Banner-07

Historicidad de los Libros Sagrados

Libros sagrados

Problemas exegéticos en torno a la historicidad. Especial estudio de los escritos de Lucas.

Exposición realizada en el salón de conferencias del Seminario Religioso «María, Madre del Verbo Encarnado», con ocasión de la Jornada Bíblica “Biblia y Hermenéutica”. San Rafael, 28 de septiembre de 1998

I – Fe cristiana e historia.

Ninguna religión, fuera de la judeocristiana, considera el intercambio de Dios con el hombre como inserto en los anales del tiempo. Es casi un lugar común afirmar que los hebreos han sido los primeros en oponer a una concepción cíclica del tiempo otra lineal; aquellos también que valorizaron la historia como Epifanía de Dios.

El hecho es notorio, cuando, en la síntesis más apretada de nuestra vida creyente, el “Símbolo de la fe”, nos encontramos con el nombre de Poncio Pilato, como factor capaz de fechar el meollo mismo de nuestra redención.

También ha sido una adquisición de las reflexiones más recientes la diferenciación de la ciencia histórica y su método respecto a los procesos de análisis de las ciencias exactas.

Aquella no sale en busca de acontecimientos químicamente puros, sin que en su enfoque no intervenga la apreciación subjetiva de los testigos y de los historiadores. Esa clase de objetividad no condice con el material que se somete a estudio. Para ser objetivos con sucesos humanos es menester tener en cuenta lo subjetivo.

Ahora bien, la historia bíblica está toda ella empapada de entusiasmo kerigmático, de modo que se encuentra en las antípodas de una ciencia histórica, practicada sine ira et studio, según la consigna de Tácito. Los autores de la Sagrada Escritura, los evangelistas, no tratan con indiferencia el anuncio del que son portadores, sino con el encendido celo de predicar hasta desde los tejados (cf. Lc 12, 3).

Sin embargo, justamente para que la fe que piden no sea mera credulidad, desde Jesús hasta los apóstoles, ofrecieron garantías, controles, criterios para discernir la verdad de los engaños, tal como ya también lo hicieron los profetas de Yahwé, con el fin de diferenciarse de los embaucadores: “Yo los entregaré en manos de Nabucodonosor… por haber hablado mentirosamente en mi nombre, sin que yo les mandara” (Jr 29,21.23).

Por lo mismo, si bien la verdad de la Palabra de Dios no se limita a una adaequatio intellectus cum re, ese aspecto, mínimo tal vez, pero básico para toda ciencia, tampoco está ausente de la Sagrada Escritura. Por lo mismo, si bien la Dei Verbum afinó los análisis, de modo que a la “verdad de la Biblia” no se le puede pedir información sobre cualquier asunto (por más que sea palabra del Dios omnisciente), sino sobre “la verdad que mira a nuestra salvación”, es necesario, sin embargo, -como advierte P. Grelot- “tener presente que la reflexión sobre el sentido de la historia, supone siempre la realidad de los hechos sobre los que trata”.

II – La historicidad en la Dei Verbum.

Cuanto venimos repasando, casi de entrada, fue objeto de la enseñanza de la Constitución dogmática Dei Verbum, 2: “Este plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina…”.

Pero, con un notable énfasis se destaca como doctrina irrenunciable de la Iglesia, la historicidad de los Evangelios (DV 19). El Card. A. Bea comenta con justeza: “Cuando se conocen todas las ruinas que se acumulan sobre este punto bajo la influencia de la Historia de las Formas y particularmente de la escuela llamada de la demitización de los Evangelios, se explica la solemnidad de la afirmación. Expresa la grave preocupación del Concilio en presencia de los peligros que nada tienen de imaginario y que amenazan la fe de tantos cristianos y no sólo católicos”.

El empeño del magisterio eclesial por enfrentar la cuestión era tal, que los diálogos conciliares fueron precedidos por una Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica sobre el tema, cuyos principales aportes fueron asumidos por la DV 19.

Durante las mismas discusiones en el aula conciliar, la problemática le pareció tan grave a Pablo VI, que envió a los Padres, en referencia a este particular, la tercera de sus propuestas de enmienda al texto.

Trazando la historia de las vicisitudes del texto, desde su primer esquema, X. León-Dufour critica cierta meticulosidad del borrador primitivo. “En efecto, después de haber defendido en bloque la verdad objetiva, enumera ciertos puntos que estima particularmente delicados: los relatos de la infancia, los signos y milagros del Redentor, su maravillosa resurrección, su gloriosa ascensión. Ahora bien ¿se puede tratar de la misma forma los relatos de la resurrección y los milagros de Jesús? ¿Se puede declarar que la fe está comprometida al mismo nivel en todos los detalles de los relatos de la infancia, por ejemplo, la concepción virginal y la venida de los magos? Esta no toca seguramente a la fe de manera inmediata, así como tampoco la huida a Egipto. ¿Semejante enumeración a granel no proviene de un reflejo de miedo que, si es comprensible por parte de quienes están informados sobre los excesos a los que se entregan ciertos vulgarizadores y no sobre los métodos exegéticos, no es menos peligroso para la expresión adecuada de la verdad?… En concreto, si se da seguridad sobre el valor de la tradición evangélica, el trabajo del discernimiento de los géneros históricos no está acabado. El exégeta puede emprenderlo con un espíritu libre, convencido de que no tiene ya más que «hacer proezas de habilidad a fin de escapar a toda una red de prohibiciones que por tan largo tiempo ha vuelto difícil el trabajo escriturístico y peligroso el oficio de biblista»”.

III – La evolución post-conciliar.

Pensamos que ese “espíritu libre” auspiciado para los exégetas, en más de un caso se ha vuelto “libertino” y… justamente en los puntos concretos sobre los que expresara sus preocupaciones el primer esbozo de nuestra DV.

Así el propio X. León-Dufour, que señalara cómo no tenía igual importancia la resurrección que los evangelios de la infancia, dejó mucho que desear con una presentación de la resurrección del Señor, en la que la historicidad del hecho quedaba bastante en nebulosa.

Uno de los puntos que más se vieron zarandeados en la exégesis post-conciliar ha sido precisamente el poco cuidado con que se maneja la historicidad de los libros sagrados, inclusive los del Nuevo Testamento.

Es la alarma que hizo sonar el teólogo P. Toinet: “Si la vía «histórica», tal como desea tomarla el exégeta que trabaja sobre documentos arqueológicos no es la única, ni la principal que conduce hacia un conocimiento auténtico de Jesús, su importancia no debería ser desconocida en el seno de la comunidad creyente, sobre todo en una época en que, por toda suerte de razones, el talante dominante se ha vuelto suspicaz (sin dejar de ser siempre ingenuo) en materia de verificación histórica”.

El Card. J. Ratzinger, en su balance sobre el estado de la ciencia bíblica post-conciliar, comprobaba que “el Concilio Vaticano II no ha creado ciertamente este estado de cosas, pero tampoco ha sido capaz de impedirlo”. Y respecto a nuestro punto específico anota: “Él (Bultmann) está convencido que los hechos, tal como están descritos en la Biblia, no pueden haber sucedido, y encuentra métodos que deberían mostrar cómo en realidad habrían sucedido. En este nivel, la exégesis moderna lleva consigo una «reductio historiae in philosophiam»: la historia vuelve a ser conducida hacia la filosofía y a través de la filosofía”.

Es muy frecuente en la literatura exegética actual eludir las dificultades históricas, atribuyendo a “la teología” del autor narraciones que, sin embargo, son presentadas por él como verdaderamente ocurridas. Ante estas posturas alertaba el P. I. De la Potterie, cuando, después de haber indagado las características de presentación que brinda cada evangelista, al transmitir las tentaciones de Cristo en el desierto, prosigue: “Pero ahora, hemos de proponernos el problema de la historicidad, que, especialmente en estos tiempos, no nos es lícito escamotear, no sea que demos asidero a los que dicen que la Redaktionsgeschichte es por cierto un hermoso método, pero al mismo tiempo una evasiva. Algunos protestantes quieren considerar los hechos mismos «ipsissima verba» de Jesús; se da el peligro de que los católicos, mientras se detienen en la teología y la interpretación hagiográfica, descuiden los hechos. Se ha de tener en cuenta uno y otro aspecto”.

De hecho, en cambio, más de un exégeta se conduce con tal desenvoltura y despreocupación frente al enraizamiento real de los acontecimientos bíblicos, que despierta el asombro de expertos en la ciencia histórica profana. Así, por ejemplo, “E. Meyer, historiador de la antigüedad -después de todo, un estudioso verdaderamente serio en sus indagaciones- frente a la exégesis que estudiaba minuciosamente la Biblia como ningún otro texto, se deslizaba de la admiración a la inquietud: ¿Qué quedaría de los textos antiguos, si un anticuario sometiese los propios documentos al análisis corrosivo usado para la Sagrada Escritura?”.

Este estilo prescindente llama asimismo la atención de teólogos o pensadores, que en nada podemos tildar de mogigatos. Pongamos por caso estas reflexiones de J. L. Martín Descalzo: “Durante muchos siglos la imagen más divulgada de Pilato fue la inspirada en los relatos evangélicos, rebajando la importancia de las narraciones de Josefo y Filón, que se consideraban tendenciosas como toda pintura del invasor hecha por los sometidos. Pero, en estas últimas décadas, han girado las tornas: la infalibilidad que se atribuía a los relatos evangélicos parece haberse trasladado a los historiadores judíos, mientras que -incluso entre exégetas cristianos- parece de moda el desconfiar de la historicidad de los textos canónicos”.

En este sentido es aleccionadora la experiencia de R. Laurentin, biblista experto en mariología. En una reciente publicación confiesa cuanto sigue: “Me he pasado medio siglo estudiando los Evangelios de la infancia (Mt 1-2 y Lc 1-2, y el resto). Siempre he entrevisto la riqueza de estos Evangelios, nutridos de todo el Antiguo Testamento, que reactualizan de una manera maravillosa, e inspiradores de la alegría de Navidad desde hace dos mil años.

“Y, sin embargo, seguía yo seducido por la actitud iconoclasta cultural del ambiente, una actitud procedente del racionalismo liberal: estos primeros capítulos eran leyendas tardías, theologoumena, es decir, relatos ficticios fabricados para expresar ideas teológicas entrañables a los creyentes, se repetía.

“Mis primeros trabajos, que manifestaban la riqueza bíblica de estos Evangelios, consiguieron una amplia estima en el mundo exegético a escala ecuménica. Caracterizaba yo estos Evangelios como Midrashim. De ahí se inducía que yo los tenía por fábulas, lo que se ponía en mi activo de «progresista». De hecho, yo no me atrevía demasiado a plantear el problema de la historicidad, ampliamente puesto en duda. Hacía abstracción del mismo. La de Lucas presentaba buenas razones para convencerme: su prólogo de historiador, su afán de basarse en testigos «oculares» (1,3), sus transparentes referencias a estos testigos, etc. Pero me apartaba de Mateo… Fue en 1980 cuando me atreví a abordar el estudio específicamente histórico de estos Evangelios. Con él se disiparon las dudas nocivas que oscurecían mi penetración del texto, desarraigándolo… Este retorno a la evidencia ha sido un perjuicio para mi reputación. Me encontré etiquetado de fundamentalista: como autor a desaconsejar”.

IV – El caso concreto de Lucas, “informado exactamente” (Lc 1,3).

El párrafo de la DV 19, arriba recordado, confirma “sin vacilar la historicidad” de los cuatro Evangelios, reproduciendo justamente palabras del prólogo de los Hechos de los Apóstoles: “Comunican fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo (cf. He 1,1-2)”.

Ahora bien, precisamente sobre el autor que expresamente y según su declarada intención más se acerca a las preocupaciones de los historiadores de oficio (tal como -según vimos- lo notaba R. Laurentin y muchos otros), se ha levantado últimamente un remolino de dudas, que lo presentan como tendencioso y que, por lo mismo, no puede ser presentado como fidedigno.

Los dos prólogos (Lc 1,1-4; He 1,1-3) son una declaración de intención, según la cual el autor aspira a escribir con orden una “narración” (diégesis). Su meta, entonces, bien puede ser caracterizada como el ejercicio de la historia de acuerdo a los patrones del tiempo. Lo cual se desprende del enfoque con que Lucas concibió su tarea.

Ante todo hay un énfasis en la exactitud (akribós: Lc 1,3). Ya Lucas califica los conocimientos recibidos por Teófilo como dotados de solidez (asfáleia: ibid., v.4). Encima, con su exposición ordenada, anhela ofrecer una nueva confirmación a aquella seguridad.

