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Cisma de Oriente

Cisma de Oriente

Desde el tiempo de Diotrefes (III Juan, 1:9-10) ha habido cismas continuamente, de los cuales la mayoría se produjeron en el Este. El Arrianismo produjo un gigantesco cisma; los cismas Nestoriano y Monofisita aún perduran. Sin embargo, el Cisma de Oriente siempre ha significado el más deplorable pleito cuyo resultado final fue la separación de la vasta mayoría de los Cristianos Orientales de la unión con la Iglesia Católica, el cisma que produjo la llamada Iglesia “Ortodoxa”.

  1. Preparación Remota del Cisma

El gran Cisma de Oriente no debe pensarse como el resultado de un único pleito definitivo. Es falso que después

de siglos de perfecta paz, repentinamente por cuenta de una disputa, casi la mitad de la Cristiandad se apartara. Tal evento no tendría paralelo en la historia; de todos modos, a menos que hubiera alguna gran herejía, y en este pleito no hubo ninguna herejía al inicio, tampoco ha habido un desacuerdo irremediable respecto a la Fe. Es un caso, tal vez el único caso destacado, de cisma puro, de una brecha en la intercomunión causada por el enojo y los malos sentimientos, no por una teología rival. Sería inconcebible entonces que cientos de obispos rompieran la unión con su cabeza, si antes todo hubiese ido suavemente. El gran cisma es más bien el resultado de un proceso muy gradual. Sus causas remotas deben buscarse siglos antes de que hubiera una sospecha del resultado final. Hubo una serie de cismas temporales que aflojaron el vínculo y prepararon el camino. Las dos grandes disensiones, las de Focio y Miguel Cerulario, que con recordadas como el origen del presente estado de cosas, fueron ambas zanjadas posteriormente. Estrictamente hablando, el actual cisma data del repudio oriental al Concilio de Florencia (1472). Así, aunque los nombres de Focio y Cerulario están justamente asociados con este desastre, en tanto que sus querellas son los elementos principales del relato, no debe imaginarse que ellos fueron los únicos, los primeros, o los últimos autores del cisma. Si agrupamos la historia alrededor de sus nombres debemos explicar las causas iniciales que les prepararon el camino y notar que hubo reunificaciones temporales posteriores.

La primera causa de todas fue el gradual alejamiento del Este y del Oeste. En gran medida este alejamiento era inevitable. Oriente y Occidente se agruparon en torno a sus centros ­­­-de cualquier modo como centros inmediatos- utilizaron ritos diferentes y hablaron diferentes idiomas. Debemos distinguir la posición del Papa como cabeza visible de la Cristiandad de su puesto como Patriarca de Occidente. La posición,  sostenida en 1913 por algunos controversistas antipapales, de que todos los obispos son iguales en jurisdicción, fue completamente desconocida en la primitiva Iglesia. Desde el mismo inicio encontramos una graduada jerarquía de metropolitanos, exarcas y primados. Encontramos también, desde el inicio, la idea de que un obispo hereda la dignidad del fundador de su sede, y que, por tanto, el sucesor de un Apostol tiene derechos y privilegios especiales. Esta jerarquía graduada es importante para explicar la posición del Papa. El no era el superior inmediato de cada obispo; era el jefe de una elaborada organización, como si fuera el pináculo de una pirámide cuidadosamente graduada. La conciencia del cristiano de los inicios pro bablemente haya sido que las cabezas de la Cristiandad eran los Patriarcas; luego él sabía bastante bien que el patriarca principal tenía su sede en Roma. Después de Calcedonia (451) debemos contar cinco patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalem.

