“Cooperando, pues, con El, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios” 2 Cor 6,1
La doctrina católica y la protestante enseñan que el hombre caído está tan débil por el pecado, que es totalmente incapaz de salvarse sin ayuda de la gracia. Sin embargo los protestantes afirman que el hombre no puede contribuir en nada. Karl Barth dice “Si el buen pastor (Jn. 10:11ff.) da su vida por las ovejas, lo hace para salvar la vida de las ovejas, sin que ellas cooperen de ninguna forma”. Por la negación del libre albedrío, Lutero (a diferencia de Melanchton y Erasmo) trataba de eludir esta responsabilidad indudablemente seria.
En cambio la postura católica es más positiva y objetiva. El Concilio de Trento enseña que el hombre coopera con su salvación y que el libre albedrío no está perdido o extinguido después del pecado de Adán.
Concilio de Trento CAN. IV. “Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo se ha como sujeto pasivo; sea excomulgado.”
Concilio de Trento CAN. V. “Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre está perdido y extinguido después del pecado de Adán; o que es cosa de solo nombre, o más bien nombre sin objeto, y en fin ficción introducida por el demonio en la Iglesia; sea excomulgado.”
El Catecismo, por su parte, resume la doctrina del Magisterio diciendo: “La justificación establece la colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del hombre”
Analizando el tema…
Desde el primer momento en que la gracia divina irrumpe en una vida humana se necesita una respuesta, por muy débil que ésta sea, de penitencia y fe. Ni por un momento se está sugiriendo que el ser humano inicia la obra -la iniciativa pertenece a Dios- pero si se lleva a cabo sólo fuera de nosotros, sin nosotros e incluso en contra de nosotros, entonces no puede llevarse a cabo nada que valga la pena llamarse ´salvación´.
Esta situación aparentemente paradójica está inscrita en el mismo acto de fe; sólo se puede creer libremente, so pena de prestar un consentimiento superficial y falso a la invitación de Dios al reino. Pero este consentimiento –totalmente voluntario- no nace por pura espontaneidad, sino que responde a la iniciativa de Dios que se nos revela al mismo tiempo que nos hace tomar conciencia de las fuerzas que nos esclavizan (pecado).
Así, desde el primer acto de la vida creyente entran en juego las relaciones de la gracia y la libertad.
La impulsión divina, si no la quebramos nosotros, nos hace pasar del pecado a la justificación. La gracia actual es la impulsión divina que provoca en nosotros actos de libre adhesión a Dios, libres sí, libres consentimientos. Dios viene a visitarme para atraerme a El. Yo puedo interrumpir, arruinar esa moción divina; o, por el contrario, dejar a Dios actuar en mí y apoderarse de mi libre arbitrio para hacerle decir “si”, sin violentarle. La gracia actual viene a buscarme en el pecado para llevarme a la justificación; después, cuando ya estoy justificado, no cesa de volver, de insistir para llevarme a un nivel superior de la gracia santificante. Dios llama constantemente a la puerta de mi corazón para invitarme a rebasar el estado en que me encuentro del Amor:
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré á él, y cenaré con él, y él conmigo.” Apocalipsis 3, 20
Puedo decir no, pero si permito actuar a Dios, me elevará El de grado en grado a un amor mayor.
Afirmación de la libertad en la Era Patrística…
Ireneo de Lyon en su obra Contra las Herejías (Adversus Haereses) pone en evidencia y define la libertad. La libertad se entiende como un don inicial del Creador al hombre, al que hace dueño de sí mismo y de sus actos, aun cuando no sea él su propio origen.
Ireneo establece esta tesis manifestando el hecho de la libertad en el designio de Dios, tal como se nos ha revelado, y en la historia (AH IV, 37, 2-4). Así se encuentran interpretadas las exhortaciones de los profetas, las llamadas del Señor a la vigilancia y las advertencias de San Pablo en sus cartas. Examina a continuación el problema de la extensión de la libertad del cristiano (AH IV, 37, 4-6). El Obispo establece ante todo el carácter fundamental de la afirmación de la libertad y la funda en Dios mismo: “El hombre es libre en sus proyectos, desde el comienzo, pues también es libre Dios, a cuya semejanza ha sido hecho el hombre (AH V, 16, 2). Además, desde siempre se le ha dado el consejo de seguir el camino del bien, lo que se consigue obedeciendo a Dios” (AH IV, 36, 5).
