Entender la vida como mercancía
En la cuestión de los proyectos de ley para legalizar el aborto, algunos partidarios de la legalización necesitan argumentar, deshacer resistencias. Una tarea que se toman en serio porque, muchos de ellos saben que el aborto, en si, es anormal, y también repugnante. Si el aborto fuese generalmente considerado una operación más o menos delicada, pero sin más consecuencias —algo así como extraer una muela— los partidarios del aborto no tendrían necesidad de vencer resistencias. Esas resistencias existen no sólo en una parte de la población, sino en una parte de los decididos defensores de la legalización del aborto.
Libertad, o utilidad de los demás
El argumento a favor de la legalización del aborto que más impresión causa en los que están claramente en contra, suena, más o menos, así: «Personalmente, soy contrario al aborto. Pero no me parece justo imponer mi opinión a los que no piensan como yo. Por eso defiendo, como un niel menor, la legalización del aborto; de este modo, las mujeres que no quieran abortar, no abortarán; las que quieran, podrán hacerlo, y cargarán ellas con las consecuencias. Antes que nada es preciso defender la libertad de los demás».
En la realidad de la sociedad actual, ¿Qué hay detrás de esa noble expresión de «defender la libertad de los demás», cuando es aplicada a estos temas? Hay una concepción de la vida social de sabor utilitarista: remodelar la sociedad según el nivel de los sucesivos compromisos de intereses. Si la presión social fuerza a favor del aborto (y la presión puede ser obra de una minoría influyente), la ley tendrá que legalizar lo que las costumbres ya han admitido.
libertad y el contexto
No es salirse de este tema recordar que cuando una sociedad acepta en sus costumbres el aborto, hasta el punto de darle el beneficio de la ley, otras muchas cosas han dejado de funcionar. Por ejemplo, no debería extrañar el aumento constante de la delincuencia. Si la persona humana —la vida humana en vías de nacer— es considerada una pieza que se puede jugar en el tapete de los intereses, con mayor razón el individuo de esa sociedad se sentirá disculpado cuando rapte a otro con fin de lucro. En realidad, no mata: simplemente cambia una vida con unos millones de pesetas. Con mayor razón aún, el robo será considerado cosa de poca monta. ¿Qué gravedad podrá tener hacerme con un poco de dinero del Estado o de una pobre vieja si, con tanta facilidad se decide sobre el destino de algo tan importante como la vida de un concebido aún no nacido?
El bajo nivel de moralidad que denota la aceptación social del aborto y, aún más, su sanción legal, no se queda ahí, en ese ámbito grave, pero limitado. La deseducación moral de una ley injusta se transmite a todo el ordenamiento jurídico. Si se justifica el aborto porque «la mujer es dueña de su propio cuerpo» y «hay que defender su libertad», ¿por qué ha de ser delito el consumo de droga? Yo, dueño de mi cuerpo, la utilizo para experimentar en él los efectos estupefacientes de la marihuana.
En otras palabras: cuando las leyes se degradan admitiendo como legal lo inmoral, todo el edificio jurídico empieza a resquebrajarse. Si algunas conductas siguen considerándose delitos y son puntualmente perseguidas y reprimidas —el robo, el rapto, etc.— se debe a que tocan de cerca los intereses más crematísticos, ardorosamente defendidos también por los que no tienen obstáculo en estar a favor del aborto. El utilitarismo de fondo llega a quedarse con lo mínimo para la supervivencia. Pero el paso de la civilización a la jungla no es tarea de siglos; se puede dar en pocos años.
La fundada sensación de inseguridad que ya se nota en algunas grandes ciudades—no se puede salir de casa a partir de la puesta del sol; nadie testimoniará en contra de un delincuente que comete un delito impunemente, a la luz del día—es una prueba de que la jungla está más cercana de lo que puede parecer a primera vista.
En este contexto —que no es una previsión, sino una comprobación—, la afirmación de que declarándose a favor de la legalización del aborto se defiende la libertad de los demás aparece en su intrínseca deformación. ¿Qué libertad se defiende cuando se favorece un clima en el que el delito es casi impune? Se defiende la libertad en su sentido inmediato de poder hacer; pero el ámbito de ese poder hacer es cada vez menor, porque también se favorece la libertad del delincuente, su impunidad. Con la misma impunidad con la que una señora acaudalada aborta, una sociedad anónima de delincuentes la rapta y pide 50 millones de pesetas por el rescate. El aborto será legal; el rapto, ilegal. Pero en el clima social creado, los dos hechos son igualmente impunes.
Nivelar por lo bajo
Este, es entre otros, uno de los inconvenientes de esa demagogia de la libertad y de la igualdad que quieren nivelar, pero por lo bajo. La civilización humana es un largo camino hacia el optimum de la relación entre lo que se puede físicamente hacer y lo que no se puede—es decir, no se debe, no se debería hacer—. No es descubrir nada afirmar que algunos no se debe se han demostrado irracionales e incluso antihumanos. Pero considerar como criterio de civilización la supresión de la frontera entre lo que se puede físicamente hacer y lo que no se debe moralmente hacer, es, a la vez, utopía y utilitarismo. Utopía, porque esa condición es un sueño con pesadillas; y las pesadillas son las consecuencias del utilitarismo. Habrá siempre cosas que no se deben hacer, pero, en el contexto utilitarista, no serán las más importantes para salvaguardar la dignidad humana, sino las más urgentes, aquí y ahora, para conservar una paz precaria en medio de un mosaico de egoísmos.
