(Augustinus 35 (1990), 279-297)
Nadie ha puesto jamás en duda la genialidad del pensamiento de San Agustín. Algunos, sin embargo, mantienen que no era ajeno a un toque de pesimismo, especialmente por lo que se refiere a la sexualidad humana, y que la influencia posterior de Agustín – proporcionada a su genialidad – habría marcado la doctrina de la Iglesia, hasta nuestros días, con una ética sexual defectuosa y negativa. Tal juicio – en mi opinión – no es justo ni con San Agustín, ni con la doctrina católica sobre la moral sexual.
Como pasa con cada hombre, las experiencias de su vida dejaron huella en el pensamiento de San Agustín: pero en el maniqueismo de su primera época hay que ver una sombra oscura de la que se había liberado, y no una fuente permanente de pesimismo (cfr. Schmitt, E., Le mariage chrétien dans l’oeuvre de Saint Augustin, Etudes Augustiniennes, Paris, 1983, pp. 107ss). Desde que empezó a caminar a la luz de la Fe, su visión de la realidad fue ganando constantemente en agudeza y profundidad, como consecuencias de sus esfuerzos – en medio de innumerables controversias – por establecer la verdad en un equilibrio entre dos extremos: el maniqueismo, de una parte, y el pelagianismo, de otra.
El ataque maniqueo contra el matrimonio procreativo
Una primera acusación contra la doctrina augustiniana sobre el matrimonio, es que se fijara solo en su dimensión procreativa, con exclusión de otros aspectos.
Es evidente que para Agustín el matrimonio es fundamentalmente una sociedad procreativa. Resulta más fácil entender este énfasis, si se recuerda los principios maniqueos con los que hubo de combatir. Siendo el cuerpo, en la visión dualista de los maniqueos, obra del demonio, la propagación del cuerpo es mala; y el matrimonio, en cuanto medio de la procreación, es también un mal. A la vez, la actividad sexual, con tal de evitar la concepción, es de poca importancia [1], ya que afecta sólo al cuerpo y no al espíritu.
A la posición maniquea de que el matrimonio es malo porque lo es la procreación, el Obispo de Hipona ofrece la tesis contraria: es precisamente la bondad de la procreación la que hace bueno al matrimonio [2]. De ahí se explica su insistencia en la finalidad generativa de la sexualidad (cfr. Covi, D.: “El fin de la actividad sexual según San Agustín” Augustinus 17 (1972), p. 58).
De todas formas, aún cuando la defensa del matrimonio hecha por San Agustín se centre en su finalidad procreadora, es inexacto pensar que no comprenda, según la expresión moderna, el carácter “personalista” de la relación conyugal. Ya en su tratado sobre la Continencia, encontramos una defensa enérgica de la bondad de las diferencias sexuales y de la unión de marido y mujer (De cont. c. 9, n. 23 (PL 40, 364-365)). Especialmente importante en este sentido es la obra “De bono coniugali”, que escribió para refutar la acusación de maniqueismo que Joviniano había formulado contra los católicos. En el primer capítulo expone con claridad la base sobre la que desea asentar la bondad del matrimonio: la condición sociable de la naturaleza humana y el vínculo solidario de la amistad entre los hombres. Sólo después de haber aclarado que la sociabilidad humana encuentra su primera expresión natural precisamente en la sociedad conyugal, indica lo que distingue la relación matrimonial: une al hombre y a la mujer no con mera amistad, sino en una sociedad procreativa [3].
En otros pasajes de la misma obra – siempre dentro de la idea que el matrimonio está fundamentalmente orientado hacia la procreación – se encuentran claros rasgos de lo que puede llamarse un análisis personalista de la unión conyugal. Agustín afirma explícitamente que existen otros fines en el matrimonio, aparte de la procreación, de los que deriva su bondad. “Puede razonablemente preguntarse – escribe – por qué es bueno el matrimonio. A mí me parece que no radica en la sola procreación de los hijos, sino también en la sociedad natural constituida por uno y otro sexo” (“bonum coniugii… cur sit bonum merito quaeritur: Quod mihi non videtur propter solam filiorum procreationem, sed propter ipsam etiam naturalem in diverso sexu societatem” De bono coniug., c. 3, n. 3 (PL 40, 375)). Y describe la mutua fidelidad como “la primera sociedad de los hombres en este mundo visible y perecedero” (“quae prima est humani generis in ista mortalitate societas” c. 6, n. 6 (PL 40, 377)). Insiste en el valor del amor entre marido y mujer, y en cómo el “ordo caritatis” une incluso a aquellos a quienes la edad o la suerte puede haber privado de hijos: “En el verdadero y óptimo matrimonio, a pesar de los años, y aunque entre el hombre y la mujer el ardor de la juventud se haya desvanecido, sigue en pleno vigor, entre esposo y esposa, el orden de la caridad” (“Nunc vero in bono licet annoso coniugio, etsi emarcuit ardor aetatis inter masculum et feminam, viget tamen ordo caritatis inter maritum et uxorem” c. 3, n. 3 (PL 40, 375)). Presenta la fidelidad como un intercambio de mutuo respeto y servicio (“fides honoris et obsequiorum invicem debitorum” ibid), e insiste también que “son santos los cuerpos de los cónyuges cuando guardan fe entre sí y para con Dios” (“Sancta sunt ergo etiam corpora coniugatorum, fidem sibi et Domino servantium” c. 11, n. 13 (Pl 40, 382)). Y, en su tratado posterior sobre la viudez, afirma: “El bien del matrimonio es siempre algo bueno. En otro tiempo, en el pueblo de Dios, era obediencia a la ley, mientras que ahora es remedio de la flaqueza, y, para algunos, consuelo de la naturaleza humana” (“Nuptiarum igitur bonum semper est quidem bonum; sed in populo Dei fuit aliquando legis obsequium; nunc est infirmitatis remedium, in quibusdam vero humanitatis solatium” De bono vid., c. 8, n. 11 (PL 40, 437)).
Los “bona” del matrimonio
Como se desprende de estos pasajes, San Augustín es consciente no sólo de la ordenación procreativa del matrimonio, sino también de su valor unitivo. Ahora bien, en mi opinión, la doctrina agustiniana de los “bona” matrimoniales – “proles”, “fides”, “sacramentum” [4] – debe analizarse no sólo en un contexto meramente institucional (como se suele hacer), sino precisamente también en términos personalistas.
