Recientemente en un encuentro con los luteranos, el Papa Francisco ha dicho que “el proselitismo es el veneno más fuerte contra el camino ecuménico” , y ha asegurado ante la pregunta sobre qué hacer para convencer a los que no tienen fe: “La última cosa que tienes que hacer es ‘decir’. Tú debes vivir como cristiano elegido, perdonado y en camino. No es lícito convencer de tu fe”. También ha aconsejado limitarse a “preparar la tierra para el Espíritu Santo, el que trabaja en los corazones. Él debe decir, no tú”.
Ante estas afirmaciones muchas personas hemos quedado perplejos y he querido escribir este artículo, para tratar de comprender de la mejor forma posible las palabras del Papa.
Definición de proselitismo
Suelo decir, inspirado en el refrán escolástico, “De definitionibus non est disputandum” (“las definiciones no se discuten”), porque las cuestiones terminológicas son de segundo orden con respecto a las cuestiones de fondo o de contenido y porque cada uno tiene derecho a elegir su propia terminología, dentro de ciertos límites. Sin embargo, es importante que cuando se haga uno de alguna terminología, se explique de manera clara que se quiere decir con ella. Es importante también comprender cómo se entiende dicho término por la mayor parte de las personas en la actualidad. Si hacemos esto estaremos evitando equívocos y malos entendidos.
Como explicó hace varios años Monseñor Fernando Ocáriz, sacerdote y teólogo español, Vicario Auxiliar del Opus Dei y consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la palabra proselitismo ha sido utilizada tradicionalmente en dos sentidos: uno positivo y otro negativo.
En modo negativo para describir un modo de obrar no conforme con el espíritu evangélico, cuando utiliza argumentos deshonestos para atraer los hombres a su Comunidad, abusando, por ejemplo, de su ignorancia, pobreza, etc.
En modo positivo como concepto equivalente al de actividad misionera, y explica que «en la Biblia este término no tiene connotación negativa alguna. Un “prosélito” era quien creía en el Señor y aceptaba su ley, y de este modo se convertía en miembro de la comunidad judía. La cristiandad tomó este significado para describir a quien se convertía del paganismo. Hasta época reciente, la actividad misionera y el proselitismo se consideraban conceptos equivalentes».
En la actualidad el uso que se ha dado a la palabra desde los últimos pontificados ha sido el sentido peyorativo, y este se ha impuesto al punto que cuando alguien habla de proselitismo se suele referir sólo a los métodos deshonestos para atraer a otros a la fe. En la práctica también ha sido un intento por intentar aliviar la situación de los cristianos en países donde el cristianismo es minoría, y a los que con la acusación de proselitismo se les persigue y condena a muerte. El caso de Asia Bibi es uno de muchos casos emblemáticos, y por tanto en la actualidad se prefiere ya no utilizar el término “proselitismo” para describir el intento de atraer a otros a la verdadera fe, sino el de “evangelización”.
En ese sentido, no habría motivo alguno para quedar perplejo cuando el Papa describe al “proselitismo” como el veneno más fuerte contra el camino ecuménico, porque no es lícito en ningún sentido recurrir a métodos deshonestos ni siquiera para llevar el mensaje cristiano, pues sabemos que el fin no justifica los medios.
Pero también explica Mons. Fernando Ocáriz en el artículo previamente citado, que “el problema de fondo es que con la tendencia, que intenta imponerse en algunos ambientes, de usar la palabra “proselitismo” como algo negativo, se pretende afirmar una actitud relativista y subjetivista, sobre todo en el plano religioso, para la que no tendría sentido que una persona pretendiese tener la verdad y procurase convencer a otras para que la acojan y se incorporen a la Iglesia. La descalificación presente en algunos ambientes de la palabra “proselitismo”, sobre todo cuando se refiere al apostolado cristiano, mucho tiene que ver, en efecto, con esa «dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solamente el propio yo y sus deseos» (Ratzinger, Homilía en la Misa de inauguración del Cónclave, 18-IV-2005)”
Es allí donde a muchos nos ha causado perplejidad las palabras del Papa Francisco, porque literalmente ha dicho que “la última cosa que tienes que hacer es ‘decir’. Tú debes vivir como cristiano elegido, perdonado y en camino. No es lícito convencer de tu fe”.
Entiendo perfectamente que el Papa no está exhortando al indiferentismo, pues más adelante habla “preparar la tierra para el Espíritu Santo, el que trabaja en los corazones. Él debe decir, no tú”, pero aun así se me hace incompresible ver como excluyente el intento de convencer a otros de aceptar la fe cristiana con el accionar del Espíritu Santo, pues siempre se ha entendido que se trata de Dios, causa primera, actuando a través del hombre, como causa segunda.