Entonces la diferencia entre Oriente y Occidente fue en primer lugar que el Papa en el Oeste no sólo era supremo pontífice sino también patriarca local. El representaba para los cristianos orientales una autoridad remota y extraña, la última corte de apelaciones para muy serias cuestiones, luego de que sus propios patriarcas habían sido encontrados incapaces de zanjarlas; pero hasta para sus propios latinos en Occidente, él era la cabeza inmediata, la autoridad inmediata sobre los metropolitanos, la primera corte de apelaciones para sus obispos. Así toda lealtad en Occidente iba dirigida a Roma. Roma era la Iglesia Madre en muchos sentidos, fue por los misioneros llegados desde Roma que las iglesias de Occidente habían sido fundadas. La lealtad de los cristianos de Oriente por otra parte, iban primero hacia su patriarca, así había aquí siempre el peligro de una alianza dividida -si el patriarca tenía un altercado con el Papa- lo que habría resultado inconcebible en Occidente. En realidad, el apartamiento de tantos cientos de obispos de Oriente, de tantos millones de simples cristianos, se explica suficientemente por el cisma de los patriarcas. Si los cuatro patriarcas de Oriente acordaban cualquier rumbo de acción era prácticamente una conclusión predeterminada que sus metropolitanos y obispos los seguirían y que los sacerdotes y la gente común seguiría a los obispos. Así la organización misma de la Iglesia de alguna manera preparó el terreno para un contraste (que pudiera convertirse en rivalidad) entre el primer patriarca de Occidente con su gran cantidad de seguidores latinos por un lado y los patriarcas de Oriente con sus súbditos del otro.

Los puntos adicionales que deberían tomarse en cuenta son las diferencias de rito e idioma. La cuestión del rito se sigue del patriarcado; hace obvia la diferencia para el más simple cristiano. Un laico sirio, griego o egipcio tal vez no entendería mucho respecto a la ley canónica como los patriarcas involucrados; pero no podía dejar de notar que un obispo o sacerdote latino itinerante celebraba los Sagrados Misterios de un modo que era muy extraño y que lo etiquetaba a él como un (tal vez sospechoso) extranjero. En Occidente, el rito romano fue primero influyendo y luego suplantando todos los demás, y en Oriente el rito bizantino fue gradualmente obteniendo la misma posición. Así tenemos el germen de dos unidades, Oriental y Occidental.

Indudablemente ambos lados sabían que otros ritos eran igualmente modos legítimos de celebrar los mismos misterios, pero la diferencia había difícil orar juntos. Vemos que éste fue un punto importante en las reclamaciones contra asuntos puramente rituales hechas por Cerulario cuando buscó bases para disentir.

Aun el detalle del idioma fue un elemento de separación. Es cierto que el Este nunca fue enteramente helenizado como Occidente llegó a ser latinizado. Sin embargo, el griego llegó a ser en un alto grado un idioma internacional en el Este. En los concilios de Oriente todos los obispos hablan en griego. De nuevo tenemos así las mismas dos unidades, esta vez en el idioma un Oriente prácticamente griego y un Occidente totalmente latino. Es difícil concebir este detalle como causa de alejamiento, pero es indudablemente cierto que muchos malentendidos surgieron y se desarrollaron simplemente porque la gente no podía entenderse entre sí. Para el tiempo en que surgieron estas disputas, difícilmente alguien conocía un idioma extranjero. No fue sino hasta el Renacimiento que llegó la época de adecuadas gramáticas y diccionarios. San Gregorio (m. 604) había sido enviado eclesiástico en Constantinopla, pero según parece no aprendió griego; el Papa Virgilio (540-55) pasó ocho infelices años allí y sin embargo, nunca aprendió el idioma. Focio fue el erudito más profundo de su época, sin embargo no sabía latín. Cuando León IX (1048-549) escribió en latín a Pedro III de Antioquía, éste último tuvo que enviar la carta a Constantinopla para saber lo que ésta decía. Tales casos ocurrían continuamente y causaban confusión en todas las relaciones entre Oriente y Occidente. En los concilios, los legados papales se dirigían en latín a los padres reunidos y nadie podía entenderlos; el concilio deliberaba en griego y los legados no sabían qué estaba sucediendo. Así surgieron sospechas de ambas partes. Se llamaron intérpretes, aunque, ¿podían sus versiones ser dignas de confianza? Surgió una profunda desconfianza de parte de los latinos acerca de la habilidad griega en este asunto. A los legados se les pedía firmar docuentos que no entendían en base a reiteraciones de que no contenían nada que los comprometiera. Y algo tan pequeño como esto hizo una gran diferencia. El famoso caso, mucho tiempo después, del Decreto de Florencia y las formas kat on tropon, quemadmodum, muestra cuánta confusión puede causar el uso de dos idiomas.