En 1500 años, su penetrante análisis de los “bona” no ha perdido relevancia (cfr. Pereira, B. Alves,: La doctrine du mariage selon saint Augustin, Paris, 1930; Reuter, A., Sancti Aurelii Augustini doctrina de bonis matrimonii, Romae, 1942). No es San Agustín responsable de que éstos fueran posteriormente insertados en (y apropriados por) una comprensión canónica e institucional un tanto estrecha del matrimonio, que puso especial hincapié en el aspecto de obligación que comporta cada “bonum”, y se interesaba principalmente por las consecuencias jurídicas de su exclusión. Me parece indudable que esta preocupación por la obligatoriedad de los “bona” ha contribuido a oscurecer su real bondad. San Agustín no presenta los “bona” principalmente como obligaciones, sino como valores, como bendiciones. “Que estas bendiciones nupciales sean objeto de amor: la prole, la fidelidad, el vínculo irrompible….. Que quien quiere alabar las nupcias, elogie estas bendiciones nupciales” (“In nuptiis tamen bona nuptialia diligantur, proles, fides, sacramentum… Haec bona nuptialia laudet in nuptiis, qui laudare vult nuptias” De nupt. et conc. I, c. 17, n. 19 (PL 44, 424-425); cf. c. 21, n. 23). Para él, cada una de las propiedades esenciales de la sociedad conyugal – la exclusividad, la permanencia, la procreatividad – es un bien que confiere dignidad al matrimonio y demuestra cuán profundamente responde a las aspiraciones innatas de la naturaleza humana, que puede por tanto gloriarse de esta bondad: “Es éste el bien del cual el matrimonio deriva su gloria: la prole, la casta fidelidad, el vínculo irrompible” (“illud esse nuptiarum bonum unde gloriantur nuptiae, id est, proles, pudicitia, sacramentum” De pecc. orig., c. 37, n. 42 (PL 44, 406)).
La bondad y valor de la fidelidad es obvio. “Tu eres único para mí”: es la primera afirmación verdaderamente personalizada del amor conyugal, que es un eco de las palabras que Dios dirige a cada hombre, a través del profeta Isaías: “Meus es tu!” – “Eres mio” (Is. 43, 1). La bondad y valor del vínculo indisoluble resulta también claro: poseer un hogar y un refugio estables; saber que el mutuo pertenecerse ha de durar toda la vida. Todo esto resulta natural y altamente atrayente para la persona humana; sabe que exigirá sacrificio, pero a la vez siente que ese esfuerzo vale la pena. “Resulta natural para el corazón humano aceptar exigencias, incluso cuando resultan difíciles, por amor hacia un ideal, y sobre todo por amor hacia una persona” (Juan Pablo II, Audiencia General, 28 de abril del 1982. cfr. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 1 (1982), p. 1344). Hay, en fin, un valor natural, un bien verdaderamente personalista, en la unión que, por su fecundidad, es capaz de satisfacer el natural deseo de la auto-perpetuación, y de la perpetuación del amor conyugal, en la prole (cfr. la ponencia del autor: “The Goodness of the Bonum Prolis” (presentada durante el “Princeton University Symposium on Humanae Vitae“: 7-12, agosto 1988), en International Review, vol. XII, no. 3 (1988), pp. 181ss).
Vista bajo esta perspectiva, la doctrina agustiniana de los tres “bona” resulta verdaderamente personalista. Si hemos perdido en gran parte esta conciencia tan positiva de los valores fundamentales del matrimonio, si tendemos con demasiada facilidad a considerar lo gravoso, y no lo bueno y lo atrayente, de la unión exclusiva, permanente y fecunda entre el hombre y la mujer, es a nosotros, y no a San Agustín, a quienes hay que achacar un posible pesimismo.
La exaltación pelagiana de la sexualidad
Los escritos de San Agustín sobre la sexualidad y el matrimonio iban dirigidos no sólo contra las opiniones negativas de los maniqueos, sino también contra las demasiado optimistas de los pelagianos. Al tratar de sus obras anti-pelagianas, es no menos importante tener en cuenta la naturaleza y los términos de una controversia en la que San Agustín se proponía defender una comprensión cristiana de la moral sexual contra una exaltación naturalista.
Lo que más nos interesa, en su polémica con los pelagianos, es la naturaleza de la concupiscencia. Los pelagianos sostuvieron que ésta es un bien natural (Contra Jul. Pel. IV, c. 21 (PL 45, 1348)), y que sólo son malos sus excesos (De nupt. et conc. II, c. 19, n. 34 (PL 44, 456)). San Agustín mantiene que es en sí misma una enfermedad o desorden (cfr. De nupt. et conc. II, c. 32, n. 55 (PL 44, 469); Contra Jul. Pel. V, c. 39 (PL 44, 807)) que acompaña al hombre como consecuencia del pecado original.
Agustín considera las imperfecciones del hombre, en su estado actual, a la luz de su primera creación y de su destino eterno. En este punto de su doctrina – y es importante recordarlo – sigue los pasos de San Pablo quien, en su carta a los Romanos, se había quejado tan vivamente de la concupiscencia, fruto del pecado, que le mantenía cautivo, y quien con tanta expresividad manifestaba sus ansias de verse liberado de la ley de pecado que moraba en sus miembros (Rom. 7: 8, 23-24; cf. Gal. 5: 17).
No hay nada de maniqueo en la actitud de San Agustín hacia el cuerpo, pero no por eso ignora que “nuestro cuerpo grava sobre el alma” [5] y, también como San Pablo, anhela la liberación. Es consciente, de modo particular, que la sexualidad está desordenada en relación a su plan original, y añora aquella situación del Paraíso donde el apetito sexual no estaba sujeto a la libido [6], y las relaciones maritales habrían sido posibles sin que el instinto dominara sobre la mente, la voluntad y el amor.
Como Pablo, Agustín no era un hombre que se andase con rodeos. Tal vez por eso es fácil sacar de contexto algunas de sus afirmaciones sobre la concupiscencia. Es precisamente lo que hizo el obispo pelagiano Julián de Eclanum, quien de algún modo merece nuestra gratitud porque el resultado fue la obra de San Agustín, “De nuptiis et concupiscentiis”, donde el afán del Santo para aclarar no pocos aspectos más delicados de su pensamiento nos facilita el captarlo con mayor precisión.
