Antes de iniciar. El tratado de la inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras nos ha hecho ver que existen Libros Sagrados, que tienen a Dios por autor, en cuanto que fueron escritos bajo la moción del Espíritu santo. Dios es el autor principal de dichos libros, y, en consecuencia, no pueden contener ningún error. En esta sección se estudia el tratado del canon, que nos da a conocer cuáles y cuántos son los libros inspirados. El tratado del canon tiende a probar la existencia del catálogo sagrado de los libros inspirados, que nos ha sido transmitido por el Magisterio de la Iglesia, y, al mismo tiempo, se propone exponer la historia de la formación del canon, es decir, la evolución y peripecias por las que tuvo que pasar antes de que la Iglesia determinase oficialmente su canon. La Iglesia tuvo gran cuidado, ya desde el principio, en distinguir los libros inspirados de los que no lo eran, pues pronto comenzaron a aparecer libros apócrifos que pretendían pasar como inspirados.
En este tratado estudiaremos la lenta formación del canon de las Sagradas Escrituras y las causas que contribuyeron más directamente a su fijación.
2. Etimología y significado de “canon”. La palabra canon que proviene del griego “kanón”, significaba primitivamente una caña recta que servía para medir, una regla, un modelo. El término griego “kanón” es afín a los vocablos “káne”, “kánne”, “kánna” = caña, que probablemente proceden de las lenguas semíticas, en las que hallamos la misma raíz. Así tenemos en hebreo “qaneh” = “vara para medir”1, en asirio “kanú”, en sumerio-acádico “qin”2. Por consiguiente, la voz “kanón” transcrita al latín bajo la forma de canon designaba en sentido propio una vara recta de madera, una regla que era empleada por los carpinteros. En sentido metafórico indicaba cierta medida, ley o norma de obrar, de hablar y de proceder. Esta es la razón de que los gramáticos alejandrinos llamasen “kanón” a la colección de obras clásicas que, por su pureza de lengua, eran dignas de ser consideradas como modelos3. También los cánones gramaticales constituían los modelos de las declinaciones y conjugaciones y las reglas de la sintaxis. Según Plinio, existía el llamado canon de Policleto, con cuyo nombre se designaba la estatua del Doríforo, del escultor Policleto (s. V a.C.), que por su perfección fue considerada como la regla de las proporciones del cuerpo humano. Epicteto designaba con el epíteto de “kanón” al hombre que podía servir de modelo a los demás a causa de su rectitud de vida. También nos hablan los antiguos de los “jronikói kanónes” de Plutarco, que eran fechas o épocas principales de la historia que servían de puntos de referencia de los acontecimientos humanos.
La palabra “kanón” se encuentra cuatro veces en el Nuevo Testamento. Pero solamente es empleada en los escritos de San Pablo. En tres ocasiones se usa en sentido pasivo de cosa medida: se trata del campo de apostolado señalado por Dios al Apóstol de los Gentiles4. En otro lugar se emplea en el sentido de regla de vida, de acción5.
Los autores eclesiásticos antiguos dieron a la voz canon significaciones muy variadas. A partir de la mitad del siglo II se emplea “kanón” en sentido moral, para designar la regla de la fe (“ho kanón tes písteos”), la regla de la verda (“ho kanón tes alethéias”), la regla de la tradición (“ho kanón tes paradóseos”) la regla de la vida cristiana o de la disciplina eclesiástica (“ho kanón tes ekklesías”, “ho ekklesiastikós kanón”)6.
Los Padres latinos emplean también fórmulas idénticas a las de los Padres griegos: regula fidei, regula veritatis, como se puede ver ya desde el siglo III en los escritos de Tertuliano y Novaciano.
En este mismo sentido, los decretos de los concilios se llamaron cánones, en cuanto que eran las normas, las reglas que la Iglesia establecía para la más perfecta regulación de su vida. Tal vez se les haya dado este nombre por contraposición a las leyes (“nómoi”) de los reyes y emperadores, como también más tarde se llamaron cánones a las leyes eclesiásticas, para distinguirlas de las leyes civiles.
La fe, o sea la doctrina revelada, es la regla que ha de servir para juzgarlo todo; es la norma a la cual han de adaptar su vida los fieles7. Y como la Sagrada Escritura fue considerada, ya desde los orígenes de la Iglesia, como el libro que contenía la Revelación, la regla de fe y de vida, se llegó de un modo natural a hablar del canon de las Escrituras para designar esta regla escrita, y se comenzó a dar el nombre de canon a la colección de los libros inspirados.