Estas causas se combinaron luego para producir dos mitades de Cristiandad, una mitad oriental y otra mitad occidental, cada una distinguiéndose en varias formas de la otra. Ciertamente no son suficientes para explicar la separación de esas mitades; solamente hacemos notar que ya había una conciencia de dos entidades, la primera marcando una línea de división, a través de la cuál la rivalidad, los celos y el odio pudieron fácilmente establecer una separación.

  1. Causas del Alejamiento

La rivalidad y el odio surgió de varias causas. Indudablemente la primera, la raíz de toda la discor dia, fue el progreso de la Sede de Constantinopla. Hemos visto que los cuatro patriarcas orientales estaban de algún modo enfrentados a la gran unidad occidental. Si hubieran permanecido allí esas cuatro unidades en Oriente, nada habría sucedido. Lo que acentuó el contraste y creó una rivalidad fue el gradual ascenso de autoridad sobre los otros tres por parte del patriarca de Constantinopla. Era Constantinopla la que vinculaba al Oriente en un solo cuerpo, uniéndolo contra Occidente. Hubo un persistente intento del patriarca del emperador de llegar a ser una especie de Papa oriental, tan cerca como fuera posible de su prototipo occidental, lo que fue la verdadera causa de todo el problema. De un lado, la unión bajo Constantinopla realmente hacía una especie de Iglesia rival que podía ser opuesta a Roma; por otra parte, a través de todo el curso del progreso de los obispos bizantinos, ellos encontraron sólo un obstáculo verdadero, la persistente oposición de los Papas. El emperador era su amigo y principal aliado siempre. Fue, en realidad, la política centralizadora del emperador la responsable del esquema de convertir en centro la Sede de Constantinopla. Los otros patriarcas que fueron desplazados no eran oponentes peligrosos. Debilitados por las interminables disensiones monofisitas, habiendo perdido la mayoría de sus rebaños y reducidos luego a un abyecto estado por la conquista musulmana, los obispos de Alejandría y Antioquía no pudieron evitar el crecimiento de Constantinopla. En realidad, eventualmente, aceptaron su de gradación voluntariamente y vinieron a ser ornamentos ociosos de la corte del nuevo patriarca. Jerusalén también fue estorbada por los cismas y los musulmanes y fue en sí misma un nuevo patriarcado, teniendo sólo los derechos de la última sede de las cinco.

Por otro lado, en cada paso de progreso por parte de Constantinopla había siempre la oposición de Roma. Cuando la nueva sede consiguó que su titular presidera el Primer Concilio de Constantinopla (381, can.3), Roma se negó a aceptar el canon (dado que no estuvo representada en el Concilio); cuando Calcedonia en el 451 convirtió a ésta (Constantinopla) en un verdadero patriarcado (can.28) los legados y luego el Papa mismo se negaron a reconocer lo que se había hecho; cuando, intoxicados con su rápido progreso, los sucesores de los pequeños obispos sufragáneos que una vez habían obedecido a Heraclea asumieron el insolente título de “patriarca ecuménico”, fue de nuevo un Papa de la Antigua Roma quien severamente reprendió su arrogancia. Podemos entender que el celo y el odio de Roma se arraigara en la mente de los nuevos patriarcas, que estuvieran dispuestos a derrocar por completo una autoridad que se interponía a cada paso en su cami no. Que el resto de Oriente se les uniera en su rebelión era el resultado natural de la autoridad que habían tenido éxito en usurpar de los demás obispos orientales. Así llegamos al punto esencial en esta cuestión. El cisma de Oriente no fue un movimiento surgido en todo el Oriente; ni fue una disputa entre dos grandes cuerpos; fue esencialmente la rebelión de una sede, Constantinopla, que gracias al favor del emperador, había ya adquirido una influencia tal que fue capaz, desgraciadamente, de arrastar junto con ella a los otros patriarcas al cisma.