Esta postura ha sido sometida a crítica por parte de U. Luck. La verdadera garantía no provendría de la industria e indagaciones del propio Lucas, ni de la transmisión humana del kerigma, ni siquiera de “la enseñanza de los apóstoles” (He 2,42), sino del Espíritu de Dios, presentado como principio activo ya en la misma inauguración del ministerio terrestre de Jesús (Lc 4,1.14) y como fuerza que acredita la proclamación cristológica en el libro de los Hechos (cf. He 2,14-21).

A ello podríamos acotar, junto con I.H. Marshall: “Esta tesis puede ser tenida como correcta en lo que afirma, pero errónea en lo que niega. Ignora el uso de palabras tales como «testigos oculares», «exactitud», «ordenadamente» y (en He 1,3) «muchas pruebas», todas las cuales apuntan a un escritor para quien la historia correcta era un asunto de importancia”. En efecto, un adoctrinamiento, si no es de carácter prevalentemente histórico, se funda en razonamientos universalmente válidos y más o menos plausibles, no se remite a testimonios; y las “muchas pruebas” no indican silogismos o trabazones de principios y consecuencias, sino que apuntan a que fue visto “vivo” de forma evidente, “apareciéndoseles durante cuarenta días”.

No es posible, entonces, escamotear detrás de la “teología” de Lucas, el insoslayable acento que él (como los demás evangelistas, pero más sistemáticamente aún) ha puesto en una información histórica lo más cuidadosa posible. Así es como sólo bajo la pluma del tercer evangelista encontramos sincronismos con personajes bien conocidos de la historia mundial contemporánea (Lc 2,1-2; 3,1-2; He 11,28; 18,2.12).

Sobre este particular, suscribimos de lleno la observación de J. A. Fitzmyer: “No basta decir: «Eso es puramente lucano», dando a entender que se trata de una realidad ajena a la historia, o que es tendenciosa desde el punto de vista teológico, o incluso que responde a unos esquemas y a unas estructuras preconcebidas… El comentarista moderno tiene que dar respuesta a las cuestiones que se puedan plantear al lector de hoy; y una de las más corrientes consiste en saber hasta qué punto ciertos detalles de la narración lucana son verdaderamente históricos o simplemente reproducen datos de tradición”.

Por consiguiente, habida cuenta de la diferencia con que encaran la historia un estudioso del s. XIX, los antiguos cronistas y un “evangelista”, no es menos patente que desde siempre se supo distinguir la “realidad” de los anales, y las “fantasías” de los poetas. “No fue siguiendo artificiosas fábulas como os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino como quienes han sido testigos oculares de su majestad” (2Pe 1,16).

De esta forma, y aceptando una vez más los puntos de vista de J. A. Fitzmyer, no se ha de perder de vista que “un escritor del siglo II, Luciano de Samosata, compuso un breve tratado sobre las normas para escribir la historia (La historia verdadera). Uno de los criterios que propone puede causar sorpresa a más de un lector moderno. «La única tarea del historiador consiste en relatar los hechos tal como sucedieron (hos eprachthe eipein, n.39)»; «esto… es lo característico de la historia: sólo se debe dar culto a la verdad… ». Cf. K. Kilburn (LCL 6, Cambridge Ma. 1949). Luciano fue casi contemporáneo e incluso paisano de Lucas. Sin embargo, sus normas de historiografía no distan mucho de las que se atribuyen al famoso historiador L. von Ranke, quien afirma que la historia debe reproducir el pasado «wie es eigentlich gewesen ist», como realmente sucedió”.

Ese tipo de veracidad constatable parece ser, efectivamente, uno de los principales objetivos de Lucas, quien “afirma decididamente que «todo esto no ha sucedido en un rincón» (He 26,26). Por otra parte, la perspectiva histórica adoptada -y que abarca las dos partes de su obra, de una manera que no tiene parangón en todo el Nuevo Testamento- es precisamente el vehículo de su presentación del cristianismo como un desarrollo o como una continuación perfectamente lógica y legítima del judaísmo y, en concreto, de la tendencia farisea (He 23,6; 24,21). N. A. Dahl afirma que el propósito de Lucas era «escribir una continuación de la historia bíblica» (The purpose of Luke – Acts, p. 88). Y parece que tiene razón”.

V – Actual desconfianza sobre los datos lucanos acerca de Pablo.

Dado que Lucas propone su visión histórico-teológica en dos entregas (Evangelio-Hechos), también se advierte que el escepticismo que caracteriza a los sectores más radicales de la investigación lucana se ensaña mucho más con la segunda parte de su trabajo.

Si bien, para los informes de la primera expansión eclesial no contamos con fuentes diferentes a los datos del mismo Lucas (cosa que no sucede con su material evangélico, lo cual facilita la empresa comparativa del historiador con los demás sinópticos y Juan), pese a todo están las esporádicas noticias que Pablo nos ha transmitido en su epistolario.

Ahora bien, aquí justamente, a partir de la década del 50 es donde, por parte protestante igualmente, más se han afilado las críticas, que presentan a Lucas como un traidor que ha tergiversado tanto la personalidad como las doctrinas del gran Apóstol de los gentiles. Para muchos habría incompatibilidad entre los datos suministrados por el principal interesado, Pablo, y los trazos que de él nos brindan los Hechos lucanos.

En nuestros días también muchos católicos se han alineado con estas perspectivas.

Siendo imposible abordar todos los puntos y lejos, pues, de toda pretensión de exhaustividad, pasaremos revista a algunas de las relaciones Pablo-Hechos, que nos parecen de importancia.

A) Visión de conjunto: fiabilidad de Lucas historiador

“Frente a los Hechos de los Apóstoles -aconseja Ph. Rolland- el lector moderno debe guardarse de dos excesos. El primero sería abordar el texto con ingenuidad, como una biografía que presenta la secuencia de los acontecimientos en un orden estrictamente cronológico y que da cuenta de los hechos de una manera totalmente imparcial. El exceso inverso consiste en poner en duda a priori la probidad del redactor de los Hechos.

No hay que perder de vista que el historiador antiguo es siempre un hombre comprometido, que quiere instruir a sus lectores con las ideas que le son caras. Es incontestable que, por ejemplo, Flavio Josefo busca glorificar a su pueblo y mostrar su valentía ante el poderío romano. Pero esta intención apologética lo obliga a un gran rigor: no le reprocharemos que haya omitido algunos acontecimientos poco gloriosos, pero no se le permitirá inventar hechos para servir solamente a su demostración. De la misma manera, Lucas no pretende decirlo todo, lejos de eso; pero no gozaría de ningún crédito, si los hechos que él selecciona fueran simple fruto de una imaginación fértil.

En el ámbito de la cronología el historiador antiguo no dispone de los mismos puntos de referencia absolutos que nosotros. Puede establecer diversos sincronismos (Lc 3,1-2), pero con frecuencia ha de usar expresiones muy imprecisas: “En aquellos días” (He 1,15; 6,1; 11,27), “después de un tiempo bastante largo” (He 9,23), “después de cierto tiempo” (He 15,36).

Por otra parte, el segundo libro de Lucas organiza la historia de forma muy esquemática: Jerusalén, primeramente, después su periferia, hasta los extremos de la tierra (He 1,8). Una tal sistematización obliga a omisiones importantes. Por ejemplo, por más que algunos romanos hayan sido oyentes del discurso de Pentecostés (He 2,10), Lucas no cuenta la historia de la fundación de la Iglesia de Roma y hay que esperar al fin de su relato, para que sea descrito el anuncio del Evangelio en la capital del mundo pagano (He 28,14ss.). Un historiador moderno no se permitiría una tal selección de las informaciones, pero no es contraria a los cánones de la Antigüedad.

Sin embargo, esto no implica que el historiador antiguo pueda permitirse deslizar en su relato hechos imaginarios para servir a la causa que quiere defender. Sus lectores no están, no menos que nosotros, desposeídos de espíritu crítico. En lo que toca a los Hechos, la obligación de atenerse a los sucesos realmente acaecidos es tanto más urgente cuanto que los destinatarios provienen de un medio firmemente adherido a la memoria de los Apóstoles. Por más que se sitúe la última redacción de los Hechos hacia el 64, como lo hacía Harnack en sus últimas obras, o aún en los 70 y 80, como lo hace la mayoría de los biblistas recientes, y hasta en el 90, según la opinión de Boismard y Lamouille, no se puede negar que los lectores a los que el libro está destinado, conocen, directa o indirectamente a los protagonistas del relato. Pedro y Pablo no murieron con anterioridad al 64, y son todavía numerosos, aún en el 90, los cristianos que los han conocido personalmente. Sólo 26 años los separan de los comienzos de la persecución neroniana.

Si se admite que los viajes misioneros de Pablo han comenzado hacia el 45, debemos recordar que algunos de sus discípulos de Chipre, de Pisidia, Licaonia, que tuvieran 20 años en aquella época, no tienen más de 65 en el 90. Con mayor razón, los cristianos de Macedonia y Acaya guardan, a fines del primer siglo, la memoria de la fundación de sus comunidades. Lucas no puede mencionar el nombre de Eutiques (He 20,9), caído del tercer piso de una casa de Tróade, si este personaje es desconocido en esta ciudad en el 90, cuando sus contemporáneos no tienen más de 50 años.

Era un tópico entre los historiadores antiguos usar de sarcasmos contra aquellos que hablaban de lugares lejanos sin haber puesto el pie fuera de su comarca natal.

De ahí resulta que el autor de Hechos, al usar el “nosotros” en ciertos tramos de su historia, reivindica ante sus lectores la nota de historiador serio. No se le puede acusar de haberse dispuesto a la tarea de modo embustero. Se habría descalificado por completo y su libro no habría tenido audiencia alguna, si los cristianos del siglo I hubiesen tenido buenos motivos de pensar que estaban allí ante un simple artificio literario sin fundamento real. El autor de Hechos no es un “personaje ridículo”, y es abusivo negar que haya sido un compañero de Pablo; por más que su pensamiento teológico no sea exactamente idéntico al del Apóstol, el hecho no debe ser puesto en duda, ya que no se espera de un colaborador que sea un simple repetidor, renunciando a sus ideas personales.

Positivamente, el segundo tomo de Lucas se destaca por su conocimiento notable de la organización administrativa de las ciudades visitadas por Pablo; Lucas sabe que Chipre está gobernada por un procónsul (He 13,7), que era, por lo tanto, una provincia senatorial, sin la presencia de poderes militares.

Las inscripciones que han sido descubiertas en Filipos, Tesalónica, etc., nunca han desmentido a Lucas. Muchos detalles de su relato son confirmados por Flavio Josefo; por ejemplo, la vanidad de Herodes Agripa I°, que se dejó aclamar como un dios (He 12,22 ).

Se ha dicho que los numerosos discursos que pone el autor de Hechos en boca de Pedro, Esteban, Pablo, etc. ostentan todos el mismo estilo de Lucas y que, por lo mismo, han sido confeccionados e inventados por él. Sin embargo, es de notar cómo el vocabulario de esas piezas oratorias es cercano a las cartas de Pedro, cuando es él quien habla o a las de Pablo, si se transmite una arenga suya.

En particular, el discurso de Mileto, que Lucas afirma haber escuchado con sus propios oídos, contiene pocos términos lucanos, pero una media de cuatro expresiones familiares a Pablo en cada versículo. Por lo tanto, es muy cierto que ningún discurso reproduce la literalidad de las palabras pronunciadas. Pero nosotros sabemos por Tucídides que los historiadores antiguos, cuando componían sus discursos, se tomaban muy a pecho “atenerse lo más cerca posible a las palabras realmente pronunciadas”. Lucas se mantuvo fiel estrictamente a esta regla y cuesta imaginar que haya podido hacerlo espigando en las cartas de Pedro y Pablo palabras que convendría poner en boca de cada uno de ellos, puesto que, cuando Lucas escribe, todavía no se conocían colecciones de cartas paulinas o petrinas.

Los estudios sobre las fuentes de los Hechos no deberían descuidar la circunstancia, según la cual, el autor del relato pretende haber llevado a cabo su estadía romana en compañía de Pablo (He 28,16), en una época en que, según toda verosimilitud, Pedro se encontraba igualmente allí. Por lo demás, él señala los nombres de otros dos informadores: “Felipe el evangelista”, uno de los siete (He 21,8) y, “Menasón de Chipre”, discípulo de los primeros días (He 21,16). No es gratuitamente que él afirma “haberse informado cuidadosamente empezando desde los orígenes” (Lc 1,3).