La palabra canon, aplicada a la Sagrada Escritura, empieza a usarse en el siglo III. El primero que la emplea tal vez sea Orígenes, el cual afirma que la Asunción de Moisés “in canone non habetur” (“no está en el canon”)8. El Prólogo monarquiano, que unos atribuyen al siglo III y otros al siglo IV, afirma que el canon empieza con el Génesis y termina con el Apocalipsis. El primero que con seguridad aplica el término canon a la Sagrada Escritura es San Atanasio (hacia el año 350), el cual observa que el Pastor de Hermas no forma parte del canon (“kaítoi me on ek tou kanónos”)9. Después de San Atanasio, el término se hace común entre los escritores griegos y latinos10.
Del sustantivo canon se deriva el adjetivo canónico (“kanonikós”). El primero que lo usó parece que fue Orígenes11, el cual quería designar con dicho adjetivo los libros que eran los reguladores de la fe, la regla propiamente dicha de la fe, y constituían una colección bien determinada por la autoridad de la Iglesia. El término canónico también aparece con certeza en el canon 59 del concilio de Laodicea (hacia el año 360), en el cual se establece que, en la Iglesia, no se lean “los libros canónicos sino tan sólo los canónicos del N. y del A. T.”12. A partir de la mitad del siglo IV se hace común el llamar a las Sagradas Escrituras canónicas (“kanonikai”)13. Y puesto que ya en aquel tiempo existían muchos libros apócrifos, que constituían un grave peligro para la Iglesia y para los fieles porque se presentaban como inspirados, fue necesario fijar el catálogo de los Libros Sagrados con el fin de que los fieles pudieran distinguir los libros inspirados de los que no lo eran. Esto dio lugar a la formación de otras expresiones derivadas de canon, como canonizar (“kanonízein”), canonizado (“kanonizómenos”), que en el lenguaje eclesiástico de aquella época significaba que algún libro había sido “recibido en el catálogo de los Libros Sagrados”14. Y, por contraposición, “apokanonízein” designaba un libro “excluido del canon”.
Finalmente, del adjetivo canónico se formó el término abstracto canonicidad, que expresa la cualidad de algún libro que por su autoridad y origen es divino y, en cuanto tal, ha sido introducido por la Iglesia en el canon de los Libros Sagrados.
3. Canonicidad e inspiración. – Si bien los términos canónico e inspirado son equivalentes bajo muchos conceptos, sin embargo, canonicidad e inspiración se distinguen formalmente. De hecho, todos los libros canónicos están inspirado, y parece que no existe ningún libro inspirado que no haya sido recibido en el canon de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, un libro es inspirado por el hecho de tener a Dios por autor, y canónico, en cuento que fue reconocido por la Iglesia como inspirado. Por consiguiente, la canonicidad supone, además del hecho de la inspiración, la declaración oficial de la Iglesia del carácter inspirado de un libro. Esta declaración de la Iglesia no añade nada al valor interno del libro, cuyo valor canónico procede precisamente de su inspiración, pero confiere al libro sagrado una autoridad absoluta desde el punto de vista de la fe y lo convierte en regla infalible de la fe y de las costumbres. Pero no por eso se le puede llamar, sin más, canónico sino después de la declaración de la Iglesia, hecha implícita o explícitamente. Según esto, los libros deuterocanónicos (en el próximo punto tratamos sobre ellos), que eran inspirados y tenían verdadera virtud reguladora, no fueron reconocidos por todos como canónicos sino en un segundo tiempo, después que la Iglesia los recibió en el canon15.
Esta es la doctrina enseñada por el concilio Vaticano I: “La Iglesia tiene los (libros del Antiguo y Nuevo Testamento) por sagrados y canónicos no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia”16. Lo mismo afirman León XIII en su encíclica Providentissimus Deus (18 noviembre 1893) y Pío XII en la encíclica Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943).
