (Mateo 19,17). La epístola de Santiago en su capítulo 2 contiene prácticamente una refutación formal a las tesis de Lutero, al punto de que éste intentó por todos los medios excluirla de la Escritura y la calificó como “la epístola de paja”.
Los errores derivados de la doctrina de Lutero
Pero los errores de Lutero no terminaron allí, y como una cadena de naipes que caen en fila, se siguieron multiplicando. En tal sentido puntualizó el cardenal Joseph Ratzinger:
“Lutero, tras la ruptura definitiva, no sólo ha rechazado categóricamente el papado, sino que ha calificado de idolátrica la doctrina católica de la misa, porque en ella veía una recaída en la Ley, con la consiguiente negación del Evangelio. Reducir todas estas confrontaciones a simples malentendidos es, a mi modo de ver, una pretensión iluminista, que no da la verdadera medida de lo que fueron aquellas luchas apasionadas, ni el peso de realidad presente en sus alegatos. La verdadera cuestión, por tanto, puede únicamente consistir en preguntarnos hasta qué punto hoy es posible superar las posturas de entonces y alcanzar un consenso que vaya más allá de aquel tiempo. En otras palabras: la unidad exige pasos nuevos y no se realiza mediante artificios interpretativos. Si en su día [la división] se realizó con experiencias religiosas contrapuestas, que no podían hallar espacio en el campo vital de la doctrina eclesiástica transmitida, tampoco hoy la unidad se forja solamente mediante variopintas discusiones, sino con la fuerza de la experiencia religiosa. La indiferencia es un medio de unión tan sólo en apariencia.”
(Card. Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987, pp. 120-121).
Dicho de lenguaje simple, las diferencias existen, e ignorarlas no hará que desaparezcan, punto que trataré a continuación.
¿Estamos hoy en día de acuerdo católicos y protestantes en lo referente a la doctrina de la justificación?
El Papa Francisco aludiendo al acuerdo católico-luterano respecto a la justificación de 1999 declaró en una entrevista que “hoy en día, los protestantes y los católicos están de acuerdo en la doctrina de la justificación”.
Con todo el respeto que se merece el Papa, y comprendiendo que este tipo de declaraciones pueden estar motivadas por la buena intención de buscar un acercamiento entre católicos y protestantes, creo que si somos realistas tenemos que aceptar que la situación es muy distinta. En primer lugar, había que matizar que dicha declaración solamente fue firmada por la Iglesia Católica y la Federación Luterana Mundial. Dicha Federación representa solo un conjunto de iglesias luteranas, las cuales no abarcan ni al 7% del protestantismo y ni siquiera a la totalidad del luteranismo. Es un hecho lamentable pero cierto que el rechazo del acuerdo fue prácticamente total por el resto de las denominaciones cristianas incluyendo las bautistas, metodistas, calvinistas, pentecostales, etc.
Y como hizo notar acertadamente Luis Fernando Pérez en un artículo publicado en Infocatólica, inclusive dentro del propio luteranismo dicho acuerdo fue ampliamente rechazado por cientos de teólogos y por la Iglesia evangélica de Dinamarca (luterana) con un argumento lleno de sentido común: se trata un texto que el propio Lutero habría rechazado, pues se acerca a la doctrina católica sobre la justificación y se aparta del sola fide del ex-monje agustino alemán.
El teólogo protestante José Grau lo explicó de la siguiente manera:
“El llamado acuerdo sobre la justificación de 1999, al igual que las conversaciones que sirvieron de prolegómenos en las dos últimas décadas del siglo XX, hacen con la doctrina de la justificación lo mismo que hizo Trento con el agustinianismo: se acercan semánticamente a Lutero (aunque sin condenarlo por nombre, específicamente, ni tampoco levantar la excomunión vaticana que pesa sobre él). Y así como en Trento la iglesia romana descafeinó a Agustín (nota nuestra: esto es falso), ahora estos luteranos del brazo de los católicos descafeínan a Lutero.
El resultado práctico no es otro que la inutilización de la «dinamita» del mensaje reformado, luterano, protestante y bíblico sobre todo (el Evangelio es poder (dinamita) de Dios para salvación a todo aquel que cree…» Romanos 1:16), anulando la espoleta de las doctrinas de la gracia mediante una terminología teológica que parece del agrado de todos si se lee de corrido, sin profundizar en los conceptos. Unas afirmaciones equilibran a otras de signo diferente, sin entrar casi nunca en el meollo fundamental de la cuestión.
Como escribe Pedro Puigvert, en carta a «La Vanguardia» (5-11-99): «Los católicos no han cedido nada. Porque eso de confesar que la justificación es obra de la gracia de Dios lo han creído siempre, juntamente con la cooperación humana que ahora resulta que también es fruto de la gracia, aunque lo desmienta la Escritura cuando dice: «Al que obra no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino que cree en Aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia» (Romanos 4:5-6). Roma ha ganado la batalla doctrinal. ¡Si Lutero alzara la cabeza! ”
En lo personal me gustaría compartir la apreciación del Papa y creer que verdaderamente los católicos y evangélicos hemos llegado a profesar una misma fe respecto al tema de la justificación, pero la cruda realidad es otra, y es que ni siquiera los propios protestantes están de acuerdo entre ellos en este tema.
¿Tuvo razón Lutero en lo referente a la doctrina de la justificación?
Hoy está de moda dar la razón a Lutero, es políticamente correcto. ¿Creemos católicos y evangélicos ahora que el hombre es justificado por medio de la gracia de Dios?, sí, pero lo mismo lo hemos creído siempre. El problema está cuando se afirma, respecto a las diferencias reales en doctrina que existieron y existen entre la doctrina católica y la luterana, que era Lutero quien tenía razón.
Si la doctrina de Lutero, que fue condenada dogmáticamente por un Concilio Ecuménico y dogmático, resulta que era la doctrina verdadera, mejor apaga y vámonos, porque entonces tendrán razón los protestantes en que no necesitamos ni Papas ni Concilios, si es que como ellos sostienen, se pueden equivocar cuando definen aquello que es dogma de fe.
Y si todo se trata de un gesto diplomático es necesario recordar, como nos han enseñado siempre, que un ecumenismo que no está basado en la verdad no es un verdadero ecumenismo y por más que posemos juntos y sonrientes para la foto no estaremos más cerca unos de otros que hace 500 años.
Autor: José Miguel Arráiz