El rechazo del designio divino, el pecado del hombre, testimonio de su falibilidad, puede tener en la historia de la salvación un sentido “económico”: “Dios ha aguantado (la apostasía) a fin de que, instruido en todos los sentidos, estemos orientados en todas nuestras cosas y permanezcamos en su amor, habiendo aprendido a amar a Dios en los hombres dotados de razón” (AH IV, 37,7). Es el aspecto negativo y doloroso de la pedagogía divina que Ireneo descubre ya en las palabras de Jr. 2, 19: “Tu apostasía te instruye”. El hombre se encuentra ante una alternativa: elegir el bien, que significa humanizarse y abrirse a la acción creadora y salvífica de Dios (gracia); encerrarse en el mal, que significa rechazar la iniciativa del Señor (gracia).
Basilio de Cesarea demuestra el libre albedrío del hombre, sobre todo en relación con el origen del mal (cf. Hom. Sobre el origen del mal: PG 31, 344s). Sigue así una tradición firmemente establecida, que insiste en que, en la economía universal de la salvación la gracia divina no destruye la libertad del hombre. Oriente no pondrá en duda esta convicción de fe (cf. Gregorio de Nisa, Discurso catequético, 31); Juan Crisóstomo lo subraya en muchas ocasiones (cf. Hom. Sobre Gn 22, 1; Hom. Sobre Jn 10, 1; 46, 1; Coment. Sobre Rom 18, 5; Coment. Sobre Ef 4, 2; Coment. Sobre Heb 12, 3, etc.) Véase también Juan Damasceno, Sobre la fe ortodoxa, 2, 30.
Para Tertuliano se trata de anunciar la religión de derecho divino, que inaugura la relación justa entre los hombres y Dios. Dios revela positivamente los decretos de su voluntad; se manifiesta como el juez que hace aplicar la ley de que es autor (cf. De la penitencia, 1;2). La transgresión de sus decretos constituye una ofensa contra el Señor, un pecado (culpa o reato). Por parte del hombre, se insiste en su responsabilidad y en las condiciones indispensables para la acogida de una vida nueva. Tiene necesidad de ella, dada su triste condición, pero no puede conseguirla con sus propios recursos. El tema central de la gracia se entenderá, por tanto, como la ayuda, el socorro (auxilium) de una fuerza divina, concedida a todo hombre por Cristo. La postura de Tertuliano sobre la libertad humana y su capacidad de iniciativa es semejante a la de los Padres del siglo II. Una y otra son condición de una verdadera responsabilidad. Además, argumentando contra Marción, el autor africano basa teológicamente la afirmación en el hecho de que el hombre es creado libre “a imagen y semejanza de Dios libre” (cf. Contra Marción II, 6, todo el capítulo es importante).
San Agustín de Hipona ocupa un lugar excepcional en la elaboración e historia de la problemática occidental de la gracia y la libertad.
“Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”
La investigación de San Agustín se sitúa en el terreno del origen del mal. Tras haber subrayado que no pertenece a la naturaleza humana, sino que surge por el acto de una voluntad libre ( cf. Sobre la religión verdadera, 14, 27), Agustín intenta comprender lo que significa decidirse por el mal. Como cristiano, llama tal decisión pecado, y en su tratado Sobre el libre albedrío I, 16, 35, esboza la famosa descripción, claramente influida por la estructura platonizante de su ontología: “cada uno, cuando peca, se aleja de las cosas divinas y verdaderamente duraderas, para volverse hacia las cosas cambiantes e inciertas”. De ahí se deduce la clara afirmación de la voluntad como instancia antropológica original sin la cual no habría responsabilidad.
La lectura de la carta a los Romanos y de la carta a los Gálatas, a la que Agustín se consagra intensamente al comienzo de su ministerio presbiteral, reorienta su problemática de la gracia y de la libertad en función del kerigma evangélico: articula los temas definitivos de su pensamiento mucho antes de la crisis pelagiana. Se trata, por una parte, de la relación que se establece entre la gracia de Dios en Jesucristo y la voluntad del hombre. El orden de la gracia no entra en competencia con la libertad de acción, le es inmanente, pero la gracia es necesaria para realizar la justicia. Se advierte, sin embargo, una evolución en la manera de presentar la voluntad: los primeros diálogos insisten en la razón y en la contemplación, mientras que, a partir de la obra sobre las Costumbres de la Iglesia católica (cf. I, 8, 3), el amor y, más en concreto, la caridad están en el centro de su búsqueda.