Por lo mismo, por más que sean evidentes “las tesis” que Lucas se empeña en demostrar con su segunda obra, no es tan desleal con la verdad que llegue a sacrificar los hechos, para embretarlos forzadamente en el “lecho de Procustes” de su esquema prefijado.

Así, por ejemplo, es incontestable que quiere dar una imagen unida de la Iglesia primera. Esto no contradice a Pablo, que se empeña en afirmar su comunión con los Apóstoles (1Cor 15,11; Ga 2,9). Pero Lucas no deja que su proyecto se convierta en “ideología”, en la que habría que envasar la realidad sea como sea.

El tiene tanto más mérito, cuanto que, habiendo procurado mostrar la mencionada visión unitaria, no menos nos hace asistir a los manejos individualistas de Ananías y Safira (5,1-11), a las “murmuraciones” de los helenistas contra los hebreos en Jerusalén (ibid., 6, l), las reticencias de la comunidad jerosolimitana al acoger a Pablo, después de su ingreso en la Iglesia (9,26), las dificultades encontradas por Pedro ante los circuncisos después del bautismo de Cornelio (11,2), la vivacidad de las discusiones en la asamblea de Jerusalén (15,7) el altercado entre Pablo y Bernabé a propósito de Marcos (15,37-40), las calumnias de que fue objeto Pablo por parte de los que rodeaban a Santiago (21,20-21).

Sin Lucas ignoraríamos completamente los titubeos de la Iglesia primitiva sobre la cristología: ha puesto gran cuidado de poner solamente en boca de Pablo (pese a Mc 15,39) el título “Hijo de Dios” (He 9,20; cf. Ga 1,15-16). En el primerísimo kerygma coloca una manera de expresión, de la que echarían mano, justamente, los posteriores herejes adopcionistas: “Dios le ha hecho (a Jesús resucitado) Señor y Mesías” (He 1,36).

Sin él no tendríamos idea del apego de Pedro (pese a Mc 7,18-19) a las reglas particulares del pueblo judío (He 10,14; 10,28). Todos estos arcaísmos no pueden provenir más que de una información absolutamente segura, transmitida con gran rigor.

Por estas y muchas otras razones puede muy bien concluir Ph. Rolland: “El escepticismo moderno en cuanto al valor histórico de los Hechos no está justificado”.

B) Encuentro con Cristo según Lucas y Pablo.

1) Panorámica general.

Hemos de adherir a la certera visión de L. Cerfaux: ante Pablo “desde el comienzo hay que tomar partido, si se quiere penetrar en esta personalidad original: o bien fiarse de lo que el Apóstol ha percibido de Dios en su conciencia y representarse su psicología como él mismo la comprendía; o bien, dudando de la posibilidad de un contacto del hombre con Dios, considerar a Pablo, buscando móviles humanos para una vida que pretende no haberlos tenido; se reemplaza entonces la autobiografía por hipótesis personales. Nosotros tomaremos el primer partido”.

A esas hipótesis (y para más, de corte racionalista, resolviéndolo todo en un nivel meramente introspectivo del propio Pablo) se inclina G. Bornkamm: “Si miramos hacia atrás, se nos impone de una forma demasiado evidente, si cabe, la pregunta sobre lo que el cambio de vida de Pablo planteó y lo que resolvió. A esta pregunta sólo puede contestarse muy escuetamente de una forma positiva aduciendo que, a raíz de las discusiones tenidas en Damasco con los cristianos helenísticos, que al comienzo había odiado y perseguido, se le hizo al apóstol súbitamente claro quién era de verdad aquel Jesús que él hasta entonces había considerado como el destructor de los sagrados principios de la fe judía, y qué significaba para él y para el mundo su misión y su muerte. Tenemos derecho a suponer que esta pregunta, suscitada por la fe y el testimonio de los discípulos, pesó sobre él y le trabajó por dentro. Es cierto que sobre este punto él mismo no dice una palabra y, por el contrario, asegura taxativamente que el cambio fue operado, no por un lento proceso de maduración, sino únicamente en virtud de la acción libre y soberana de Dios”.

Para el exégeta alemán, ni siquiera el mismo Pablo es aquí decisivo, pues sustituye su reconstrucción a las solemnes declaraciones del Apóstol: “Fui alcanzado por Cristo Jesús” (Flp 3,12). “¿No he visto a Jesús nuestro Señor?” (1Cor 9,1 ).

Párrafos más adelante confesará con total desenfado: “No necesitamos justificarnos más aquí de habernos atenido a las declaraciones del propio Pablo en la presentación de su conversión y vocación, y de haber postergado las descripciones del acontecimiento en Damasco que contienen los Hechos de los apóstoles”.

El mismo Bornkamm (como acabamos de leer) tuvo la honestidad de advertir que sobre la reconstrucción psicológica por él propuesta, Pablo “no dice una palabra”. Si, acto seguido, llama él a tales disquisiciones “declaraciones del propio Pablo”, no nos asombrará que desacredite del todo a Lucas.

En consecuencia… sigamos confiando en Lucas, mucho más cercano a Pablo que las actuales y eruditas reconstrucciones, que llegan hasta a corregir la plana a las auténticas confesiones de Pablo.

Es del todo inverosímil que el suceso sobrenatural, que Lucas nos transmite por tres veces, haya sido sólo producto de su fértil fantasía. Mucho más lo es esa seca reconstrucción de Bornkamm, “dentro del marco de la razón pura”.

Esta precomprensión hipercrítica, por lo que toca a Hechos, como ya dijéramos de pasada, ha prendido también en campo católico, dedicándose muchos exégetas a coleccionar discrepancias entre las noticias que da el epistolario paulino sobre su historia y los datos de la misma en la óptica de Lucas.

Se puede observar también cierto unilateralismo entre estos comentaristas, especializados en acumular incompatibilidades, sin atender a las explicaciones que han ofrecido otros estudiosos.

Con la ayuda de la literatura que está a nuestro alcance, seguiremos el rumbo de S. Lyonnet, que a sí mismo se presenta como “un exégeta católico, preocupado de salvaguardar la historicidad de los Hechos”.

2) Perseguidor de la Iglesia.

Según Lucas, Saulo entra en la escena de la historia como un furioso contrincante y perseguidor de la Iglesia naciente (He 7,59-60). “Arrastrando a hombres y mujeres a la cárcel” (8,3); “llevándolos encadenados” (22,4); “votando favorablemente cuando se los condenaba a muerte” (26,10).

A tal cuadro se suele objetar que, por más que Pablo recuerde en sus cartas su pasado como adversario de los cristianos, no entra en detalles tan truculentos. Tan es así que llega a decir que “las iglesias de Judea… no me conocían personalmente. Sólo oían decir: «El que en otro tiempo nos perseguía, ahora anuncia la fe que antes pretendía destruir»” (Ga 1, 21-23).

Concluyen muchos que se ha de poner en duda la presencia de Pablo en el martirio de Esteban (sólo conocida por la información lucana) y que, de hecho, fue perseguidor únicamente en Damasco.

A esto habría que responder que el propio Pablo, versículos antes, ha recordado una visita suya a Pedro (Ga 1,18). Ahora bien, no se puede suponer que en esa ocasión se haya escondido únicamente con Kefas y que ningún otro cristiano lo haya visto en la comunidad. Además, teniendo en cuenta el contexto anterior de Gálatas y las consideraciones de la nota 47, no se ve porqué la notificación de “desconocimiento” de Pablo por parte de las comunidades judías haya que extenderla a toda su actividad, anterior y posterior a su encuentro con Cristo. La afirmación queda en pie, si la restringimos únicamente al apostolado subsiguiente. Cosa, por lo demás, armonizable con la información lucana sobre los reparos de los cristianos jerosolimitanos, que versaban sólo sobre el cambio que había sufrido Pablo respecto a ellos mismos: “Llegado que hubo a Jerusalén, quiso unirse a los discípulos, pero todos le temían, no creyendo que fuese discípulo” (He 9,26).

Llaman la atención de L. H. Rivas las palabras de He 26,10: “Cuando eran condenados a muerte, yo votaba a favor (agregamos nosotros: al pie de la letra: «aportaba mi guijarro»)”. Este voto aprobatorio de una sentencia de muerte “parece indicar -según el recién mentado autor- que Saúl pertenecía al Sanedrín, cosa que en ninguna otra parte está atestiguada y que nunca es aludida en las cartas. De haber sido miembro de este Consejo, no se ve la razón por la que Pablo lo ha callado al describir su vida como judío y enumerar todo aquello que había tenido como gloria: «circuncidado al octavo día, de la raza de Israel y de la tribu de Benjamín; hebreo, hijo de hebreos; en cuanto a la ley, un fariseo, por el ardor de mi celo, perseguidor de la Iglesia; y en lo que se refiere a la justicia que procede de la ley, de una conducta irreprochable» (Flp 3,5-6)”.

Se podría observar que Pablo, en sus cartas no siempre ofrece el elenco detallado de todos los acontecimientos de su vida. Así, por ejemplo, en Ga 1-2, donde describe sus andanzas entre Damasco y Jerusalén, calla que fue perseguido en la primera localidad, hasta el punto que, para huir, hubo que descolgarlo en una cesta por los muros. Cosa que es relatada no sólo por He 9,23, sino también por el mismo Pablo en 2Cor 11,32-33.

Más aún, en una célebre retahila de títulos que él tiene, para poder emular a sus detractores, judaizantes envidiosos, no sólo omite que hubiera sido miembro del Sanedrín, sino también lo que afirmara en Filipenses rotundamente: su circuncisión al octavo día y su pertenencia a los fariseos: “¿Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Son descendencia de Abraham? También yo” (2Cor 11, 22).

Además, la misma visión retrospectiva de su vida judía, esbozada en Ga 1,13-14, que es la que estamos comparando inmediatamente con los relatos lucanos al respecto (He 9,1-28; 22,1-21; 26,2-20), tampoco abunda en los pormenores en que se extiende Flp 3,5-6.

Por otro lado, habría que ver si “votar a favor”, según He 26,10, quiere decir realmente: “participar en un escrutinio del Sanedrín”. Por de pronto M. Zerwick presenta esa interpretación bajo un signo de interrogación.

De hecho, hay que interpretar el giro a la luz de los lugares paralelos, que apuntan hacia un sentido figurado para He 26,10: He 7,60: “Saulo aprobaba su muerte”; He 22,20: “Cuando fue derramada la sangre de tu testigo Esteban, yo estaba presente, y me gozaba y guardaba los vestidos de los que le mataban”. Por eso, T. Ballarini, explicando el pasaje de He en cuestión, aclara: “Voto… no parece que deba ser entendido como el parecer expresado en un Consejo que juzga y decide la sentencia de muerte; es difícil admitirlo, dada la joven edad de Saulo en aquellos tiempos. Es más bien una manera vivaz de expresar la participación moral y el consentimiento con todo lo que acontecía”.

Prosigue Rivas cosechando inverosimilitudes históricas en Lucas, al señalar como improbable la información de que Saulo “extendió su persecución a las ciudades extranjeras (26,11) y también que el Sumo Sacerdote le otorgó cartas de recomendación dirigidas a las sinagogas de Damasco (He 9,1-2; 22,5; 26,12) con el fin de poder «llevar atados a Jerusalén» a todos los seguidores de Cristo que encontrara en aquella ciudad. No parece que se pueda probar con argumentos válidos que estas «cartas de recomendación»… pudieran tener fuerza suficiente para trasladar como prisioneros a los judíos de una provincia romana a otra, sobre todo por razones estrictamente religiosas”.

Por de pronto se podría dudar de que “tas exo póleis” en 26,11 deba ser traducido necesariamente por “ciudades extranjeras”. En realidad, “exo”, las veces que aparece en Hechos, no indica forzosamente una lejanía, sino sólo: “fuera de”. Así, 7,58: “Sacándolo fuera de la ciudad (exo tes póleos) lo apedrearon”. 14,19: “Lo arrastraron fuera de la ciudad”. 21, 5: “Iban acompañándolo hasta fuera de la ciudad”. De modo que el pedido de cartas de recomendación bien podría traducirse: “Los perseguí hasta las ciudades de fuera (de Jerusalén -sobreentendido-)”.