4. Libros protocanónicos y deuterocanónicos. – La distinción de los Libros Sagrados en protocanónicos y deuterocanónicos trae a la mente el recuerdo de controversias que surgieron en la antigüedad a propósito de la canonicidad de ciertos libros de la Biblia. Pero con ella no se intenta establecer una distinción del valor canónico y normativo, ni desde el punto de vista de la dignidad, entre los proto y deuterocanónicos. Bajo este aspecto, todos los Libros Sagrados contenidos en la Biblia tienen el mismo valor y dignidad, pues todos tienen igualmente a Dios por autor. La distinción es legítima sólo desde el punto de vista histórico, del tiempo, en cuanto que los libros deuterocanónicos fueron recibidos en el canon de las Sagradas Escrituras sólo más tarde a causa de ciertas dudas surgidas a propósito de su origen divino.
Los escritores eclesiásticos griegos suelen designar los libros protocanónicos con el término “homologoúmenoi”, o sea libros “universalmente aceptados”, y los deuterocanónicos con las palabras “antilegómenoi”, es decir, libros “discutidos”, o también con “amfiballómenoi”, a saber, libros “dudosos”17. Sin embargo, en el siglo XVI fue Sixto de Siena (+ 1596) el primero que empleó los términos protocanónicos para designar los libros que ya desde un principio fueron recibidos en el canon, pues todos los consideraban como canónicos, y deuterocanónicos, para significar aquellos libros que, si bien gozaban de la misma dignidad y autoridad, sólo en tiempo posterior fueron recibidos en el canon de las Sagradas Escrituras, porque su origen divino fue puesto en tela de juicio por muchos18.
Los libros deuterocanónicos son siete en el Antiguo Testamento y siete también en el Nuevo Testamento:
En el Antiguo Testamento: Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, 1 y 2 Macabeos. Y los siete últimos capítulos de Ester: 10,4-16,24, según la Vulgata; así como los capítulos de Daniel 3,24-90; 13; 14.
En el Nuevo Testamento: Epístola a los Hebreos, epíst. de Santiago, epíst. 2 de San Pedro, epíst. 2-3 de San Juan, epíst. de San Judas y Apocalipsis. También es bastante frecuente considerar como deuterocanónicos los fragmentos siguientes de los Evangelios: Mc 16,9-20; Lc 22,43-44; Jn 7,53-8,11. Sin embargo, las dudas acerca de estos textos han surgido tan sólo en nuestros días entre los críticos, por el hecho de que dichos pasajes faltan en algunos códices y versiones antiguas.
Los protestantes emplean una nomenclatura un poco distinta de la de los católicos, al hablar de los libros deuterocanónicos. Entre ellos, los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento reciben el apelativo de apócrifos, que nosotros damos a los libros que, teniendo ciertas semejanzas con los libros inspirados, nunca fueron recibidos en el canon. Y los protestantes llaman pseudoepigrafa a los libros que nosotros designamos con el término de apócrifos. Por lo que se refiere a los deuterocanónicos del Nuevo Testamento, coinciden católicos y protestantes en su designación.
5. El criterio de canonicidad. – Del criterio de canonicidad podemos decir casi lo mismo que del criterio de la inspiración (tratado en otro lugar). La diferencia estriba tan sólo en el hecho de que el criterio de la inspiración mira a la Sagrada Escritura en general; en cambio, el criterio de canonicidad mira a cada libro en particular. Lo mismo que para conocer el hecho de la inspiración el único criterio suficiente y eficaz era el testimonio del Magisterio de la Iglesia, igualmente el único criterio propio de canonicidad es la testificación de la Iglesia. Porque la Iglesia es la única autoridad legítima que puede determinar con certeza infalible si tal libro es canónico o no lo es. Esta es doctrina que enseñan ya los Padres antiguos, como Orígenes19 y Tertuliano20 y otros. Son bien conocidas las palabras de San Agustín: “Ego vero evangelio non crederem, nisi me catholicae Ecclesiae commoveret auctoritas… In locum autem traditoris Christi quis successerit, in Actibus legimus: cui libro necesse est me credere, si credo evangelio, quoniam utramque Scripturam similiter mihi catholica commendat auctoritas” (“No creería en el evangelio si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia católica… Leemos en los Hechos de los Apóstoles quién sucedió al que entregó a Cristo; y debo creer en este libro, si creo en el evangelio, porque la autoridad católica es la que me recomienda una y otra Escritura”) 21.
El testimonio de la Iglesia se ha ido manifestando a todos los fieles bajo diversos conductos: por los testimonios explícitos de los escritores eclesiásticos, por las decisiones sinodales, por la proposición solemne del Magisterio universal u ordinario de la Iglesia, por la lectura litúrgica y por todos aquellos medios que la Iglesia suele emplear para proponer a los fieles la doctrina cristiana.