Agustín y el placer sexual
Julián había tergiversado la censura de la concupiscencia hecha por Agustín como si implicara un juicio negativo sobre la atracción entre los sexos, o sobre el placer sexual experimentado en la relación marital. Agustín rechaza enérgicamente la acusación de que él hubiese condenado las diferencias sexuales, su unión o su fecundidad: “Nos pregunta si son las diferencias entre los sexos, o su uníon, o su misma fecundidad, lo que atribuimos al diablo. Respondemos que ninguna de estas cualidades, ya que la diferenciación sexual corresponde a los cuerpos de los padres, mientras la unión entre ellos corresponde a la procreación de los hijos, y su fruto a la benedición otorgada a la institución del matrimonio. Pero todas estas realidades son de Dios…..” (“Vides igitur quemadmodum nos interroget… utrum diversitatem sexuum dicamus ad diabolum pertinere, an commixtionem, an ipsam fecunditatem. Respondemus itaque, nihil horum; quia et diversitas sexuum pertinet ad vasa gignentium, et utriusque commixtio ad seminationem pertinet filiorum, et ipsa fecunditas ad benedictionem pertinet nuptiarum. Haec autem omnia ex Deo…” De nupt. et conc., II, c. 5. (PL 44, 444)). Y más tarde repite que no tiene nada que objetar a la alabanza hecha por Julián (por medio de la cual quisiera ganar a los espíritus menos maduros) “de las obras de Dios; a saber, su alabanza de la naturaleza humana, del semen, del matrimonio, de la unión de los sexos, y de sus frutos: porque todas estas obras son buenas” (“insinuare se nititur cordibus parum intelligentium, laude operum divinorum, hoc est, laude naturae humanae, laude seminis, laude nuptiarum, laude utriusque sexus commixtionis, laude fecunditatis: quae omnia bona sunt” De nupt. et conc. II, c. 26, n. 42 (PL 44, 460)). Cuando Agustín condena la concupiscencia, por tanto, no condena ninguno de estos valores – dados por Dios – de la sexualidad. Ahora bien, hay otro punto que interesa notar. San Agustín deja claro lo que él considera el desorden de la concupiscencia tampoco puede identificarse con el placer sexual.
Conviene hacer especial hincapié en este punto, ya que, en vista del vigor con que Agustín critica a quien se deja llevar por la concupiscencia, un lector superficial podría concluir que está criticando la búsqueda del placer en la unión conyugal. Una lectura más atenta muestra que no es así.
En un pasaje del “De bono coniugali” en el que compara la nutrición y la generación, había insistido en que el placer sexual, temperada y racionalmente buscado, no es ni puede ser concupiscencia [7]. En otro lugar, opone el placer lícito del abrazo conyugal con el placer ilícito de la fornicación [8]. En su controversia con Julián, aclara que no es el placer lo que critica, “ya que el placer también puede ser honesto” (“quia potest voluptas et honesta esse…” De nupt. et conc. II, c. 9, n. 21 (PL 44, 448)). Además, se declara contento de que Julián admita que el placer puede ser tanto lícito como ilícito [9].
Hay un pasaje de especial interés que manifiesta la manera metódica en la que responde a su adversario, sin permitirle que le atribuya afirmaciones que no ha hecho o posturas que no sostiene. Está de acuerdo con la enumeración juliana de los aspectos de la relación sexual que, siendo parte de la creación divina, merecen alabanza; pero no está dispuesto a conceder más. Cuando Julián afirma – como si Agustín lo hubiera negado – que el trato sexual conyugal, con sus aspectos de intimidad, de placer, y de seminación, son de Dios y deben ser alabados, Agustín señala estos “argumentos” – dixit “cum calore”; dixit “cum voluptate“; dixit “cum semine” – que no hacen al caso, ya que Agustín está plenamente de acuerdo en que se trata de realidades buenas dadas por Dios. Pero – añade – Julián, al afirmar todo esto (intentando marcarse puntos que yo nunca he puesto en duda), no menciona precisamente lo que digo es malo en ese trato conyugal: la concupiscencia carnal o libido [10].
Antes de considerar más detenidamente lo que San Agustín entiende por concupiscencia carnal, vale la pena recordar los puntos principales que hemos establecido hasta ahora. Los bienes esenciales del matrimonio – la prole, la fidelidad, el vínculo irrompible – son vigorosamente defendidos por San Agustín, que los presenta como bendiciones de estado matrimonial. También insiste sobre la bondad de las diferencias sexuales, y de la intimidad y del placer de la cópula conyugal: realidades todas dadas por Dios. El desorden que quiere señalar se encuentra en el apetito sensible (que también es bueno en sí (Op. imperf. c. Jul. IV, c. 29 (PL 45, 1353))), y se hace notar de modo particular en el campo de la sexualidad. Sus reservas por tanto, versan no sobre la bondad del matrimonio, sino sobre la fuerza y el efecto de la “libido” o “concupiscentia carnis” que, afirma, “no es un bien procedente de la esencia del matrimonio, sino un mal, consecuencia del pecado original” (“Non est enim ex naturali connubio veniens bonum, sed ex antiquo peccato accidens malum” De nupt. et conc. I, c. 17, n. 19 (PL 44, 425)).
La concupiscencia en el matrimonio
Entonces, ¿qué es para San Agustín la concupiscencia carnal si no es el placer de la cópula sexual (Y si, por tanto, tampoco es el deseo racional del placer)? Es aquella “desobediencia de la carne”, por la que la voluntad humana “ha perdido hasta el imperio que le es propio sobre sus propios miembros” [11]: “aquel apetito carnal que obliga al hombre a buscar sensaciones, por el placer que proporcionan, tanto cuando el espíritu consiente a ello como cuando se opone” (“Libido autem sentiendi est, de qua nunc agimus, quae nos ad sentiendum, sive consentientes mente, sive repugnantes, appetitu carnalis voluptatis impellit” Contra Iul. Pel. IV, c. 14, n. 65 (PL 44, 770)). Es ese aspecto desordenado del deseo sexual que se desgaja de la voluntad del hombre y del ordenamiento racional del apetito sexual: que hace que experimente el deseo sexual en momentos cuando es imposible o ilícito satisfacerlo; que confunde su sentido moral, inspirándole acciones que su mente reprueba: comportamientos que habrían de ser juzgados “non concupiscendo, sed intelligendo” (Op. imperf. c. Jul., IV, 69 (PL 45, 1379)). En una palabra, la concupiscencia es la tendencia asoladora de buscar el placer con independencia de la razón o de la voluntad [12].
Seguramente pocos se habrían enfrentado a San Agustín si se hubiese contentado con poner, como ejemplos de la concupiscencia, el fenómeno de la fornicación o el del adulterio. Pero ni podemos ni queremos callar el hecho de que habla de la concupiscencia dentro del matrimonio mismo, en el ejercicio de las relaciones conyugales. Una de las ideas que repite a menudo es que, incluso en el uso lícito del matrimonio, un mal está presente, un mal que los cónyuges castos emplean bien (cf. De nupt. et conc. II, c. 21, n. 36 (PL 44, 457); De pecc. orig. c. 37, n. 42 (PL 44, 406); De cont. c. 12, n. 27 (PL 40, 368); Contra Iul. Pel. V, c. 16, (PL 44, 819), etc. cf. St. Thomas Aquinas, Suppl., q. 41, art. 3 ad 4).