Demás está decir que cuando intentamos convencer a otros no estamos decidiendo por ellos ni imponiéndoles nuestra fe, le estamos ayudando como un instrumento que somos, dando por entendido que es Dios quien al final hace la obra. ¿O es que acaso no es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar, como bien le parece? (Filipenses 2,13)
¿Una nueva forma de evangelizar?
Por supuesto, como católico entiendo que el Papa como ser humano tiene un estilo pastoral particular. No todos los Papas pueden ser iguales, y parece tratarse aquí de un enfoque distinto o forma indirecta de atraer sólo a través del testimonio. En la historia de la Iglesia muchos santos, como por ejemplo San Francisco de Asís, han logrado atraer al mismo tiempo de forma pasiva (con el puro ejemplo y sin decir una palabra) y de forma activa (exhortando, invitando y convenciendo), pero nunca se quedaron sólo con la primera, y menos enseñaron que la segunda fuese ilícita.
El Nuevo Testamento nos narra que San Pablo “cada sábado en la sinagoga discutía, y se esforzaba por convencer a judíos y griegos” (Hechos 18,4), y a lo largo del Nuevo Testamento vemos describir una y otra vez los esfuerzos que activamente dedicaba para conseguir conversiones. ¿Estuvo San Pablo en ese entonces equivocado?
San Pedro, el primer Papa, en su primera gran predicación invitó a convertirse a toda su audiencia: “Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2,38)
No sólo los apóstoles, la exhortación a convertirse proviene de Dios mismo en el Antiguo Testamento a través de sus profetas:
“Convertíos por mis reprensiones: voy a derramar mi espíritu para vosotros, os voy a comunicar mis palabras” (Proverbios 1,23)
“Por eso, di a la casa de Israel: Así dice el Señor Yahveh: Convertíos, apartaos de vuestras basuras, de todas vuestras abominaciones apartad vuestro rostro” (Ezequiel 14,6)
De San Juan Bautista y el propio Jesús:
“Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado.” (Mateo 4,17)
“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva.” (Marcos 1,15)
Y no sólo ellos y los apóstoles sino durante todos los siglos de la Iglesia. Habría que escribir tomos y tomos para mencionarlos todos, pero recuerdo a San Francisco Javier discutiendo con bonzos tratando de convencerlos, San Antonio de Padua convenciendo a herejes patarinos y haciéndolos retornar a la verdadera fe. San Ignacio de Loyola y un largo etc. ¿Qué hacemos? ¿Los echamos a las patas de los caballos?
Nos salvamos por la fe, la fe viene por predicación, ex auditu, el justo vive de la fe.
Es por eso que un enfoque como el que parece proponerse aquí, en mi opinión, es muy fácil de malinterpretar y puede ser perjudicial y nefasto para sumergir a los católicos todavía más en la apatía. Imaginemos por ejemplo la siguiente conversación entre dos católicos respecto a una posible interpretación de las palabras del Papa:
Por supuesto, no pasa de ser un chiste pero ¿estamos seguros de que no habrá quienes las entiendan de esta manera? Gestos similares del Papa Francisco han sido interpretados en este sentido, no sólo por católicos sino por protestantes, como por ejemplo este diario protestante que afirma que el Papa prohíbe intentar convertir a los judíos a la fe cristiana. Incluso altos prelados de nuestra Iglesia parecen pensar en esta línea, como por ejemplo el Cardenal Koch, presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, que en unas recientes declaraciones dijo que los católicos no debemos evangelizar a los judíos, a los que debemos ver como hermanos mayores, pero sí a los musulmanes, a lo que posteriormente el padre Federico Lombardi, en ese entonces portavoz del Vaticano, salió a aclarar que le habían malinterpretado: que los católicos tampoco deben intentar convertir a los musulmanes, sino sólo evangelizarlos, conceptos que parece que en su opinión son excluyentes.
No hace mucho, el Papa Emérito Benedicto XVI salió de su retiro para poner sobre la palestra lo que él considera un problema fundamental a este respecto. Lúcidamente afirmó: “FE CRISTIANA Y SALVACIÓN DE LOS INFIELES
Es indudable que, en lo que respecta a este punto, estamos ante una profunda evolución del dogma. […] Si es verdad que los grandes misioneros del siglo XVI estaban convencidos de que quien no estaba bautizado estaba perdido para siempre –y esto explica su compromiso misionero–, después del concilio Vaticano II dicha convicción ha sido abandonada definitivamente en la Iglesia Católica.