Hemos visto ya que los sufragáneos de los patriarcas naturalmente seguirían a sus jefes. Si entonces Constantinopla hubiera permanecido sola, su cisma habría importado comparativamente poco. Lo que hizo tan seria la situación fue que el resto de Oriente eventualmente tomó partido a su lado. Esto también condujo a que asumieran con éxito la principal sede en Oriente. Así el progreso de Constantinopla fue indudablemente la causa del gran cisma. La puso en conflicto con Roma e hizo al patriar ca bizantino, casi inevitablemente, enemigo del Papa; al mismo tiempo le dio tal posición que su enemistad significó la enemistad de todo el Oriente.

Siendo esto así, debemos recordar como totalmente injustificado, novedoso y anticanónico este progreso de Constantinopla. La sede no era apostólica, no tenía tradiciones gloriosas, ninguna razón para usurpar el primer lugar de Oriente, salvo un accidente de la política secular. El primer obispo histórico de Bizancio fue Metrófanes (31525); no era ni siquiera metropolitano, era el más bajo en rango que un obispo diocesano pudiera ser, un sufragáneo de Heraclea. Eso es todo lo que sus sucesores habrían alcanzado a ser, no habrían tenido el poder de influir a nadie, si Constantino no hubiese escogido su ciudad como capital. A lo largo de todo su progreso, ellos no pretendieron fundar sus reclamaciones sobre algo excepto el hecho de que ahora eran obispos de la capital política. Fueron como los obispos del emperador, como funcionarios de la corte imperial, que se elevaron al segundo lugar en la Cristiandad. La leyenda de San Andrés fundando su sede fue una idea muy posterior; abandonada ahora por todos los eruditos. La reclamación de Constantinopla siempre fue puramente cesarista, ya que el César podía establecer la capital donde quisiera, así también podía el gobernador civil, dar rango eclesiástico en la jerarquía a la sede que deseara.

El canon 28 de Calcedonia lo dice así con muchas palabras. Constantinopla ha llegado a ser la Nueva Roma, por tanto su obispo ha de tener un honor semejante al del patriarca de la Antigua Roma y segundo después de él. Sólo se requería una sombra más de insolencia para que el emperador transfiriera los derechos papales al obispo de la ciudad donde él mantuviera su corte.

Debe recordarse siempre que la elevación de Constantinopla, la envidia que sentía hacia Roma, su desgraciada influencia sobre todo el Oriente, es una pieza pura de cesarismo, una desvergonzada rendición de las cosas de Dios a las del César. Y nada puede ser menos estable que colocar los derechos eclesiásticos sobre la base de la política secular. Los turcos en 1453 cortaron el fundamento de la ambición bizantina. Ahora no hay emperador ni corte que justifique la posición del patriarca ecuménico. Si fuéramos a aplicar lógicamente el principio sobre el cual descansa, él se hundiría al lugar más bajo y los patriarcas de la Cristiandad reinarían en París, Londres o Nueva York. En tanto que el antiguo y realmente canónico principio de la superioridad de las sedes apostólicas permanece inalterado por los cambios políticos. Aparte del origen divino del Papado, el progreso de Constantinopla fue una crasa violación de los derechos de las sedes apostólicas de Alejandría y Antioquía. No es de extrañar que los Papas, aunque su primer lugar no haya sido cuestionado, resintieran esta alteración de antiguos derechos por la ambición de los obispos imperiales.

