En uno de mis artículos anteriores, un lector del blog, Gringo, ha enviado un comentario interesante al que he querido responder en este nuevo artículo.
El comentario en cuestión dice así:
“No, Dios no obliga a nadie amarlo… pero si no lo amas te manda al infierno. Y encima se supone que Dios te ama aunque tú no lo ames, pero si no le correspondes te manda al infierno. Al final Dios trae al mundo a las personas (porque todos venimos al mundo por voluntad de Dios ¿o no?), para que vivan unas pocas décadas en este valle de lágrimas, y para después hacerles pasar a algunos toda la eternidad en el llanto y rechinar de dientes. Y te dicen que Dios te ama.
Y eso es así aunque algunos no lo queráis admitir porque no os entra en la cabeza las contradicciones en las que os han educado desde pequeñitos. Dios te ama, aunque tú no le ames, pero te puede condenar al peor de los castigos para siempre, porque tú no le has amado, aunque él te ama. De locos”.
Se trata, ciertamente, de una objeción interesante. Las objeciones de tipo “moral” contra la existencia de Dios, aunque intrínsecamente contradictorias, siempre son interesantes.
En este caso, sin embargo, más que objeción se trata de un malentendido. No es que nuestro amigo Gringo no esté de acuerdo con lo que creen los cristianos sobre este tema, sino que, como sucede tantas veces, lo que piensan los ateos o agnósticos que es el cristianismo no es, de hecho, el cristianismo, sino algo muy diferente. Lo que Gringo ha descrito, sin duda de buena fe, es en realidad una caricatura de la fe cristiana, que apenas tiene que ver con el original.
Lo que no ha tenido en cuenta nuestro adversario dialéctico es que la esencia del infierno es, precisamente, la separación de Dios. En efecto, el infierno es horrible, porque es horrible la separación de Dios, que es el Bien, la Verdad, la Belleza y la Unidad. Es decir, todo aquello que puede hacer feliz al ser humano.
Una vez que uno recuerda esto, la cuestión cambia totalmente. Si tú decides consciente y voluntariamente separarte de Dios, no parece muy extraño que la consecuencia, sea… separarte de Dios, que es exactamente lo mismo que el infierno. En ese sentido, decir que Dios te manda al infierno es fundamentalmente lo mismo que decir que tú decides ir al infierno y Dios respeta tu libertad. Por fuerza, nuestra forma de hablar de Dios siempre es analógica y, según usemos una frase u otra, estaremos resaltando el hecho de que Dios es Alguien y no una fuerza impersonal, que lo que recibimos es lo que merecemos, que Dios es justo además de misericordioso o el hecho de que Dios lo que quiere es nuestra salvación, pero en esencia ambas frases dicen lo mismo.
Por lo tanto, el infierno no presenta en este sentido ningún problema moral que no presente el hecho cotidiano y conocido por todos de que Dios te deja odiar a tu vecino si quieres, a pesar de la infelicidad que eso te va a causar a ti y va a causar a tu vecino. O incluso respeta tu libertad de intentar asesinarlo, a pesar de las horribles consecuencias de ese acto.
¿Por qué te permite Dios hacer algo que sabe que te va a hacer daño? Paradójicamente, porque te quiere y ese respeto de tu libertad es la única posibilidad de que algún día llegues a amarle a Él, que es donde está tu felicidad. El amor pleno no es forzado, sino libre. Un amor sin libertad sería, por ejemplo, como el afecto instintivo de un perro, que es algo muy agradable, pero incomparablemente menos importante que el amor humano.
Exactamente lo mismo sucede con el infierno: Dios respeta tu posibilidad de que decidas separarte de Él, que es lo mismo que ir al infierno, porque esa libertad es condición necesaria para que puedas amarle y ser feliz. Es una paradoja terrible, pero evidente en cuanto se piensa un poco sobre ella: la existencia del cielo (de un cielo de verdad) tiene como condición necesaria la existencia del infierno, al margen del hecho concreto de quiénes estén o no en él, que es algo que sólo Dios sabe. La libertad en esta vida de decidirse por el bien conlleva la posibilidad de decidirse contra él. Esto, lejos de ser algo extraño y esotérico es lo más normal y cotidiano del mundo. Lo vemos y lo aceptamos cada día cuando apreciamos y agradecemos el bien que nos hacen otras personas porque sabemos que han hecho ese bien libremente, pero no agradecemos al suelo que nos sostenga o a nuestro abrigo que nos caliente porque ese bien que nos proporcionan no es libre.