Rechazó también la doctrina de los pelagianos en dos obras importantes: Sobre los castigos y la remisión de los pecados y sobre el bautismo de los niños y Sobre el espíritu y la Letra, que es su continuación. Atacó la opinión de los que dicen que el hombre puede, por sí solo y con la sola fuerza de su voluntad, alcanzar la justicia perfecta o incluso tender hacia ella. Para ello necesita la ayuda (auxilium) de Dios (Sobre el espíritu y la letra II, 4). Esta no consiste solamente en el don del libre albedrío y en una enseñanza exterior que revela la manera de vivir conforme a la voluntad de Dios. Para vivir según la justicia, el hombre debe recibir también el Espíritu de Dios, que derrama en su corazón la alegría y el amor del Señor. Esta es la tesis central de Agustín: la gracia exterior, las mediaciones históricas de la salvación, son insuficientes para transformar la condición del pecador, cuya libertad sólo es capaz de elegir el mal y el pecado. Hace falta una gracia interior que no es otra que el amor de Dios (caritas Dei) derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5), texto central de la teología agustiniana de la gracia). Este amor no puede ser merecido por nuestro libre albedrío ni tener su origen en él, tal como demuestra la impiedad y el pecado universales, denunciado por San Pablo al comienzo de la carta a los Romanos. Lo recibimos del Espíritu Santo. Sin él, la enseñanza de la economía de la salvación no es más que letra que mata (cf. 2 Cor 3, 6).
Frente al pensamiento pagano y su doctrina del determinismo universal, que sólo dejaba al hombre la facultad de ceder “a lo que nos es superior”, Justino afirma, con fuerza, la libertad del hombre creado por Dios, capaz de elegir el bien o el mal y responsable de sus actos ante él (cf. Apol. II, 6, 5-6; Apol. 28, 3; 43, 3; lo mismo ocurre en el Dial. 102, 4). Argumenta sistemáticamente contra el fatalismo (Apol. 43, 4-7). Dios cuenta con la libertad de la voluntad, que motiva la retribución de nuestros actos (Apol. 28, 2-4)
Orígenes desarrolla en el mismo sentido su teología de la gracia, insistiendo en la obra de Dios, Padre, Hijo y Espíritu, en pro de la salvación y santificación de todos los hombres (cf. Tratado de los principios I, 3, 5-8; III, 1, 17; Comentario a la carta a los Romanos V, 3). Consagra un capitulo importante de su Tratado de los principios al problema del libre albedrío, cuya realidad establece basándose en una reflexión antropológica y partiendo de testimonios de la Sagrada Escritura (cf. III, 1, 1-24). Su pensamiento sobre este punto influyó en los Padres de Capadocia, que no introdujeron argumentos nuevos. Basilio de Cesarea y Gregoro de Nisa elaboraron una antología de 24 capítulos consagrados al libre albedrío, en su Filocalia de Orígenes (21-27).
Evidencia bíblica…
Ya los primeros hombres en el paraíso, creados a imagen de Dios poseían el libre arbitrio:
“Dios hizo al hombre desde el principio y le dejó en manos de su albedrío.” Eco. 15, 14
“Ante el hombre están la vida y la muerte; lo que cada uno quiere le será dado” Eco. 15, 18
La vida y la muerte, la bendición y la maldición fueron propuestos al pueblo de Israel en el monte Sinaí:
“Escoge, pues, la vida” (Dt. 30, 19)
Con posterioridad, los profetas exhortan constantemente al pueblo a que no abuse de su libertad.
“Si vosotros queréis, si sois dóciles, comeréis los bienes de la tierra, si no queréis y os rebeláis, seréis devorados por la espada” Isaias 1, 19
“ Pero ellos no me escucharon, no me dieron oídos, y se fueron todos en pos de la dureza de su perverso corazón” Jer 11, 8
y según Eclesiástico 31, 10, el que pudo hacer el mal y no lo hizo tiene segura la dicha y la gloria.