Y como la canonicidad de un libro constituye un hecho sobrenatural, que sólo podemos conocer por revelación divina, a través de la tradición de la Iglesia, de ahí que sea necesaria la testificación del Magisterio eclesiástico para saber con certeza si un libro determinado es canónico e inspirado. La simple lectura litúrgica no parece ser criterio suficiente, pues sabemos por el testimonio de diversos Padres antiguos que también se leían en las asambleas litúrgicas otros escritos que nunca formaron parte del canon de la Sagrada Escritura22. Tampoco basta que la doctrina de un libro concuerde con la doctrina de los apóstoles, para determinar su canonicidad, porque pueden encontrarse muchos libros que concuerden perfectamente con la doctrina revelada y, sin embargo, no son inspirados. Ni siquiera parece ser criterio suficiente el origen apostólico de un libro, puesto que en el Nuevo Testamento hay libros que no fueron escritos por los mimos apóstoles, sino por discípulos de éstos.
Los judíos también poseían el canon de los Libros Sagrados del Antiguo Testamento. ¿Cuál era entre ellos la autoridad a la cual competía distinguir los Libros Sagrados de los que no lo eran? Probablemente fue el colegio sacerdotal, encarnado principalmente en los príncipes de los sacerdotes, que eran los que ejercían vigilancia sobre las cosas religiosas. Otros autores piensan que serían los profetas los que gozaban de autoridad para juzgar si un libro era inspirado. Pero hay que tener presente que no siempre hubo profetas en Israel. Y precisamente en la época en que se fijó el canon del Antiguo Testamento, la máxima autoridad religiosa la ostentaba el sacerdocio, como veremos más adelante en este trabajo.
Los protestantes, al rechazar la Tradición, se vieron obligados a juzgar de la canonicidad de los Libros Sagrados por criterios propiamente internos. Para Calvino este criterio sería “el testimonio secreto del Espíritu”23; para Lutero, la concordia de la enseñanza de un libro con la doctrina de la justificación por la sola fe24. Los protestantes ortodoxos posteriores, además de los criterios internos, admiten también criterios subsidiarios externos, como el carisma profético o apostólico del autor, el testimonio de la Iglesia antigua, la historia del canon críticamente estudiada. Para los protestantes liberales, al no admitir prácticamente la inspiración, tampoco tiene interés la cuestión de la canonicidad de los libros bíblicos. Los libros que la Iglesia ha conservado serían únicamente aquellos que se impusieron prácticamente en la lectura pública como más aptos para la edificación de los fieles. De este hecho se habría pasado a la afirmación de la inspiración.
La renovación teológica protestante moderna ha conducido a algunos de sus principales exponentes a adoptar nuevas posiciones. Una de las que merecen mayor atención es la de O. Cullmann25, el cual se declara “absolutamente conforme con la teología católica en la afirmación de que la misma Iglesia fue la que constituyó el canon”. Pero él ve en esta decisión de la Iglesia la manifestación explícita y definitiva de la conciencia que ella fue adquiriendo de la inspiración de los Libros Sagrados. Esta decisión eclesiástica iba dirigida a distinguir claramente la tradición apostólica de las demás que se le pudieran juntar. Entre todos los escritos cristianos que corrían en la Iglesia primitiva, se fueron imponiendo aquellos que habían de formar el canon por su autoridad apostólica intrínseca. El Antiguo Testamento fue aceptado en el canon en cuanto era el testimonio de la historia de la salvación que había preparado la encarnación. La Iglesia siguió en esto el sentir de Cristo y de los apóstoles.
La posición de O. Cullmann se parece bastante a la de ciertos autores católicos modernos, como Karl Rahner, Norbert Lohfink, etc.