Lo cual cuadraría mejor todavía en la hipótesis (que no carece de fundamentos) de que “Damasco” no fuera la capital de Siria, sino la localidad vecina al Mar Muerto, donde se había fundado un asentamiento de comunidades esenias, que a sí mismas se llamaban Damasco.

3) El encuentro con Cristo resucitado.

Algunos llegan a pensar que Lucas se embrolla a sí mismo, a medida que presenta nuevamente el hecho de la conversión de Pablo. Así, J. Roloff: “En general se puede decir que la imagen que aquí se nos da de Pablo, como perseguidor del cristianismo, supera en virulencia no sólo la realidad histórica sino incluso la misma presentación que el propio Lucas ha hecho de esa figura en relatos anteriores”.

En la misma línea, Rivas (ya precedido por muchos) destaca discrepancias entre los tres relatos de Lucas: en 9,7 los compañeros de Pablo oyen la voz sin ver nada; en 22,9 ven la luz, pero no oyen nada. O sea: respecto al mismo suceso, en un relato oyen pero no ven y en otro, en cambio, ven pero no oyen.

Nos parece todavía valedera la explicación de G. Ricciotti: “El verbo oír tiene en griego un significado doble: el general de percibir un sonido material de palabras o cosas (oír) y el más concreto de captar el sentido de las palabras percibidas (entender); hoy se puede decir que se ha oído a un orador, pero que no se le ha entendido; que se ha oído que llamaban, pero sin comprender quién pudiera llamar. Ahora, cotejando precisamente los dos relatos, resulta (sobre todo en el texto griego, con las partículas mén… dé, disyuntivas) que se ha querido contraponer las percepciones visuales y auditivas de los compañeros de Pablo a las del mismo Pablo; los primeros vieron el fulgor, pero no descubrieron a ningún nuevo personaje, mientras que Pablo vio el fulgor y a Jesús; así, los primeros oyen la voz arcana, pero no entienden las palabras, mientras que Pablo oye y entiende. El cuidado con que ambos relatos quieren poner de manifiesto la parte que les correspondió en el suceso a los compañeros de Pablo se inspira en el deseo de presentarlos como testigos incompletos, pero imparciales, del mismo suceso”.

El NT ofrece un episodio, donde sucede algo parecido. La voz potente del Padre responde a Jesús: “Lo he glorificado y lo glorificaré” (Jn 12,28ss). Los circunstantes opinan que un ángel le ha hablado o que hubo un trueno.

También contrapone Rivas 9,4, donde se muestra sólo a Pablo caído por tierra, mientras que el resto permanece de pie (v.7) con 26,14, donde todo el grupo se desploma.

Por de pronto el verbo “eistekeisan” (9,7) no necesariamente ha de significar: “quedaron de pie”. Así T. Ballarini traduce: “los que viajaban con él se detuvieron (s’erano arrestati)”.

También así lo admite G. Ricciotti, si bien prefiere otra versión y exégesis, que, pese a todo, pueden ser bien interpretadas, sin necesidad de apurar una contradicción en los datos que suministra el mismo Lucas. Explica: “Eistekeisan puede traducirse también simplemente habían quedado (atónitos, etc.); pero si se quiere mantener la idea de la posición erecta, hay que imaginar un segundo momento de la escena, ya que en el primero habían caído todos a tierra (26,14). Pasado el primer azoramiento los demás se levantaron, mientras Saulo tenía graves razones para continuar en el suelo”.

Avisa Rivas que, no siendo su objetivo detenerse en este punto, para la intención de su trabajo “basta con advertir que los datos que aparecen en los tres relatos de la conversión de Pablo no pueden ser tomados para una biografía sin ser sometidos previamente a una cuidadosa crítica”.

¡De acuerdo! Con tal que de la criba no se extraiga necesariamente el repudio total del valor histórico de los datos lucanos. Una “cuidadosa crítica” puede asimismo encontrar vías de solución que limen aparentes asperezas. Pensamos que no basta urgir las oposiciones, sin tener en cuenta, ni discutir los ensayos de esclarecimiento que ofrecen otros intérpretes.

En un nuevo paso de sus análisis, sigue Rivas hallando discrepancias, no sólo con Gálatas, sino también dentro de las narraciones provenientes de Lucas. El punto se refiere al bautismo de Pablo por medio de Ananías, lazo de unión con la comunidad de los discípulos. Esto estaría en disonancia con la solemne afirmación de Ga 1,11-12: “La buena noticia que les prediqué… yo no la recibí ni aprendí de ningún hombre”. Y no sólo, sino que, para más, Ananías no figura en absoluto en el tercer relato lucano (He 26).

Yendo por partes, el mismo Pablo comunica que él ha sido bautizado: “Todos nosotros hemos sido bautizados para formar un solo cuerpo” (1Cor 12,13).

Después: “el hecho de que el nombre de Ananías, en otras partes del libro (He 5,1.3.5; 23,2; 24,1) designe a personajes negativos, tiende a confirmarnos que la figura del buen Ananías no es un puro invento de Lucas”.

Además, en lo sustancial, es meridianamente claro que Pablo recibió la revelación del mismo Cristo. Pero él mismo declarará contenidos que conoció sólo por tradición (1Cor 11,23; 15,2-3). Y en la última cita se trata también de “la buena noticia del Evangelio” (1Cor 15,1-2).

Finalmente, ante un público más cosmopolita (Festo, gobernador romano, Herodes Agripa II°, judío, pero helenizado, Berenice), gente, pues, no exclusivamente judía, como lo fue su auditorio en 22,12, Pablo omite tranquilamente la intervención de Ananías.

4) ¿Pablo “apóstol”?

Pareciera extraño colocar entre interrogantes el título más tradicional con que se califica a Pablo: “apóstol”. El hecho es que aquí reside otro de los enfoques en que Lucas difiere, con gran escándalo de muchos, respecto al calificativo del que más se precia en sus cartas Pablo. Al respecto, así declara: J. Becker: “También resulta especialmente chocante que He no aplique al misionero entre los paganos el título de Apóstol, fundamental en la conciencia paulina”.

Es innegable que el concepto de Apóstol, antes de Lucas, era más amplio y abarcaba a personas que no pertenecían al grupo de los Doce. Así Pablo se presenta a sí mismo con este timbre de honor. Más aún, el propio Lucas deja entrever el uso más extenso aquí y allá. En He 14,4.14 Pablo y Bernabé, no pertenecientes al círculo de los íntimos de Jesús, son llamados apóstoles.

Pero Lucas, en la segunda generación, antes de la inminente anarquía de revelaciones privadas (cf. He 20,29-30), quiere asegurar la histórica unicidad del testimonio autorizado de los Doce. De ahí el realce del lazo con el Jesús de la historia (He 1,21-22; cf. 10,34-43: los apóstoles son testigos de Jesús antes y después de su resurrección, lo cual se repite tres veces).

Y bien, Pablo mismo, siempre tan independiente, que recibió su apostolado “no por los hombres, sino por Jesucristo y Dios Padre” (Ga 1,1.11-12.16-17), sin embargo, tiene muy en cuenta, y lo hace notar, que su evangelio no es distinto al de los Doce: “Tanto ellos, como yo proclamamos esto que habéis creído” (1Cor 15,11). Se podría subrayar que en el anterior v.5 del pasaje recién citado, Pablo escribe de tal manera que ofrece su propio testimonio del relieve que tenía el grupo elegido por Jesús: “Se apareció a Cefas, luego a los Doce”. Ahora bien, estrictamente hablando, durante el periodo de las apariciones eran sólo once, ya que todavía no había sido elegido Matías (He 1,15-26). Pero los Doce era una expresión tan consagrada para indicar aquel equipo sobresaliente, que, pasando por encima del número real, la emplea Pablo casi automáticamente. Lo cual muestra el prestigio de que gozaba aquella docena de hombres en la Iglesia más antigua (no sólo en “la teología de Lucas”), como lo delata la pluma de Pablo.

Recuérdese asimismo la preocupación de Pablo por ser reconocido por los que parecían ser “las columnas” de la Iglesia (Ga 1,18; 2,11; He 9,26-30).

Lucas, por consiguiente, identifica a los apóstoles con los Doce; restringe el término hasta el punto que el mismo Pablo prácticamente no lleva ese título en su obra.

Algunos protestantes ven en esta decisión una reacción antipaulina, descubriendo allí un rasgo más del “Urkatholizismus” (=proto-catolicismo) e indicando en este autor neotestamentario las raíces de la actual Iglesia católica, llegando hasta augurar que sus obras deberían ser extirpadas del canon bíblico.

Sin embargo, nada hay de una depreciación de Pablo en Lucas ni cosa que se le parezca. El tercer evangelista le consagrará la mitad de su segundo libro. Pero al mismo Pablo hay que redimensionarlo, situándolo en el conjunto de la realidad y el desarrollo de la Iglesia. Sólo los Doce son fundadores.

Es claro que ellos personalmente no podrían cumplir con el programa de los Hechos: ser testigos hasta los extremos de la tierra (He 1,8). Pablo, precisamente, será uno de los más típicos colaboradores agregados a esta función. Él mismo se llama “abortivo”, “el mínimo de los apóstoles e indigno de ser llamado apóstol”, por más que enseguida agregue: “pero trabajé más que todos ellos” (1Cor 15,9-10). Se dan, pues, las dos cosas: Pablo fue añadido al grupo nuclear, aunque por él principalmente ese germen se desarrolló hasta dimensiones insospechadas. El testimonio de Pablo y el de sus contemporáneos o sucesores estará siempre en relación más o menos explícita con el de los Doce (cf. Ga 1,13; 2,2; 1Cor 11,23; 15,3), los cuales, a su vez, se anudan al mismo Cristo. La función de los Doce fue no solamente la de atestiguar ellos mismos, sino la de fundar, garantizar y controlar la verdad e integridad de las enseñanzas de los misioneros.

Compendiando y, en respuesta a la pregunta con que se abría este apartado, no hay estridencias entre el legítimo honor de Pablo, cuando se llama “Apóstol” (Ro 1,1; 1Cor 1,1; 9,1; 2Cor 1,1; Ga 1,1, etc.), y la reubicación que de él lleva a cabo Lucas, recordando la preeminencia y normatividad de los Doce en la evangelización, aún respecto al mismo Pablo. Ellos son los “primeros” Apóstoles y gozan en la Iglesia de cierta prerrogativa, reconocida también por Pablo. Pero el cometido que Cristo les encarga en He 1,8 fue llevado a término por “el mínimo e indigno de ser llamado apóstol” (1Cor 15,9). Por ello no está tan equivocado designar a Pablo como “el decimotercer testigo”.

5) ¿Pablo “orador”?

Pablo no es un escritor de oficio ni un retórico, como los que se formaban en su ciudad natal.

Su discurso está marcado por asperezas y angulosidades, interrupciones y cambios imprevistos. Unas veces es descarnado y esencial, otras redundante y de una riqueza típicamente semítica. Él mismo ofrece la evaluación de su capacidad, cuando afirma: “Imperito de palabra, no de ciencia” (2Cor 11,6). Esto es: no se considera como un artífice sutil y experto del discurso, sino un hombre que siente profundamente lo que desearía expresar con su capacidad de hablar: palabra inadecuada (lógos), pero llena de conocimiento (gnosis). Pablo no ve más que su pensamiento, maneja sólo bronce líquido y lo deja colar en el primer molde que tiene a mano, sin preocuparse de afinarlo. Esta falta de pulido en su arte es ciertamente su deficiencia, y al mismo tiempo su grandeza, porque le hace ser un artista inconsciente, un autor que, sin proponérselo, es un “gran escritor”. San Agustín, buen entendedor en retórica y elocuencia, daba este juicio al respecto: “Lo mismo que no afirmamos que el apóstol haya corrido tras los preceptos de la elocuencia, así tampoco negamos que la elocuencia haya ido en pos de su sabiduría”.

Ahora bien, últimamente J. J. Bustamante, entre los rasgos adulterantes de la verdadera imagen de Pablo, atribuibles a Lucas, contrapone He 13,8-11; 14,15-17; 17,22-31; 24,10-21 con 1Cor 2,1-4; 2Cor 10,10.

En los pasajes de Hechos nos encontramos con famosas piezas oratorias de Pablo (sobre todo el discurso en el Areópago ateniense: 17,22-31. En He 14,12 los paganos de Listra lo confunden con Hermes, el dios de la elocuencia).

Por el contrario, las informaciones propiamente paulinas dan a entender un desprecio de Pablo por la oratoria, corroborándolo todo la impresión que él causaría en algunos de sus adversarios: “Hay quien dice que las cartas son duras y fuertes, pero la presencia corporal es poca cosa, y la palabra, menospreciable” (2Cor 10,10).