El Nuevo Testamento supone también claramente la libertad interna:
“Cuántas veces quise recoger a tus hijos…, y tú no quisiste” Mt. 23, 27
Cristo respetó hasta tal punto, en sus días terrenos, la libre determinación de su pueblo, que prefirió subir a la cruz antes que forzar a Israel a aceptar su mensaje de salud. “La Libertad se convierte en escándalo” (Schmaus 83), porque existe en todo momento el peligro de que el hombre abuse de ello para el mal. Sin embargo, aun para Pablo, la decisión en pro de la nueva doctrina de la salud es obra del libre arbitrio humano: “ En nombre de Cristo os rogamos que os reconciliéis con Dios” (2 Cor 5, 19). El predicador no puede forzar esa decisión (Hechos 13, 46; 18, 6; Tit 3,10), pero Dios puede obrarla con su gracia (Hechos 9, 15; 22, 18; Gál 1, 19; Flp 1, 29), y hasta tiene que hacerlo, si la conversión ha de llegar realmente a efecto (Rom 9, 16; Flp 2, 13). La libertad humana queda en todo caso a salvo; pero el “cómo” es un misterio que, según consejo de muchos padres de la Iglesia, no debemos inquirir curiosa y temerariamente.
En el hombre caído y, por ello, vendido al pecado (Rom 7,14), hay ciertamente obstáculos más o menos fuertes del libre albedrío, ora el mundo enemigo de Dios (1Jn 2, 15), ora la propia flaqueza (Mt 25, 41), ora la concupiscencia de la carne (Rom 8, 7; Ef 2, 3) y otros que pueden impedir la realización del buen propósito (Rom 7, 19). Sin embargo, estos obstáculos son generalmente superables con la ayuda de la gracia de Dios (2Cor 3, 5; Flp 2, 13; 4, 13), el cristiano es en todo caso antes y después responsable de su obrar y por ello se le juzgará un día según sus obras (Mt 25, 34-46; Rom 2, 6; 2Cor 5, 10; Gál 6, 7; Sant 2, 14; Ap 22, 12)
La opinión de Lutero…
En De servo arbitrio Lutero niega la libertad. La voluntad humana está en medio como un jumento: si la cabalga Dios la voluntad quiere y va a donde quiere Dios. Si la cabalga Satán va a donde quiere Satán, y no está en su mano buscar a uno u otro jinete. En consecuencia, Dios destina al cielo o al infierno sin contar con los méritos de cada uno. Para Lutero, el hombre es la cosa de Dios, de la que Dios hace lo que bien le viene sin la menor consideración, le condena o le salva porque sí, nunca mira al hombre como a un hijo objeto de sus ternuras.
Como Lutero tenía un carácter vehemente y contradictorio, pocos años después (1525), para defenderse de la acusación de que destruía la moral, en un opúsculo más sereno Sobre la fe y las obras, aceptaba la posibilidad de las buenas obras con tal que procedan de la fe que es la más alta de todas las obras. Rechaza sólo las obras buenas que se hacen externamente o por hipocresía, como peregrinaciones, rosarios, procesiones, etc. Lutero no toma en cuenta que estas obras hechas con fe y por un impulso de la gracia también son gratas a Dios.
La opinión de un teólogo anglicano…
“En la teología y quizás también en muchas otras materias, las soluciones de problemas que se inclinan demasiado de un solo lado, son raramente satisfactorias. En lo que respecta a nuestro problema actual, yo creo que en cualquier teología adecuada debe de haber un lugar tanto para la divina gracia como para el esfuerzo humano, para la iniciativa divina y para la aceptación humana y la respuesta activa. Cuando Sanders se refiere a poner estas cosas en el lugar correcto y bien balanceado, creo que se refiere a que la gracia de Dios viene primero y, presumiblemente, es la gracia la que despierta y permite la respuesta humana, pero la prioridad de la gracia en lo más mínimo convierte la respuesta humana en superflua o sugiere que la persona, que es el recipiente de la gracia, esté de ninguna manera exenta del imperativo de dar ´dignos frutos de conversión´ (Lc. 3:8). Esta combinación de la gracia divina con la respuesta humana es la que, de manera tan admirable, está ejemplificada en María. ella es ´altamente favorecida´ por Dios (o ´llena de gracia´ en la interpretación de la Vulgata), pero es también ella, en las palabras que cité de W.P. DuBose, la que ´representa el más alto alcance, la constante mirada hacia arriba, por decirlo así, de la susceptibilidad del mundo por Dios´. Si aceptamos que el ser humano ha sido creado por Dios, que se le ha dado libertad y se le ha hecho responsable de su propia vida, y aún si aceptamos también que existen límites a la libertad y responsabilidad y, especialmente, que a través de la debilidad del pecado ningún ser humano puede obtener una plenitud de vida valiéndose del esfuerzo que no esté auxiliado de la gracia divina -hasta Kant, a pesar de su insistencia en la autonomía, estaba de acuerdo en ello- con todo, estamos obligados a decir que el ser humano debe contribuir de alguna manera con la obra de redención, aún cuando no sea más que una responsiva y jamás equiparada con el valor de la gracia de Dios.