6. Importancia actual de la cuestión del canon. – En la teología actual, de marcada tendencia eclesiológica, ha adquirido gran importancia el problema del canon de las Sagradas Escrituras. Varios han sido los que han tratado la cuestión. Varios han sido los que han tratado la cuestión; pero a nosotros nos interesan de modo especial las ideas de K. Rahner y N. Lohfink por la relativa novedad que representan. Digo relativa, porque en parte siguen las ideas ya expuestas por O. Cullmann y algún otro autor protestante.
a) Karl Rahner define la inspiración de la Sagrada Escritura de la siguiente manera: “Inspiración de la Escritura es aquella causalidad absolutamente singular mediante la cual Dios se convierte en autor de la Iglesia, en cuanto que una tal causalidad tiene por objeto el elemento constitutivo de la Iglesia apostólica, que es la Escritura”
Los Libros Sagrados proceden de modo vital de la vida íntima de la Iglesia naciente. Y en cuanto tales constituyen una manifestación de la vida de la Iglesia. Cuando la Iglesia apostólica consigna por escrito su fe, su espíritu, su tradición, su vida íntima, crea la Sagrada Escritura. Y ésta es, según Rahner, un elemento constitutivo de la Iglesia.
Por el hecho mismo de que los Libros Sagrados sean un producto de la vida íntima de la Iglesia primitiva se puede deducir que la Iglesia esté en inmejorables condiciones para conocer la inspiración de ellos. La Iglesia, por una cierta con naturalidad, advirtió que dichos escritos estaban en perfecta conformidad con su naturaleza y que eran al mismo tiempo “apostólicos”, es decir, como un pedazo de la vida de la Iglesia primitiva. La Iglesia, en cuento custodia del depósito de la fe, recibió del Espíritu Santo el don de discernir lo que realmente pertenece a dicho depósito. Y este acto de discernimiento, según Rahner, pudo ser hecho incluso después de la época apostólica, sin necesidad de admitir una nueva revelación o una afirmación explícita de los apóstoles. Pero esto sólo lo podía hacer la Iglesia con absoluta certeza en cuanto que era dirigida por el Espíritu Santo. De hecho, la Iglesia sólo en el siglo IV reconoció como inspirados y canónicos todos los libros de la Biblia, lo que resultaría difícil de explicar en el caso de admitir una revelación explícita sobre la inspiración de cada libro sagrado transmitida por los apóstoles.
Por lo que se refiere al Antiguo Testamento, Rahner admite que la Iglesia recibió de la sinagoga un cierto canon. Pero la sinagoga no poseía una autoridad doctrinal infalible para determinar con absoluta certeza el canon. Además, el canon del Antiguo Testamento no podía considerarse coma definitivamente cerrado antes del nacimiento de la Iglesia. Esta, en cuento heredera y continuadora legítima del pueblo elegido, cuya historia consideraba como su propia prehistoria, podía proseguir y concluir la formación oficial del canon del Antiguo Testamento. Esto explicaría por qué la Iglesia pudo aceptar en el canon del Antiguo Testamento los libros deuterocanónicos y por qué introdujo en el canon diversos libros del Nuevo Testamento sobre cuya autenticidad y canonicidad habían surgido graves dudas en los primeros siglos de la Iglesia.
b) Norbert Lohfink, en un artículo publicado en la revista Stimmen der Zeit27, presenta algunas ideas que tienen importancia para comprender mejor la cuestión del canon. Par él el proceso e canonización de los libros Sagrados tiene gran importancia. El canon presupone un largo proceso de formación, pues los diversos libros son tan sólo partes integrantes de todo el complejo. Una vez juntadas estas partes integrantes para formar el complejo total de la Biblia, ya no pueden tener existencia separada e independiente, sino que se condicionan mutuamente. Esto significa que el sentido final y decisivo de cada libro y de cada una de las enseñanzas que contienen depende del contexto total en el que han sido introducidos. Este contexto ese el de la revelación entera, que estuvo en progreso continuo y llegó a su fin sólo con la promulgación del canon de la Sagrada Escritura. El Nuevo Testamento es la última etapa de este progreso y es el que da la clave para la perfecta inteligencia de todo el complejo y de cada una de sus partes.
La colección o reunión de todos los Libros Sagrados en el canon, con lo cual quedó constituido como norma de la Iglesia, confirió a estos libros una nueva orientación, una finalidad y un intencionalidad nuevas, que fueron consideradas como definitivas para la comunidad de los files. Cristo y los apóstoles dieron al Antiguo Testamento el sentido último y definitivo.
La inspiración de las Escrituras presupone un largo proceso que empezó en el A. T. Y terminó en el Nuevo. Este largo proceso estuvo siempre ordenado a la composición de todo el complejo de la Biblia. Dentro de este complejo, los libros y las doctrinas particulares reciben su sentido definitivo del contexto de todo el conjunto.