Volviendo al tema de la legalización del aborto, puede preguntarse: la no legalización, ¿arreglaría el problema? Y se argumenta entonces en la forma acostumbrada: si el aborto no es legalizado, prolifera la práctica clandestina, que pone en peligro la vida de la mujer. En realidad, los hechos —en la actual situación— llevan a comprobar que, legalizando el aborto, la práctica clandestina no disminuye.
Simplemente se aborta en los dos sistemas: el legal y el ilegal. Cada forma tiene su público. Por otro lado, la ley que legaliza el aborto es la que tendría que penar el aborto clandestino, pero obviamente, para eso carece de fuerza moral: porque pena el mismo hecho que, adornado con unos simples requisitos administrativos, permite y sanciona.
La tesis de que la no legalización del aborto no arreglaría el problema es razonable en la medida en que signifique esta afirmación: con sólo las leyes no se conserva y eleva el nivel moral de la sociedad. Leges sine moribus vanae sunt, se ha dicho durante mucho tiempo. Las leyes son importantes si no están sostenidas socialmente por unas costumbres. Por eso la ley que legaliza el aborto es un verdadero mal: porque constituye un obstáculo a que se afiancen unas costumbres—unas mores—que serian el soporte de la ley que prohíbe el aborto.
Leyes y «mores»
Se ha ironizado mucho sobre la impotencia de las mores {los positivistas han cantado ese estribillo hasta la saciedad); pero se olvida que la relativa paz de la que se goza aún en sociedad se debe a la existencia de un margen de moralidad, es decir, al hecho de que algunos no hacen lo que podría hacerse, pero no debe hacerse. Cuando en una sociedad, la tranquilidad social depende sólo del hecho coyuntural de que no todos se comportan inmoralmente al mismo tiempo, se está volviendo al territorio de la jungla.
El verdadero fundamento de nuestra seguridad es la honradez de los otros. Cuando la mayoría no es honrada, pocos están seguros.
Sólo en caso de extrema necesidad entraríamos en una calle habitada por alcohólicos que no beben desde hace una semana, si vamos cargados de una caja de vino. En esa situación la probabilidad de que vayamos seguros —de que podarnos ejercer nuestra libertad de transitar por un sitio público— es casi cero. El ejemplo es grotesco y hasta surrealista. Pero hay otros muchos, más diarios y verosímiles: ¿Quién se atreve a dejar su auto abierto, incluso en el garaje del condominio? La sociedad empieza a ser esa calle malfamada, insegura, en la que hay que volver a aprender las antiguas astucias de los pueblos nómadas y cazadores, en donde de lo primero que hay que sospechar es de la apariencia de honradez.
Hay, sin duda, el relativo consuelo de pensar que otras veces ha sucedido lo mismo, o incluso cosas peores. Pero se habla quedado en que la civilización es un esfuerzo hacia lo mejor, un común intento de hacer la tierra más humana y más habitable.
Revolución moral
Cuando el utilitarismo y el pragmatismo de vía estrecha hacen que el esfuerzo moral no esté de moda y que la afirmación cínica pase por realismo, las mores se repliegan en su caparazón, como el caracol esconde los cuernos ante el peligro.
Si alguien dice que lo más importante es abrir el camino a una verdadera revolución moral—es decir, al imperio de las mores, a la extensión creciente de la honradez—, es tachado de moralista totalitario, salvo que emplee la expresión «revolución cultural», que cierta izquierda ha heredado de la China de Mao, con el carisma de la infabilidad. Se olvida que esa revolución cultural no es sino una revolución moral, pero en el sentido materialista y oportunista en el que la entiende Mao-Tse-tung.
No hay sociedad que se mantenga sin la cohesión de las mores, que operan como raíces capilares. Esto es una comprobación formal, estructural. Se trata de que esas mores sean buenas, las mejores, centradas en el atento y vigilante respeto a la dignidad de cada persona.
El error radical de una ley que legaliza el aborto estriba en que no sólo impide, sino que positivamente va en contra de unas mores buenas: porque muy pocos se sentirán movidos a respetar la dignidad de una vida que cualquiera puede suprimir cuando ni siquiera cuenta con medios para defenderse.
Se suele decir que, detrás del aborto, viene la legalización de la eutanasia, la de la supresión de los subnormales, la de los ancianos «improductivos». No es un alarmismo retórico. El poder oculto de las mores—no es tangible, pero en ellas se sostienen las leyes— continúa también cuando se corrompen. Las leyes tendrán que darse prisa para seguir sus pasos. Sólo en un punto se sostiene el esfuerzo moral; pero se puede caer por cualquier parte.
Autor: Rafael Gómez Pérez
Fuente: Encuentra.com