Mientras que los máximos defensores de la sola gratia han concentrado su atención en algunos pasajes de la escritura, y es posible que hasta las hayan interpretado de una sola manera, existen otros pasajes, precisamente en los escritos de Pablo, en los que se reconoce claramente la acción de cooperar en la obra de salvación. Es Pablo quien, inmediatamente después del magnífico himno de alabanza a la obra redentora de Cristo, continúa su discurso a los creyentes Cristianos, en su carta a los Filipenses: “…trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Flp. 2:12). El criterio en este pasaje parece ser claramente, que la obra de Dios y la obra del hombre van juntas en la realización de la salvación. En otra epístola escribe: “Y como cooperadores suyos que somos, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios” (2Co.6:1). Una sincera interpretación de estas palabras parecería muy incompatible con cualquier rigurosa doctrina de la sola gratia, pues ¿Qué significa “recibáis en vano la gracia de Dios”, sino fallar en dar alguna respuesta a esta gracia, el abstenerse de obrar correspondientemente? La expresión “cooperadores,” que también ha sido traducida como “co-laboradores” con Él, en griego es ‘synergountes’, de la cual se deriva la palabra en inglés “synergism” o sinergismo en español, citada en una etapa anterior de la discusión. Esta palabra “sinergismo” es el término teológico usual para el punto de vista al que me he estado refiriendo, esto es, que la salvación humana no se lleva a cabo ni por los esfuerzos sin ayuda del hombre, ni tampoco por un acto de Dios que esté enteramente fuera del hombre, sino por un sinergismo o colaboración, en el cual, por supuesto, la iniciativa y peso recaen de lado de Dios, pero la contribución humana también es necesaria y no puede dejar de tomarse en cuenta.” Dr. John Macquarrie
A imitación de Jesús y Maria…
“No se haga mi voluntad, sino la tuya” Lc. 22, 42
“He aquí la sierva del Señor, hágase en mi según tu palabra” Lc. 1, 38
A imitación de Jesús y Maria debemos ser dóciles y obedientes a los impulsos de la gracia, colocar la voluntad de Dios por encima de nuestra voluntad (libre arbitrio).
Conclusión
El pecado original no destruyó totalmente ni la razón ni la libertad humana. La concupiscencia que experimentamos no es pecado, si no consentimos libremente en su inclinación al mal. Por el bautismo todos quedamos renacidos, limpios e intrínsecamente santificados por los méritos de Cristo Jesús, no por los nuestros, por eso todos podemos llamarnos hijos adoptivos de Dios, pues lo somos. La justificación ante Dios nos viene de Jesucristo y únicamente de Él.
Los cristianos somos llamados por la gracia –acontecimiento de la Pascua, perdón de los pecados y don del Espíritu- a vivir su existencia bajo el signo del evangelio, pero debemos hacerlo libremente. Dios nos socorre con su gracia constantemente, por lo tanto, nuestra pérdida es única y exclusivamente nuestra responsabilidad.
“Tu pérdida viene de ti, oh Israel, sólo de Mi viene tu socorro” (Oseas, en la traducción de la Vulgata)
Autor: Beatriz Aparicio
Bibliografía
– Libre Arbitrio, Diccionario de Teología Bíblica – Edit. Herder
– Iniciación a la Práctica de la Teología – Ediciones Cristiandad, S. L. – Gracia y Libertad, páginas 153 – 185
– Charlas acerca de la Gracia – Charles Journet –
– Dos Antropologías http://www.conoze.com/doc.php?doc=1381
– Maria Corredentora y
Controversias Sobre Justificación y Gracia:
Un punto de Vista Anglicano – Dr. John Macquarrie