De esto deriva una doble y profunda crisis. Por una parte, esto parece eliminar cualquier tipo de motivación por un futuro compromiso misionero. ¿Por qué se debería intentar convencer a las personas de que acepten la fe cristiana cuando pueden salvarse también sin ella?
Pero también a los cristianos se les planteó una cuestión: la obligatoriedad de la fe y su forma de vida pasó a ser incierta y problemática. Al fin y al cabo, si hay quien se puede salvar también de otros modos ya no está tan claro por qué el cristiano tiene que estar vinculado a las exigencias de la fe cristiana y a su moral. Si la fe y la salvación ya no son interdependientes, también la fe pierde su motivación.
En los últimos tiempos se han llevado a cabo diversos intentos con el fin de conciliar la necesidad universal de la fe cristiana con la posibilidad de salvarse sin ella.
Recuerdo dos: ante todo, la conocida tesis de los cristianos anónimos de Karl Rahner. […] Es cierto que esta teoría es fascinante, pero reduce el cristianismo a una pura y consciente presentación de lo que el ser humano es en sí y, por lo tanto, descuida el drama del cambio y de la renovación, fundamental en el cristianismo.
Aún menos aceptable es la solución propuesta por las teorías pluralistas de la religión, según las cuales todas las religiones, cada una a su manera, serían vías de salvación y, en este sentido, equivalentes entre sí. La crítica de la religión tal como es ejercida por el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y la Iglesia primitiva es esencialmente más realista, más concreta y más verdadera en su análisis de las distintas religiones. Un aceptación tan simplista no es proporcional a la grandeza de la cuestión.
Recordamos sobre todo a Henri de Lubac, y con él a otros teólogos, que insistieron sobre el concepto de sustitución vicaria. […] Cristo, al ser único, era y es para todos: y los cristianos, que en la grandiosa imagen de Pablo constituyen su cuerpo en este mundo, participan de dicho “ser para”. Por decirlo de algún modo, cristianos no se es por sí mismos, sino con Cristo, para los otros.
Esto no significa poseer una especie de billete especial para entrar en la bienaventuranza eterna, sino la vocación a construir el conjunto, el todo. Lo que la persona humana necesita en orden a la salvación es la íntima apertura hacia Dios, la íntima expectativa y adhesión a Él y esto, viceversa, significa que nosotros, junto al Señor que hemos conocido, vamos hacia los otros e intentamos hacer visible para ellos el acontecimiento de Dios en Cristo. […]
Pienso que en la situación actual es, para nosotros, cada vez más evidente y comprensible lo que el Señor le dice a Abraham, es decir, que diez justos habrían bastado para que la ciudad sobreviviera, pero que ésta se destruye a sí misma si no se alcanza este número tan pequeño. Está claro que debemos reflexionar ulteriormente sobre toda esta cuestión.”
Benedicto XVI, Bastan diez justos para salvar a toda la ciudad.
Puedo entender que por cuestiones de prudencia “política”, el clero prefiera evitar el uso de cierta terminología para evitar ofender a nuestros hermanos de otras religiones, utilizando sinónimos que signifiquen esencialmente lo mismo. Pero lo que no puedo comprender es que esa terminología parezca prohibir el celo que todo buen cristiano debe tener por atraer a otros a la fe, exhortándole activamente a abrazarla y unirse a ella.
Después de todo, si intentamos convertirlos es precisamente porque queremos su bien. Porque una de dos: si de verdad estamos convencidos de que “solamente por medio de la Iglesia Católica de Cristo, que es “auxilio general de salvación”, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación.” (Concilio Vaticano II, Unitatis Redintegratio 3) no hay otra elección, a menos de que no nos importe su destino ni les amemos. Pero si pensamos que al final de igual en donde estén, porque están bien allí, apaga y vámonos que estamos perdiendo el tiempo.
Cuenta el gran cardenal Newman que durante la gran crisis arriana en el siglo IV, casi toda la jerarquía fue infiel a su misión, mientras que el conjunto del laicado fue fiel a su bautismo; que a veces el Papa, a veces el patriarca, un obispo metropolitano o de otra gran sede, y otras veces los concilios, dijeron lo que no había que decir, u oscurecieron y comprometieron la verdad revelada; mientras que, del otro lado, fue el pueblo cristiano quien, bajo la Providencia, constituyó la expresión del vigor eclesiástico de Atanasio, Hilario, Eusebio de Vercelli, y otros grandes solitarios confesores, que habrían fracasado sin ellos.
No olvidemos las lecciones de la historia, porque aunque nosotros callemos, las piedras hablarán.
Autor: José Miguel Arráiz