Largo tiempo antes de Focio había habido cismas entre Constantinopla y Roma, todos ellos sanados a tiempo, pero naturalmente todos tendiendo a debilitar el sentido esencial de unidad. Desde el principio de la sede de Constantinopla hasta el gran cisma en el 867 la lista de estas grietas temporales de la comunión constituyó un listado formidable. Hubo cincuenta y cinco años de cisma (343-98) durante los problemas arrianos, once debido a la remoción de San Juan Crisóstomo (404-15), treinta y cinco años del cisma de Acacio (484-519), cuarenta y un años del cisma monotelita (640-81), sesenta y un años del iconoclasmo. Así de esos 544 años (323-867) no menos de 203 transcurrieron con Constantinopla en un estado de cisma. Notamos también que en cada una de estas disputas, Constantinopla estuvo del lado equivocado, en tanto Roma sobresalió en el correcto. Y ya vemos que la influencia del emperador (quien naturalmente siempre apoyaba al patriarca de su corte), en la mayoría de los casos arrastró a gran número de los otros obispos orientales hacia el mismo cisma.

III. Focio y Cerulario

Era natural que los grandes cismas, que son directamente responsables del actual estado de cosas, fueran pleitos locales de Constantinopla. Ninguno fue en algún sentido un agravio general del Oriente. No hubo tiempo ni razón por la cual otros obispos se unieran a Constantinopla en la querella con Roma, excepto que ya habían aprendido a mirar hacia la ciudad imperial esperando órdenes. La querella de Focio fue un grosero desafío al orden legal de la Iglesia. Ignacio era el legítimo obispo fuera de toda duda; lo había sido pacíficamente durante once años. Entonces él negó la comunión a un hombre culpable de evidente incesto (857). Pero ese hombre era el regente Bardas, así el gobierno se propuso deponer a Ignacio y colocó a Focio en su sede. El Papa Nicolás I no tenía querella alguna contra la Iglesia de Oriente, ni contra la sede bizantina. Él apoyó los dere chos del obispo legítimo. Tanto Ignacio como Focio había apelado formalmente a él. Fue únicamente hasta que Focio vió que había perdido su alegato que él y el gobierno prefirieron ir al cisma que someterse (867). Es aun dudoso durante cuánto tiempo esta vez hubiese un cisma general en Oriente. En el concilio que restituyó a Ignacio (869) los otros patriarcas declararon que ellos habían aceptado de inmediato el anterior veredicto del Papa.

Pero Focio había formado un partido antiromano, el cuál de allí en adelante nunca se disolvió. El efecto de su querella, aunque era puramente personal, aunque se terminó a la muerte de Ignacio, y de nuevo cuando Focio cayó, fue juntar en una cabeza todo la antigua envidia de Constantinopla hacia Roma. Vemos esto a través de todo el cisma fociano. La mera cuestión de los pretendidos derechos del usurpador no explican el estallido de animosidad contra el Papa, contra todo lo occidental y latino que notamos en los documentos gubernamentales, en las cartas de Focio, en las actas de su sínodo del 879, en toda la actitud de su partido. Es más bien el rencor de siglos estallando con un pobre pretexto; este fiero resentimiento contra la interferencia romana proviene de hombres que sabían de antiguo que Roma era el único obstáculo para sus planes y ambiciones. Adicionalmente, Focio dio a los bizantinos una nueva y poderosa arma. El grito de herejía proferido bastante en todas las ocasiones, nunca dejó de generar indignación popular. Pero sin embargo a nadie se le había ocurrido acusar a todo Occidente de estar empapado de perniciosa herejía. Hasta ahora había sido un problema de resentir el uso de la autoridad papal en casos aislados. Esta nueva idea llevó la guerra al interior del campo enemigo con venganza. Los seis cargos hechos por Focio son suficientemente tontos, tanto como para preguntarse cómo tan grande erudito no pensó en algo más ingenioso, al menos en apariencia. Pero estos cargos cambiaron la situación para ventaja de Oriente. Cuando Focio llama a los latinos “mentirosos, luchadores contra Dios, precursores del Anticristo”, ya no es una cuestión meramente de ofender a sus superiores eclesiásticos. Él ahora asume un papel más efectivo; él es el campeón de la ortodoxia, indignado contra los heréticos.