Para algunos esta sola idea basta para justificar la afirmación de que San Agustín mantiene una postura maniquea en relación a la sexualidad. Sin embargo, considero que puede demostrarse no sólo que su tesis es genuinamente cristiana, sino que contiene verdades de gran perspicacia y utilidad para la orientación tanto de los casados como de los célibes.
Una parte del argumento de San Agustín consiste en que nadie tiene vergüenza de lo que es totalmente bueno (“cum debeat neminem pudere quod bonum est” De nupt. et conc. II, c. 21, n. 36 (PL 44, 457)), y se sirve de este punto para demostrar que algún elemento de desorden acompaña el acto conyugal. Razona que, aun cuando a todos les resulta conveniente cumplir sus acciones honestas a la luz del día, no es éste el caso del acto conyugal que – siendo honesto – los cónyuges tendrían vergüenza de realizar en público: “¿Y cómo es esto así, si no porque aquello que por su naturaleza es honesto, se realiza de tal manera que le acompaña una vergüenza derivada de la penalidad del pecado?” (“Unde hoc, nisi quia sic geritur quod deceat ex natura, ut etiam quod pudeat comitetur ex poena?” De civ. Dei, XIV, c. 18 (PL 41, 427); cfr. Contra duas Ep. Pelag. I, c. 16, n. 33 (PL 44, 565). Algunas expresiones menos exactas de Agustín al hablar de la concupiscencia, que parecen sugerir que implica cierta culpa personal, son corregidas por Santo Tomás de Aquino, quien enseña claramente que la concupiscencia permanece en nosotros como un defecto (‘poena’) que acompaña nuestro estado caído, y no como una falta moral (‘culpa’): “non est malum culpae, sed poena tantum, quae est inobedientia concupiscentiae ad rationem” (Suppl. q. 49, art 4 ad 2)).
¿Cómo es que los esposos, que no tienen inconveniente en expresar públicamente su mutuo cariño por medio de una mirada o de una sonrisa, se avergonzarían de realizar el acto conyugal delante de los demás, incluso – el ejemplo es también de San Agustín – delante de sus propios hijos?
La explicación se halla en parte en el índole imperioso del impulso sexual, a raíz del cual un elemento ambivalente entra incluso en la sexualidad conyugal [13]. La ambigüedad aparece en el mismo acto conyugal: en el hecho que lo que debe ser un acto total de amor puede ser sólo un acto de egoísmo: lo que debe ser la máxima expresión física de la auto-donación y de la entrega al otro – llena por tanto de delicadeza – puede reducirse a un acto esencialmente centrado en sí y empeñado en satisfacer un poderoso impulso hacia el mero placer físico.
Los cónyuges que se aman sinceramente no tienen dificultad para reconocer este elemento que – dentro de su relación mutua – pide purificación. Sienten la necesidad de moderar y refrenar la fuerza que les atrae, de tal modo que puedan unirse en un acto que sea de verdadera donación mutua y no de mera conquista simultánea. No pueden por tanto abandonarse demasiado ligeramente a la intimidad, ya que en ella son puestos a la prueba, al menos ante sus proprios ojos. Es natural y lógico que no quieran someter esa prueba al escrutinio de los demás.
Hay que tener también en cuenta que el impulso sexual, además de ser imperioso, tiende a ser indiscriminado; fácilmente se desconecta del amor, atrayendo a la persona en una dirección que el amor no puede o no debe seguir. Podría ser el caso, por ejemplo, de la persona célibe que se siente poderosamente atraída hacia el marido o la mujer de un amigo. No por casarse quedan eliminadas estas dificultades. Una persona casada también puede de pronto ser tentada por un deseo sexual – no buscado y sin embargo quizá aparentemente incontrolable – hacia una tercera. Dentro de la misma vida matrimonial, entre marido y mujer, el deseo puede sobrevenir en un momento en el que no se puede satisfacer, o puede derivar hacia una dirección que no es lícito seguir. El marido que ama a su mujer puede encontrarse a veces en este trance. Es consciente que su mujer no desea tener relaciones sexuales, y sin embargo, él sí; o, para decirlo con más exactitud, su instinto las desea. Quisiera tener la tendencia sexual más sometida a la voluntad, al control de la razón; pero experimenta que su instinto no obedece tan fácilmente. El debe sobreponerse a él y hacer que se someta. Esta dificultad, “esta lucha entre la voluntad y la libido” (“hanc voluntatis et libidinis rixam” De civ. Dei XIV, c. 23, n. 3 (PL 41, 431)), esta presencia amenazadora – también dentro del matrimonio – del egoísmo sexual constituye el mal de la concupiscencia que, según San Agustín, los casados deben aprender a usar bien.
Castidad conyugal
Este desorden de la concupiscencia, que en nuestro estado actual acompaña al bien del matrimonio, es redimido por la virtud de la castidad. Cabe condensar el pensamiento de San Agustín a este respecto en una sola frase, en la que distingue “la bondad de las nupcias del mal de la concupiscencia carnal, que la castidad conyugal usa bien” (“nuptiarum bonum a concupiscentiae carnalis malo, quo bene utitur pudicitia coniugalis” De nupt. et conc. II, Prefacio (PL 44, 435-436); cf. Op. imperf. c. Jul. Preface (PL 45, 1049)).
Lo que la castidad conyugal significa para Agustín se desprende de sus comentarios en torno al relato – del libro de Génesis – que nos narra el comportamiento de Adán y Eva antes y después de la caída. Antes, estaban desnudos y, sin embargo, no sintieron vergüenza (Gen. 2, 25): “no porque no pudiesen ver, sino porque al contemplar sus miembros no sintieron nada de lo que avergonzarse” (“non quia non videbant, sed quia nihil unde confunderentur in membris senserant, quae videbant” De nupt. et conc. I, c. 5, n. 6 (PL 44, 417)). En aquel estado de naturaleza íntegra, Adán y Eva no experimentaron nada desordenado – ningún elemento de egoísmo – en la atracción conyugal entre ellos. Las ocasiones de tener relaciones maritales habrían sido determinadas no por el mero instinto, sino por su inteligencia y voluntad, y habrían correspondido plena y connaturalmente al propio sentido de donación mutua en el ejercicio del poder procreador. “Si ningún pecado hubiera precedido, el hombre habría sido engendrado por los órganos de generación, no menos obedientes que los demás miembros a una voluntad tranquila y ordenada” (“…si peccatum non praecessisset, tranquilae voluntati obedientibus sicut caetera membra genitalibus, seminaretur homo” De nupt. et conc. II, c. 7, n. 17 (PL 44, 446); cf. ibid. c. 22, n. 37; c. 31, n. 53).