A todo ello, creemos que respondía muy bien A. Vanhoye (a tono con lo que ya intuía S. Agustín), en un artículo (que conoce también J. J. Bartolomé): “La misma página donde él (Pablo) repudia violentamente «la habilidad del discurso» (1Cor 1,17; 2,4), para oponerle «la locura de la predicación» (1Cor 1,21), constituye, paradojalmente, un admirable trozo de fogosa elocuencia”.

En 1Cor 2,1-5 desecha Pablo el recurso a la “sublimidad de elocuencia”, para que la fe de los corintios no se apoyara en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios (v.5). No afirma, pues, que sea él incapaz de una buena oratoria, sino sólo que la deja de lado. Y en 2Cor 10,10, replicará a sus contrincantes: “Lo que somos a distancia y por carta (duro y fuerte), lo seremos también de cerca y de obra” (v.11). De modo que viene a decir cómo él sabe dosificar la aplicación de sus recursos, no que carezca de ellos.

Por fin, el hecho que dos de los más grandes predicadores y retóricos de la era patrística, como S. Juan Crisóstomo y S. Agustín, hayan confesado que encontraron su inspiración y entusiasmo en la frecuente lectura de Pablo, está indicando a las claras que el Apóstol no era tan turro en este aspecto.

Tampoco aquí, entonces, fuera de una contraposición superficial, se puede denunciar en Lucas a un exaltador de su héroe, al que, en realidad, estaría desfigurando.

6) Primeros pasos misioneros – Receso a Damasco.

Gálatas ofrece un relato diferente al de Hechos, respecto a la inmediata actividad paulina posterior a la conversión. Según Ga, en efecto, partió acto seguido para Arabia (Ga 1,17). Etapa ignorada por Lucas, quien se extiende más bien en predicaciones de Pablo en la misma Damasco, de la que ha de huir por la noche, dirigiéndose a Jerusalén (He 9,19-26).

No ha de extrañar esta “discrepancia”, pues, así como Pablo en Ga no cuenta todo (no informa, por ejemplo, sobre esa huída de Damasco, que rememorará en 2Cor 11,32-33), tampoco Lucas se ve en la obligación de ser exhaustivo hasta el detalle.

De regreso a Damasco, no ya en Ga (observación que omite Rivas), sino en 2Cor 11,32-33, se da noticia (como se acaba de mencionar) de la fuga de Damasco. También Lucas brinda esta noticia (He 9,23-25). Sólo que Rivas subraya únicamente las divergencias, sin detenerse a dar cuenta de la notable coincidencia sobre la estratagema de haber tenido que ser descolgado en una cesta.

La principal diferencia consiste en que Lucas atribuye el complot contra Pablo a los judíos damascenos, mientras que la 2Cor al etnarca de Aretas, rey de los nabateos.

No se ve por qué no pueda pensarse en una operación conjunta de los judíos (dentro de Damasco) y de vigilancia (fuera), encargada a subalternos del rey nabateo.

Si se admite la hipótesis de identificar a “Damasco” con la comunidad esenia de Qumrán, las discrepancias se disipan y más bien se esclarece el panorama.

7) Primera visita a Jerusalén.

Según Hechos, de Damasco Pablo bajó a Jerusalén y allí fue introducido en el círculo de los Apóstoles por obra de Bernabé (He 9,27-29).

Muy distinta sería la versión de Pablo. La intención de su primera visita a Jerusalén fue visitar a Pedro.

En la interpretación de Rivas, el tenor de las palabras de Pablo parece restarle importancia a este encuentro, porque inmediatamente añade que permaneció en Jerusalén sólo 15 días (Ga 1,18).

Con respecto a los demás cristianos de la comunidad de Jerusalén (sigue Rivas) Pablo afirma que no lo conocieron personalmente (Ga 1,22), afirmaciones que son fortalecidas por medio de un juramento.

Se ha de volver a tener presente, cómo Pablo también recorta sus noticias, centrándolas sólo en lo que le interesa demostrar: que nada recibió de los Apóstoles de Jerusalén, sino que su Evangelio le vino directamente de Cristo.

El hecho que intervenga un juramento da relevancia a la verdad de lo que Pablo afirma, sin que esto dé a entender necesariamente que lo está relatando todo.

De esta forma nos explicamos cómo, habiendo dado cuenta que en esa misma oportunidad vio también a Santiago (Ga 1,19), sin embargo, declara que “estuvo con él” (es decir: Pedro: v.18) y no “con ellos” (Pedro y Santiago). El Apóstol estiliza la historia, como es evidente. Por eso, con toda seguridad, omite igualmente que Bernabé lo hubiera introducido ante los cristianos de la iglesia madre.

En cuanto a la menor importancia que Pablo atribuiría a su encuentro con Pedro, muy distinta a la de Rivas es la apreciación del exégeta protestante O. Cullmann, quien ve en esta visita un reconocimiento por parte de Pablo de la jefatura de Pedro, tanto más cuanto que, precisamente en esta epístola, su máximo interés se centra en demostrar su independencia respecto a los apóstoles de Jerusalén. Ciertamente en Jerusalén había otros miembros del colegio apostólico que podían cotejar la predicación de Pablo con la de la iglesia madre; por lo tanto, si Pablo, que todavía no lo conoce, quería emprender su viaje principalmente para verlo y solamente a él (destacado por Cullmann), es claro que le había llegado noticia de la supremacía de Pedro sobre la iglesia.

Bien concluye Rivas que “la comparación entre las dos versiones permite observar que las diferencias entre ellas se deben al particular punto de vista teológico de cada una de las fuentes”. Sólo que, además, se debería hacer el esfuerzo para mostrar igualmente cómo los distintos énfasis no significan contradicción que actúe en desmedro de Lucas.

8) Segundo viaje paulino a Jerusalén.

Lucas, después de la primera estadía de Pablo ya cristiano en Jerusalén, da cuenta de otras dos con su punto de partida en Antioquía: la primera (He 11,29-30) para alcanzar una colecta durante una carestía sufrida en tiempos de Claudio; la segunda (He 15) con el fin de participar en la asamblea de Jerusalén sobre la obligatoriedad o no de la circuncisión para los cristianos de origen pagano.

En lo tocante a la primera, Rivas cree poder detectar dificultades históricas respecto a los datos internos del mismo libro de los Hechos, aún prescindiendo de su comparación con Gálatas (ya que Pablo no rememora esta visita suya como portador de la colecta antioquena).

“No se tienen noticias -asegura Rivas- de que en los años de gobierno de Claudio (41-54) un hambre haya afectado «a toda la tierra»”.

En cambio, otros intérpretes proponen que se puede explicar la información de Lucas, con tal de no tomar “toda la tierra” en sentido simultáneo. Es decir: que en una época precisa y al mismo tiempo se haya registrado una hambruna en todas las provincias imperiales.

“En realidad la carestía hizo más o menos estragos en varias regiones del Imperio Romano durante casi todo el tiempo de Claudio; señalada en Roma desde los comienzos de su reinado (Suetonio, Claudio, 18; Dión Casio, LX,11,1-3), o sea, en los años 41-42, se la menciona de nuevo allí en el año 11 del mismo emperador (Tácito, Annales, XII, 43), o sea, en el 52. En Judea se señala bajo el procurador Tiberio Alejandro (Flavio Josefo, Antiquitates judaicae, III, 320; XX,101), que ocupó el cargo desde el 46 al 48; estos años debieron ser los peores en toda aquella región y especialmente en Jerusalén. Podía muy bien decirse, pues, en muchas regiones del Imperio, que el hambre vino bajo Claudio y aún más podía decirse en Judea hacia el año 44 (en el que nos hallamos), refiriéndose particularmente a los tres o cuatro años subsiguientes. La expresión toda la (tierra) habitada equivale aquí prácticamente al Imperio Romano, como la otra análoga del mismo escritor, Lc 2,1.

Rivas, refiriéndose a explicaciones como la que acabamos de proponer, objeta: “Algunos autores tratan de conciliar las noticias de Tácito y Flavio Josefo fijando una fecha intermedia (entre los años 49 y 50), de tal manera que se permita hablar de un «hambre… sobre toda la tierra». Pero tal vez haya que interpretar la expresión «toda la tierra» de He 11,28 dándole el mismo sentido que tiene en Lc 2,1 con respecto al censo ordenado por el emperador Augusto: sólo en Judea”.

Sin embargo, hay buenas razones para entender el vocablo “oikouméne” de Lucas, tanto en He 11,28 como en Lc 2,1, no en sentido restringido a toda la tierra de Israel”, sino en el más amplio y habitual: el Imperio Romano en conjunto.

En efecto, como observa con razón R. Brown, cuando Lucas quiere referir la expresión reduciendo su alcance a la Palestina, echa mano a otro giro: “epí pásan ten gen” (Lc 4,25).

Llevado de la interpretación (inexacta a juicio de R. Brown y S. Muñoz Iglesias) según la cual “toda la tierra” equivaldría sólo a la Palestina, Rivas se inclina por fechar el acontecimiento del “hambre bajo Claudio”, identificándola exclusivamente con la descrita por Flavio Josefo. Con lo cual tendríamos que situarnos en los años 46-48.

“Pero esta datación -prosigue Rivas-, a pesar de ser anterior a la fijada por Tácito, tropieza con una dificultad dentro del mismo libro de los Hechos. El viaje de San Pablo a Jerusalén, llevando socorro para este tiempo de hambre, está ubicado varios años antes, dentro del período del reinado de Herodes Agripa I° (años 41-44). El relato concluye con la noticia de la muerte de este rey (12,32). Pero como ya se ha visto, los datos sobre el hambre se refieren a una fecha posterior: a la época de los gobernadores romanos en Judea”.

B. Rigaux no es tan taxativo como Rivas en sus análisis al respecto. En primer lugar confiesa que no podemos conocer con certeza la fecha de la carestía bajo Claudio, a la que se refieren los Hechos.

Pero hay en estos textos dos centros muy distintos, aunque relacionados:

a) la profecía de Agabo en Antioquía (He 11,28) y

b) la colecta y envío de delegados a Jerusalén.

Si Agabo profetiza, quiere decir que el acontecimiento no tuvo lugar todavía. Agregando en seguida que la profecía se ha cumplido bajo Claudio (He 11,28b), Lucas introduce un elemento de incertidumbre. En efecto, no sabemos si la colecta comenzó antes de que se desatara el hambre y cuánto tiempo duró, ni en qué momento Bernabé y Pablo fueron enviados. ¿Salieron inmediatamente después del anuncio de Agabo y fundados sólo en esa predicción, cuando todavía no había estallado el flagelo, o sólo cuando se presentó en Palestina, en las fechas detalladas por Josefo (años 46-48)?

Queda en limpio que se efectúa la colecta en Antioquía y sus alrededores en favor de Jerusalén, lo que significa, sin duda, que en esos lugares de Siria no había llegado todavía el hambre. La observación habla a favor de una plaga en “toda la tierra”, pero no simultánea en cada una de sus regiones.

“El capítulo siguiente de Lucas (12) no nos saca de la penumbra. Leyendo superficialmente los Hechos, se diría que Bernabé y Pablo estuvieron en Jerusalén cuando Herodes Agripa I° dio muerte a Santiago, hermano del Señor y puso preso a Pedro, muriendo después el rey (He 12,1-23). En efecto, estas narraciones están incluidas entre la noticia del envío de los delegados (11,30) y otra (12,24-25) en que Lucas señala en primer lugar el crecimiento de la Iglesia (v.24) y agrega: «En cuanto a Bernabé y Saulo, después de haber cumplido su ministerio en Jerusalén, se volvieron llevando consigo a Juan, llamado Marcos» (v.25).

Comentando la distribución lucana de estas noticias, avisa el mismo Rigaux: “Estos dos últimos versículos del capítulo 12 están relacionados con lo que precede de modo muy laxo y poco ligados a lo que sigue. Tienen un carácter nítidamente redaccional. Fundar sobre ellos algún intento de precisión cronológica es contrario a toda regla crítica”.

Ahora bien, eso es precisamente lo que interpreta Rivas, al conectar el viaje de la colecta con la muerte de Agripa I°, unión que se da en el texto de Hechos, pero “leído superficialmente” (como alertaba Rigaux): “El viaje de San Pablo a Jerusalén -reproducimos una vez más a Rivas-, llevando socorro para este tiempo de hambre, está ubicado varios años antes (de la carestía según Josefo -añadimos-), dentro del período del reinado de Herodes Agripa I° (años 41-44). El relato concluye con la noticia de la muerte de este rey (12,23). Pero, como ya se ha visto, los datos sobre el hambre se refieren a una fecha posterior: a la época de los gobernadores romanos en Judea”.