Después de Focio, [el patriarca] Juan IX Bekkos dice que hubo “paz perfecta” entre Oriente y Occidente. Pero esa paz era sólo en la superficie. La causa de Focio no murió. Permaneció latente en el partido que él dejó, el partido que aun odiaba a Occidente, que estaba listo para romper nuevamente la unión al primer pretexto, que recordaba y que estaba listo a revivir la acusación de herejía contra los latinos. Ciertamente desde el tiempo de Focio el ocio y el desprecio hacia los latinos fue una herencia en el grueso del clero bizantino. Cuán profundamente enraizado y difundido estaba, es mostrado por el estallido absolutamente gratuito 150 años más tarde bajo Miguel Cerulario (1043-58). Porque esta ocasión no hubo ni siquiera la sombra de un pretexto. Nadie había disputado el derecho de Cerulario como patriarca; el Papa no había interferido con él en manera alguna. Y repentinamente en 1053 envía una declaración de guerra, luego cierra las iglesias latinas en Constantinopla, lanza una sarta de disparatadas acusaciones y muestra de todas las maneras posibles que él desea un cisma, aparentemente por el mero placer de no estar en comunión con Occidente. Y obtuvo lo que quería. Después de una serie de maliciosas agresiones, sin parale lo en la historia de la Iglesia, después de que él hubo comenzado a atacar el nombre del Papa en sus dípticos, los legados romanos lo excomulgaron (16 de Julio de 1054). Pero aun no había ninguna idea de excomunión general de la Iglesia Bizantina, menos aun de todo el Oriente. Los legados cuidadosamente se previnieron contra eso en su Bula. Reconocieron que el emperador (Constantino IX, quién estaba excesivamente molesto con toda la querella), el Senado y la mayoría de los habitantes de la ciudad eran “muy piadosos y ortodoxos”. Excomulgaron, sin embargo, a Cerulario, a León de Acrida y a sus seguidores.

Esta querella no necesitaba producir un estado permanente de cisma mayor que el que generaría la excomunión de cualquier otro obispo contumaz.. La verdadera tragedia fue que gradualmente todos los otros patriarcas orientales tomaron el bando de Cerulario, obedeciéndolo en atacar el nombre del Papa a través de sus dípticos y escogieron compartir su cisma. Al principio no parece que hayan querido hacerlo así. Juan III de Antioquía ciertamente se negó a ir al cisma solicitado por Cerulario. Pero, eventualmente, el hábito que habían adquirido de mirar hacia Constantinopla en busca de órdenes resultó demasiado fuerte. El emperador (no Constantino IX, sino su suce sor) estuvo del lado de su patriarca y  los obispos habían aprendido bien a considerar al empe rador como su soberano también en cuestiones espirituales. De nuevo, fue la autoridad usurpada por Constantinopla, el cesarismo de Oriente lo que convirtió una querella personal en un gran cisma. Vemos también, cuán bien había sido aprendida la idea de Focio de llamar heréticos a los latinos. Cerulario tenía una lista, aun más larga y más baladí, de tales acusaciones. Sus puntos fue ron diferentes de los de Focio; él había olvidado la Filioque y había descubierto una nueva herejía con nuestro uso del pan ácimo. Pero las verdaderas acusaciones importaban poco de cualquier modo, la idea que había sido encontrada tan útil era la de declarar que era imposible tratar con Occidente por ser heréticos. Era ofensiva y dio a los líderes cismáticos la oportunidad de asumir una pose más efectiva, como defensores de la verdadera Fe.