San Agustín subraya la reacción de nuestros primeros padres cuando, después de pecar, descubrieron que el deseo sexual parecía haberse desgajado de la conyugalidad: la vergüenza les hicieron cubrir sus miembros, y se vistieron. Es importante señalar que, pese a que fuesen marido y mujer y se encontrasen solos, fue entre los dos – en su relación mutua – que la vergüenza se hizo presente. No se trataba de vergüenza de ser marido y mujer, ni era tampoco vergüenza de dar expresión a su cariño conyugal; versaba sobre un elemento nuevo que amenazaba la pureza que habían experimentado en su relación original.
Como efecto de la concupiscencia el hombre y la mujer se quedan demasiado absorbidos por los aspectos físicos de la sexualidad y por su atracción exterior. Resulta entonces más difícil alcanzar, “ver” y comprender el sentido interior, la verdadera sustancia y auténtico valor de las diferencias y de la complementariedad sexuales. Nuestros primeros padres, en el estado de la primitiva creación, tenían una visión más profunda y más plena. Cada uno estaba en condiciones de contemplar la desnudez del otro con tranquilo gozo, sin que la atracción o la comprensión sexual – el enriquecimiento sexual – fuese turbado por un impacto corporal excesivo. El acto de cubrir su desnudez tras la caída fue una reacción natural dirigida a defender la claridad de su visión, su capacidad de contemplar la recíproca sexualidad en la plenit
ud de su significación “esponsal”, sin correr el riesgo de ser cegados por su aspecto físico tan sólo (cfr. Juan Pablo II, Audiencia General, 2 de enero 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), p. 11-15).
En la reacción de Adán y Eva se descubre la “pudicitia coniugalis”: una cierta modestia o reserva entre marido y mujer nacida de su vigilancia ante aquello que no honra el misterio de su reciproca sexualidad y no actúa conforme a las leyes que su razón descubre en ella; una tendencia que es tentación de usar, y no respetar, al otro. Adán y Eva dan un primer ejemplo de la castidad conyugal, tomando precauciones para preservar su mutuo amor del egoísmo de aquel instinto “que no obedece con prontitud a la voluntad ni siquiera de los cónyuges castos” (“ita ut ipsis quoque pudicis ad nutum non obtemperet coniugatis” De nupt. et conc. II, c. 35, n. 59 (PL 44, 472)).
La acción de Adán y Eva ejemplifica aquel sentido de vergüenza que, dada el estado actual de nuestra naturaleza, es ahora natural a todos los hombres [14]. Su acción puede también servir de clara lección: si los casados no observan una cierta moderación en sus relaciones conyugales, pueden minarse tanto el mutuo respeto que debe caracterizar su amor como la auténtica libertad con la que su recíproca donación esponsal debería efectuarse [15].
La tradición católica y el mal uso del cuerpo
Como es evidente, la castidad no tiene sus aplicaciones sólo en la vida matrimonial. Si se buscara un paralelo a la experiencia de Adán y Eva, quizá podría encontrarse en la de una pareja adolescente en quienes la primera atracción de un amor completamente idealista de pronto deja paso a la conciencia del elemento turbador de la carne. Es preciso reconocer entonces que esta nueva atracción también es natural, a la vez que se descubre que no es buena en todos sus aspectos. Al igual que unos novios que se preparan al matrimonio pueden tener la convicción de que no todo es bueno en el instinto que les arrastra tan poderosamente; y pueden mantener esta convicción aun cuando reconozcan la bondad de la unión a la cual les atrae. No es malo sentir la atracción de esa union; pero no es bueno dejarse arrastrar a ella en contra de la conciencia.
Gran parte de la actual “educación sexual” parece querer convencer a los jóvenes de que no existe un uso bueno y otro malo de la sexualidad, cualquier uso del cuerpo siendo de hecho indiferente. San Agustín, con toda la tradición moral católica, insiste que es precisamente porque el cuerpo es bueno, que se puede hacer mal uso de él. Así, en un pasaje típico, compara el uso virtuoso del mal de la ‘libido’ (es decir, el uso ordenado de la sexualidad a pesar del desorden de la concupiscencia), por parte de los casados, y el uso malo del bien del cuerpo por parte de los impúdicos [16]. La concupiscencia amenaza constantemente con dominar tanto a los casados como a los solteros; es necesario, como dice Agustín, que “los castos la dominen” (“… de libidine imperiosa impudicis, domanda pudicis” De nupt. et conc. II, c. 35, n. 59 (PL 44, 471). Santo Tomás de Aquino enseña que la continencia “importat resistentiam rationis ad concupiscentias pravas” (II-II, q. 155, art. 4)); siendo la castidad además un don de Dios (“…donum esse, et hoc a Deo” De bono vid. c. 4, n. 5 (PL 40, 433); cf. De nupt. et conc. I, c. 3, n. 3 (PL 44, 415)).
Se ejerce hoy una presión constante sobre la juventud para que actúe como si la inmodestia, y no la modestia, fuera lo natural; como si un hombre y una mujer, o un chico y una chica, no sintiesen un reproche natural ante determinadas maneras de hablar, o de vestirse, o de comportarse; como si la pasión nunca fuera egoísta y calculadora, con la consiguiente obligación de juzgarla como tal, y de oponerle resistencia. Todo esto lleva, a través de un progresivo embotamiento del sentido moral, a una situación antinatural e inhumana en la que el ambiente reinante, entre los sexos, es de suspicacia, recelo o miedo, donde la falta de respeto actúa como un poderoso factor de inhibición en el efectivo desarollo y maduración del amor.
La conciencia de que un elemento egoísta está presente en el campo de la sexualidad, no es el resultado de una determinada formación religiosa. Al contrario, es natural que cada uno tenga conciencia de este problema (cfr. Thonnard, F.-J.: “La notion de concupiscence en philosophie augustinienne”, Recherches Augustiniennes 3 (1965), p. 95), lo mismo que es natural que cada uno sea consciente de ese desequilibrio en su propia naturaleza que los cristianos tradicionalmente han llamado pecado original, y que provoca “deseos contra los que también los fieles han de dar batalla” (“operatur desideria, contra quae dimicant et fideles” Contra Jul. Pel. II, c. 3, n. 5). La Iglesia no es pesimista cuando insiste en que hay que luchar contra las malas tendencias de la naturaleza caída; esto es realismo. Sería pesimismo afirmar que no es posible vencer en la lucha. La Iglesia proclama que podemos ser victoriosos: con Cristo (“Todo lo puedo en Aquel que me conforta” Fil. 4, 13), pero no sin El. Sería, en cambio, una forma de pelagianismo afirmar que no existe batalla en este campo.