Prisión de Pedro, ejecución de Santiago, búsqueda infructuosa de Pedro (liberado milagrosamente), mandar a juicio a los guardias, ejecutarlos después, viaje de regreso de Agripa a Cesarea, donde se dice “residió” (12,19), recibiendo embajadas, todo ello supone cierto lapso de tiempo (He 12,18-20) previo a la muerte del rey. Ningún exégeta admite que ese conjunto de acontecimientos enumerados en He 12, haya tenido lugar durante la visita de Bernabé y Pablo a Jerusalén.

De lo cual se concluye que “el análisis literario parece que confirma que el viaje de la colecta no está ligado con la muerte de Herodes, si no es por lazos poco firmes”.

En conclusión, las fechas de Lucas son más bien flotantes, no pueden ser anexadas a una más que a otra, de las registradas por historiadores profanos, dentro del período que va desde los comienzos del reinado de Claudio (41-42) hasta la carestía notificada por Josefo (46-48). No hay inconveniente en que la colecta haya sido entregada aun antes de que estallara concretamente el hambre en Palestina, fundándose el gesto caritativo de los de Antioquía sólo en la profecía de Agabo. Y si todavía se insiste en conectarla con el año 44 (muerte de Agripa I°), reiteramos que la sola diferencia de dos años (46-48) con el inicio del hambre descrita por Josefo es muy exigua, como para cargar las tintas sobre la poca confianza histórica que Lucas se merece.

Avanzando en la comparación del Pablo de Hechos con Ga 1-2, cosecha Rivas más diferencias: Lucas relata dos viajes a Jerusalén desde Antioquía, además del que emprendió Pablo partiendo de Damasco. En Gálatas se cuentan sólo dos y tal vez Pablo no sólo ignore, sino que niegue la visita de las limosnas.

Ya S. Lyonnet daba cuenta de este reparo, al exponer que “se comprende que Pablo (en Ga) no hablara del viaje a Jerusalén, narrado en He 11,30 y 12,25, porque no encontró allí a ninguno de los Apóstoles, dispersos por la persecución, y se limitó a entregar a los ancianos las limosnas de la iglesia de Antioquía en previsión del hambre que había predicho Agabo (He 11,28ss.)”.

No se ve, por otra parte, dónde se funda Rivas para sospechar que Pablo “niega” el viaje de las limosnas.

Una célebre dificultad de orden textual se suma para aumentar la confusión que se cierne sobre el “viaje de la colecta de Antioquía a Jerusalén” (He 11,27-30 unido a 12,24ss.).

En efecto, los códices más autorizados y las ediciones críticas, leen He 12,25 así: “Bernabé y Saulo, cumplido su ministerio, volvieron a Jerusalén, llevando consigo a Juan, llamado Marcos”. La dificultad se presenta de inmediato, ya que hasta ese momento el relato situaba a Bemabé y Pablo precisamente “en Jerusalén”. ¿Cómo puede pensarse, entonces, que “volvieran a Jerusalén”, si el relato nada ha notificado hasta esa altura de que se hayan apartado de ella?. Se da, pues, un conflicto entre la crítica textual, por un lado, que pide escoger la “lectio difficilior” y la que atestiguan los mejores manuscritos, y, por otro lado, la crítica literaria, que, por el sentido de lo que se viene narrando y cuanto sigue, exige: “volvieron de Jerusalén”.

En efecto, una vez concluido el servicio anunciado en 11,25, toman a Marcos (cuya casa de familia, sita en Jerusalén, fue mencionada, justamente en 12,12), para volver a Antioquía.

Rivas suma este enigma a los que ha ido coleccionando, para poner en tela de juicio la credibilidad histórica de los datos lucanos sobre la biografía de Pablo.

Algunos autores, manteniendo la lectura textual más ardua, le encuentran una explicación en el hecho gramatical, frecuente en el koiné, por el cual “eis” y “en” por lo común suelen ser confundidas e intercambiarse en el uso, adquiriendo así la partícula “eis” el sentido estático de “en”. Si esto se admitiera, se obtendría un significado para nada estridente con el contexto general: “Habiendo cumplido en Jerusalén su ministerio, se volvieron…”.

Rivas tiene en cuenta esta posibilidad, que adoptara Dupont para su traducción en la Bible de Jérusalem. Pero, el benedictino belga cambió más adelante su parecer por otro mucho más fundado.

Como ya advertimos, Rivas también está al tanto del artículo en que Dupont brinda una nueva posibilidad de respuesta. Pero no nos explicamos por qué, siendo que ese trabajo ofrece un nutrido abanico para diversos intentos de solución, Rivas no recoge una sola palabra sobre la que presenta como definitiva suya el mismo Dupont, ni acerca de las razones, que, ya por contexto, ya por vocabulario, son muy convincentes para aclarar esta “crux exegetarum”.

Ante todo se ha de atender a la distribución y conexión de los miembros en la frase: “Bernabé y Saulo volvieron a (eis) Jerusalén, habiendo cumplido su ministerio”. Lo más natural es relacionar “a Jerusalén” con el verbo precedente: “volvieron a Jerusalén”. Pero se podría también unir “a Jerusalén” con lo que sigue: “Habiendo cumplido en (o: a favor de) Jerusalén su ministerio”. En tal caso, tendríamos: “Bernabé y Saulo se volvieron, habiendo cumplido su ministerio a favor de Jerusalén”.

Se puede objetar que el giro que se imprime a la frase implica un hipérbaton poco natural en griego. Pero, largamente y con ejemplos tanto clásicos como del mismo Lucas, comprueba Dupont que ese ordenamiento fraseológico no es excepción en griego, sobre todo, si se quiere dar énfasis a algún elemento de la frase.

En nuestra perícopa el cambio del orden normal en la construcción (poniendo de relieve a Jerusalén: éis Ierousalem plerósantes ten diakonían), se debería, tanto al deseo del autor de volver la atención a la capital de la Judea como a la razón de que el peso de la narración se desplazará de ahora en adelante a Antioquía, como nuevo punto de partida de los viajes misioneros, dejando ya Jerusalén de ser el punto de referencia.

J. Dupont, explorando los textos en que se trata del mismo tema (colecta) con idéntica palabra (diakonía), prefiere extraer el sentido de ese conjunto de circunstancias, para traducir: “Habiendo cumplido el servicio en favor de Jerusalén”.

Ya aparece la unión de esta partícula con “diakonía”, desde el comienzo mismo de toda la noticia (He 11,29): “Los discípulos resolvieron unánimemente enviar a los hermanos de Judea un socorro (eis diakonían pempsai)”. No hay duda de la relación que existe entre los dos pasajes, siendo el segundo (He 12,25) un recuerdo del primero.

Además, siempre que en las cartas auténticas de Pablo se trata el tema de la colecta para Jerusalén, se recurre al giro: “diakonía eis”: Ro 15,31; “Mi servicio en favor de Jerusalén (=he diakonía moú he eis Ierousalem) ) 2Cor 8,4; “tener participación en el servicio en favor de los santos” (tes diakonías tes eis toús hagíous). Ibid., 9,1: “En lo que toca al servicio de los santos” (tes diakonías tes eis toús hagíous).

He aquí, pues, otra palpable concordancia (hasta en los giros lingüísticos) entre el Pablo de Pablo (en sus cartas) y el de Lucas.

La Traduction Oecumenique de la Bible adopta esta solución, presentando este texto: “lls se revinrent, une fois assuré leur service en faveur de Jérusalem”.

Una vez más llama la atención que, estando Rivas en conocimiento de los casi exhaustivos análisis de J. Dupont, no haya dado noticia, precisamente, de la explicación ofrecida por el mismo, ni que la tenga en consideración, para aprobarla o desecharla. Pareciera que el objetivo de su muestrario de puntos en contra de Lucas fuera únicamente el descartarlo como auxilio válido para conocer a Pablo.

De hecho comenta: “Estas dificultades han dado lugar a que algunos autores hayan dejado totalmente de lado la exposición del libro de los Hechos, como «poco digna de crédito».

9) La asamblea de Jerusalén.

H. Schlier, B. Rigaux y muchísimos autores identifican He 15 (reunión en Jerusalén sobre la circuncisión de los gentiles) con Ga 2,1-1.

Razones:

1. En ambos relatos se trata de la discusión de Pablo con los judeocristianos ante las autoridades de Jerusalén.

2. Estos adversarios se habían introducido en comunidades pagano-cristianas y aparecieron también en Jerusalén.

3. Pablo y Bernabé y algunos otros de su entorno llegaron a Jerusalén.

4. El asunto debatido versaba sobre la circuncisión de los paganos.

5. Pablo salió adelante con su convencimiento y se llegó a un acuerdo al respecto.

6. Se dio también un informe sobre la misión entre paganos por parte de Pablo y Bernabé.

Esta misma identidad de fondo vuelve más agudas las disimilitudes entre el recuerdo del propio Pablo, actor prominente en el acontecimiento y las noticias recogidas por Lucas. Según Pablo, emprendió el viaje “en virtud de una revelación” (Ga 2,1-2), mientras que en He 15,2 su marcha se debe a una decisión de la iglesia de Antioquía.

En verdad no se ve cómo una cosa sea incompatible con la otra. “El hecho de que Pablo fuera enviado a Jerusalén por la Iglesia de Antioquía (He 15,2), no quita que Dios le inspirara este viaje (Ga 2,2): el aspecto jerárquico y el carismático no se oponen, ni en los Hechos ni en Pablo, que a veces los citan simultáneamente (He 13,2ss; 1Tim 4,14; 2Tim 1,6). En la perspectiva paulina el encuentro se realizó entre él y los “notables” (Santiago, Cefas y Juan: Ga 2,6.9). Mientras que en He 15 la discusión se tuvo ante una asamblea con todos los apóstoles y presbíteros de Jerusalén.

Roloff, cuya poca confianza en Lucas ya hemos señalado, expone aquí, sin embargo, perspectivas más conciliadoras que las de Rivas.

“Junto a estas coincidencias se detecta toda una serie de divergencias que en la mayoría se puede explicar fácilmente… En este caso (Pablo dice haber conferenciado sólo con «las columnas», cuando Hechos recuerda asambleas más masivas), lo más probable es que la razón está de parte del libro de Hechos. Es fácilmente comprensible que Pablo no mencione la asamblea comunitaria ni a los ancianos, dado el carácter tendencioso de su relato. Pablo no puede admitir su dependencia de la comunidad de Jerusalén ni del grupo de ancianos; los únicos interlocutores competentes que él reconoce son los apóstoles”.

Con todo, como resulta de la explanación de Ricciotti, no se debería excluir, ni siquiera en Pablo, el recuerdo de un contacto suyo con un auditorio más numeroso. “En efecto, según He 15,4, hubo primero un recibimiento general, donde ya los enviados de Antioquía refirieron «las cosas que Dios había hecho con ellos». Pero, después se siguió una secreta actividad entre bastidores, la cual queda en evidencia en He 15,6: «Se reunieron, pues, los apóstoles y los ancianos para tratar este negocio». O sea, ya sin el grueso de los demás fieles. A este orden puede acomodarse perfectamente el informe paulino: «Les (a la comunidad de Jerusalén en general) expuse el evangelio que predico entre los gentiles, pero privadamente (kat’idían) (lo expliqué) a los más en vista» (Ga 2,2). Por lo tanto también Pablo, independientemente de Lucas, alude a reuniones tanto públicas como privadas”.

Halla Rivas otra discrepancia en que, “según Ga 2,6.9 Pablo confrontó su evangelio con las autoridades de Jerusalén, mientras que en el relato de He 15 la discusión fue sobre las obligaciones que se debían imponer a los paganos que venían del cristianismo”.

Francamente no vemos tal diferencia, ya que Ga 2,2 notifica: “les expuse el evangelio”, pero en el versículo siguiente, especifica que “ni Tito, que iba conmigo, con ser gentil, fue obligado a circuncidarse”. O sea, un aspecto primordial del evangelio de Pablo consistía precisamente en la libertad respecto a la ley judía, en especial la de la circuncisión. Ahora bien, justo ése fue el punto fundamental agitado en la reunión de Jerusalén, según He 15.