En efecto, la inspiración y la interpretación del a Sagrada Escritura finalizó con el último libro del N. T. Y con la inclusión de todos los libros inspirados en el canon. Desde entonces se puede afirmar que la inerrancia pertenece a la Sagrada Escritura como un todo indivisible y formando una unidad intrínseca.
7. ¿Se ha perdido algún libro inspirado? – Por el testimonio de la misma Sagrada Escritura conocemos algunos escritos provenientes de algún profeta o apóstol que no han llegado hasta nosotros. En el Antiguo Testamento se habla repetidas veces del “libro del Justo” (cf. Jos 10,13; 2 Sam 1,18), del “libro de Samuel, vidente”, de las “crónicas de Natán, profeta, y de las de Gad, vidente” (cf. 1 Crón 29,29), de las “profecías de Ido, vidente” y de “los libros de Semeyas, profeta” (2 Crón 9,29; 12,15). El Nuevo Testamento también habla de una epístola de San Pablo a los Corintios (cf. 1 Cor 5,9)28 que parece haberse perdido, y de otra a los Laodicenses (cf. Col 4,16)29. Si consideramos estos escritos como inspirados, tendríamos que admitir que se han perdido de hecho libros inspirados. Pero para conocer su inspiración habría que poseer el testimonio de la Iglesia, que es el único criterio suficiente para saberlo. El Magisterio de la Iglesia, sin embargo, no ha dicho absolutamente nada sobre la inspiración de dichos libros. Y como el criterio del profeta o del apostolado no es suficiente para conocer la inspiración o la canonicidad de un determinado libro, de ahí que no estemos en grado de afirmar que se han perdido de hecho algunos libros inspirados.
Algunos autores católicos niegan firmemente la posibilidad de que se hayan perdido ciertos libros inspirados. Su razonamiento es el siguiente: la inspiración bíblica no es un carisma privado, dado para el bien de un individuo, sino que es un carisma social, destinado al bien de una sociedad, que es la Iglesia fundada por Cristo. En consecuencia, la destinación del escrito inspirado para la Iglesia entraría en los elementos esenciales de la inspiración bíblica, como enseña claramente el concilio Vaticano I30. Teniendo en cuenta este principio, no parece posible afirmar que se haya dado un libro inspirado perdido antes de llegar a la Iglesia. Ni tampoco se podría decir que la perdida haya tenido lugar después de ser recibido por la Iglesia, ya que sería acusar a la Iglesia de infidelidad a su misión divina de guardiana de las fuentes de la revelación. Sin embargo, a nuestro parecer, hay que distinguir en esta cuestión entre libro tan sólo inspirado y libro inspirado y canónico. Por lo que se refiere a esto último, no parece posible que un libro reconocido y declarado como inspirado por la Iglesia se haya perdido. En este caso habría que admitir que la Iglesia no fue la fiel guardiana del depósito revelado. En cambio, se podría admitir que un libro inspirado se haya perdido antes del reconocimiento oficial y universal de la Iglesia. Es cierto que la inspiración, como carisma, ha sido dada al autor humano con vistas al bien religioso de la comunidad, pero es muy posible que un libro inspirado haya sido destinado exclusivamente a una determinada comunidad religiosa de los primero siglos, y una vez cumplida su finalidad haya desaparecido antes de que llegara el reconocimiento de la Iglesia universal.
También se podría admitir que en el decurso de los siglos se hayan podido perder algunos fragmentos de los libros inspirados. Pero a condición de que estos fragmentos no sean de importancia sustancial para la revelación. Por otra parte, la historia del texto demuestra claramente que el texto sagrado ha llegado hasta nosotros sustancialmente íntegro.
Autor: Manuel de Tuya – José Salguero
Fuente: Introducción a la Biblia, Tomo I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1967, pp. 323-334.
Fuente: Apologetica.org
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NOTAS
(1) Cf. Ez 40,3.5. Los LXX traducen, en este lugar, qaneh por “kanón”.
(2) Cf. W. Gesenius-F. Buhl, Hebräisches und Arämaisches Handwörterbuch17 (Leipzig 1921).
(3) Cicerón, en una carta dirigida a su amigo Tirón, le dice: “Tu, qui “kanón” esse soles meorum scriptorum” (Epist. Ad famil. l. 16 epíst. 17). Véase también Aristóteles, Ethica ad Nichomacum 3.4.5.