  1. Después de Cerulario

En cierto sentido el cisma estaba ahora completo. Lo que habían sido al inicio dos porciones de la misma Iglesia, lo que habían llegado a ser dos entidades listas para dividirse, eran ahora dos Iglesias rivales. Sin embargo, justo como había habido cismas antes de Focio, así hubo reunificaciones después de Cerulario. El Segundo Concilio de Lyons en 1274 y de nuevo el Concilio de Florencia en 1439, ambos llegaron a una reunificación que el pueblo esperó cerrara para la siempre la brecha. Desafortunadamente, ni duró la reunificación, ni tuvo ninguna base sólida del lado oriental. El partido antilatino, preconizado, formado y organizado desde mucho tiempo atrás por Focio, bajo Cerulario había llegado a represesentar la totalidad de la Iglesia “Ortodoxa”. Este proceso fue gradual, pero ahora estaba completo. Al principio las Iglesias Eslavas (Rusia, Serbia, Bulgaria, etc.) no vieron razón para romper con Occidente debido a que el Patriarca de Constantinopla se hubierse enemistado con el Papa. Pero el hábito de mirar hacia la capital de imperio eventualmente les afectó también. Ellos utilizaban el Rito Bizantino, eran Orientales; así se colocaron del lado de Oriente. Cerulario maniobró hábilmente para hacer aparecer su causa como la de Oriente: pareció (aunque injustificadamente) que era una cuestión de bizantinos contra latinos.

En Lyons y luego, de nuevo en Florencia, la reunificación (por parte de Bizancio) era sólo un expediente del gobierno. El emperador deseaba que los latinos combatieran contra los turcos por cuenta de él. Así él estaba preparado para conceder cualquier cosa hasta que el peligro hubiera pasado. Es claro que en estas ocasiones el móvil religioso impulsaba sólo a Occidente. Éste no tenía nada que ganar; no deseaba nada de Oriente. Los latinos tenían todo que ofrecer y estaban preparados para brindar su ayuda. Todo lo que Occidente quería a cambio era que terminara el lamentable y escandaloso espectáculo de una Cristiandad dividida. Pero a los bizantinos no les importaba el motivo religioso; o más bien, la religión para ellos significaba la continuación del cisma. Habían llamado herético a Occidente tantas veces que comenzaron a creerlo. La reunificación fue una desagradable y humillante condición para que el ejército franco viniera y los protegiera. El pueblo común había sido tan bien entrenado en su odio hacia los Acimitas y adulteracredos, que su celo por lo que consideraban Ortodoxia pudo más que su temor a los turcos. La frase ”Preferible el turbante del Sultán que la tiara del Papa” expresaba con exactitud sus pensamientos. Cuando los obispos que habían firmado los decretos de reunificación regresaron, fueron recibidos con un estallido de indignación como traidores a la fe ortodoxa. En cada ocasión, la reunificación fue rota casi inmediatamente después de haberla hecho. El último acto del cisma fue cuando Dionisio I de Constantinopla (1467-72) reunió un sínodo y formalmente repudió la unión (1472). Desde entonces no ha habido intercomunión; existe una vasta Iglesia “Ortodoxa”, aparentemente satisfecha de estar en cisma con el obispo que aun reconoce como el primer patriarca de la Cristiandad.

  1. Razones del Actual Cisma

En esta deplorable historia notamos los siguientes puntos. Es mucho más fácil comprender cómo un cisma continúa que comprender cómo comenzó. Los cismas se hacen fácilmente; en cambio, es sumamente difícil sanarlos. El instinto religioso es siempre conservador; hay siempre una fuer te tendencia a continuar con el estado de cosas existente. Al principio los cismáticos parecen temerarios innovadores; luego con el transcurso de los siglos su causa parece antigua; es la Fe de los Padres. Los cristianos orientales especialmente sienten fuertemente este institno conservador. Temen que la reunión con Roma significaría una traición a su antigua Fe, la de la Iglesia Ortodoxa, a la cual se han adherido tan heróicamente durante todos estos siglos. Uno puede decir que el cisma continua principalmente gracias a la inercia.