Compendia Rivas: “La discrepancia entre los datos del libro de los Hechos (tres visitas) y los de la carta a los Gálatas (sólo dos visitas) se considera como «el aspecto más difícil de la reconstrucción de la vida de Pablo» y ha dado lugar a una abundante literatura”.

Es verdad, pero, con muchos otros exégetas, sostenemos que además se debería intentar el esfuerzo de sopesar, al menos, los argumentos de quienes ven posibilidades de acuerdo.

10) Pablo y el “decreto de los Apóstoles”.

Apunta Rivas un nuevo defasaje entre el material lucano y el que conocemos por Ga, pues, si se admite la presencia de Pablo en la asamblea de He 15, por un lado, según Lucas, al final se redactó un “decreto de los Apóstoles” (ibid., vv.23-29), que fue enviado a los gentiles por medio de Pablo y Bernabé (v.22). Allí se establecen las normas que debían observar los gentiles que abrazaban la fe cristiana: abstenerse de carne inmolada, etc.

Pero parece que tal resolución es ignorada por Pablo, pues no la menciona en 1Cor, cuando se esperaba que lo hiciera, al responder a la consulta de los corintios sobre este mismo problema (caps. 8 y 10,19-33); nunca hace referencia a esas disposiciones en las demás cartas.

Pero el embrollo no surge sólo del parangón entre el epistolario paulino y Hechos, sino que (una vez más) el mismo Lucas daría nuevas muestras de su torpeza, ya que, al describir la última llegada de Pablo a Jerusalén, pareciera que sólo entonces fuera puesto al tanto por Santiago sobre la existencia de este decreto (He 21,25), a cuya promulgación, sin embargo, habría asistido el mismo Pablo, habiendo sido, además, encargado de su propagación junto con Bernabé y otros (He 15,22-23; 16,4).

Ya daba cuenta de esta aporía S. Lyonnet: “El relato de la asamblea de Jerusalén en Hechos 15 supone, como el de Pablo en Ga 2,1-10, que éste salió victorioso: según los Hechos, la cuestión se centra esencialmente en la obligatoriedad, para los paganos convertidos, de la circuncisión para salvarse (He 15,1; cf. v.5); y en este punto las columnas de la Iglesia dieron plenamente la razón a Pablo, por lo que no añadieron nada a su evangelio (Ga 2,3-6). Las cláusulas restrictivas de Santiago (He 15,20 y 15,28) no pretendían poner a los cristianos la Ley mosaica como condición para salvarse, sino facilitar las relaciones entre convertidos del judaísmo y convertidos del paganismo; son, pues, ajenas al fondo de la cuestión discutida y provisionales; además afectaban solamente a la iglesia de Siria y de Cilicia (He 15,23) y por eso Pablo no las menciona jamás en sus cartas. Según He 16,4 Pablo -probablemente por iniciativa propia- las comunicó también a las iglesias limítrofes de la Isauria y de la Licaonia, donde los judíos eran numerosos y donde precisamente hizo circuncidar a Timoteo (He 16,3). Pero no tenían razón de ser en el país galático”.

Nuevamente se ha de tener en cuenta el tono polémico de Pablo y el centro que acapara su atención. Él sale a la defensa de su evangelio: basta la fe en Jesucristo para la salvación, sin que sea menester de los ritos judaicos; el segundo se refiere a la autoridad apostólica por él recibida directamente de Cristo.

En cuanto a esto último, ya vimos de qué modo, el propio Apóstol, fuera ya de esta dialéctica, notifica también lo que “recibió por tradición” (institución de la Eucaristía: 1Cor 11,23ss; apariciones del Resucitado: ibid., 15,3).

A la luz de esta rotunda negativa (“el evangelio por mí predicado… no lo recibí de los hombres” -Ga 1,11-12-, que el mismo Pablo atenúa en otras cartas), hemos de apreciar la primera, no menos tajante: “nada me impusieron de más” (Ga 2,6), es decir: en lo tocante al meollo fundamental del problema. “Esta frase no puede referirse sino a prescripciones judías de las cuales precisamente está tratando con los destinatarios de la epístola”, no a otras (cláusulas de Santiago), que no venían al caso en la comunidad galática.

Por fin, Pablo, en la 1Cor, prefiere constantemente los móviles de la caridad, a los meramente jurídicos: “¿Qué preferís? ¿Qué vaya a vosotros con la vara o que vaya con amor y espíritu de mansedumbre?” (ibid., 4,21). Al tratar de los litigios cristianos, ventilados ante tribunales paganos, eleva la mira desde la pura discusión leguleya hacia la perfección cristiana: “Ya es una mengua que tengáis pleitos unos contra otros… pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados” (ibid. 6.7.11). El frontispicio mismo con que acomete la cuestión de las carnes inmoladas, indica el alto vuelo con que tratará el problema: “Cuanto a lo de las carnes sacrificadas a los ídolos, sabemos que todos tenemos ciencia. Pero la ciencia hincha: sólo la caridad edifica” (ibid., 8,1). Por lo tanto, Pablo va más allá de una resolución jurídica (el decreto con las prescripciones de Santiago). Se mueve no sólo por recomendaciones disciplinarias, sino por el amor a los más débiles. Por lo demás, aún sin nombrarlo expresamente, en 1Cor 8-9 recomendará, de hecho, el comportamiento sugerido por aquel documento.

En cuanto a He 21,25, donde parece que Santiago entera por primera vez a Pablo sobre el decreto apostólico (abstinencia de carnes, etc.), parece posible otra interpretación.

En efecto, dado que Pablo vuelve a Jerusalén, el nido mismo de los judeo-cristianos, se le ruega encarecidamente que no los escandalice con libertades demasiado atrevidas, cuyos rumores oyeron de él. Después, como aclarando que esta restricción (en tierra prevalentemente judía) no debía ser rígidamente entendida, aclara Santiago, asegurando que se mantiene en pie lo estipulado anteriormente: “En cuanto a los gentiles que han creído, ya les hemos escrito nuestra sentencia de que se abstengan de las carnes sacrificadas a los ídolos…”. Como quien dijera: ésos sigan con la libertad ya otorgada en la asamblea de Jerusalén (15,28-29), pero los judeo-cristianos, que no dejen el mosaísmo. Pablo ya sabe muy bien de esas misivas (de las que él fue portador principal junto con Bernabé); pero ante una nueva arremetida de los puntos de vista tradicionales, se le asegura que estos consejos nada derogan de lo ya comunicado a las iglesias pagano-cristianas.

J. Roloff, que, como se ha informado, no suele ser muy propicio en cuanto a la validez de los informes lucanos, sobre este particular no ofrece reparo alguno: “Las recomendaciones de Santiago terminan con una referencia al decreto apostólico… Esto no es puramente casual, sino que encaja perfectamente con el contexto. Lo que quiere decir Santiago es que el problema decisivo, que se ha hecho crucial con la venida de Pablo, es cómo deben comportarse los judeo-cristianos que viven en una comunidad mixta. El otro problema, concerniente a la situación de los pagano-cristianos en dichas comunidades, no hay por qué tocarlo, ya que ha quedado resuelto por el decreto del concilio, en la línea propugnada por Jerusalén”.

11) La circuncisión de Timoteo.

Entre quienes se especializan en contraponer a Lucas y Pablo, casi nadie deja de referirse a la circuncisión de Timoteo, que Pablo manda realizar en Listra. Es el lamento de J. Becker: “A Pablo le habría dolido mucho ver cómo se le atribuía la circuncisión de Timoteo (He 16,3; cf. Ga 2,3 ; 5,11; 6,12.16; Flp 3,4.7)”.

Las razones por las que Pablo decidió la circuncisión de Timoteo (“a causa de los judíos que había en aquellos lugares” ibid., v.3), parecerían valer a fortiori también en Jerusalén, donde, sin embargo, según Ga 2,3, Pablo manifestó su indoblegable firmeza al no consentir con la circuncisión de Tito.

Sólo que en Jerusalén la discusión se tenía “in facie Ecclesiae”, dentro de los círculos creyentes. Ya no eran simplemente judíos, y Pablo podía esperar que la fuerza misma del Evangelio abriera el corazón de aquellos cristianos, que ya habían padecido persecución por su fe en Cristo, de parte de los judíos no convertidos aún.

En Listra, por lo contrario, aquellos judíos no eran todavía cristianos… y Timoteo, si bien era hijo de griego, también lo era de Eunice (2Tim 1,5), judía.

Así explica el suceso Ricciotti: “No debe sorprender que aquí Pablo circuncide a Timoteo, cuando se había negado enérgicamente a circuncidar a Tito… El caso era distinto: en aquella circuncisión se hacía de ello una cuestión de principio, como si fuese un rito necesario parar alcanzar la salvación en Cristo; aquí el rito fue practicado por causa de los judíos (He 16,3), es decir, para evitar las acostumbradas dificultades que habrían promovido los judíos a quienes Pablo acostumbraba a dirigir antes que a nadie su predicación… pero esta concesión no implicaba el principio de la obligatoriedad. El decreto del concilio apostólico (He 15) había dispensado del rito a los paganos que ingresaban en la iglesia, pero no lo había prohibido a los hijos de judíos (judía era la madre de Timoteo) que libremente hubiesen querido aceptarlo: tolerancia en ciertos casos sí, obligatoriedad jamás en ningún caso, por la razón general de que «en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada ni la incircuncisión» (Ga 5,6). Pablo, que en lo sucesivo practicará ritos judaicos incluso sobre sí mismo (cf 18,18; 21,26), indujo a Timoteo a que aceptara la circuncisión por caridad práctica, no por necesidad doctrinal, conforme a su norma de «hacerse judío con los judíos, con tal de ganar a los judíos» para Cristo (1Cor 9,20) “.

El episodio de Timoteo, circuncidado por Pablo en Listra, suele escandalizar, sobre todo a intérpretes protestantes, deudores en ello todavía del rígido esquematismo en que Lutero encerró a Pablo, el cual sería sólo un furibundo adversario de la ley, en especial de la judía y en ella de la circuncisión. Tal es la posición, por ejemplo, de uno de los comentarios más abundantes al libro de Lucas, por otra parte protestante. Se niega, simplemente, toda historicidad al hecho, porque se lo considera en frontal oposición a las posturas del “Pablo auténtico”.

Lo mismo piensa otro célebre exégeta protestante, más cercano todavía en el tiempo: J. Roloff.

Aplicando con mucha sensatez los controles de verificación histórica, así ve los hechos J. Sánchez Bosch: “La cosa es tan gorda que apenas puede ser inventada; tanto los amigos de Pablo como sus enemigos lo creían más bien inclinado a enseñar a los judíos que no circuncidasen a sus hijos (cf. He 21,21). Y el texto de Lucas consigna el hecho sin hacer literatura en torno a él… En sí, la circuncisión de Timoteo responde a una lógica notable. Según la ley judía, el hijo de madre judía es judío (por eso Isaac, hijo de Sara es hijo de la promesa, en cambio, Ismael, hijo de la esclava, aun siendo hijo de Abrahán, no lo es. Cf. Ga 4,22-31; Ro 9,6-9). Ahora bien, todo el mundo sabe que un padre gentil no se avendrá a esa ley: tiene el poder y no permitirá que su hijo sea circuncidado.

Dejando a un lado sus preferencias personales, Pablo podía comprender que mal podía predicar que Cristo cumplía las promesas hechas a Abrahán si constaba que entre sus acompañantes había hijos espurios de Abrahán (o que no honraban aquella descendencia).

El Apóstol había defendido con toda el alma que los gentiles convertidos no se debían circuncidar y podían convivir con los judíos. Pero Timoteo, como hijo de madre judía, era judío. Por tanto, podía ser circuncidado, incluso por Pablo. No caía en los anatemas de Ga 5,2.4… porque en ello no buscaba la justificación ni la salvación (cf. He 15,1), sino simplemente adaptarse a un punto de vista, no privado de razón, de aquellos a quienes quería evangelizar”.

Los autores que no atienden a estas razones (y muchos católicos, que se van sumando a estos puntos de vista), no parecen darse cuenta de que, en el fondo, están haciendo de Lucas un escritor atolondrado. Porque, él mismo nos da noticia, en el capítulo anterior, de que en la “cumbre de Jerusalén” Pablo fue el campeón de la libertad para los gentiles en cuanto a la circuncisión. La exposición de Lucas sería del todo inconsistente, si la realidad no hubiera estado imponiéndose, al recordar que el principal defensor de la libertad ante el rito judío para los pagano-cristianos, pensaba que todavía no estaba tan clara para los judeocristianos, no como elemento de salvación, sino en cuanto pasos pedagógicos a ir dando. Sobre todo por razones misionales: no entorpecer la presentación del Evangelio ante los judíos con provocaciones inútiles a su sentimiento religioso.