Los fieles reconocen sin gran dificultad las verdades que subyacen la doctrina de la Iglesia. Preferirían, sin duda, que no hubiese necesidad de luchar (“Nullus quippe sanctorum est, qui non velit facere ne caro adversus spiritum concupiscat” Op. imperf. contra Iul. VI, c. 14 (PL 45, 1531)); pero, ante la inevitabilidad de la batalla, agradecen orientación positiva sobre esta guerra que todos debemos librar, y sobre los medios espirituales que se nos ofrecen (la oración y los sacramentos, en particular) para no salir derrotados en la lucha, o para remediar las derrotas que pueden sobrevenir, y asegurar así la victoria definitiva.
Conocimiento sexual y verdad
El espacio no permite más que una breve referencia a otra cuestión que ocupó a San Agustín (aunque desde un ángulo netamente distinto del que exponemos aquí): por qué Adán y Eva (como parece) no tuvieron relaciones sexuales en el Paraíso (cfr. Santo Tomás: Prima Pars, q. 98, art. 2 ad 2). Sólo fue después de la caída que – de acuerdo con el término bíblico – se conocieron (cfr. Gen. 4, 1). El término que usa la Biblia es de gran expresividad y podría dar pie a interesantes reflexiones de carácter pastoral y ascético.
El derecho canónico pone el consentimiento personal en el centro de la constitución de la alianza matrimonial, e insiste que ningún poder humano puede suplir este consentimiento (c. 1057 § 2). No parece necesario postular que el poder divino – la Voluntad de Dios – habría reemplazado el consentimiento humano de Adán y Eva. Parece razonable suponer más bien que ellos – al darse cuenta que habían sido creados por Dios para ser marido y mujer – aceptaran y ratificaran con gozo esta divina elección. Si en el Paraíso, sin embargo, no tuvo lugar ningún trato sexual entre ellos, fue sin duda porque no estaban todavía “preparados para ello”; se encontraban, por decirlo así, todavía en el período de los esponsales, en el proceso de llegar a conocerse como esposos; y la cópula marital – en cuanto pone en juego la plenitud de la auto-donación, de la auto-revelación, del conocimiento conyugales – no habría aún tenido sentido [17].
La tendencia hacia la unión sexual cuando ésta “no tiene sentido” es la expresión práctica de la concupiscencia carnal, presente en los solteros y en los casados. Para quienes no están unidos en matrimonio, la cópula no tiene ningún sentido: ellos no pueden hacerse mutamente partícipes del conocimiento esponsal que está implícito en la cópula, que se convierte por tanto en un acto sin sentido. En el caso de marido y mujer, la cópula tiene sentido; pero lo tiene plenamente sólo si el acto constituye una ratificación de la orientación procreativa de la relación conyugal. Por eso el trato sexual conyugal contraceptivo es un sin sentido; “contradice la verdad del amor conyugal” (Juan Pablo II, Allocutio, 17 septiembre 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 2 (1983), p. 563), y es prueba del dominio de la concupiscencia carnal. Por eso también la cópula marital restringida a los períodos infértiles, sin suficiente causa, tiene poco sentido, mientras que la restricción de la cópula a esos períodos, con suficiente causa, tiene sentido, y demuestra el dominio de la razón sobre el instinto.
La imperfección del trato sexual conyugal non-procreativo
¿Qué debe pensarse de la opinión de San Agustín, frecuentemente expresada, que el trato sexual conyugal está justificado sólo si es realizado con la intención de que sea procreativo, y que tiene un elemento de imperfección o de falta venial, si se realiza en la búsqueda del solo placer [18]? Agustín se basa en I Cor. 7, 5-7, donde San Pablo aconseja a los cónyuges que no se abstengan demasiado tiempo de las relaciones maritales, y añade que esto lo dice “secundum veniam” (en la Vulgata se lee “secundam indulgentiam”). Ya que Pablo evidentemente está hablando de lo que se les puede permitir a los casados, cabe, desde luego, discrepar de la exégesis de Agustín según la cual les estaría imputando un pecado. Me parece que la diferencia de acento, entre Pablo y Agustín, pero a la vez la estrecha conexión entre el pensamiento de uno y de otro, se ve en la tesis de que el buscar la cópula conscientemente desconectada de su finalidad procreativa es, para los esposos, egoísmo excusable (Pablo), pero, con todo, egoísmo (Agustín), y, en este último sentido, una falta venial.
Hoy en día es sin duda difícil defender esta tesis, que parece dejar de lado el aspecto de “humanitatis solatium” del matrimonio. Algunos quizá la rechazarían alegando que pasa por alto el poder y la función unitivos que tiene, en sí, el acto conyugal. Vale la pena detenerse en este punto.
Agustín, si viviese hoy (y el Aquinate, con él), quizá nos insistiría en la doctrina esencial de la Humanae Vitae – que el aspecto unitivo y el procreativo del acto conyugal son inseparables – y nos invitaría a ponderar si realmente cabe afirmar que la cópula tiene un sentido unitivo, “en sí”, o sea, sin referencia a su función procreadora. Si la Humanae Vitae dice que los dos aspectos o significaciones del acto son inseparables, ¿no implica que la exclusión del sentido procreativo – incluso en un nivel puramente intencional – frustra la singular capacidad del acto de expresar y efectuar la unión conyugal? En términos humanos, el significado de “tú eres mi esposo”, es: “tú eres único para mí; y la prueba de tu singularidad está en el hecho de que contigo, y solo contigo, estoy dispuesto a compartir mi poder procreativo”. La función y el sentido unitivos del acto conyugal consiste precisamente en este compartir la procreatividad recíproca; no puede identificarse ningún otro elemento en el acto que lo haga ser verdaderamente expresivo de la singularidad de la relación conyugal [19].
Si los esposos no buscan, de modo consciente, la experiencia unitiva de compartir su procreatividad complementaria, ¿Qué es si no el placer (divorciado del sentido) lo que buscan? No digo que hagan mal al buscar este placer; pero sugiero que este compartir sólo el placer es un sustituto imperfecto (y no-conyugal) de la experiencia verdaderamente unitiva que implica el trato sexual abierto a la vida.