(4) Cf. 2 Cor 10,13.15-16.
(5) Cf. Gál. 6,16.
(6) Cf. S. Clemente Romano, S. Policrates (según Eusebio), S. Ireneo. Hay autores que suelen dar al término canon el sentido de catálogo, lista, elenco, y se acostumbra a citar como ejemplos el “kanón basiléon”, de Claudio Ptolomeo (hacia el año 150 d.C.), que es un catálogo de los reyes asirios, babilónicos y persas, y los “jronikói kanónes” de Eusebio, que comprenden tablas sincronizadas de los varios pueblos de la antigüedad. Sin embargo, aun cuando estos “kanónes” de Ptolomeo y de Eusebio sean listas, tienen más bien el significado de regla, pues eran fechas, medidas cronológicas, que servían de base a sistemas cronológicos. Si canon tiene ahora en el lenguaje eclesiástico el sentido de lista, catálogo, éste es relativamente reciente y, además, es un significado secundario. El significado formal es el de regla, norma, modelo.
(7) En este sentido dice San Ireneo: “Teniendo por regla a la misma verdad”, “la verdad, que es predicada por la Iglesia” (Adv. Haer. 2,28,1; 1,9,5)
(8) In Iosue hom. 2,1. Pero de esta obra de Orígenes sólo tenemos una traducción latina; por eso no sabemos si empleaba el término “kanón” o bien “endiáthetos”.
(9) Decr. Nic. Syn. 18.
(10) Conc. Laodicense, San Anfiloquio, Orígenes, Rufino, San Jerónimo, San Agustín, etc.
(11) In Cant. Prol.. Solamente poseemos la traducción latina hecha por San Jerónimo.
(12) Cf. Enchiridion Biblicum (EB) 4° edición (Roma 1961), n. 11.
(13) Cf. San Jerónimo, Praef. In libro. Salom.; Prisciliano, Lib. Apol.. 27, etc.
(14) Cf. Orígenes, In Matth. 28.
(15) La declaración de la Iglesia sobre la canonicidad de un libro no es necesario que sea hecha solemne ni explícitamente; basta que la Iglesia en la práctica los haya tenido siempre como inspirados.
(16) EB n. 77.
(17) Cf. Eusebio, Histo. Eccl. 3,25,4; San Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,33.
(18) Cf. Bibliotheca Sancta ex praecipuis catholicae Ecclesiae auctoribus collecta (Nápoles 1742) vol. 1, 2s.
(19) In Lc. Hom., 1; Cf. en Eusebio, Histo. Eccl. 6,25,35.
(20) Adv. Marc. 4,5.
(21) Contra Epist. Manichaei 5,6.
(22) Por San Diosinios de Corinto sabemos que la epíst. de San Clemente Romano a los Corintios era leída en las asambleas litúrgicas (cf. en Eusebio, Hist. Eccl. 4,23,11). En las iglesias del Asia se leía la carta de San Policarpo (cf. S. Jerónimo, De viris illustribus, 17).
(23) Cf. J. Calvino, Institutio religionis christianae, l. 1, c. 6-8 (Basilea 1536).
(24) Cf. O. Scheel, Luthers Stellung zur hl. Schrift (Tübinga 1902), p. 42-45; M. Meinertz,Luthers Kritik am Jakobusbreife nachdem Urteile seiner Anhänger: BZ 3 (1905) 273-286.
(25) La Tradition (Paris-Neuchatel 1953) p. 41-52.
(26) Cf. K. Rahner, Über die Schriftinspiration. Questiones disputatae I (Herder, Friburgo de Br. 1958) p. 58.
(27) Über die Irrtumslosigkeit und die Einheit der Schrift, Stimmen der Zeit 174 (1964) 161-181.
(28) Ciertos autores quieren descubrir vestigios de esta carta perdida de San Pablo en 2 Cor 6,14-7,1.
(29) La epístola a los Laodicenses habría que identificarla, según bastantes autores, con la epístola a los Efesios, que originariamente llevaría en el saludo inicial “en Laodikéia”. Estas palabras habrían sido suprimidas –según el P. J. Vosté- por la terrible reprensión que lanza contra la iglesia de Laodicea el autor del Apocalipsis (Apoc 3,14ss).
(30) EB n. 77.