En su origen debemos distinguir entre la tendencia cismática y la ocasión real de su estallido. Pero la causa de ambas ha desaparecido ahora. La tendencia era causada principalmente por la en vidia de la elevación de la Sede de Constantinopla. Ese progreso terminó hace largo tiempo. En los últimos tres siglos Constantinopla ha perdido casi todos las amplios territorios que alguna vez adquirió. No hay nada que los modernos cristianos orientales resientan más que cualquier toma de autoridad por parte del  patriarca ecuménico fuera de su disminuído patriarcado. La sede bizan tina desde hace largo tiempo ha sido un juguete para los turcos, un cacharro que ellos venden al mejor postor. Ciertamente ahora esta lastimosa dignidad ya no es razón para el cisma de millones de cristianos. Aún menores son las causas inmediatas de que la brecha continúe abierta. La cuestión de los respectivos derechos de Ignacio y Focio deja indiferentes aun a los Ortodoxos luego de doce siglos; las ambiciones e insolencia de Cerulario bien pueden ser sepultadas con él. Nada queda entonces de las causas originales.

Realmente no hay de por medio ninguna cuestión de doctrina. No hay herejía, sino cisma. El Decreto de Florencia hizo todas las concesiones posibles a sus sentimientos. No hay una razón verdadera por la que Oriente no debiera firmar ese Decreto ahora. Niegan la infalibilidad papal y la Inmaculada Concepción, pleitean sobre el Purgatorio, la consagración mediante las palabras de la institución, la procesión del Espíritu Santo, en cada caso mal representando el dogma al cual se oponen. No es difícil mostrar que en todos estos puntos sus propios Padres están con los de la Iglesia Latina, que lo único que les pide es volver a la antigua enseñanza de su propia Iglesia.

Esta es la correcta actitud hacia los ortodoxos. Tienen un horror a ser latinizados, a traicionar la antigua Fe. Debe insistirse que no hay intención alguna de latinizarlos, que la antigua Fe no es incompatible, sino que más bien demanda la unión con la sede principal que sus Padres obedecieron. En la ley canónica no tienen nada que cambiar excepto abusos tales como la venta de obispa dos y el cesarismo que sus mejores teólogos deploran. El celibato, el pan ácimo, etc. son costumbres latinas a las que nadie piensa forzarlos. No necesitan agregar la cláusula Filioque al Credo; siempre mantendrán inalterado su venerable rito. Ningún obispo requiere ser movido, apenas una fiesta (excepto la de San Focio el 6 de Febrero) alterada. Todo lo que se les pide es regresar a donde sus Padres estuvieron, tratar a Roma como Atanasio, Basilio y Crisóstomo la trataron. No son los latinos, sino ellos quienes han abandonado la Fe de sus Padres. No hay humillación en desandar los pasos cuando uno ha vagado por un camino equivocado debido a querellas largo tiempo olvidadas. También deben ver cuán desastroso es para la causa común el escándalo de la división. Igualmente deben desear poner un fin a tanta denuncia del mal. Y si realmente lo desean, el camino no tiene por qué ser difícil. Porque, en verdad, luego de diez siglos de cisma podemos darnos cuenta en ambos lados que éste no solamente es el más grande mal en la Cristiandad, sino el más superfluo.

Para detalles del cisma véase Iglesia Griega, Focio, Miguel Cerulario, Concilio de Florencia. Ver también A.Fortes cue, La Iglesia Ortodoxa de Oriente (Londres, 1907) y las obras allí citadas.

Fuente: Enciclopedia Hispánica

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