La castidad conyugal se basa necesariamente en la comprensión y el respeto de la orientación procreativa del acto conyugal. San Agustín señala cómo la concupiscencia es templada por el “parentalis affectus”. “Al ardor de la voluptuosidad”, dice, “se le añade una cierta gravedad y sentido profundo cuando el hombre y la mujer consideran que la unión conyugal tiende a convertirles en padre y madre” (“Intercedit enim quaedam gravitas fervidae voluptatis, cum in eo quod sibi vir et mulier adhaerescunt pater et mater esse meditantur” De bono coniug., cap. 3 (PL 40, 375). La “gravitas” de este pasaje parece claramente referirse también al sentido profundo del acto, máxime si consideramos que San Agustín está hablando de los esposos que meditan sobre la finalidad natural del acto que realizan). Vemos de nuevo que no dice nada contra el placer, pero insiste en cómo debe reflexionarse sobre el sentido que subyace a un acto tan placentero como la cópula [20].
La insistencia de San Agustín en que el trato sexual conyugal sólo es racional si está abierto a la procreación puede parecer, a primera vista, que descuida el factor personalista de la sexualidad. Un análisis más atento, sin embargo, debe llevarnos a plantear la cuestión de si puede haber un verdadero personalismo conyugal que sea anti-procreativo; de si la sexualidad, deliberadamente separada de su orientación procreadora, posee un sentido conyugal racional y personalista.
Somos libres para discrepar con San Agustín o con Santo Tomás. Sin embargo, cabe preguntarse si no existe hoy una tendencia a enseñar a los casados que no hay nada que necesite ser moderado en su relación física, que no tienen por qué tener en cuenta ese elemento egoísta, dentro de la sexualidad, que es capaz de minar su amor mutuo. Un auténtico servicio pastoral hacia las personas casadas debería lógicamente ayudarles a reflexionar sobre ese potencial egoísmo que puede estar presente en sus relaciones íntimas, y que tiende a hacerse más presente en la medida en que el acto conyugal es separado deliberadamente de su orientación procreativa. En la enseñanza de San Agustín, la castidad conyugal mantiene a los esposos más acá del “limes mali” (cf. Contra Jul. Pel. IV, c. 8, n. 49 (PL 44, 763)), la frontera del mal: si se va más allá, se entra en el área de la culpa moral.
En otro artículo (“The Inviolability of the Conjugal Act”, loc. cit, pp. 163-164), he sugerido que parece inadecuado querer explicar el placer del acto conyugal exclusivamente en función de su finalidad procreativa. Parece lógico afirmar que la abundancia de placer en el acto habría de corresponder al sentido gozoso de la mutua entrega y posesión conyugal. Forma parte de mi argumento, sin embargo, que se destruyen estos valores personalistas, naturalmente presentes en el acto conyugal, si se desnaturaliza deliberadamente el acto por medio de la contracepción. Si los cónyuges permiten que el placer les importe demasiado, corren el riesgo de tomar antes de dar, y de perder así el sentido de su entrega mutua. La castidad conyugal les ayudará a dar prioridad a los valores verdaderamente personalistas y a tenerlos presentes: la reafirmación, por medio del acto conyugal, de su relación esponsal, que se hace viva en este compartir una procreatividad abierta a la vida. Estas miras más altas expresan y mantienen su buena voluntad. Entonces, como afirma Agustín, la buena voluntad de los esposos conduce y ennoblece el placer subsiguiente (que buscan y experimentan), pero su buena voluntad no se deja dominar por ese placer [21].
¿Neo-dualismo?
Quizá en los comienzos del siglo XX los cristianos tuvieron que librarse de un cierto puritanismo en materia sexual (aunque hay que reconocer que éste fue un problema peculiarmente protestante). No es ése, evidentemente, el problema actual. No está de más recordar, con esta perspectiva, que San Agustín tuvo primero que defender el matrimonio y la sexualidad de la tendencia maniquea a despreciarlos; y más tarde hubo de ampararlos contra la tendencia pelagiana a tratarlos como si no encerrasen es sí ningún elemento delicado o problemático.
Parece que nos hemos distanciado de los elementos semi-maniqueos, presentes en el puritanismo o en el jansenismo. La posición de Augustìn – firmemente mantenida en un justo medio (cfr. De nupt. et conc. II, c. 3, n. 9 (PL 44, 441); Contra duas Ep. Pelag. II, c. 2, nn. 2-4 (PL 44, 572-573); Op. imperf. c. Jul. III, c. 177 (PL 45, 1321), etc) – puede advertirnos, en cambio, de los peligros provenientes de un neo-pelagianismo, que sugiere que nada está mal, dentro de la sexualidad, que nada requiere control en ese campo.
San Agustín se dió probablemente cuenta de algo que nosotros haríamos bien en ponderar (cfr. Op. imperf. c. Jul. VI, c. 14 (PL 45, 1529). La posición que niega que la sexualidad presenta una especial dificultad, puede terminar por negar que encierra una particular bondad. Si el pelagianismo (o el neo-pelagianismo) no toma en cuenta el potencial egoísmo del instinto sexual, entonces – a pesar de su aparente exaltación de la sexualidad – puede acabar por provocar una reacción cuasi-maniquea, que convierta al sexo en algo fútil. No faltan manifestaciones a este respecto en la actual desvalorización del matrimonio y de la procreación. La sexualidad, privada de misterio y de significación, de importancia y de dificultad, está siendo separada tanto del orden de la realidad como del de la gracia. Está siendo presentada bajo una luz cada vez más despersonalizada y deshumanizada, como una actividad meramente corporal o fisiológica, en la que el hombre puede participar sin comprometer su espíritu. El dualismo presente en esta postura es profundamente anti-humano y anti-cristiano.
Fuente: cormacburke.or.ke
NOTAS
[1] “¿No sois vosotros quienes consideráis la procreación de los hijos como algo aún más criminal que la misma cohabitación?”: “nonne vos estis que filios gignere, eo quod animae ligentur in carne, gravius putatis esse peccatum quam ipsum concubitum?” De moribus Manich. c. 18, n. 65 (PL 32, 1372).
[2] “Non enim concubitum, sed ut longe ante ab Apostolo dictum est (I Tim. 4, 3), vere nuptias prohibetis, quae talis operis una est honesta defensio” De moribus Manich. c. 18, n. 65 (PL 32, 1372). cfr. Contra Faustum Manich., lib. 30, c. 6 (PL 42, 494).
[3] “Sociale quiddam est humana natura, magnumque habet et naturale bonum vim quoque amicitiae… Prima itaque naturalis humanae societatis copula vir et uxor est… Consequens est connexio societatis in filiis, qui unus honestus fructus est, non coniunctionis maris et feminae, sed concubitus. Poterat esse in utroque sexu, etiam sine tali commixtione… amicalis quaedam et germana coniunctio” De bono coniug., c. 1 (PL 40, 373).