Otra de las cosas que a menudo se rechazan de la idea misma del infierno es su irrevocabilidad. La eternidad es de esas cosas que tienden a romper nuestros esquemas y que nos resistimos a aceptar y la idea de que el infierno sea para siempre nos desconcierta y angustia (como es normal).
La realidad, sin embargo, es que la irrevocabilidad de las decisiones también es algo que experimentamos a diario. Tenemos libertad, dada por Dios, para hacer el mal, grande o pequeño. Y, horror de los horrores, una vez hecho, ese mal queda hecho para siempre. Si, por ejemplo, mentimos al vecino, robamos al ciego que vende cupones en la esquina o somos infieles a nuestra esposa, esas acciones son irreversibles. Da igual lo que hagamos después, que cambiemos o no de idea, que lo recordemos o lo olvidemos o incluso que intentemos enmendarlo o cambiemos de conducta. Es un factum y lo hecho, queda hecho para siempre. Nada cambiará el hecho de que, el 27 de junio de 2013, en el momento de la decisión, elegimos el mal cuando podríamos haber elegido el bien, con todas las consecuencias. Por eso, si dentro de veinte años nuestro vecino nos reprocha lo que hicimos, podremos decir muchas cosas, pero lo que no podremos hacer es negar que, efectivamente, le mentimos.
Así pues, la irrevocabilidad del infierno puede (y debe) asustarnos, y puede (y debe) darnos una idea de lo seria que es la vida, pero lo que no tiene ningún sentido es pretender que esa irrevocabilidad es una señal de que no existe, cuando nuestra vida está hecha de infinidad de otras pequeñas irrevocabilidades.
En fin, creo que es evidente que las dos grandes objeciones mencionadas contra la existencia del infierno no tienen verdadera sustancia moral. Son, más bien, expresión de una curiosa rebeldía contra la realidad cotidiana que tenemos ante nuestros ojos a cada momento. No parece muy lógico decir que Dios no puede existir por razones que implicarían igualmente que es imposible que uno se lleve mal con su vecino. Si hay algo que es “de locos”, como decía el lector, es negar que sea posible lo que sucede todos los días ante sus ojos.
Este tipo de objeciones proviene, en realidad, de un clima generalizado en nuestra época que yo llamo “adolescencia social”. Nuestra sociedad es, en conjunto, una sociedad de adolescentes que no han sabido madurar completamente. Y el rasgo más característico de los adolescentes reside en exigir derechos sin aceptar deberes, en pretender una total autonomía pero a la vez esperar que sus padres les saquen las castañas del fuego cuando se equivocan. Nada hay peor que el compromiso definitivo. El lema de los adolescentes, y el de nuestra sociedad, es “libertad sin responsabilidad” (que, para este tema, podríamos traducir como “cielo sin infierno”).
Por supuesto, no estoy diciendo que Gringo en particular se haya quedado en la adolescencia, pero sí que pertenece, como pertenecemos todos, a una sociedad que se ha quedado en la adolescencia. Y eso influye mucho en nuestro pensamiento.
No es extraño que esa inmadurez social choque en muchas cosas con la fe cristiana, porque la misma no es ni puede ser una fe de adolescentes perpetuos. El cristianismo lleva en su mismo centro inmensas paradojas que resuelven las pobres contradicciones de la adolescencia moral y existencial: Hay que hacerse como niños para poder crecer espiritualmente, la vida se encuentra entregándola, la omnipotencia de Dios se revela amorosamente en su respeto por nuestra libertad y nuestra verdadera libertad se encuentra en la obediencia a la Voluntad de Dios.
Autor: Bruno Moreno Ramos
Fuente: Infocatólica