Si es verdad, como apunta Roloff, que el bautizado (y Timoteo ya lo era) pertenece a la nueva creación, en la que todas las realidades de la antigua, entre las que Pablo considera la circuncisión, han dejado de tener sentido (1Cor 7,17-24)”, no lo es menos que en la misma carta leemos: “Siendo del todo libre me hago siervo de todos para ganarlos a todos, y me hago judío con los judíos para ganar a los judíos. Para aquellos que viven bajo la ley, me hago como si yo estuviera sometido a ella, no estándolo, para ganar a los que están bajo ella” (1Cor 9,19-21). Ahora bien, ¿Cómo se haría judío con los judíos, sin alguna demostración concreta? Y… en tal caso, ¿se trataría de una estratagema meramente diplomática, una simulación hipócrita, justificando el fin bueno el recurso a los medios ya perimidos de la antigua alianza? ¿No sería una jugarreta para estar bien con Dios y con el Diablo, con Cristo y la Torah? “No que él haya usado duplicidad -responde Allo-; él ha mantenido siempre firmemente que la salvación estaba fundada sobre la fe en Jesucristo, no sobre la justicia de la ley… Pero él mismo respetaba los usos judíos cuando se los estimaba en su justo valor, como prácticas de devoción venerables… En cambio, cuando se quería imponer estas prácticas a los gentiles como necesarias para la salvación, o por lo menos, para adquirir el carácter de cristiano completo, entonces reaccionaba con intransigencia”.

VI – Algunas Conclusiones.

No se ha pasado revista a la totalidad de los puntos que despiertan conflictos entre los aportes de Lucas y Pablo.

Así y todo, lo expuesto ha sido suficiente como para brindar un panorama sobre serios planteos que se relacionan con importantes áreas de la exégesis, así como también de la teología y la misma fe.

a) La historia: imprescindible en la fe cristiana.

Si está bien el rechazo de un fundamentalismo ingenuo, que considera los textos bíblicos como el equivalente material de los acontecimientos (exageración emparentada con la curiosidad detectable en los apócrifos, ávidos de “noticias extra”), por el otro extremo, es fácil ir a dar en una exageración del “sentido teológico”, los “theologoúmena”, en una palabra, deslizarse hacia cierto “gnosticismo”, que preconiza las ideas, pero en desmedro de aquello que todos proclaman como esencial al cristianismo, caracterizado como revelación de Dios a través de la historia.

En una recensión a otra obra de G. Lohfink, que también tiene que ver con los Hechos de los Apóstoles, F. Hahn alertaba justamente sobre la devaluación a que somete el autor el material pre-lucano, proveniente de la tradición y de la historia, para dar ancho cauce prevalentemente a análisis de “teología lucana”: “En todo caso queda por considerar, si no hay más fundamento tradicional del que aquí se supone, para la representación lucana de la Ascensión, aún cuando, con ello, no pueda entenderse un acontecimiento históricamente verificable… Nosotros no podemos ignorar que Lucas ha impreso muy fuertemente su propia teología y forma de componer en sus dos escritos, pero, a la inversa, tanto más debemos indagar con mayor detenimiento, dónde efectivamente hay redacción y dónde Lucas, por su parte, construye sobre la tradición”.

Con ello no hacemos más que conectarnos con el anhelo de la exégesis patrística. Según S. Gregorio Magno, “A falta de la verdad, la edificación no es nada… Que el sentido no se aleje de la autenticidad de la historia”.

Está en juego un ingrediente fundamental de la revelación bíblica y al respecto, es de mucha actualidad la siguiente consideración de G. Courtade: “No existe ni existirá jamás una física sagrada o religiosa. Razón por la cual Dios no nos ha transmitido ninguna lección de física por medio de los escritores sagrados. Pero existe una «historia sagrada», de una importancia extrema desde el punto de vista religioso. Por eso Dios ha inspirado a escritores para enseñárnosla”.

b) Lucas, teólogo de la historia.

En el caso concreto de Lucas, el descrédito con que se lo va envolviendo produce las consecuencias nefastas de presentar su producción como una degeneración de la primera y más genuina predicación cristiana, desvío al que, con muy poco espíritu ecuménico, se tilda de “Urkatholisch” (=protocatólico) por parte de muchos intérpretes protestantes, que así establecen un “canon dentro del canon”, fraguando otro férreo dogma, según el cual, lo más antiguamente rastreable tiene visos de ser auténtico, en contra de desarrollos más recientes, que fatalmente deformarían las intenciones originarias de Cristo o de Pablo.

Así hemos podido observar que en más de un expositor, el metralleo a las presentaciones lucanas sobre la trayectoria paulina es tal, que sólo se especializan en detectar sus (presuntos) fallos, sin ofrecer siquiera un solo motivo, por el que puedan ser tenidas como fiables.

Tratándose del mismo autor del tercer evangelio, y, en el caso de admitir sus “solemnes despistes”, ¿se le dará crédito cuando nos informe sobre la concepción virginal del Hijo de Dios en María, en lo referente a episodios o enseñanzas que sólo él ha recogido (parábolas del buen samaritano, el fariseo y el publicano, el encuentro con los diez leprosos, Marta y María, el diálogo con el malhechor arrepentido en el Calvario, etc. etc… )?

c) ¿Figuras contradictorias de Pablo?

Volviendo al retrato lucano de Pablo, en lo que se refiere a las doctrinas del Apóstol (desmentidas, según muchos, por episodios que Lucas le haría protagonizar contra toda verosimilitud), será útil recordar con varios autores que la convivencia y compañía de Pablo y Lucas no implica necesariamente comunidad en un mismo enfoque teológico. Asimismo, que las diferencias que se puedan percibir, no necesariamente se sitúan en el orden de la contradicción. Incluso, al contrario, aún cuando el autor de Hechos no haya nunca visto a Pablo, puede estar teológicamente en su séquito.

Pero, por encima de todo, habría siempre que tener presente dos preguntas formuladas por O. Bauernfeind: “¿En qué sentido se debe esperar encontrar en Hechos “paulinismo” o “pensamiento específicamente paulino”? ¿Cuál es el “Pablo” en nombre del cual se establecería un criterio, a partir del cual poder protestar? Porque, en efecto, la crítica moderna está bastante dividida respecto a la admisión de las cartas auténticas de Pablo. En tal caso, para hacernos una idea del “Pablo de Pablo” ¿echaremos manos a Efesios, Colosenses, 2Tesalonicenses, y las Pastorales, admitidas por muchos como auténticas, o las descartaremos como espúreas y no procedentes de Pablo?

Sería absurdo pensar que Lucas conociera todo el epistolario paulino. Pero, lo que es más; aún los contemporáneos del Apóstol vieron, según lo confiesa el mismo interesado, una diferencia entre el Pablo “escrito” y el Pablo “presente”: “Porque, hay quien dice: «Las cartas son graves y fuertes; pero la presencia del cuerpo es poca cosa, y la palabra no vale nada»” (2Cor 10,10). Y, por fin: ¿en qué sentido pretende Lucas “pertenecer teológicamente a Pablo”?. Porque una cosa es la admiración manifiesta de Lucas por Pablo y otra su dependencia teológica. En consecuencia, se ha de admitir que el Pablo real era un poco más complejo, como para poder encerrarlo en un esquema antilegalista o sólo en la temática de Romanos y Gálatas.

Se ha de conceder, sin embargo, que los puntos de vista de Pablo y de Lucas son parciales y se los falsea al oponerlos en lo absoluto. No es, entonces, que pensaran distinto, sino que las angulaciones bajo las que escribe uno y otro, a veces parecerían oponerlos, cuando no es así en lo profundo.

Un hecho es innegable: por más desconfianza que los expositores de Pablo demuestren en teoría hacia los Hechos de Lucas, los tienen que aceptar en la práctica. Así, por ejemplo, G. Bornkamm, W.G. Kümmel, quien confiesa: “Pero el significado de las noticias de los Hechos de los Apóstoles es a pesar de todo grande”. Como ya se dijo, no solamente la cronología paulina, absoluta o relativa, se debe casi exclusivamente a Lucas, “sino que todavía, es gracias a Lucas que nosotros podemos analizar la estructura de conjunto del pensamiento paulino, sin que ello impida verificarla por cierto estructualismo (de las obras mismas de Pablo), para después admirarnos de su acuerdo”.

No está, pues, anticuada ni mucho menos la fina apreciación con que J.M. Lagrange daba cuenta tanto de las diferencias como de las coincidencias entre los cuadros de Pablo (en Hechos y las Cartas): “¡Cuántos retratos, muy semejantes, en que se reconoce fácilmente a la persona que ha posado, no se asemejan entre sí! El Pablo de los Hechos, aún cuando ha sido dibujado al natural, está hecho para ser expuesto en una galería de personalidades históricas, con los rasgos que, debido a una acción variada y prolongada, el público recuerda. El Pablo de la carta (a los Gálatas) se revela a sí mismo, bajo la impresión profunda e incluso punzante que experimentó el día en que tomó una dolorosa decisión. Su ternura herida, su autoridad menospreciada, las pérfidas astucias de sus adversarios, entre las que destacaba la de alabar su oportunismo judaizante, le obligaron a acentuar su tesis, a reivindicar la independencia de su ministerio, a denunciar con toda claridad el peligro”.

d) Teología e historia.

Por fin, si la historia bíblica no es unívocamente parangonable con la de Egipto, Grecia o Roma, tratándose de “la salvación como historia”, es palmario que nos encontramos ante una “historia sui generis”, en la cual, algo siempre escapará a los sensores puramente científicos, y en la que no menos científicamente (si queremos respetar su objeto, sin prejuicios contra lo sobrenatural) se ha de dar paso a la fe.

Con todo, ni la fe ni la “teología” pueden engullirse el basamento histórico en que se fundan. Por lo cual, estando de acuerdo con la visión de fondo, parece que algo faltara a esta conclusión de Rivas: “En el prólogo a la primera obra, el Evangelio, no promete relatar los hechos con exactitud con el fin de que los lectores los recuerden, sino «para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1,4). No es una historia por el interés de la historia misma, sino una obra teológica que requiere una fundamentación histórica, pero quedando la historia siempre subordinada a la teología”.

De acuerdo al objetivo de este estudio, se nos ocurre comentar que “la teología”, que se construye sobre la revelación cristiana está demasiado ligada a la historia, como para poner en duda sistemáticamente la mayoría de los datos aportados por un escritor inspirado, sin, por lo demás, destacar ninguno de sus aciertos, que son considerables. Poco servicio a “la solidez de lo que se ha creído” habría prestado quien no se hubiese preocupado por ofrecer recuerdos seguros. Por eso, no se ha de relativizar tanto el medio (igual y claramente señalado en el mencionado prólogo), por el cual se alcanzaría el objetivo teológico: “Me ha parecido también a mí, después de informarme exactamente de todo, desde los orígenes, escribirte ordenadamente” (ibid., v.3).

Considerar a Lucas sólo como “historiador” pudo haber sido un encuadre unilateral, “pero -comenta con acierto I.H. Marshall- se puede replicar que el enfoque contemporáneo que mira a Lucas casi exclusivamente como teólogo es igualmente unilateral”. De ahí su empeño en mostrar que “Lucas es ambas cosas historiador y teólogo, y que el mejor término para describirlo es «evangelista» un término que, creemos, los incluye a ambos”.

En resumidas cuentas, no parece verosímil que “Lucas, el médico muy querido” de Pablo (Col 4,14), el discípulo y amigo fiel, que permaneció a su lado cuando todos lo abandonaron en una de sus prisiones (2Tim 4,11), fuera en sus recuerdos un tergiversador tan traidor (¿o atolondrado?) de la historia y pensamiento paulinos.

Autor: Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola

Fuente: Apologetica.org

Entradas Relacionadas

Conversando con amigos evangélicos sobre el Canon Bíblico (Parte 2)

Conversando con amigos evangélicos sobre el Canon Bíblico (Parte 2)

Continuando con la serie de conversaciones entre amigos sobre temas de apologética, les comparto la continuación de un diálogo ficticio que aborda las diferencias entre la Biblia que utilizamos los católicos y nuestros hermanos cristianos de otras denominaciones. La...