[4] De bono con. c. 24, n. 32 (PL 40, 394); De nupt. et conc. I, c. 17, n. 19 (PL 44, 424); De Gen. ad litt., lib. IX, cap. 7, n. 12 (PL 34, 397); De pecc. orig., c. 34, n. 39 (PL 44, 404); De sancta virginitate, c. 12, n. 12 (PL 40, 401).
[5] comentando Rom. 7, 24: “Ubi quid intellecturi sumus, nisi quia corpus quod corrumpitur, aggravat animam?” De nupt. et conc. I, c. 31, n. 35 (PL 44, 433).
[6] De nupt. et conc. I, c. 27, n. 30 (PL 44, 431); De civ. Dei XIV, c. 23, c. 24 (PL 41, 430sq); Contra Jul. Pel. III, c. 25, n. 57 (PL 44, 731-732); De Gen ad litt. IX, c. 10, n. 18 (PL 34, 399).
[7] “et utrumque non est sine delectatione carnali, quae tamen modificata, et temperantia refrenante in usum naturalem redacta, libido esse non potest” De bono con. c. 16, n. 18 (PL 40, 385).
[8] “Delectant coniugales amplexus: delectant etiam meretricum. Hoc licite, illud illicite”. Sermo 159, c. 2, n. 2 (PL 38, 868-869).
[9] “Satis est nobis, quod confitearis aliam esse illicitam, aliam licitam voluptatem. Ac per hoc mala est concupiscentia quae indifferenter utrumque appetit, nisi ab illicita voluptate licita voluptate frenetur” Contra Jul. Pel. VI, c. 16, n. 50 (PL 44, 852); cf. ib. IV, c. 2, n. 7 (PL 44, 739).
[10] “«Ista», inquit, «corporum commixtio, cum calore, cum voluptate, cum semine, a Deo facta, et pro suo modo laudabilis approbatur» … Dixit «cum calore»; dixit «cum voluptate»; dixit «cum semine»: non tamen dicere ausus est, Cum libidine: quare, nisi quia nominare erubescit, quam laudare non erubescit?” De nupt. et conc. II, c. 12, n. 25 (PL 44, 450).
[11] “…etiam in membra propria proprium perdidisset imperium” De nupt. et conc. I, c. 6, n. 7 (PL 44, 418); cf. De Gen. ad litt. IX, c. 10, 16ff (PL 34, 398).
[12] Parece más acertado describir la concupiscencia como “un manque de contrôle de la raison et de la volonté sur les mouvements des organes sexuels” (Schmitt, E.: op. cit. p. 95), que sencillamente como “the passionate, uncontrolled element in sexuality” (Bonner. G.: St Augustine of Hippo, Canterbury Press, 1986, p. 375). Las pasiones del hombre forman parte de su naturaleza, también en su estado original. El elemento que caracteriza la concupiscencia no es el pasional, sino la falta de control.
[13] Que hay algo que debe purificarse, en la sexualidad conyugal, es una verdad expresamente recordada por el Concilio Vaticano II cuando habla de cómo “el Señor se ha dignado sanar este amor” – también en sus expresiones físicas – “perfeccionarlo y elevarlo” (Gaudium et Spes, n. 49; cf. Familiaris Consortio, n. 3). La gracia divina es necesaria para sanar las heridas de la concupiscencia sexual: cfr. Thonnard, F.-J.: “La morale conjugale selon saint Augustin” Revue des Etudes Augustiniennes 15 (1969), p. 131.
[14] “Hoc pudoris genus, haec erubescendi necessitas certe cum omni homine nascitur, et ipsis quodammodo naturae legibus imperatur, ut in hac re verecundentur etiam ipsa pudica coniugia” Contra Duas Ep. Pelag. I, c. 16, n. 33 (PL 44, 565).
[15] “… aquella libertad interior del don, que por su naturaleza es explícitamente espiritual y depende de la madurez del hombre interior. Esta libertad presupone una tal capacidad de dirigir las reacciones sensuales y emotivas que haga posible la donación de uno al otro, en base a la madura posesión de sí mismo …” Juan Pablo II, Audiencia General, 7 noviembre 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984), p. 1174-1175.
[16] “bonum opus est bene uti libidinis malo, quod faciunt coniugati, sicut e contrario malum opus est, male uti corporis bono, quod faciunt impudici” Contra Jul. opus imperf. 5, 12 (PL 45, 1143).
[17] Si se supone – aunque esta tesis no está libre de dificultades – que sólo en un momento ulterior consintieron en ser marido y mujer, la cuestión es todavía más clara: la cópula – el acto de conocimiento conyugal – cuando todavía no había intervenido su consentimiento a ser esposos, no habría tenido sentido en absoluto.
[18] “Numquid hoc non est peccatum, amplius quam liberorum procreandorum necessitas cogit, exigere a coniuge debitum? Est quidem peccatum, sed veniale” Sermo 51, c. 13, n. 22 (PL 38, 345); cfr. De bono con. c. 6, n. 6 (PL 40, 378); De nupt. et conc. I, c. 14, n. 16 (PL 44, 423); Contra Jul. Pel. V, c. 16, n. 63 (PL 44, 819); Op. imperf. c. Jul. I, 68 (PL 45, 1091), etc. Hay que observar que Santo Tomás de Aquino enseña lo mismo: II-II, q. 154, art. 2 ad 6; Suppl. q. 49, art. 5; cfr. q. 41, art. 4.
[19] cfr. el estudio del autor, “The Inviolability of the Conjugal Act” en Creative Love (Findings of the San Francisco Conference on Human Reproduction: July 1987), Christendom Press, 1989, pp. 151-167; fue publicado también, bajo el título de “Marriage and Contraception”, en L’Osservatore Romano (Ed. inglesa) 10 octobre 1988, pp. 7-8.
[20] Santo Tomás indica que el defecto de la cópula conyugal no está en la intensidad del placer que la acompaña (y que él defiende), sino en el hecho que este placer no sigue la guía de la razón: Suppl., q. 49, art. 4 ad 3.
[21] “bona voluntas animi, sequentem ducit, non ducentem sequitur corporis voluptatem” De nupt. et conc. I, c. 12, n. 13 (PL 44, 421). Cabe notar aquí cómo el Aquinate hace resaltar, audazmente, la actitud católica hacia el placer. Enseña que en el estado de inocencia el placer de la cópula conyugal habría sido aún mayor, como consecuencia de la posesión de una naturaleza más pura, dotada de un cuerpo más sensible (Prima Pars, q. 98, art. 2 ad 3).